A las once es la ceremonia de grado. Me queda tiempo de sobra para ir a la peluquería. Ya tengo el traje planchado sobre la cama, acabo de salir de la ducha y el reloj apenas muestra las seis y cuarenta. Nadie se ha levantado todavía y estoy deambulando por la casa desde las cinco y media. Anoche casi no pegué el ojo. Estuve de un lado al otro en la cama entre el qué haré, el qué va a pasar, con la idea fija de la universidad, la contracción del estómago, lo que más quiero, pero no voy a poder… dale que dale con la angustia y todos los fantasmas en mi cabeza.

Lo primero que hice al levantarme fue buscar la plancha, alisé los pliegues del pantalón y me aseguré de que la corbata estuviera limpia. La camisa huele a tela nueva, aspiro su olor mientras le acomodo el cuello. Anoche dejé brillantes los zapatos que recién acabo de estrenar. «Úselos antes para que no le tallen el día de su grado», me había dicho mamá. Pienso rápidamente qué otra cosa debo dejar lista antes de ir a la peluquería. Normalmente abren a las seis. Es la hora en que las vecinas van a cepillarse, de camino al trabajo. La misma hora en que las secretarias llegan a toda prisa para que les arreglen las uñas. Pero a las ocho el salón estará vacío. Es el momento en que la dueña y sus empleadas toman el desayuno. El resto de la mañana se la pasan sentadas, acicalándose entre ellas, comentando los chismes del barrio. Las he visto cuando voy hacia el colegio y sé todo lo demás por los comentarios de mamá.

La ceremonia será en el salón de actos que permanece cerrado durante todo el año y solo se usa para las celebraciones importantes. El escenario y el corredor central tienen una alfombra roja que nunca he pisado y hoy es el día. Soy yo quien dirá el discurso de despedida. Casi me olvido de sacar las hojas que puse dentro del libro de filosofía. Esa era la otra cosa que tenía que alistar. Doblo las hojas y las dejo sobre el saco para no olvidarlas al momento de salir. Estuve escribiéndolo por más de dos semanas. Cuando me dijeron que yo era el elegido, tuve el impulso de inventar una excusa, pero cuando el profesor Manrique me puso la mano sobre el hombro y me dijo: «¡Nadie más que usted merece ese honor!», ya no pude negarme y desde ese mismo día me puse a rayar, a sudar, a tachar, noche tras noche, hasta completar la página y media que ayer pasé en limpio en la máquina. De tanto leerlo, me lo sé de memoria. Imagino las lágrimas de la rectora, la cara de envidia de Vargas y el golpecito del profesor Manrique en mi espalda. En casa nadie lo sabe.

A las siete sirvo mi desayuno y aparece papá, que a esa hora abre el taller. Casi nunca saluda, aunque hoy se esfuerza por ser amable y me pregunta si ya tengo listo todo. Le digo que sí con la cabeza, sin mirarlo. En su última borrachera me dijo que ahora que voy a ser bachiller debo buscarme la plata para la casa, o me empleará en el taller. «¡O es que piensa seguir de señorito… dizque estudiando! ¡Eso es para los que tienen, o es que ya se cree un doctorcito! ¡Mírese esas uñas de marica, parece que también va al salón de belleza!» Yo solo aprieto la boca y cuando da la espalda le clavo la mirada.

Espero hasta que son las ocho y veinte para salir de la casa. La mañana brilla. Normalmente a esta hora ya estaba en clase. Es raro no tener que ir al colegio. Será una fortuna que hoy no llueva. Cuando llego a la peluquería, noto que hay mucho movimiento. Una señora con rulos se abanica las uñas, a otra le han cubierto la cabeza con un plástico y le sacan un pelo tras otro con una aguja. Hay otra mujer con la cabeza metida en una gran bomba eléctrica. Es raro que hoy no esté la dueña, que es quien me conoce. Me ven entrar y no me prestan atención. Me siento en la única silla que está vacía y cojo la revista de siempre. En el reloj de la pared son las ocho y treinta. Tengo tiempo de sobra. Una de las empleadas me mira, le hago señas con la mano para que me guarde el turno. Parece no comprender y luego hace un gesto que me tranquiliza.

Pienso en el discurso y en la cara de papá cuando lo escuche. No me importa. Hoy es mi día. Vuelvo a repasar las fotos de los cortes de pelo para tenerlo claro cuando me pregunten. Nunca más me dejaré rapar. A partir de hoy seré libre y ya puedo escoger cómo quiero verme. Para eso me he dejado crecer el cabello en los últimos meses. Me vendrá bien este corte con el traje nuevo. Imagino la risa cómplice de los compañeros cuando me digan: «¡Se salió con la suya, profe!» Así me llaman por mi forma de exponer en las clases. Sánchez ya tiene el cupo en la universidad. Dizque será ingeniero. Siempre fue malo para matemáticas. Cuando me preguntan qué estudiaré en la universidad, me salgo por la tangente. Hoy es el último día en que estaremos todos juntos. Cómo será levantarse mañana y no tener que ir al colegio. No soporto el ruido del taller.

A esta hora ya deben haber despertado mis hermanos. Anoche escuché que mamá pagó su turno a otra enfermera para asistir hoy a mi grado. Ya estará agitando la casa para buscar la ropa que se pondrá, ya habrá peleado con papá por el baño sucio, por el reguero de la cocina, por el dinero que se gasta en trago. Ya le habrá dicho otra vez que está harta y que solo la retienen sus hijos. Deben oírse los gritos de siempre, o quizás no. Hoy es un día diferente por mi grado.

La señora de la cabeza de plástico ha dejado de parlotear, la acomodan en un sillón y cierra los ojos. Sigue la agitación y se mueven las manos de las peluqueras. No queda más remedio que esperar. Las nueve y cuarenta. Por fortuna, estoy a tiempo y muy cerca. Siempre me ha gustado ver los espejos enfrentados en las peluquerías. Son como miles de puertas y ventanas multiplicadas, manos y rostros infinitos. Dan ganas de perderse en ese laberinto. Me acomodo en mi silla. Debí traer el discurso. Vuelvo a repasar las fotos. Esta vez de atrás hacia adelante, hasta llegar al modelo que voy a señalar. Mi abuelo siempre quería para mí el corte más alto y yo pataleaba. En los espejos miles de abuelos con sus ojos encima de mi cabeza. En ocasiones el peluquero se compadecía, me hacía un guiño por el espejo y me dejaba un poco de sombra en la nuca. Miles de peluqueros y miles de tijeras. Ahora ya se acabó. Así es como quiero verme.

Y pasa el tiempo, lenta, estáticamente, sigue el movimiento de miles de manos, muchas cabezas, la agitación de las tijeras, el piso mal trapeado se va llenando de mechones, de pelusas, un gran tapete negro, amarillo, blanco, los zapatos sobre los pelos, el zumbido de los secadores, el olor de la acetona y los esmaltes, las risotadas, la radio, los murmullos, la revista que se me cae de las manos y se hunde en la montaña de cabello, todo se aquieta, todo se aleja.

Ya llegué al salón de actos. Estoy desnudo y todos me señalan mientras se carcajean. Hay mucha gente y no reconozco a nadie. La rectora está con su ceño fruncido y me grita cosas que no escucho, todo es tan extraño, tan ajeno. En la puerta del colegio aparece papá, ha venido con su ropa de trabajo, manchado de pintura por todas partes, «el traje de luces», así lo llama él, las manos grasientas, caminando hacia el salón con elegancia, como si se tratara de su boda. Quiero salir corriendo, pero las piernas no me responden…

Alguien me pone una mano sobre el hombro. ¿El profesor Manrique? Es la dueña de la peluquería que me pregunta a quién espero. Doy un salto en el asiento. Le digo lo del corte y ella me invita a una silla frente al espejo, me coloca la capa de plástico y ahí es cuando siento el pánico. Miles de relojes marcan las doce menos cuarto. No tengo tiempo ni voz para mostrarle la revista y la señora procede a hacerme el corte de siempre. No tiene prisa, un toque aquí, un tijeretazo allá, mientras habla animadamente con sus empleadas. Cierro los ojos para esquivar lo que está a punto de aparecer frente a mí: el rostro de ese que tanto desprecio. Lo recuerdo sentado con sus patitas cortas, a los tres, a los cinco, a los diez años. Multiplicados mil veces en los espejos su juicio y su obediencia. También veo otra escena: la nerviosa rectora, el profesor Manrique en la puerta del salón, el chal agitado de mamá, papá aflojándose la corbata, cada vez más sofocado, la inquietud, el desconcierto, la furia, el insulto.

Cuando la mujer termina su trabajo, sacude la pelusa de mis hombros, me empapa la cabeza usando un atomizador, me rasura las patillas, mis orejas descubiertas. Coloca un espejo detrás y me pregunta si estoy satisfecho con ese bonito estilo militar. Apruebo con un movimiento de cabeza, mientras veo a mis pies el cabello que había cuidado por tantos meses. La sangre me palpita en las sienes. Salgo a mil, sin levantar los ojos, en sentido contrario a la casa, en contravía del colegio. Cuando ya estoy lejos camino sin afán, sin detenerme, pateo el aire, los andenes, me pierdo por callejones, huyo de mi imagen en las vidrieras. Cada paso me hunde, me duele, me libera.

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