Gaspar vivía cerca del río Bocas. Era un hombre de gran estatura, facciones fuertes, piel trigueña, cabellos y ojos muy negros, treinta y cinco años quemados por el sol y los amaneceres. El río es de aguas claras y caudal abundante. Por la velocidad que llevan sus aguas se diría que no quiere ir sino correr hacia el mar. Los nicuros, peces pequeños y barbudos abundan en el Bocas. Sus orillas, de playas generosas, han dado a generaciones enteras de areneros la posibilidad de vivir de la recolección y venta del importante material.
En algunos tramos el río se encuentra protegido por ramas espesas de árboles que se inclinan hacia él como queriendo salvaguardarlo de las exploraciones de los hombres y del otear de las palas en su vientre. En esos sitios oscuros los peces encuentran un lugar para poner sus huevos y vivir en paz su fugaz y huidiza vida. En uno de estos rincones del río solía perderse Gaspar.
Nunca quiso llamarse a sí mismo, ni que nadie lo llamara pescador. Aunque probablemente eso era lo que hacía en el río. Decían que pescaba peces oscuros, como sus pensamientos.
El hombre compartía una casita de bambú con su madre, una anciana que se dedicaba por entero a cuidar de él, como si se tratara de un niño. La vieja era el único contacto de Gaspar con las gentes del lugar. No hablaba ni miraba a nadie. Muchos decían que se trataba de un loco a quien sólo su madre retenía en el mundo de los cuerdos. Otros murmuraban que la pareja ocultaba un pecado terrible o una vergüenza imposible de nombrar.
En lugar de su voz, lo que todos los habitantes de la zona conocían era el silbido de Gaspar cuando iba o venía del río. Una mezcla de canto de pájaro y quejido de moribundo. Cuando caía la noche, el silbido salía de la casa rumbo a los rincones del río. Al amanecer regresaba por el mismo camino.
Todos sabían que traía siempre algo en las manos cuando venía de vuelta. Pero de qué se trataba, nadie se atrevió a preguntarle. Decían que cargaba docenas de peces, atados de leña, frutas extrañas o bultos enormes de yerbas para curar todos los males del mundo; cántaros de agua con luz de luna, cofres con fortunas inmensas, bultos de arena de oro, entierros, amuletos.
Los que tenían su edad recordaban que el juego preferido de Gaspar era el de las escondidas. Desde niño tuvo una manía extraña por perderse y hacerse invisible a la búsqueda de los compañeros de juego. Cuando cumplió doce años no quiso jugar más y se perdió definitivamente ante los ojos aterrados de los chiquillos, quienes lo vieron ir hacia el centro del río y luego aparecer en su casa un minuto después.
Alguna vez una muchacha se enamoró del color de sus ojos y esperó por meses a que Gaspar la mirara, aunque fuera tan sólo un momento. Pero lo único que logró fue aspirar el beso que iba dejando en el aire el silbido del hombre cuando caminaba hacia el río.
Mientras todos sus compañeros de juego se casaban, se convertían en hombres de negocios, en padres respetados o en borrachos famosos, Gaspar se dedicaba a contar los pasos que lo separaban del raudo compañero.
Al iniciarse la violencia en las zonas rurales del país, el caserío del Bocas fue uno de los sitios a donde llegó la ola de terror. La política de sangre y fuego de la dictadura conservadora llevó a los campesinos liberales a organizar movimientos de defensa y ataque, y en ese loco enfrentamiento la muerte se dio banquetes de incautos y criminales.
En medio de este absurdo torrente, el silbo de Gaspar dejó de oírse en el pueblo y en las riberas del río. Su madre acudió a los vecinos para que le dieran razón de quien parecía haber jugado a las escondidas de una manera definitiva. Pero el misterio empezó a rodear su nombre. Nadie lo había visto por última vez. Acaso todos tenían miedo de buscarlo o, más aún, de encontrarlo.
La anciana, deseando un final más feliz para su hijo, salió en su búsqueda. El río estaba más impetuoso que nunca y algunas personas trataron de disuadirla de recorrer sus orillas, tomando en cuenta que apenas sí podía caminar con la ayuda de un bastón. Ella, movida por su soledad y el amor a Gaspar, no hizo caso de las advertencias y se lanzó en una expedición de final insospechado.
Al caer la tarde, agotada y con el corazón destrozado, se sentó en una piedra a llorar la pérdida definitiva de su hijo. De pronto escuchó su silbo envuelto en el rumor del agua. Alzó los ojos y vio su cabeza nadando hacia ella. Un tronco detuvo la amada aparición y la dejó a sus pies. La vieja la tomó en sus manos para besar las conchas nacaradas de sus ojos y allí estuvo cantándole una canción de cuna hasta que el nuevo sol la hizo regresar con lo que quedaba del hijo envuelto en hojas de plátano, rumbo al cementerio.
Desde el día en que lo pescó su madre, el silbo de Gaspar se escucha a lo largo del río entre las 6 de la tarde y las 4 de la mañana. Este sonido musical del viento sobrecoge a los moradores y anuncia a los pescadores y a los areneros que es hora de retirarse de la margen del Bocas. El Silbón se ha convertido en el canto del miedo. Nadie se atreve a merodear por los lados del río.
Todos quedaron callados, como queriendo guardar un minuto de silencio por el alma de Gaspar. Como siempre, uno se atrevió a preguntar por los demás:
– ¿Y nunca se supo qué era lo que hacía Gaspar en el río?
Días después de que su madre lo encontrara, las gentes del lugar fueron a socorrer a la vieja, a brindarle compañía y alimento. Entonces la anciana ya no pudo más con su secreto. El padre de Gaspar era un pescador desaparecido en el lecho del Bocas. Para no contarle la verdad a su hijo, ella se vio obligada a inventarle una historia de ninfas y sirenas, en la cual el padre aparecía como raptado temporalmente por los habitantes de las aguas. Cuando su hijo dejó de ser niño, juró que dedicaría su vida a encontrar a su padre. Aunque ella quiso disuadirlo de esa extraña misión, él se obsesionó de tal modo con esta idea, hasta el punto que fue imposible hacerlo cambiar de parecer.
El silbo era su manera de decir no importa, algún día lo lograré. Tal vez los conservadores quisieron callarlo para que no delatara su próximo asalto del caserío, quizá los liberales decidieron que su silbo desentonaba con la situación del país, o de acuerdo con lo que creía la anciana, aquella noche decidió convertirse en un pez para ir a reunirse con su padre al fondo del río. ¡Quién sabe! Casi nunca se sabe.
El silencio fue mayor ahora porque ya no había nada que preguntar. Cuando todos se fueron y la casa se quedó vacía, me tapé los oídos y me dormí lleno de miedo. Sé que me habría muerto de haber escuchado al silbón en medio de la noche.
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