Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna…
FEDERICO GARCÍA LORCA
«NEW YORK, OFICINA Y DENUNCIA»
Federico García Lorca se estremeció con «el alba mentida de New York» y aún sus gritos se oyen por las calles de Manhattan. Imagino sus gemidos en el Strip o en la calle Fremont de Las Vegas, sus enormes ojos de carnero, incrédulos y espantados en los casinos, compadeciendo a la mosca y a los trenes de dolor en los que viaja la carne de los cerdos hacia los restaurantes, hacia los vientres y la sangre de los apostadores, como tristes efigies de la miseria insaciable que los llena. Imagino su espanto frente a la marcha de los trajes que hablan todos los idiomas de la tierra y que todo lo ensucian con sus culos atiborrados. No es el placer, es la sevicia. No es el juego, es la miseria del indecible dinero que fluye, el dólar que los esclaviza. Las Vegas es la ciudad de los excesos, el mundo de la hipérbole, de los valores exponenciales.
Hemos rodado cuatro horas desde Flagstaff, ese pueblo blanco con casas de chocolate, en el que dormimos después de visitar el legendario Cañón del Colorado. Hemos atravesado el color del desierto, viendo los montículos de arena y la arena misma volando a través de la luz, convirtiéndose en un espectro amarillo como ese sol incendiado que desdibuja el color de la carretera. Penetramos por montañas sedientas, que por tramos son chorreadas por maquinarias operadas por hombres sin rostro, sed que no cesa y golpea los vidrios de los autos. Avanzamos tarareando con los Rolling Stones «Well if you ever plan to motor west/ Just take my way that the highway that the best/ Get your kicks on Route 66», «por la autopista del Oeste hasta su fin… a patadas por la 66». Es la 66, la carretera madre, como la llamaba Steinbeck, la ruta de huida hacia el oeste. Después de pasar por Hoover Dam, la gran represa que hiere el paisaje para vencer la aridez y surtir las ciudades circundantes, después de paliar la prevención sobre ese lugar erigido como un ambiguo oasis para el azar, finalmente allí están los freeways que nos impelen a penetrar en la metrópoli de neón y a dejarnos arrastrar por los tentáculos de la ciudad. «Welcome to fabulous Las Vegas, Nevada». Es en ese instante cuando siento el escalofrío.
Las Vegas Boulevard nos engulle con sus colores y sus vallas gigantescas. No alcanzan los ojos para ver, no es posible leer todos los carteles, las pantallas enormes, los videos publicitarios que exhiben cuerpos y anuncian aventuras, los letreros y señales indicando la mejor opción para divertirse, comer, comprar, para hospedarse o para asistir a los mil y un espectáculos que transcurren de manera simultánea en mil y un establecimientos. Bienvenidos a Nueva York sin Nueva York, al Palacio de César sin el César, a la moderna Edad Media, a la cristalina pirámide del Luxor desafiando al sol, a la Isla del tesoro sin la isla; bienvenidos para ver los tristes leones de la MGM, la Metro Goldwyn Mayer, que en su sopor no creen ser ciertos en medio de tanto artificio. Todos los lugares apócrifos ofrecen la ilusión de realidades interconectadas por escaleras eléctricas que trastocan el orden del tiempo y del espacio.
Dentro de París está el afuera de París. En Venecia siempre serán las cuatro de la tarde bajo un cielo electrónico que enceguece a los pelícanos, y es posible que alguien crea que las góndolas realmente lo conducirán a la plaza de San Marcos, en donde siempre hay un concierto a las cuatro de la tarde. Los falsos gondoleros se ajustan su gorra para que la brisa del Adriático no se la arrebate y, entre tanto, cantan una canción italiana. Los visitantes creen ser libres turistas y no pequeñas marionetas conducidas por un sistema electrónico que hace circular siempre la misma agua que no lleva a sitio alguno. Entre la Tour Eiffel de latón y la falsa Piazza di San Marcos no hay más que unos pasos. Y para pasar de aquellos lugares a la Estatua de la Libertad solo basta con atravesar el boulevard por los puentes peatonales y allí lo estará esperando la pretenciosa esfinge con su antorcha apagada, que en medio de tantos avisos luminosos no es más que un símbolo baladí de algo que apenas se recuerda.
Y es que el verbo recordar no tiene razón de ser en medio de este despliegue de fugacidad, en este reino de lo efímero en donde priman las realidades virtuales, la apariencia de lo majestuoso, la burla de lo solemne o la imitación de lo sagrado. Todo aparece huérfano de contenido porque no se trata de una desacralización de los símbolos sino de su exhibición comercial. Las pirámides o los faraones egipcios son muñecos de feria que la gente retrata antes o después del Hard Rock Cafe, de algún McDonald´s o Burger King. Estas ostentosas copias del patrimonio universal exaltan el dinero y la arrogancia: ¡podemos tener aquí y ahora todas las maravillas del mundo y tendremos muchas más! Espere la próxima inauguración.
«Comprar es mucho más americano que pensar», dijo Andy Warhol alguna vez. «Ganar dinero es arte –dice el gurú de la pop culture– un buen negocio es el mejor arte». Se diría que dentro de la división internacional del trabajo a los estadounidenses les correspondió el entretenimiento, los estudios cinematográficos, la gran industria del circo, los enormes parques de diversión, los remakes de la historia, Micky Mouse en vez de Napoleón, el correcaminos en vez del Che Guevara. Y el epicentro, el top, está en «la rosa del desierto», «el espejismo más brillante», la ciudad de Las Vegas. Todo se ofrece, se rebaja, se vende. El futuro en primer lugar. Una escort por dos mil dólares la noche, algo para inyectar, algo por la nariz. Las tiendas de ropa y de cachivaches exhiben el verbo comprar, atraer, engullir, engañar. En la mesa redonda del rey Arturo están las tiendas de moda gringa, en el Luxor con una diosa Isis sintética se comercia con alfombras voladoras, en el Bagdad de Las Mil y una noches se instala una banda de rock y junto a los apócrifos canales venecianos hay una exhibición de olores que los clientes aspiran con máscaras. Todos fingen. Fingen dormir los tristes leones cautivos que están en el hall de la Metro, o permanecen dopados e intoxicados de gente que los captura con sus cámaras. Quizá en cualquiera de estos mundos artificiales vendan la máquina del tiempo de H. G. Wells, la bicicleta en donde viaja E. T., el despertador que vuela por el cuarto, las escaleras para que el perro suba a la cama, la urna de los masajes, la tarjeta para acceder a la felicidad, que seguramente dará su función después de lanzar los dados.
El espectáculo de los casinos llega más allá de la ficción. No es el infierno, es el laberinto de las máquinas; no es el azar, es el paraíso del artificio. Los jugadores están solos frente a los colores, pero no están allí los colores, apenas su ilusión. Un vodka con zumo de frambuesa en el Wynn o en Montecarlo. Fichas y sonidos que te desean suerte mientras te sacuden las vísceras tratando de vaciarlas. Muerde, muerde las entrañas del monstruo antes de que termine asfixiándote al ritmo del lucky lucky de las tragaperras. Cabezas sin cuerpo giran al ritmo de las ruletas que siempre señalan el rojo dos, a menos que alguien apueste al rojo dos. Ha perdido una vez más ese hombre, el otro, el otro y mil más que rodean las mesas y aspiran un largo tabaco de insomnio.
Los croupieres, hombres y mujeres casi ancianos, parecen retratos de sí mismos, siempre la misma sonrisa forzada, siempre sus pies bajo la mesa tratando de encontrar reposo, sus manos barriendo las fichas, repartiendo la baraja por cuadragésima vez antes de la media noche de una noche que tampoco existe, porque en el casino no oscurece nunca, el tiempo no pasa, solo transcurre el espectro de un tiempo que espera afuera, tras las grandes puertas de vidrio que conducen a la ficción de la calle. Mujeres envejecidas, con faldas que dejan ver sus muslos flácidos, reparten bebidas a los jugadores. Nadie ve sus cuerpos mofletudos o el temblor de sus bandejas en los salones de la ruina.
Los bares que hay dentro de los casinos se destacan por su peculiar disposición: En vez de una superficie para poner la bebida o descansar las manos, cada sitio de la barra es la pantalla de una máquina de apuestas, de tal modo que mientras bebes juegas sin levantar la cabeza, sin que tengas necesidad de mirar al vecino que también está clavado sobre sus propios colores y números. Porque en Las Vegas nadie necesita mirar a los ojos. Tampoco hay alguien que espere a alguien al final del laberinto, al final de los corredores atorados, cuerpos sin rostros que asesinan el sueño y se dejan conducir por esa mole que parece humana en la forma como mueve las manos al bajar las manivelas de las máquinas, en esos ojos que solo perciben formas electrónicas que engañan al azar, que lo ahuyentan. Un dirty martini en Bellagio o una Coca Cola en Treasure Island. Espanta tanto ruido que esconde la rendición de las palabras. Una caravana interminable de huéspedes sale y entra a los ascensores para perderse en pasillos y luego en habitaciones en donde las anchas camas no logran albergar la fatiga de los números.
Una ciudad que arrastra al «borde del precipicio absoluto», a la que muchos llegan en pos de una señal, antes de la soga o el disparo en la sien, buscan el golpe de suerte, un triple siete en la máquina traganíquel, la mano esperada en el blackjack, o simplemente una sonrisa comprada entre luces intermitentes y campanillas electrónicas con su monótona ansiedad. Pero la señal no llega, la habitación es gigante, idéntica a las mil de cada piso, todos idénticos entre sí, y esa soledad tan idéntica a ti mismo. Finalmente, el suicidio vencerá al azar. ¿Qué decir, Federico, de esta ciudad oasis? «Es inútil buscar el recodo/ donde la noche olvida su viaje/ y acechar un silencio que no tenga/ trajes rotos y cáscaras y llanto».