Mensaje

Jerónimo tiene seis años, unos ojos profundos en los que nadan sus inquietos barquitos que conquistan corazones. Bajo su cabello dorado esconde siempre una sorpresa. Tiene esa brillante imaginación y ese peculiar razonamiento que la escuela se encargará de cercenar, lección tras lección. Tiene también una pasión desaforada por la música. Compone sus canciones e improvisa su cadencia cuando toca la batería con un ritmo tan contagioso y frenético que asusta.

Jerónimo suele pintar de manera espontánea todo lo que convoca su admiración o su fantasía: un rostro que ha visto, un personaje para las películas que inventa, un superhéroe imaginario. O sencillamente escribe un mensaje de amor para mamá. Forra las paredes con rostros que quiere conservar a su lado o hacer suyos. Como el mago que es, crea los materiales que necesita para enfrentar y transformar su mundo. Hace unos días le enseñaron en el colegio que un crucifijo es el símbolo de Jesús y como en casa no hay imágenes religiosas, pintó una cruz, la recortó y la pegó en la cabecera de su cama. «Así puedo rezarle antes de dormir», le escuchamos decir.

Desde que inició la pandemia no va al colegio. Está obligado a permanecer solo mucho tiempo y se ha hecho amigo de la ventana. Parece que hablara con alguien que lo visita en su imaginación. Pero lo que ha hecho hoy nos asombra. Arrodillado en el piso, extiende un pliego de papel blanco y se arma con tres lápices de colores: amarillo, azul y rojo. Al terminar sus trazos, esta vez no muestra el dibujo a nadie, se dirige a la ventana y tira el papel a la calle. Al ver la hoja en la calle le preguntamos qué dibujó y por qué lo ha desechado de esa manera. Jerónimo responde que es un mensaje muy importante y quiere que se lo lleve el viento para que todo el mundo lo pueda ver.

Salimos a recogerlo y el dibujo nos deja perplejos: los trazos rojos muestran una paloma gorda con alas muy cortas, que intenta levantar el vuelo hacia un espacio vacío, tratando de alcanzar un planeta tierra que cuelga en el margen superior. Rodeándola, como simbolizando el movimiento, ha escrito «paz» y en el espacio vacío, con letras amarillas y azules «no la gerra si la paz».

Callamos. Algo se nos atora en la garganta. Jerónimo ha cambiado de idea, cree que es mejor pegar el dibujo en la ventana. A esta hora cuelga allí esa paloma que no logra coger vuelo, esas palabras suspendidas, listas para que se las lleve el viento.

***

Sombra

Ese pequeño bulto es él, envuelto en las mantas, rodeado de cojines y muñecos de peluche. Por la ventana se cuela un débil anuncio del sol. Hay olor a mentol, a jarabes, a motas con alcohol. Sobre la mesa arde la veladora y deja ver, de manera intermitente, la estampa de Santa Lucía, patrona de los ciegos. Han dicho que hace milagros. También probaron con José Gregorio Hernández, pero el vaso de agua y los algodones siempre amanecieron intactos, sin rastros de la visita del médico santo. Lo único cierto es el envoltorio sobre la cama. Casi siempre duerme. Veo el movimiento de su respiración, pausada, frágil, un hilo a punto de reventar. Adentro la penumbra, la huella de una queja larga, retorcida, enroscada a las patas de la cama. Nada que recuerde el tiempo de la placidez, las travesuras, el retozo. Un azote sordo, inoportuno, algo como una estantería de plomo ha caído sobre la habitación y lo ha cubierto todo con el color de la derrota. Me acerco para verlo, pero se escapa en un hondo gemido. Van muchos días de agitación en derredor suyo, pasos afanosos, voces entrecortadas, la baba del llanto contenido, caricias tardías, vanos esmeros, idas y venidas del hospital y finalmente esa prolongada quietud.

He oído los ruegos, los reproches a Dios. Toda la furia divina se ha congelado en sus ojos, por los que no entra ni sale la luz. En las noches ellos se insultan, se culpan mutuamente. Lo han puesto en mitad de los dos, un estandarte del fracaso, de su desventura. Sobre él se precipitan ante el más leve quejido. Darían su piel por cubrirlo, su sangre por volverlo a engendrar.

Por mucho que me esfuerce, no logro recordar su rostro. El último día fue interminable. Quise estirarlo hasta el asomo del siguiente. Jugué toda la tarde en la terraza, no quise bajar a comer, seguí pateando la pelota, golpeándola contra los muros, sobre las rodillas, contra el pecho, derribando contendientes invisibles, inoportunos, todo lo que odiaba. Nadie se ocupó de mí. Él se llevó todas las raspas de ternura. Su semblante se perdió en los años viscosos, en los recodos de una casa deshecha, en la memoria de un sueño evaporado. Mi hermano fue una sombra.

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Alambique

Estoy en el suelo, cubierta de vidrios. Siento en la piel el frío, los filos, cientos de arañas clavadas en las manos. Arena entre los dedos, arena en los párpados, en los brazos, en las piernas. Si muevo los dedos, si cierro las manos, vienen los pinchazos. No puedo abrir los ojos. Me han dicho que soy una estatua, que si hago algún movimiento estaré herida, tendré agujas entre los ojos. Tengo el impulso de llorar, pero escucho la voz de mamá advirtiéndome que al menor movimiento puedo quedar ciega. Ella se ocupa ahora de retirar los restos de vidrio con unas pinzas. Ha empezado por el rostro. Confío en sus manos, pero me dan miedo las estatuas. Temo estar muerta. He visto los muertos quietecitos, con los ojos cerrados…

Mamá sigue limpiando. Dice que no entiende por qué la vitrina se desplomó sobre mí. Si yo hablara me tragaría los vidrios.

Era el estante de las medicinas. Miraba a través de sus puertas verdes y transparentes buscando el diccionario. Ya había recorrido toda la casa. Ayer lo dejé en la parte baja de la biblioteca y hoy ya no estaba allí. No es la primera vez que ocurre. Ese libro siempre se desaparece, se mueve por todos lados como si fuera un gato. Salta de mesa en silla, de silla en cama, de comedor a biblioteca, cae al piso y vuelve a volar, como un gran pajarraco. A veces está posado en las piernas de mi hermana, con sus alas extendidas, agitadas, siento el impulso de atraparlo y esconderlo. Tiene la pasta gruesa, como la concha de una tortuga y grandes letras doradas. Adentro sus hojas son suaves, como plumas. No puedo explicar por qué lo persigo. Cuando lo abro, brotan las letras, los dibujos se agitan y tengo ganas de tocarlos. Voy de hoja en hoja, de palabra en palabra, de letra en letra, sin que tenga fin. Dice papá que a veces se escurre entre mis piernas cuando me quedo dormida y que voy a descuajarlo. Solo sé que en los sueños camino sobre sus páginas y me voy de paseo con las letras. La «a» es barrigona y obediente, se lleva muy bien con todas las demás y estira su cola para engancharse a mi brazo. La «o» es muy chistosa y solo quiere rodar. La «p» es muy necia y exigente, la «t» es complicada… y así, todas me quieren y me siguen hasta que despierto para buscarlas y perseguirlas por todos los rincones. Quiero el diccionario ilustrado solo para mí. Me gusta colorear sus dibujos, cazar palabras raras, mirarlo al derecho y al revés. Es un juego sin fin.

Anoche empecé con la «a» de abad, luego vinieron acacia, acaso, aceituna, acústica, ala, alacrán ¡qué miedo me da! y sigue alambique… ¿Y qué es alambique? Me sabe a miel, me suena a pájaro risueño… ¡Ahora recuerdo! Esa palabra me quedó sonando desde anoche y cuando me iba quedando dormida prometí que hoy buscaría lo que quiere decir. ¡Sí! ¡La culpa fue de alambique!

Hoy al llegar del colegio corrí a buscar el diccionario. El muy pillo ya no estaba donde anoche lo dejé. Entonces me fui por los rincones, me metí en el armario, bajo las camas, en la cocina, repitiendo la palabra para que no se me borrara: Ala, ala… alambique, alambiqueee… lo busqué en el patio y tampoco. Mamá dice que los libros deben estar en la biblioteca, pero este pajarraco, este gato, este libro travieso, siempre se hace buscar. Alambique… alambique… ¡Dónde lo habrá puesto mi hermana!

Después de buscar y rebuscar, sentí que una luz se encendía en mi cabeza. Ahí fue cuando me dio por mirar dentro de la vitrina de los medicamentos de papá. ¡Sí! Allá arriba brillaban sus rayos dorados. Con dificultad pude deslizar la puerta. ¡Alambique, alambique! Salté para gritarle, como si él me escuchara y pudiera bajar para ponerse en mis manos. Me estiré, me puse de puntas, no lo pude alcanzar. Fui por el banco de la cocina, me trepé sobre él, estiré mi brazo izquierdo para tocarlo, pero ¡nada! No me di por vencida. Me apoyé en la vitrina y ¡cataplum! todo se vino abajo. El mueble me cayó encima. Luego sentí los gritos de mamá. Ella dice que haga como estatua, que no mueva la cabeza y aquí estoy. Siento agujas en la cara y en todo el cuerpo. Tengo ganas de llorar. Aprieto los ojos y repito la palabra culpable para no olvidarla…

¡Alambique

                alambique

                              alambiqueee!

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Obediencia

Lo peor no fue que cambiaran a Nubia, la maestra bella y dulce. Esa que nos enseñaba con juegos, nos limpiaba la cara con su pañuelo recién planchado que olía a flores. La que reía con nuestras pilatunas y de vez en cuando nos hacía un regaño cariñoso. Nunca la escuchamos gritar. Su tono de voz apenas sobresalía en la bulla que armábamos al mover los pupitres cuando nos proponía alguna actividad. Era suficiente con saber que iba a darnos alguna explicación para que todos disminuyéramos el tono de voz o comenzáramos a propagar el ¡shsss…! Cuando entraba al salón se iniciaba siempre una aventura, un descubrimiento.

¿De qué modo lograba la atención y el entusiasmo de treinta chiquillos? Ni ella misma sabía la clave de ese misterio. Le bastaba con ser como era, tener los ojos almendrados, esa boca pequeña, su frente pálida y ancha que a veces yo lograba dibujar como la luna. El cielo del salón se encendía con ese transitar de pared a pared, de puerta a ventana, de mesa a pupitre, en espiral, en círculo, en ele, en laberinto. Porque con ella cambiábamos la disposición de las sillas para no mirar siempre hacia el mismo lado. Nos decía que los pupitres eran planetas y estaban en constante movimiento de traslación en torno a un centro. Para mí el centro era ella, toda luz dorada, sentada en medio, atrás, apretada en el asiento junto a cualquiera de nosotros, contando algo sobre las hormigas, armando un juego con los números, haciendo historias sobre las letras. No había manera de distraerse porque ella era la principal distracción.

Aquella tarde entró la rectora al salón y esto siempre era el anuncio de cosas graves. La acompañaba una mujer gruesa, de rostro redondo y mirada punzante. La presentó como la nueva profesora. No nos dio explicaciones. Pensó que no las merecíamos, que siete años no era una edad para entender, ni para preguntar por razones y menos para extrañar. Era una edad para obedecer. ¿Qué habría ocurrido con nuestra amada Nubia? Todos teníamos la pregunta atascada como un mamoncillo en la garganta. En la clase hubo una conmoción planetaria. Cuando la rectora se fue, pasamos de la sorpresa al llanto y el salón se llenó de berridos. La nueva quiso imponer silencio con su vozarrón, pero no podíamos dejar de llorar, brazos entrelazados, cabeza sobre el pupitre, mocos manchando el cuaderno. Esto debió molestarla mucho. Nos ordenó arrancar una hoja para hacer una plana. Tuvimos que escribir a toda velocidad, sin compasión. La frase todavía me retumba. Apenas podía garrapatear las letras con las lágrimas. Lo que siguió fue tristeza, monotonía, miedo.

Lo peor no fue la ausencia de Nubia. Lo peor fue seguirla esperando, no saber dónde buscarla, no poder llorar por ella. Lo peor fue esa plana obligada que decía: «Quiero mucho a mi nueva profesora Marina».

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Charol

Antes del mediodía, al terminar las clases, debía correr a la casa para almorzar. Después, a toda prisa, me dirigía hacia la esquina a tomar el único bus que nos llevaba a la escuela de prácticas. Era un bus destartalado, atestado de gente, en el que nos abríamos espacio a codazos, cuidando que no se nos dañaran los materiales que con tanta dedicación habíamos elaborado desde el fin de semana pasado o la noche anterior. Siempre íbamos cargados de pinturas, herramientas, toda suerte de objetos, además de los libros prestados por la monja de la biblioteca del colegio, que no se podían estropear.

Si perdíamos esa ruta del bus, no era posible llegar a tiempo. Era el único transporte que llegaba hasta la vereda, a las afueras de la ciudad, en la que también viajaban diariamente campesinos de ida y vuelta hacia el centro. Durante el recorrido, a lo largo de la congestionada vía, iban subiendo al vehículo mis compañeros, todos igualmente cargados de mapas, carteleras, rollos de papel, al punto del sofoco. En la Escuela Normal donde estudiábamos, las prácticas docentes comenzaban desde tercero de bachillerato. Yo tenía once años y asumía con mucho orgullo, como todos mis compañeros, la responsabilidad de dar clases en una escuela rural, a niños y niñas casi siempre mayores que nosotros en edad y experiencia.

Era compromiso de la Normal aportar en la construcción de la pequeña escuela, que estaba situada en un lote sin linderos, tenía una cancha de cemento sin marcas, salones sin puertas, ventanas sin vidrios, no había tableros, solo unos cuantos pupitres. Hacíamos ayudas pedagógicas con materiales reciclables, o con lo que tuviéramos a la mano. También nos ocupábamos de una huerta, de las cuentas de la cooperativa escolar y organizábamos campeonatos deportivos. Así, éramos carpinteros, jardineros, pintores, constructores, consejeros, decoradores y finalmente profesores. La consigna era: «Nada es imposible».

Especial atención merecía nuestro arreglo personal: era imprescindible el uso del uniforme de gala que incluía el pantalón de paño, chaqueta azul, camisa blanca y corbata negra. Pese a las advertencias sobre el estricto cuidado de nuestra apariencia para presentarnos al sitio de prácticas, la realidad nos jugaba en contra. El recorrido del bus era tortuoso, íbamos embutidos entre cuerpos, bultos y canastos, cuidando nuestros bártulos y nuestros trajes. La travesía completa duraba más de una hora hasta la estación final y allí se iniciaba la caminata hacia la escuela en la que debíamos estar a la una en punto, lloviera, tronara o temblara, como decía la Hermana Priscila.

Llegábamos por entre potreros, a través de caminos fangosos, esquivando zanjas y matorrales. Todo esto haciendo piruetas para defender con ahínco los materiales de cualquier daño o caída. Muchas veces sufrimos accidentes o verdaderos dramas: daños en las maquetas, frascos de reactivos químicos rotos, bichos disecados que se perdían durante el viaje y, claro está, ropa estrujada, zapatos sucios. Antes de ingresar a la escuela intentábamos componer, entre penas y frustraciones, nuestro atuendo. Además de todo, éramos aprendices de magos.

Todos teníamos chascos, menos Pedraza. Era de los grandes del curso, pues ya tenía trece. Decían que cargaba con una dura historia familiar, cosas oscuras que maestros y monjas comentaban en voz baja y que nosotros no podíamos conocer. No sabíamos dónde vivía y sus padres nunca aparecieron por el colegio. Esmerado, pulido en el trato, responsable, sereno, algo frío pero dulce. Nunca reía, fue la primera persona a la que vi levantar una sola ceja sin mover otro músculo de su cara. Fue de los primeros en afeitarse, siempre olía bien y llevaba las uñas de las manos limpias y cuidadas. Pero lo que generaba mayor asombro eran sus zapatos de charol siempre relucientes, sus pantalones debidamente planchados, las camisas muy blancas y almidonadas. Era el único que usaba mancornas y pisa corbata. Se peinaba con una línea trazada a la perfección y, por si acaso, llevaba un peine en el bolsillo para corregir cualquier anomalía.

En aquel ambiente de carencias era un chico atípico, impecable en su forma de mostrarse. Pedraza era la negación del estigma. Se diría un ángel descolocado, una imagen surreal, un personaje de ficción. Como si un soplo lo hubiera puesto allí, cristalino en medio del fango, inmaculado de pies a cabeza en mitad de un pozo negro. Y qué hablar de sus cuadernos con márgenes perfectas, su letra pulida, envidiable.

Cuando subíamos al bus de marras, capoteando sacudidas y hedores, forcejeando con los brazos como escudos para proteger nuestros cachivaches, allí, en cualquier lugar del bus, encontrábamos a Pedraza como emergiendo de una nube, impávido, acomodado en su silla, muy tieso y muy majo, mirando cómodamente por la ventana y cargando sus cosas con toda la tranquilidad que a nosotros nos faltaba. Después de tantas dificultades en el trayecto hacia la escuela, luego de las rudas jornadas, Pedraza se conservaba incólume, el traje limpio, sin una arruga, sin señales de barro en el charol. Yo lo observaba con admiración y rencor. Aunque llevábamos juntos tres años en el colegio, no lograba un trato cercano con él. Su presencia me intimidaba. No le perdonábamos tanta placidez y pulcritud, no desperdiciábamos ocasión para la burla y la caricatura, con toda crueldad. Tal como su peinado, Pedraza nunca se descompuso.

Una mañana escuché hablar cosas negras y sucias para estropearlo y me uní al plan. Queríamos darle una lección y nos carcomían las ganas de bajarlo de la nube en que flotaba.

En medio de los charcos, rumbo a la escuela, varios nos adelantamos y esperamos a Pedraza en una curva del camino. Cuando apareció, con ese andar tan pausado, nos abalanzamos sobre él con manotadas de barro, le dañamos el peinado, la tersura de su rostro, le jalamos la corbata y la camisa. Fue a parar a una zanja con sus charoles y sus materiales de clase. Pedraza resistió el ataque de manera heroica. Al momento de escapar de la penosa escena lo vi levantarse, rescatar sus cosas como podía, sacar un pañuelo de su bolsillo para lustrar sus zapatos, sacudir su peine lleno de barro, acomodarse nuevamente la ropa y secarse una lágrima.

Llegamos a la escuela salpicados por todas partes, con una mezcla de culpa y desahogo. Nadie habló del tema en el recreo. Pedraza no apareció en la cancha. Esa misma tarde, al terminar nuestras clases, lo que vi me dejó atónito: Pedraza salió de un salón con su rostro impasible, excepto por su ceja levantada. Vi cómo la cancha se iluminaba con su camisa impecable, su pantalón liso y los zapatos relucientes. Ese día entendí que la magia de Pedraza no estaba en su ropa ni en su peinado sino en algo indefinible. El milagro que él hacía posible no ocurría en su vestido sino en los ojos que lo miraban.

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Neologismos

Ese día a la hora del recreo se produjo el operativo. Así escuché que lo llamaban y no tenía idea de lo que se trataba. Nos dijeron que las monjas revisarían nuestros maletines y si nos encontraban material inapropiado, lo confiscarían. No presté mucha atención porque no sabía qué significaba inapropiado y menos la palabra confiscar. Y, en todo caso, en la maleta, aparte de los libros y cuadernos, solo tenía mi agenda de actividades escolares. Al llegar al salón, sudorosa, con restos de alimentos en mis manos y envuelta en el jolgorio tomé asiento. Al buscar mi agenda para revisar el calendario, me llevé la amarga sorpresa: me la habían quitado. Miré a todos lados y comprobé que ninguna de mis compañeras tenía cara de preocupación. No pude atender lo que enseñaba el profesor de matemáticas. Algo se revolvía en mi estómago y se asomó la náusea. Enfermarme era lo menos grave que estaba por pasar. Las horas para la salida se hicieron interminables y cuando sonó la campana que nos indicaba el fin de la jornada, cogí mi maletín y corrí hacia los baños para descargar mi sufrimiento. A la salida del baño me esperaba sor Clara, con su mirada severa. Sus manos huesudas sostenían un sobre cerrado y en el reflejo de sus gafas vi mi rostro asustado. Solo le escuché decir inapelable y una fecha. Todo era muy misterioso y lleno de palabras desconocidas.

Esa tarde en la casa permanecí en cama esperando la llegada de mamá, lo que normalmente se producía antes del anochecer. Se preocupó por mi cara de enferma y esto me facilitó las cosas. No tenía opción. Le entregué el sobre cerrado, segura de que era la ciega portadora de mi propia condena. Me preguntó qué daño había causado y mi respuesta fue «ninguno». Su molestia sirvió para agravar mi indigestión y hacer aparecer la fiebre. Quedó claro que al día siguiente no iría al colegio por motivos de salud. Alivio temporal, pero alivio al fin.

Tres días después estábamos mamá y yo frente a la temida puerta de la Dirección del colegio. Nos hicieron entrar y en el centro de la mesa de reuniones, como un trofeo, estaba abierta y expuesta mi agenda escolar, llena de banderitas de colores. Una a una, las páginas fueron examinadas por mamá, sin hacer un gesto de reproche. Ella conocía la agenda mejor que yo. En ese momento la sor procedió con su discurso lleno de palabras raras sobre valores y virtudes. Recuerdo que se refirió a mí como un cangrejo que camina hacia atrás. Mamá parecía no creer lo que escuchaba, pero guardaba un respetuoso silencio ante todo lo que la rectora nos dijo. Al final anunció que decomisaría la libreta como una muestra de las conductas que se debían combatir en una niña desorientada. Después entendí que no me devolvería la agenda y que yo era una perdida. Esa noche estuve muy silenciosa y me sorprendí cuando mamá me pidió que la perdonara por no haberme defendido. Me dijo que me quería, que yo era buena hija y que por falta de dinero no podía cambiarme de colegio.

El castigo no tardó y fue público. Dos semanas después yo estaba parada sobre la tarima, frente a todos los estudiantes y profesores del colegio. La mano derecha temblando y sosteniendo el micrófono, la voz apagada, a intervalos. A mi espalda sentía la mirada recia de sor Clara, como si sostuviera una antorcha a punto de quemarme. Pese a la angustia hice una correcta exposición sobre las virtudes cardinales y teologales, que había aprendido de memoria, en sentido inverso del abecedario, con la ayuda de mamá: Templanza, Prudencia, Justicia, Fortaleza, Fe, Esperanza y Caridad. Los aplausos finales me sacudieron. Sentía la boca pastosa. El público inició la algarabía, todas las niñas eran una gran masa borrosa que se agitaba. La rectora se acercó a felicitarme y solté el llanto.

Mi amiga no me quitaba los ojos de encima cuando llegué al final de este relato. Después de un silencio me preguntó: «¿Y qué cosas terribles contenía tu agenda?»

Todas las mañanas mientras iba en el bus que me llevaba al colegio, la ruta pasaba por calles con paredes llenas de mensajes que leía con atención. A veces necesitaba varios viajes para leer alguno de manera completa. Cuando alguno me atraía o me inquietaba, lo anotaba en mi agenda. Los que más movían mi curiosidad eran justamente aquellos cuyo sentido no lograba comprender. Durante todo el año fui llenando muchas hojas con aquellas frases extrañas que luego compartía con mis compañeras para divertirnos. Algunas veces se las mostraba a mamá para que ella me explicara su significado. «Se llaman grafitis», me enseñó. Así fui registrando protestas y denuncias, quejas sobre el gobierno, chistes, juegos verbales, mensajes de amor… y algunas groserías. He olvidado todos los grafitis, menos uno, menos uno que ni mis compañeras ni mamá lograron hacerme comprender: «el amor no se encadena, se encondona». Lo copié muchas veces como si la repetición pudiera ayudarme a aclarar las palabras. Ahora imagino la cara de sor Clara cuando lo leyó. ¡Ah! No he olvidado tampoco aquello del cangrejo que camina hacia atrás. Lo que eso quería decir lo entendí tiempo después. Heme aquí hoy, dueña de El cangrejo, una agencia especializada en la creación de eslóganes, diseños y consignas publicitarias. En el oficio soy incomparable.

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