Desgarradura

Sí. Era un simple bolso, un bolso de hilo. Me lo trajo la tía Elsa de uno de sus viajes al Amazonas. Otras veces me había traído cosas curiosas como unas flechas, un guacamayo y un mico hechos de madera muy liviana y brillante. Una noche me pidió cerrar los ojos y sentí en mi oído el rumor de un riachuelo, luego el sonido de una cascada. «Es un palo de agua», dijo. Y resultó ser un tubo de madera que al moverse lentamente dejaba escapar el murmullo del río. Cada regalo suyo venía cargado de historias de la selva, de abuelos cazadores, de leyendas. Como esa de la culebra protectora del agua, Yucumama, así me contó que se llamaba. Más grande que la anaconda, lanza chorros de agua por su boca, puede derribar árboles a su paso y aspirar a sus presas a cien metros de distancia.

Mi tía también hablaba de los niños que se movían en la selva como en su casa, de niñas que aprendían a tejer mientras la madre las amamantaba. Ella hablaba y yo oía el canto de pájaros remotos y el sonido del viento cuando crujen las hamacas. Todo ese mundo desconocido se colaba en mi cuarto metido en la voz de esa mujer que adoraba. Sus viajes me hacían soñar, me estremecía con sus aventuras y vibraba de alegría cada vez que se aproximaba otra de sus correrías.

En vísperas de mi noveno cumpleaños se anunció su visita. Esta vez me traía un bolso de hilo hecho con un fino tejido de tonos pastel. Eran mis colores preferidos. Al abrirlo noté que dentro tenía un forro de tela con un pequeño bolsillo y en él se alojaba la historia de la niña que lo había tejido especialmente para mí. Se llamaba Ernestina y tenía mi edad. Las cortas y delicadas abrazaderas del bolso, igualmente tejidas, se ajustaron perfectamente a mi hombro. Toda esta maravilla se cerraba con un broche dorado. Sería mi primera cartera y me llevaría del brazo hasta convertirme en mujer grande.

Desde ese día el bolso se convirtió no solo en parte de mi atuendo sino en mi propia imagen. Era además la forma en que mi tía Elsa iba conmigo a todas partes. Lo exhibía en todos lados, lo acariciaba, sentía la suavidad de las fibras, contaba los nudos y los hilos, trataba de imitar a la pequeña tejedora, creía tocar sus manos, imaginaba su vida tan distinta a la mía. No quise prescindir del bolso ni siquiera cuando noté que en el extremo inferior unos hilos empezaban a soltarse. Lo seguí cargando como si nada, hasta que un día mamá me dio un ultimátum: si no dejaba de utilizarlo, ella lo echaría a la basura. Aquello fue una amenaza y decidí esconderlo en el fondo del armario, en donde solo yo pudiera encontrarlo. Así seguiría acompañándome, como un secreto. De vez en cuando lo sacaba para verlo, me lo colgaba al hombro mirándome al espejo y después lo devolvía a la intimidad del cajón.

Cuando cursaba mi octavo año, la Madre Superiora del colegio nos encargó donar ropas y juguetes para los niños huérfanos. A su petición se sumó un discurso sobre la generosidad y la caridad. Con entusiasmo, desocupé mi armario y mis cajones para escoger mi ofrenda. Mi linda ropa pronto me quedaba chica y el resultado de la selección fue estupendo y abundante. Cuando estaba a punto de cerrar la caja, el amoroso recuerdo de la tía sepultada me habló desde el fondo del guardarropa. Una voz me aconsejaba que por gratitud conservara el bolso oculto, otra me recordaba que con él podría hacer muy feliz a otra niña, tal como lo había sido yo. Comprobé que el extremo raído era un detalle insignificante y que el forro y los bellos colores del tejido se conservaban intactos. El bolso fue a parar dentro de la caja de regalo y tuve la conciencia del deber cumplido.

No volví a pensar en ello hasta que, dos días después, la Superiora me llamó a su despacho. Sentada frente a ella, no podía dar crédito a sus palabras. Su sermón fue largo y severo. Dijo sentirse desilusionada por «mi mezquino proceder». «¡Haber querido regalar una cosa rota!» La generosidad significaba dar lo mejor de uno para la alegría de los demás. La escuché mirando al piso, avergonzada de lo que oía y, sobre todo, pensando en mi bolso. Había sido objeto de desprecio y yo lo quería de vuelta a mi cajón, donde otra vez sería amado y estaría a salvo. La idea de recuperarlo me devolvió la tranquilidad y después de expresarle a la monja mi arrepentimiento y de aceptar humildemente mi culpa, le pregunté dónde estaba el bolso. Ella abrió sus ojazos, me dio la espalda y dijo algo que después de tanto tiempo me sigue doliendo: «Donde debe estar: ¡en la basura!»

Mi bolso con su mínima desgarradura, que en vez de restarle le agregaba belleza ante mis ojos, fue a dar a la basura, íntegro en el recuerdo. Deshilachado por el cariño, por el balanceo de mi hombro; retenido por esa propensión a prolongar lo que tanto queremos. Con él también se fueron en picada el arte y las manos de Ernestina, la ternura, la leyenda y la voz de la tía Elsa.

***

Humedad

Salgo de la escuela y caen las primeras gotas.

Sobre el tejado de barro se inicia el golpeteo pin pan pon,

oigo la marimba, responden los cristales drin dran dron,

más allá el tambor sobre las latas ton ton ton.

Salpican los goterones en los andenes, sus espirales de agua,

la danza de las hojas en los matorrales,

los pájaros revolotean en busca de refugio,

la gente corre para guarecerse bajo los techos.

Noto mis piernas vibrar bajo la falda azul

siento el uniforme ardiente por el sudor,

veo cómo se moja mi blusa, en el pecho el cosquilleo de las gotas,

en la cintura las ganas de danzar.

Guardo los cuadernos entre el calzón,

las manos recogen la falda, le hacen un gran nudo,

ahora son libres las piernas, sobran los zapatos,

se desgajan las medias, se abren camino los pies.

Oigo el concierto de la lluvia en su momento más alto.

Un riachuelo surge del cemento,

agujas transparentes perforan la tierra,

repican los tambores, es la ocasión de hacer cabriolas,

de buscar los charcos para saltar.

Es el baile de los pozos,

la fiesta del barro, el gozo de los pies.

Ahora soy la forma del torrente, el espectro del estanque,

en la cabeza un chorro de caricias.

Me deslizo, me caigo, la risa me levanta,

sigo de charca en poza, de pozo en barrial,

el son de la lluvia me lleva, me trae, mi casa lejos,

mi casa un barco, salto, pateo, retozo.

Soy pato, rana, lagartija, bebo la nube en mis labios,

diluvio, me precipito, me alzo por las calles,

me granizo, me llovizno, me inundo…

Me encojo cuando la lluvia se adelgaza,

el azul se abre, me sosiega, me calza los zapatos.

Ahora soy frío, temblor, parpadeo…

En la puerta me espera mi madrina. Verme no la consuela.

Mi blusa transparente, dos puntas florecidas.

Algo la abochorna, dispara su sermoneo. Tengo los oídos tapados.

Me seca, me desnuda, me zarandea, me pone en la ducha.

Por la noche la fiebre me corona. ¿Es mi premio o mi castigo?

Duermo con regocijo.

***

Espejos

A las once es la ceremonia de grado. Me queda tiempo de sobra para ir a la peluquería. Ya tengo el traje planchado sobre la cama, acabo de salir de la ducha y el reloj apenas muestra las seis y cuarenta. Nadie se ha levantado todavía y estoy deambulando por la casa desde las cinco y media. Anoche casi no pegué el ojo. Estuve de un lado al otro en la cama entre el qué haré, el qué va a pasar, con la idea fija de la universidad, la contracción del estómago, lo que más quiero, pero no voy a poder… dale que dale con la angustia y todos los fantasmas en mi cabeza.

Lo primero que hice al levantarme fue buscar la plancha, alisé los pliegues del pantalón y me aseguré de que la corbata estuviera limpia. La camisa huele a tela nueva, aspiro su olor mientras le acomodo el cuello. Anoche dejé brillantes los zapatos que recién acabo de estrenar. «Úselos antes para que no le tallen el día de su grado», me había dicho mamá. Pienso rápidamente qué otra cosa debo dejar lista antes de ir a la peluquería. Normalmente abren a las seis. Es la hora en que las vecinas van a cepillarse, de camino al trabajo. La misma hora en que las secretarias llegan a toda prisa para que les arreglen las uñas. Pero a las ocho el salón estará vacío. Es el momento en que la dueña y sus empleadas toman el desayuno. El resto de la mañana se la pasan sentadas, acicalándose entre ellas, comentando los chismes del barrio. Las he visto cuando voy hacia el colegio y sé todo lo demás por los comentarios de mamá.

La ceremonia será en el salón de actos que permanece cerrado durante todo el año y solo se usa para las celebraciones importantes. El escenario y el corredor central tienen una alfombra roja que nunca he pisado y hoy es el día. Soy yo quien dirá el discurso de despedida. Casi me olvido de sacar las hojas que puse dentro del libro de filosofía. Esa era la otra cosa que tenía que alistar. Doblo las hojas y las dejo sobre el saco para no olvidarlas al momento de salir. Estuve escribiéndolo por más de dos semanas. Cuando me dijeron que yo era el elegido, tuve el impulso de inventar una excusa, pero cuando el profesor Manrique me puso la mano sobre el hombro y me dijo: «¡Nadie más que usted merece ese honor!», ya no pude negarme y desde ese mismo día me puse a rayar, a sudar, a tachar, noche tras noche, hasta completar la página y media que ayer pasé en limpio en la máquina. De tanto leerlo, me lo sé de memoria. Imagino las lágrimas de la rectora, la cara de envidia de Vargas y el golpecito del profesor Manrique en mi espalda. En casa nadie lo sabe.

A las siete sirvo mi desayuno y aparece papá, que a esa hora abre el taller. Casi nunca saluda, aunque hoy se esfuerza por ser amable y me pregunta si ya tengo listo todo. Le digo que sí con la cabeza, sin mirarlo. En su última borrachera me dijo que ahora que voy a ser bachiller debo buscarme la plata para la casa, o me empleará en el taller. «¡O es que piensa seguir de señorito… dizque estudiando! ¡Eso es para los que tienen, o es que ya se cree un doctorcito! ¡Mírese esas uñas de marica, parece que también va al salón de belleza!» Yo solo aprieto la boca y cuando da la espalda le clavo la mirada.

Espero hasta que son las ocho y veinte para salir de la casa. La mañana brilla. Normalmente a esta hora ya estaba en clase. Es raro no tener que ir al colegio. Será una fortuna que hoy no llueva. Cuando llego a la peluquería, noto que hay mucho movimiento. Una señora con rulos se abanica las uñas, a otra le han cubierto la cabeza con un plástico y le sacan un pelo tras otro con una aguja. Hay otra mujer con la cabeza metida en una gran bomba eléctrica. Es raro que hoy no esté la dueña, que es quien me conoce. Me ven entrar y no me prestan atención. Me siento en la única silla que está vacía y cojo la revista de siempre. En el reloj de la pared son las ocho y treinta. Tengo tiempo de sobra. Una de las empleadas me mira, le hago señas con la mano para que me guarde el turno. Parece no comprender y luego hace un gesto que me tranquiliza.

Pienso en el discurso y en la cara de papá cuando lo escuche. No me importa. Hoy es mi día. Vuelvo a repasar las fotos de los cortes de pelo para tenerlo claro cuando me pregunten. Nunca más me dejaré rapar. A partir de hoy seré libre y ya puedo escoger cómo quiero verme. Para eso me he dejado crecer el cabello en los últimos meses. Me vendrá bien este corte con el traje nuevo. Imagino la risa cómplice de los compañeros cuando me digan: «¡Se salió con la suya, profe!» Así me llaman por mi forma de exponer en las clases. Sánchez ya tiene el cupo en la universidad. Dizque será ingeniero. Siempre fue malo para matemáticas. Cuando me preguntan qué estudiaré en la universidad, me salgo por la tangente. Hoy es el último día en que estaremos todos juntos. Cómo será levantarse mañana y no tener que ir al colegio. No soporto el ruido del taller.

A esta hora ya deben haber despertado mis hermanos. Anoche escuché que mamá pagó su turno a otra enfermera para asistir hoy a mi grado. Ya estará agitando la casa para buscar la ropa que se pondrá, ya habrá peleado con papá por el baño sucio, por el reguero de la cocina, por el dinero que se gasta en trago. Ya le habrá dicho otra vez que está harta y que solo la retienen sus hijos. Deben oírse los gritos de siempre, o quizás no. Hoy es un día diferente por mi grado.

La señora de la cabeza de plástico ha dejado de parlotear, la acomodan en un sillón y cierra los ojos. Sigue la agitación y se mueven las manos de las peluqueras. No queda más remedio que esperar. Las nueve y cuarenta. Por fortuna, estoy a tiempo y muy cerca. Siempre me ha gustado ver los espejos enfrentados en las peluquerías. Son como miles de puertas y ventanas multiplicadas, manos y rostros infinitos. Dan ganas de perderse en ese laberinto. Me acomodo en mi silla. Debí traer el discurso. Vuelvo a repasar las fotos. Esta vez de atrás hacia adelante, hasta llegar al modelo que voy a señalar. Mi abuelo siempre quería para mí el corte más alto y yo pataleaba. En los espejos miles de abuelos con sus ojos encima de mi cabeza. En ocasiones el peluquero se compadecía, me hacía un guiño por el espejo y me dejaba un poco de sombra en la nuca. Miles de peluqueros y miles de tijeras. Ahora ya se acabó. Así es como quiero verme.

Y pasa el tiempo, lenta, estáticamente, sigue el movimiento de miles de manos, muchas cabezas, la agitación de las tijeras, el piso mal trapeado se va llenando de mechones, de pelusas, un gran tapete negro, amarillo, blanco, los zapatos sobre los pelos, el zumbido de los secadores, el olor de la acetona y los esmaltes, las risotadas, la radio, los murmullos, la revista que se me cae de las manos y se hunde en la montaña de cabello, todo se aquieta, todo se aleja.

Ya llegué al salón de actos. Estoy desnudo y todos me señalan mientras se carcajean. Hay mucha gente y no reconozco a nadie. La rectora está con su ceño fruncido y me grita cosas que no escucho, todo es tan extraño, tan ajeno. En la puerta del colegio aparece papá, ha venido con su ropa de trabajo, manchado de pintura por todas partes, «el traje de luces», así lo llama él, las manos grasientas, caminando hacia el salón con elegancia, como si se tratara de su boda. Quiero salir corriendo, pero las piernas no me responden…

Alguien me pone una mano sobre el hombro. ¿El profesor Manrique? Es la dueña de la peluquería que me pregunta a quién espero. Doy un salto en el asiento. Le digo lo del corte y ella me invita a una silla frente al espejo, me coloca la capa de plástico y ahí es cuando siento el pánico. Miles de relojes marcan las doce menos cuarto. No tengo tiempo ni voz para mostrarle la revista y la señora procede a hacerme el corte de siempre. No tiene prisa, un toque aquí, un tijeretazo allá, mientras habla animadamente con sus empleadas. Cierro los ojos para esquivar lo que está a punto de aparecer frente a mí: el rostro de ese que tanto desprecio. Lo recuerdo sentado con sus patitas cortas, a los tres, a los cinco, a los diez años. Multiplicados mil veces en los espejos su juicio y su obediencia. También veo otra escena: la nerviosa rectora, el profesor Manrique en la puerta del salón, el chal agitado de mamá, papá aflojándose la corbata, cada vez más sofocado, la inquietud, el desconcierto, la furia, el insulto.

Cuando la mujer termina su trabajo, sacude la pelusa de mis hombros, me empapa la cabeza usando un atomizador, me rasura las patillas, mis orejas descubiertas. Coloca un espejo detrás y me pregunta si estoy satisfecho con ese bonito estilo militar. Apruebo con un movimiento de cabeza, mientras veo a mis pies el cabello que había cuidado por tantos meses. La sangre me palpita en las sienes. Salgo a mil, sin levantar los ojos, en sentido contrario a la casa, en contravía del colegio. Cuando ya estoy lejos camino sin afán, sin detenerme, pateo el aire, los andenes, me pierdo por callejones, huyo de mi imagen en las vidrieras. Cada paso me hunde, me duele, me libera.

***

Didáctica

De repente surge una nueva palabra amenazante, con un extraño sentido: tarea. «Se aprende con sangre», le dicen. «La letra con sangre entra», escucha repetir. ¿Cuál letra viene a herirla con su lanza?, ¿quizás la «L» con sus puntas?, ¿o será la «E» con su tridente? Seguro no ha de ser la «O», siempre girando, rebotando por la pizarra o por el cuaderno. Algo ha hecho mal. Algo la enfrenta al ceño adusto de la señorita Rosa. Mujer severa, adicta a repartir coscorrones, virgen demacrada, necesitada de adoración. Se le encienden los ojos como carbones cuando la obliga a hincarse de rodillas frente al tablero y le descarga su ira en forma de reglazos sobre sus pequeñas manos extendidas. Las palmas como rojas e hirvientes manzanas. Sus dedos desplegados, alas en ciernes. Sus manos huérfanas de compañía, hábiles con la aguja y el lápiz, versadas en exploraciones, en tanteos; las mismas que han aprendido a modelar el aire, a acariciar el cuaderno. Esas manos inventoras, inquietas, que reparten dulzura a las flores, rudeza a las piedras, piedras a los sapos. Las manos, piezas de música, lectoras de sombras, ojos que hurgan el vacío, ávidas frutas de carne. Manos más expertas que su dueña, aves de su cuerpo, livianas y fuertes, amantes cuando soban al gato, piadosas frente al crucifijo, tiernas, metafísicas. Sus manos desnudas, sensitivas, órganos del alma, censoras de espinas, custodias del dolor, tan laboriosas, tan musicales. Manos ánfora, cuchillo, barro, filigrana, cebo, hechas para todo lo grato, lo rudo, lo sublime. Esas manos que deambulan quietecitas por los sueños, tan leales al cuerpo, hechas para las caricias, la ternura, el deseo…

Ahora llora y no lo entiende. ¿Alguien puede explicarle por qué sus manos son blanco de tortura?

***

Alzamiento

Como todos los lunes a las siete de la mañana, el profesor Hugo ha llegado tarde a la clase. Hemos aprendido a no esperarlo. Nos dedicamos a la guachafita, nos lanzamos los lápices, los avioncitos de papel atraviesan el salón y a veces se estrellan en el abismo del tablero. Las risotadas salen por las ventanas. Víctor se ha especializado en imitar la forma de caminar del profesor y ahora se ubica en la puerta. Finge su ingreso con aquel meneo, la cabeza ladeada, el mechón sobre la cara, la camisa a punto de salirse del pantalón, la mirada inquieta y esa medio risa taimada. Es el momento de máxima euforia.

Lo peor es su respiración. Tener que arrimársele y sentir su aliento alcoholizado cuando hace alguna pregunta o cuando nos revisa los trabajos de la clase anterior. Poco a poco se ha generado un rechazo hacia él y yo he empezado a detestar la biología.

Hoy llega en las condiciones esperadas. Trae puesta la misma ropa de la última clase y saluda a medias. Se esconde detrás de una mueca, tras su mechón canoso y grasiento. Pero ya no aguantamos más y cuando inicia su intervención se produce el alzamiento. Ha empezado a repetir la misma lección sobre las partes de la célula. Alguien le ha gritado que «¡hasta cuándo!» Otra chica ha dicho: «¡No más, profesor!» «¡Usted es un borracho!», grita Mateo. Alguien dice: «¡Vamos a la rectoría!» Y como jalados por una fuerza colectiva, todos nos levantamos y corremos hacia la puerta. Ahora llenamos el corredor con un clamor general.

De pronto me doy vuelta, regreso para comprobar si el salón ha quedado vacío y allí lo veo. Es Juan Carlos, el de los bucles sobre la frente y la mirada dulce. El rubor le ha encendido el rostro y sus ojos brillantes están clavados ahora en su libreta. Es el único que no se ha movido de su asiento. Desde la puerta lo llamo, le reclamo su falta de solidaridad. Se levanta, viene hacia mí con lentitud y en voz baja, como confiándome un secreto, me dice que siente tristeza por el profesor. Yo le hago un gesto de desprecio y antes de retirarme echo un vistazo al tablero. Con la tiza en la mano, como un espantajo, con una mueca de abatimiento, espera allí el acusado.

De manera intermitente, en momentos de exaltación y ceguera, viene a mí el rostro de Juan Carlos, símbolo de empatía, de compasión.

***

Hambre

Cincuenta años consagrados a la enseñanza de la literatura, entre libros y tizas, recorriendo los corredores con admirable agilidad. La profesora Carmen de Motta era el orgullo del colegio. Setenta y cinco años bien montados en unos tacones bajitos y sonoros, una figura muy corta y delgada, forrada con chalis y encajes coloridos que realzaban su gracia y su dulzura. El cabello cano, a la altura de los hombros, con un toque brillante y coqueto. Le hicieron un homenaje como maestra emérita y anunciaron que el que iniciaba sería su último año en la enseñanza. También era mi último grado de secundaria. Hasta ese momento ella era para mí una figura curiosa, un museo ambulante, una antigüedad al fondo de la sala de profesores.

Oí su taconeo, la vi entrar al salón con sus pasos cortos y veloces. Vimos de frente su rostro empolvado, esas arrugas que sonreían, los ojos diminutos y brillantes, su boca mínima, delineada con un trazo rojo que se le regaba por las comisuras y el mentón. Traía las manos ocupadas: con una sostenía un libro muy gordo y algo estropeado, con la otra apretaba un gran bolso contra su cuerpo. Soltó todo sobre la mesa y se situó en el centro, muy cerca a nosotras, de espaldas al tablero. Sin preludios ni rodeos, empezó a hablar de poesía. Recuerdo que mencionó el Siglo de Oro español, luego nombró a Dante y a Virgilio. Esa mañana nos llevó desde el infierno al purgatorio y estuvimos a punto de llegar al paraíso. La veía salivar y sudar mientras hablaba. Estaba en trance, hacía guiños, quizá involuntarios, agitaba sus manos como si fuera a emprender el vuelo. De pronto, hizo una pausa. Tomó el gran libro y lo abrió en una página marcada. Sus labios se separaron y de adentro surgió una especie de canto. No era música, pero me lo parecía. No cantaba, aunque era como si lo hiciera. No podía apartar mis ojos de su boca. No lograba tomar un solo apunte en mi cuaderno. Temía perder el hilo que me envolvía. No olvido mi excitación, pues aunque el tema era terrible, las palabras me llegaban como una melodía:

Ya íbamos caminando por el hielo

cuando en un hoyo vi a dos ateridos,

y una cabeza de otra era sombrero.

Y, como los mendrugos son mordidos

con hambre, el alto al bajo le atacaba

donde nuca y cerebro están unidos.

Sentía mordiscos sobre mi cabeza. Estábamos en el círculo de los traidores. Me espanté y estuve a punto de llorar cuando el Conde Ugolino, por el castigo del hambre, se vio forzado a comerse a sus hijos. 

Al despertar, cuando empezaba el día,

a mis hijos, tras signos tan crueles,

pedir pan entre sueños les oía.

Cuando un rayo de sol ya estaba entrando

en la cárcel, mi aspecto suponía

por los cuatro que estaba contemplando;

por el dolor, las manos me mordía;

Ella no leía. Declamaba los versos de Dante con una entonación tal, que oyéndola era imposible no amar la poesía. Clase tras clase, me fue contagiando su éxtasis. Las escenas infernales ocuparon el colegio. Los corredores circulares se llenaron de personajes que sufrían los más duros castigos, mientras mi maestra y yo recorríamos uno a uno los recintos del inframundo.

Una mañana me armé de valor. Al final de la clase me le acerqué. En voz muy baja, como si le confesara un pecado, le dije que yo escribía versos. Me miró con sorpresa, lo celebró y me invitó a mostrarle algo. Dos o tres frases suyas fueron suficientes para descubrir los sentidos ocultos de las palabras y el encanto del lenguaje poético: Decir que las estrellas brillan y la noche es oscura, es como decir que los ojos miran y los oídos oyen. Si el hielo es frío y el fuego quema, dijo, un poeta puede convertirlos en hielo abrasador o en fuego helado. 

Al finalizar el año, ante mi angustia por la orfandad escolar y el inminente mundo del trabajo que sentía como algo amenazante, me atreví a pedir su consejo. Un ardor en el estómago, semejante al hambre, me anunciaba que ser secretaria no era mi vocación. Ella fue cariñosa y enfática: «¡La escritura! ¡Escribir es lo suyo!» Aquella fue la última vez que la vi.

Pocos meses después de mi grado, ya empleada en un banco, oprimida entre arrumes de cheques y formatos, me enteré de su muerte. Sentí el impulso de renunciar a mi trabajo y devoré entera La Divina Comedia. La imagen de mi guía, su pasión, el hambre que me entraba y el Canto XXXII del Infierno, no se desvanecen. Aún veo las cabezas sumergidas en el hielo, una sobre la otra, comiendo cráneo y sesos.

…y ellos así me hablaron, pues movido

por el hambre creyeron que lo hacía:

“Menos nos dolerá, padre querido,

si nos comes; de carne nos vestiste

y puedes desnudar lo que has vestido”.

Por no apenarlos me calmaba, triste;

un día y otro mudos estuvimos.

¡Ay!, ¿por qué, cruel tierra, no te abriste?

***