Un día estaba la Felicidad sentada a la mesa, saboreando los mejores platos sobre los más finos manteles. Tenía el estómago repleto pero la comida estaba tan rica que seguía comiendo y comiendo sin control porque, según pensaba, no se debe despreciar un rico sabor ni un rico olor y siempre para ellos debe haber un lugar en el cuerpo.
Felicidad se regocijaba tanto que no pudo advertir la presencia de Tristeza que, bastón en mano, la miraba con sus ojos llorosos y hondos como las profundidades del mar. Ni una palabra salía de sus labios porque ni el más poderoso sonido puede expresar todo lo que su rostro refleja.
Entre eructo y eructo, Felicidad terminó su comilona y finalmente pudo levantar los ojos del plato. Se dio cuenta, entonces, que habían transcurrido varias horas desde el momento en que su compañera comenzó a observarla.
– Hola, Tristeza -dijo finalmente Felicidad-; ¿qué te trae por estos lados?
En sus ojos no había la más mínima huella de pesar.
– Vine a observar la manera como te sacias el corazón – respondió Tristeza haciendo una mueca de resignación y exhalando al final un suspiro.
– Te equivocas. No me sacio el corazón. Sólo una parte del estómago.
– ¿Una parte del estómago?
-Si. La otra parte no se llena de comida sino de satisfacción por la comida.
Y en cuanto al corazón, es un poco exigente, hay que buscarle otro tipo de alimento
Se escarbaba los dientes de una manera grotesca y estridente. Tristeza no salía de su asombro.
– Así que otro tipo de alimento… Dime cuál es. Tal vez pueda conseguirlo para dárselo al mío que no deja de llorar.
– Aunque te lo dijera no podrías conseguirlo. Es tu vacío fundamental, Tristeza.
– Vengo a proponerte un trato: cambiar por una hora nuestros nombres y nuestras esencias. Quiero ver qué se experimenta al llamarse Felicidad, saber cómo se siente en todo el cuerpo.
– Es inútil tristeza. Yo no quiero ser como tú. Debe ser muy triste…
– No seas egoísta. Tal vez tú puedas disfrutar el hecho de estar en mi cuerpo.
– ¿Qué me das a cambio?
– Todo el llanto del mundo.
– Es demasiado poco. Yo qué haría con tantas lágrimas.
– Podrías ser dueña de todos los mares del mundo.
– Está bien. Voy a hacerlo a cambio de las mareas, de las lluvias, de las nevadas y de todo el cuerpo líquido que viaja en el mundo.
– El trato está hecho.
Y sin decir otra palabra, Felicidad y Tristeza se dieron la mano, empezaron a girar en círculos en la dirección de las manecillas del reloj, cada vez a mayor velocidad, hasta que se confundieron en una figura plana y alargada. Entonces lentamente volvieron a disminuir la prisa de sus giros hasta quedar convertidas de nuevo en dos figuras independientes.
Felicidad -que era realmente Tristeza- daba saltos, danzaba, gesticulaba, corría, iba a uno y a otro lado, no queriendo creer el placer que experimentaba.
Tristeza –en realidad Felicidad- bajó sus brazos y se clavó como un árbol en el piso. Su rostro se tornó apesadumbrado. El reciente resplandor de sus ojos se transformó en tinieblas.
La misma escena se prolongó por 59 minutos y 10 segundos hasta que Felicidad miró el reloj y se dio cuenta que se avecinaba el final. Entonces preguntó a Tristeza:
– ¿Para qué querías ser dueña de las mareas, las lluvias, las nevadas y todo el cuerpo líquido del mundo si no has dado un paso para ejercer tu dominio?
– No me importan las mareas, las lluvias ni las nevadas. Sólo quiero morirme.
Entonces Felicidad puso la solución:
– Si eso es lo que quieres, yo misma te ayudaré a cumplir con tu deseo.
– ¿Prefieres una muerte dulce?
– La muerte es todo lo que quiero. No importa su color o su sabor.
– Entonces cierra los ojos.
Felicidad se dispuso a cumplir con el deseo de Tristeza, que en realidad era su propio deseo. Sacó una cuerda del bolsillo y la ató al cuello de su enemiga. Apretó y apretó y cuando estaba a punto de imprimir a sus manos la fuerza definitiva, su reloj indicó que la hora del cambio había finalizado.
Entonces pudo verse a Felicidad – la verdadera- forcejeando con Tristeza, tratando de defenderse de un asesinato inminente. Pero al tiempo que ésta atacaba y Felicidad se defendía, igualmente podía observarse a la última tratando de matar a aquella y en ese combate estuvieron trabadas por largas horas.
Finalmente nadie pudo matar a nadie porque la fuerza de cada una era directamente proporcional a la fuerza de la otra y cuando una amenazaba con morirse su compañera también parecía desfallecer.
Cansadas de su estéril lucha, resolvieron separarse para siempre, no volver a encontrarse nunca más, no hacer ningún tipo de pactos y no intentar destruirse entre sí.
Yo contemplé toda la escena y puedo dar fe de lo que sigue: Felicidad y Tristeza creyeron intercambiar sus cuerpos, pero en realidad no lo lograron. Su transformación se debió al infinito valor que le concedieron a las palabras. Cada una creyó sentir lo que su nombre le dictaba. Finalmente, transcurrida la hora que duró el pacto, imaginaron nuevamente el cambio de nombre y de cuerpo y volvieron cada una a representar su inmortal papel. Ciegas, trabadas en su infructuoso combate, nunca se dieron cuenta de que su esencia es la misma y que cada una contiene a la otra en una potencia infinita hasta el fin de la humanidad.
Mientras la monjita del albergue me contaba la historia, iba haciendo los gestos de Felicidad y de Tristeza. Cuando terminó me miró fijamente a los ojos y me repitió varias veces la última frase: cada una contiene a la otra en una potencia infinita hasta el fin de la humanidad, como para que yo me la aprendiera de memoria y no la olvidara nunca.
Creo que no la olvidaré, gracias al color de sus ojos -azul turquesa- bañándome con el mar de su mirada.
***