
Lo peor no fue que cambiaran a Nubia, la maestra bella y dulce. Esa que nos enseñaba con juegos, nos limpiaba la cara con su pañuelo recién planchado que olía a flores. La que reía con nuestras pilatunas y de vez en cuando nos hacía un regaño cariñoso. Nunca la escuchamos gritar. Su tono de voz apenas sobresalía en la bulla que armábamos al mover los pupitres cuando nos proponía alguna actividad. Era suficiente con saber que iba a darnos alguna explicación para que todos disminuyéramos el tono de voz o comenzáramos a propagar el ¡shsss…! Cuando entraba al salón se iniciaba siempre una aventura, un descubrimiento.
¿De qué modo lograba la atención y el entusiasmo de treinta chiquillos? Ni ella misma sabía la clave de ese misterio. Le bastaba con ser como era, tener los ojos almendrados, esa boca pequeña, su frente pálida y ancha que a veces yo lograba dibujar como la luna. El cielo del salón se encendía con ese transitar de pared a pared, de puerta a ventana, de mesa a pupitre, en espiral, en círculo, en ele, en laberinto. Porque con ella cambiábamos la disposición de las sillas para no mirar siempre hacia el mismo lado. Nos decía que los pupitres eran planetas y estaban en constante movimiento de traslación en torno a un centro. Para mí el centro era ella, toda luz dorada, sentada en medio, atrás, apretada en el asiento junto a cualquiera de nosotros, contando algo sobre las hormigas, armando un juego con los números, haciendo historias sobre las letras. No había manera de distraerse porque ella era la principal distracción.
Aquella tarde entró la rectora al salón y esto siempre era el anuncio de cosas graves. La acompañaba una mujer gruesa, de rostro redondo y mirada punzante. La presentó como la nueva profesora. No nos dio explicaciones. Pensó que no las merecíamos, que siete años no era una edad para entender, ni para preguntar por razones y menos para extrañar. Era una edad para obedecer. ¿Qué habría ocurrido con nuestra amada Nubia? Todos teníamos la pregunta atascada como un mamoncillo en la garganta. En la clase hubo una conmoción planetaria. Cuando la rectora se fue, pasamos de la sorpresa al llanto y el salón se llenó de berridos. La nueva quiso imponer silencio con su vozarrón, pero no podíamos dejar de llorar, brazos entrelazados, cabeza sobre el pupitre, mocos manchando el cuaderno. Esto debió molestarla mucho. Nos ordenó arrancar una hoja para hacer una plana. Tuvimos que escribir a toda velocidad, sin compasión. La frase todavía me retumba. Apenas podía garrapatear las letras con las lágrimas. Lo que siguió fue tristeza, monotonía, miedo.
Lo peor no fue la ausencia de Nubia. Lo peor fue seguirla esperando, no saber dónde buscarla, no poder llorar por ella. Lo peor fue esa plana obligada que decía: «Quiero mucho a mi nueva profesora Marina».
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