
De repente surge una nueva palabra amenazante, con un extraño sentido: tarea. «Se aprende con sangre», le dicen. «La letra con sangre entra», escucha repetir. ¿Cuál letra viene a herirla con su lanza?, ¿quizás la «L» con sus puntas?, ¿o será la «E» con su tridente? Seguro no ha de ser la «O», siempre girando, rebotando por la pizarra o por el cuaderno. Algo ha hecho mal. Algo la enfrenta al ceño adusto de la señorita Rosa. Mujer severa, adicta a repartir coscorrones, virgen demacrada, necesitada de adoración. Se le encienden los ojos como carbones cuando la obliga a hincarse de rodillas frente al tablero y le descarga su ira en forma de reglazos sobre sus pequeñas manos extendidas. Las palmas como rojas e hirvientes manzanas. Sus dedos desplegados, alas en ciernes. Sus manos huérfanas de compañía, hábiles con la aguja y el lápiz, versadas en exploraciones, en tanteos; las mismas que han aprendido a modelar el aire, a acariciar el cuaderno. Esas manos inventoras, inquietas, que reparten dulzura a las flores, rudeza a las piedras, piedras a los sapos. Las manos, piezas de música, lectoras de sombras, ojos que hurgan el vacío, ávidas frutas de carne. Manos más expertas que su dueña, aves de su cuerpo, livianas y fuertes, amantes cuando soban al gato, piadosas frente al crucifijo, tiernas, metafísicas. Sus manos desnudas, sensitivas, órganos del alma, censoras de espinas, custodias del dolor, tan laboriosas, tan musicales. Manos ánfora, cuchillo, barro, filigrana, cebo, hechas para todo lo grato, lo rudo, lo sublime. Esas manos que deambulan quietecitas por los sueños, tan leales al cuerpo, hechas para las caricias, la ternura, el deseo…
Ahora llora y no lo entiende. ¿Alguien puede explicarle por qué sus manos son blanco de tortura?
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