“Paraíso de los gatos” de Remedios Varo, 1955

Cuando llegamos a Aratoca, el pueblo entero se reunió en el parque para mirarnos de cerca como si fuéramos animales extraños. Nos sentamos en los bancos y los otros niños fueron a meter las manos en la fuente que tiene una gran piña en el centro de donde brota agua amarillenta. Humberto y don Esteban fueron a hablar con el cura y las mujeres pidieron permiso en unas casas para preparar el almuerzo.
Aproveché para dejar descansar a Lucero de la cuerda. La puse sobre el pasto y estiraba las patas, pero no se alejaba de mí; me ronroneaba, se sobaba la barriga contra mis piernas.
Al rato vi salir a los hombres y nos indicaron que podíamos ir hacia la casa cural. En la puerta apareció un padre gordo con cara de preocupación y nos hizo entrar en un gran salón que olía a limpio. Allí nos acomodamos con todas las cosas. Los grandes se fueron y nos dejaron a los niños encerrados. Volví a meter a la gata dentro de su bolsa para que no la descubriera el padre ni las monjas que llegaron para ofrecernos pan y leche. Otra vez le di leche a Lucero en mi mano y otra vez me la rechazó. Tengo que hacer algo.
A don Elías las monjas lo llevaron adentro de la casa porque casi no puede caminar. Su hija mongólica se agarró a gritar y a dar zapatazos y las monjas tuvieron que venir a consolarla. Le explicaban que el viejo tenía que descansar, pero ella no escuchaba nada. Daba gritos y se mordía las manos. Al fin se vieron obligadas a llevarla adentro. Los gritos continuaron. Algunos niños se acostaron en el piso y se quedaron dormidos. Si no fuera por Lucero, también me echaría a dormir.
– Oiga niño, descanse como los otros. Más tarde vienen a darle su almuerzo.
Una monjita me pone la mano en el hombro y me habla bajito, para que los otros no se despierten. Con una mueca le digo que no. Entonces se da cuenta del paquete que sostengo sobre mis piernas.
– ¿Qué animal es ese?
Tapo a Lucero con mi cuerpo.
– ¿Un gato? ¡Pobrecito animal Sáquelo de esa bolsa! Mire que se puede ahogar.
Hala la bolsa y deja libre a Lucero. Me quedo mirando los ojos de la monja para descubrir si es mala o buena.
– Debe tener hambre, vamos a darle un poquito de comida.
La monja alza a Lucero, me toma de la mano y me lleva con ella por un corredor hacia la cocina. Allí veo cómo la gata se atraganta de carne y el alma me vuelve al cuerpo. La monja se ríe y me soba la cabeza. Veo en sus ojos que es buena.
– ¡Ay, pobrecito! Es mudo -le dice a otra monja que acaba de entrar-, pero parece que habla con los ojos. Se trajo su gata sabe Dios desde dónde. La pobre está a punto de parir y tenía mucha hambre.
En ese momento nos avisan que llegaron las mujeres con el almuerzo. Alzo a Lucero y nos vamos para el salón. Ahora soy feliz.

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