Los sueños

“Angustia” del escritor e ilustrador Alfred Kubin

Lucero ha dejado de salir a sus cacerías nocturnas. En las noches duerme a los pies de mi cama o da vueltas por la habitación como si estuviera pensando qué hacer. Me da lástima verle los ojos apagados. Parece que quisiera decirme algo. Maúlla poco y como yo no puedo hablar, hacemos una pareja silenciosa de amigos que se tocan para poder conversar.

Dicen que los gatos oyen y ven cosas del más allá. Quiero preguntarle si puede verlos a ellos, a mamá y papá. Se lo pregunto soplando las sílabas en sus orejas. Parece entenderme.

En la oscuridad sus ojos han recuperado el brillo. Da vueltas y vueltas alrededor mío y de pronto se abalanza a mi cuello como queriendo trepar a algún lugar. La dejo que siga su instinto. Vuelve al piso, salta nuevamente a mi cuello y en este ejercicio se pasa un tiempo largo, hasta que el sueño me vence y caigo en la cama, con el peso de su cuerpo recorriéndome como si yo fuera una llanura y ella un caballo desbocado.

En los sueños hablo otra vez. Mamá se aparece con su vestido violeta y me arregla la camisa.

– Cuide la ropa. A su papá le cuesta muchos días de martilleo y a mí muchos dolores de espalda.

-Pero mamá, si esta ropa me la ha ajustado Alicia. Era una camisa de Humberto.

– No me contradiga. Si se porta bien vamos a tener días felices para toda la vida.

– Yo no quiero contradecirla, pero es que ya no tengo ganas de ir a la escuela y usted tiene las manos muy frías…

En los sueños veo a mamá por poco tiempo, como a la virgen en el cielo. No quiero que se vaya, aprieto los ojos para que aparezca nuevamente, siento sus manos en mi cuello, abro los ojos y es Lucero que no me deja dormir en paz. La retiro con fuerza para que se vaya pero vuelve a arañarme. Entonces la saco del cuarto y siento sus rasguños en la puerta. No me importa. Voy a dejarla pasar frío. Al fin y al cabo es un gato y de noche los gatos viven su día.

No soporto la imagen de la Luz del Limonar dándome vueltas en la cabeza. El hijo ya es un viejo y ella lo sigue cargando a sus espaldas. A él no se le ve la cara porque le cuelga sobre el hombro de la mujer. Quiero saber por qué el niño lloraba tanto.

***

La luz del limonar

Detalle de “Madre y niño” de Oswaldo Guayasamín

El hijo llevaba dos días llorando, como si tuviera en el pecho un eco de lamentos interminables, o como si un dolor muy grande le atravesara el estómago o la alegría. Tenía cuatro años, pero parecía tener dos por su estatura, su extraña delgadez y esa manera desesperada de llorar.

La madre le colocaba paños en el estómago, le contaba un cuento, lo mecía como un bebé, le daba agua de yerbas, pero nada. El niño parecía no verla, no sentirla, no tomar en cuenta sus palabras. Su malestar no tenía nombre ni apellido. Las pocas palabras que había aprendido a pronunciar naufragaban en su mar de llanto.

En la segunda noche de lágrimas, la madre decidió ir a ver a la partera que vivía a varios kilómetros de la casa. Era la misma que había recibido al niño aquella noche lluviosa del 20 de junio, cuando el marido fue en su búsqueda para avisarle que su mujer estaba retorciéndose de dolor en el baño sobre un charco de sangre.

La partera, una mujer gorda y vieja cuyas manos habían dado la bienvenida al mundo a tres generaciones del pueblo, desnudó al niño, le registró todo el cuerpo, y antes de darse por vencida le miró el fondo del ojo, en el momento en que las lágrimas eran menos abundantes. Se lo entregó inmediatamente a la mujer.

– Es mejor que se muera. Ahí veo que nunca será feliz.

Las palabras le cayeron a la madre como arena entre los ojos. Era el único hijo, y aunque hubiera sido uno de docena, no hubiera soportado la idea de su muerte.

– Pero usted fue la primera que lo tocó cuando nació. Usted puede saber qué hacer para que se calme. ¡Esas palabras no se le dicen a una madre!

Lo dijo a punto de llorar.

– Usted tiene razón. Pero no le puedo decir qué hacer. Este niño no quiere vivir.

La mujer se quedó mirándola con tanta tristeza que la vieja sólo pudo agregar:

– Llora todo lo que usted no puede llorar.

Se devolvió con el hijo alzado porque éste ya se negaba a caminar. Durante el trayecto decidió taparle la boca con la misma manta que lo cubría, temiendo que los vecinos salieran al camino para insultarla por el ruido que iba regando en la noche.

Cuando se aproximaba a la vieja casona en la que vivía sola con el pequeño desde el día en que el marido la abandonó, una sombra apareció en medio de la calle y la esperó en el lugar en que debía cruzar la carretera. Al principio tuvo la esperanza de que se tratara de una vecina que quería socorrerla, pero después se dio cuenta que la sombra se iba agrandando a medida que ella se acercaba.

Cuando estaba a pocos metros de lo que debía ser una persona, las piernas no le obedecieron. Ese fue el único momento en el que el niño se calló, aunque ella no pudo darse cuenta, petrificada como estaba.

La sombra se fue transformando en una mujer cuya piel se recogía en interminables vueltas y arrugas grises, el cabello blanco bajaba al piso y le arrastraba como un manto de novia, las uñas, como ganchos de colgar ropa, le nacían de unas manos huesudas, su vestimenta era un muestrario de ropas y olores.

Por un instante la madre escuchó el llanto del niño saliendo por la boca de la vieja. Los lamentos, terribles como puñales, se escucharon varios kilómetros a la redonda. La mujer cayó al piso mientras de sus brazos resbalaba el niño envuelto en un golpe seco.

Minutos después la madre despertó sola en la calle. El niño había desaparecido como por arte de magia. Su angustia se reinició. Pedía socorro en todas direcciones, pero nadie vino en su ayuda. Avanzó hacia la casa, abrió la puerta y encontró al niño durmiendo en su cama.

– ¿Qué había pasado? ¿Quién era la vieja? –preguntaron todos con impaciencia.

Era tan fuerte y tan insistente el llanto del niño, que la llorona en persona fue traída a la fuerza del más allá. Aquella noche el niño durmió tranquilamente hasta la madrugada, pero antes de que amaneciera, reinició su terrible lloriqueo.

La madre despertó angustiada y probó nuevamente todos los remedios: agua de valeriana para los nervios, de manzanilla para el dolor de estómago, de zen para las lombrices, pañitos húmedos por si la fiebre, papas partidas por la mitad por si el dolor de cabeza, pero nuevamente todo fue un fracaso.

La tercera noche, desesperada, la madre sacudió fuertemente al chiquillo y sin pronunciar palabra le deseó la muerte. En ese instante vio que su cabeza, como un fruto, se desgajaba sobre el pecho. El silencio retornó a la casa. Los gritos de la mujer volvieron a romperlo. Alzó al hijo y lo llevó hacia el solar de la casona, en cuyo centro se alzaba un magnífico limonar. Elevó el niño al cielo implorando que le devolviera la vida, pero a medida que avanzaban sus rezos, el frío se apoderaba del pequeño cuerpo.

Hacia la media noche, cansada de suplicar lo imposible, ató el niño a su espalda y decidió trepar a un limonero para acabar con la pesadilla que le había quitado el sueño por tres noches consecutivas.

Al otro día extraños frutos amanecieron colgados en el árbol. La gente del pueblo casi no lo creyó, aunque todos fueron testigos de que las tres últimas noches no habían logrado conciliar el sueño porque un llanto terrible viajaba en el aire. Todos culparon a la llorona del suceso.

Algunas semanas después, los nuevos habitantes de la casa contemplaron la escena que quedaría grabada para siempre en la memoria de todos. A la media noche, una mujer envuelta en una luz color azufre y con un niño cargado en su espalda, daba vueltas alrededor del limonero.

La visión duraba algunos minutos y desaparecía, repitiéndose todos los días a la misma hora por muchos años, con la variedad de que quienes la seguían a través del tiempo contaban que la mujer se hacía cada vez más vieja y el hijo crecía y crecía hasta hacerla encorvar, arrastrándole como una carga pesada a la espalda.

-Desde entonces la llaman la Luz del Limonar y todavía aparece, sobre todo en las noches de luna menguante.

-¿Y qué se hizo la casa?

-La casa ya no existe, pero el limonar sigue dando frutos. Cerca al lugar donde se encuentra ya nadie quiere vivir.

El hombre que contó la historia se quedó en silencio. Todos lo imitaron y quedaron pensativos. Quería preguntar muchas cosas, pero me quedé más mudo que nunca. Me preguntaba si la mujer había matado al hijo en su desesperación o si fue la llorona la que le dio muerte a los dos.

– Hay silencios que matan –dijo papá, mirando hacia un lugar que no pude divisar en sus ojos. Todavía no entiendo por qué dijo eso.

***

Los espantos

Detalle de “El fantasma Kohada Koheiji” de Katsushika Hokusai, 1831

En las noches, antes de irnos a dormir, papá y mamá se sentaban a hablar con algunos vecinos en el recibidor de la casa. Los amigos venían porque en aquel lugar las noches eran muy brillantes, los árboles danzaban y el ambiente era fresco y acogedor. Pero también venían porque papá tenía fama de conversador y de buen escucha. Prestaba oídos a todas las historias que las personas querían contar, dejando un lugar abierto para el desahogo o el misterio.

Yo también escuchaba con mucha atención lo que decían. Para mí casi todas las historias eran de espantos y terror. Me abrazaba a los pies de mamá y escondía la cara entre sus piernas. Allí había calor y el miedo se hacía más chiquito. Una cosa me llamaba la atención: los fantasmas tenían nombre propio y todos los que escuchaban parecían conocerlos, o por lo menos haberlos visto alguna vez.

Era como si los espantos hicieran parte de la familia, como si cada uno hubiera hospedado alguno en su casa y por eso debieran convivir con ellos y guardarles respeto y consideración. Nadie hacía bromas que pudieran ofender la memoria de quienes, habiendo sido humanos, pasaron al entremundo de las sombras.

– Papá ¿Por qué hay tantos espantos? –le pregunté una noche en la que ya no podía soportar el canto de los grillos.

– Hay tantos espantos como personas en el mundo.

– ¿Y todo lo que cuentan fue realmente cierto?

Se quedó mirándome muy fijo.

– La imaginación es tan cierta como la realidad. Las dos se confunden en la mente del hombre, aunque a veces la realidad supera la imaginación. Hay cosas reales que espantan más que los espantos…

La respuesta me confundió mucho más. En ese momento no entendí nada. Me puso la mano en la cabeza, como queriendo borrarme los pensamientos y me preguntó si tenía miedo. Le dije que no, pero la mentira se me salía por los ojos.

De todos modos aquella noche papá me dejó escuchar los cuentos como de costumbre. Él consideraba que no había unas conversaciones para grandes y otras para chicos. Decía que las palabras son las mismas a cualquier edad, lo que cambia es el sentimiento con el que se dicen o con el que se escuchan. No hay palabra más clara que la misma realidad y ésta no discrimina entre niños o grandes. Los niños pueden oírlo todo, pero sólo escuchan lo que les cabe en el corazón.

Así pensaba mi padre. La imaginación se confunde con la realidad, o tal vez la realidad se confunde con la imaginación. Yo no sé nada. Tal vez hay cosas que, aunque no han ocurrido nunca, las tenemos fijas en la cabeza, y entonces tal vez suceden en alguna parte del mundo que llevamos dentro.

Hay otras que ocurrieron y nos hacen tanto daño que quisiéramos borrarlas y entonces las convertimos en imaginación. Los niños pueden oírlo todo. Pero sólo escuchan lo que les cabe en el corazón.

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El cariño

Detalle de “Vista de Toledo” de El Greco

He comenzado a encariñarme con Humberto porque me trata bien y se comporta como si quisiera ser mi padre o mi maestro. Cuando está haciendo algo siempre me explica, quiere que yo aprenda las cosas que hacen los hombres, me da lecciones sobre la naturaleza y la vida, me pasa la mano sobre el hombro y siento un peso en mi espalda que debe ser el peso bonito del cariño.

Alicia tiene algo en la boca que la hace estar siempre sonriendo aunque no quiera. La comida que prepara tiene un sabor especial. Parece hecha con todas las yerbas del campo. Cuando uno se la come, siente como si todo el bosque se le entrara por la nariz y la boca: los cabellos del maíz, las hojas de los plátanos, las raíces de la yuca, los ojos perfumados de la piña, el olor de la vaca con mugido y todo. Un día me pareció sentir el picoteo de los pájaros sobre las frutas que ella me pone en el plato. Si no fuera por esto, la comida se me atoraría en la garganta.

Humberto y Alicia se han acostumbrado a mis juegos con las estrellas. Cuando hay noches llenas de luces en el firmamento me dejan quedarme hasta tarde pescando en el agua. Alicia me regaló una estampa de la virgen y me enseñó a verla en el cielo. Hay que mirarla fijo mientras se cuenta hasta cien e inmediatamente hay que mirar para arriba. Entonces la virgen aparece enorme entre las nubes, lo mira a uno sonriente y hasta parece que lo invita a subir. Después desaparece con el movimiento del cielo y hay que repetir la operación.

Ayer lo hice veinte veces y terminé con el cuello dolorido de tanto mirar para arriba. Por eso probé en el agua donde nadan las estrellas y ahí apareció también la virgen, aunque un poco más desteñida.

Este juego me divierte. Hoy probé con las caras de papá y mamá. Como no tengo ningún retrato suyo cerré los ojos, me concentré, los recordé con tanta fuerza que los vi claritos en el pensamiento. Cuando los tenía bien grabados en algún lugar de la frente, abrí los ojos y entonces los vi aparecer en el cielo, con el pelo del color de las nubes, alborotado por el viento, me miraban y se reían de verme tan chiquito, igual que una hormiga sobre la tierra.

– ¡Hola! ¿Es que no piensan venir por mí? – les sacudí mis manos como si se tratara de dos pañuelos blancos en un desfile de carrozas.

Ellos no hicieron ningún caso a mi pregunta, se quedaron entre las nubes por un tiempo más y luego se fueron desparramando y destiñendo, como cuando le cae agua a un dibujo de acuarelas.

No sé qué hacer para volver a echarles color. Cierro los ojos y hago fuerza para encontrar sus ojos. De pronto aparecen fresquitos, como recién acabados de levantar, y en el momento en que quiero abrazarlos se me desaparecen como los dibujos animados. Por eso estoy a punto de morirme de pena moral. Lucero, ayúdame para que tu cariño me sirva de remedio.

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El abuelo

“Anciano” de Carlos Martínez Palomino [Bucaramanga, Colombia]

El abuelo era un hombre de armas tomar. Había sido soldado voluntario en la guerra de los mil días. Según decían, tenía un alma de plomo porque no se conmovía con nada. Era conservador desde el pelo hasta el intestino. Lo conocí a través de los cuentos que me hacía mamá. Vestía siempre de azul para que nadie tuviera dudas de su filiación política. Tuvo catorce hijos con tres mujeres distintas y mamá era la número catorce.

Cuando ella empezó a caminar, él ya era un hombre que pasaba los cincuenta años. La cargaba sobre los hombros y la llevaba a ver las palomas que se agolpaban entre los árboles que tenía sembrados en su finca. Corría con ella en las alturas para que se sintiera una paloma más. Todas sus hijas tenían nombres de flores: Azucena, Margarita, Rosa, Jazmín, Azalea, Amapola y Violeta. Cuando nació mamá decidió ponerla simplemente Flor, porque, según él, era el resumen de todo.

A los seis varones les puso nombres de próceres de la independencia: Francisco José, Antonio, Custodio, Simón, Francisco de Paula y José María. Los primeros cuatro, junto con Azucena, nacieron de su primera unión. Sin embargo, tuvo muy poca relación con ellos, pues su mujer, cansada de tener un marido tan guerrero, un día decidió abandonarlo llevándose con ella a sus cinco hijos sin dejar rastro. Años después se enteró que la madre los había regalado uno a uno al verse sin posibilidades de sacarlos adelante. El abuelo nunca pudo rescatarlos.

De su segunda unión nacieron seis hembras que formaban un jardín multicolor. Entre ellas se llevaban un año de diferencia y, en una escalera de risas, lo rodeaban de cariños y peticiones.

El abuelo era de un genio fuerte pero no podía resistirse ante el acoso de tantas mujeres. Vivió con ellas a intervalos hasta que fueron adolescentes, cuando empezaron a casarse y a abandonar el hogar. La madre, cinco años mayor que el abuelo, murió de un mal en el pecho.

Como el hombre era ligero de piernas y corazón, pronto se casó con una mujer veinte años menor que él. Así fue como nacieron dos varones y Flor, mi madre. Esta unión no duró mucho, pues siete años después, la joven abuela murió de una enfermedad repentina.

José dejó los cultivos de tabaco a cargo de un mayordomo y se fue con sus tres hijos a vivir a la casa que tenía en el pueblo. Los años lo habían hecho más pacífico, pero no menos dispuesto a defender sus ideas. En las guerras había aprendido el oficio de carpintero. Hacía ataúdes para los soldados que caían en combate. Según él resultaba menos doloroso entregar un muerto dentro de su habitación particular que llevarlo envuelto en una bolsa de plástico.

Echando mano a su oficio, se dedicó en el pueblo a fabricar ataúdes y muebles por encargo. La diligencia con la que trabajaba le hizo ganar fama en los alrededores: más se demora un muerto en llegar al otro lado, que José en tener listo el ataúd a su medida.

Sus relaciones con la política se limitaban a reuniones con los conservadores de la región en épocas de elecciones, a vestir de azul y asistir a misa todos los domingos. Tenía la casa llena de retratos de héroes de la independencia y de expresidentes conservadores. Su pasatiempo favorito era contarle a sus hijos la historia de cada uno de los que aparecían en los cuadros y no toleraba irrespetos hacia esos retratos que le daban sentido a su vida.

Por los años en que mamá dejaba de ser niña, dicen que se desencadenó en varias regiones del país una lucha por la posesión de tierras, liderada por el gobierno liberal. Los conservadores eran el blanco perfecto de aquella persecución. Un día un grupo de liberales armados llegaron a la casa del abuelo, le pidieron fabricar un ataúd a su medida, le ordenaron que cargara el cajón y se fuera con ellos hasta donde se encontraba el muerto.

Él no se resistió. Encargó a unos vecinos el cuidado de sus hijos y salió caminando al lado de los que él creía sus enemigos. Solo, desarmado y con sesenta y siete años no tenía nada que oponer al destino. A la semana encontraron el cajón con su cadáver. Le habían arrancado la lengua porque sus últimas palabras fueron: ¡viva el partido conservador, carajo!

Un mes después dos hombres llegaron a la casa. Mamá estaba sola. Inmediatamente reconoció que los hombres formaban parte del grupo que se había llevado al abuelo. Ella empezó a gritar, pero uno le puso una mano en la boca, mientras el otro le sobaba la cabeza.

– No grite que no vinimos a hacerle daño. Usted no tiene la culpa de nada y nosotros somos sus hermanos mayores.

Cuando llegaba a esta parte de la historia, mamá no podía contener las lágrimas.

***

Lucero

Detalle de “Bodegón con gato y pescado” (1728) de Jean Simon Chardin

Lucero se ha recuperado de una manera increíble y su pelo de tigre está creciendo. Todavía no tiene mucha confianza con los habitantes de la casa. Me rodea permanentemente con sus maullidos, restregándome su cola, como si me preguntara ¿cuándo volvemos a casa? No sé qué hacer con su impaciencia felina. La alzo, la sobo, pero nada que se tranquiliza.

Hoy dimos un paseo por los alrededores. No reconozco este lugar. Los dos días de caminata nos trajeron a un sitio desconocido. Temo que Lucero pueda perderse si se aleja de mí. No sabría qué hacer sin ella.

La gata nació de Natacha y Satanás, la pareja de gatos consentidos de mamá. Nata, así la llamaba yo, tuvo cinco gaticos pero mamá regaló cuatro a la semana de nacidos. Yo escondí entre mi cama al último que quedaba y lo bauticé Lucero porque me gustan las estrellas.

“Lucerito de plata, no le digas a nadie que me has visto llorar…”

Le cantaba esta canción mientras ella dormitaba sobre mis piernas. Jugaba a que la noche en que ella nació dos luceros juguetones bajaron para meterse en sus ojos azules y así poder estar cerca de mí. De otra manera no podía explicar el extraordinario brillo de su mirada.

No fue fácil proteger a Lucero de la impaciencia de mamá, quien no quería que la casa se llenara de gatos. Mis lágrimas la hicieron ceder, pero no evitaban sus ataques inesperados de mal genio. No sé si era la gata la que no quería separarse de mí, o yo quien no podía prescindir de su ronroneo, del jugueteo de su cola gris, que era como la varita mágica de un hada traviesa.

– Le va a pegar una enfermedad. A los animales no hay que besarlos como a la gente. Samuel, por Dios, le voy a matar la gata.

Las amenazas no valían de nada. Por el contrario, con mayor gusto la cargaba por todos lados para defenderla de todo mal. Cuando se hizo grande, empezó a llegar en las noches con la trompa llena de plumas ensangrentadas. Muchas veces pensé que se había comido a Pascual y me alegraba. Pero parecía respetar al gallo más viejo de la casa.

Un día los trabé en una pelea y por poco Pascual le saca los ojos. Desde ese día Lucero le huía. Parecía increíble que un felino pudiera resultar vencido por un ave. Yo no podía aceptar eso.

– Es que los años se respetan -decía papá. Hasta los animales saben respetar.

– Seguramente si fuera gato no respetaría años, ni picos, ni nada. Pero claro, siendo gata se vuelve cobarde como las mujeres.

De esa manera lograba que mamá entrara en la discusión y ya éramos dos contra una. Que si las mujeres son más valientes que los hombres, que ellos no soportan ningún dolor, que siempre están echados mientras la mujer continúa trabajando, que por aquí y que por allá…

No sé de qué sirve ser valiente o cobarde. Alguien me dijo que somos como los valientes pajaritos que desafían la gravedad de la tierra y un día son derribados por cualquier balazo de la nube en que vivían. También me dijo que a veces los cobardes sobreviven.

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