“La Ciudad. Fe en la máquina” de Fernand Leger Francia, 1919
El día que amanecimos en la casa cural, el padre se reunió con los grandes para decirles que estaba consiguiendo ayuda para que un bus nos llevara a la ciudad. Debíamos quedarnos allí hasta tener la confirmación. De todos modos, le decían Humberto y don Esteban a los demás, no tenemos nada que perder y sí mucho que ganar.
Me alegré mucho porque esa mañana podía seguir escuchando las historias de la monjita y, además, porque Lucero podía tomar leche y comer carne hasta hartarse. Llegó la noche y cuando los grandes estaban a punto de perder la esperanza de que nos llevaran a nuestro destino, apareció un bus grande, pintado con rayas verdes y blancas.
Aquí vamos, sacudiéndonos con las curvas del camino, casi todos están dormidos, menos Humberto que se ha dedicado a vigilar las montañas que van apareciendo a lado y lado del camino, como fantasmas en la noche.
Dicen que cuando amanezca ya estaremos en la ciudad. Por la ventanilla del bus sigo mirando para arriba y veo que las estrellas viajan conmigo. Menos mal. Yo sabía que no me iban a abandonar. No debo perderlas de vista. Tengo miedo de cerrar los ojos y que al abrirlos ya no estén.
– Duerma, muchacho, duerma, todo está bien, todo va a estar bien.
Humberto me rodea con su brazo y pone mi cabeza sobre su pecho. Su voz me da consuelo, pero no quiero dormir, no quiero dormir…
– Hijo ¿para dónde va?
– Para la ciudad mamá, la misma que usted me pintó. Es más bonita de lo que parece. Mire todas esas luces, parecen estrellas, pero son las luces de las casas que forman una escalera sobre las montañas. Allá voy a vivir con Humberto y Alicia, ¿usted va con nosotros, ¿verdad?
Ella no me responde nada y se pone a bailar sobre el montón de maletas de la gente. Ahora recuerdo que es la primera vez que la veo bailar y entonces aplaudo con fuerza, ella se ríe y baila con más ganas, yo también quiero bailar, me levanto pero un gran peso me impide levantar los píes, es como si tuviera las piernas rellenas de arena.
Las curvas me hacen pegar un salto. El sol me hiere los ojos. Veo que tengo las manos vacías. ¿Dónde puede estar Lucero?
– Tranquilo, usted se durmió y yo me hice cargo de ella. Ya llegamos a la ciudad.
Alicia me habla desde su asiento. ¡Ah, menos mal! Hago un gesto y sonrío.
– Este niño defiende su gata como si se tratara de su propia madre. ¡Pobrecito!
Alguien lo dice en voz baja como queriendo que yo no lo escuche. No logro saber quién fue. Yo lo oigo y lo grabo todo, lo cuento todo sin hablar. Hay gente extraña en el bus. Algunos se mueven por todos los asientos. Hacen preguntas, hablan, explican. Tienen en sus manos libretas en las que van escribiendo todo lo que escuchan.
Veo que estamos en la ciudad porque aparecen calles, calles y calles. Las montañas y los árboles se han quedado atrás. Miro hacia el cielo y otra vez los rayos del sol me fulminan. Las estrellas deben tener miedo al sol. Mucho miedo. Tanto como el de los niños a los grandes.
La ciudad me sabe a yerbas destripadas, a purgante que me entra por la nariz y la boca, a sopa de harina caliente; me duele como un pellizco en el brazo, como un tirón de orejas con odio, como cincuenta maestras gritándome que repita la plana. No puedo resistir el ruido de los pitos que van saliéndonos al paso, quiero gritar que no, pero no puedo. Siento en el pecho un animalito que camina en dirección a mi estómago.
– ¡El niño! ¡El niño se va a desmayar! ¡Está blanco como una pared! ¡Cuidado, va a vomitar!!
Escucho lo que dicen como dentro de un túnel. Blanco como una pared… ¿De dónde sacarían que las paredes no pueden estar llenas de colores?
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