Alzamiento

Como todos los lunes a las siete de la mañana, el profesor Hugo ha llegado tarde a la clase. Hemos aprendido a no esperarlo. Nos dedicamos a la guachafita, nos lanzamos los lápices, los avioncitos de papel atraviesan el salón y a veces se estrellan en el abismo del tablero. Las risotadas salen por las ventanas. Víctor se ha especializado en imitar la forma de caminar del profesor y ahora se ubica en la puerta. Finge su ingreso con aquel meneo, la cabeza ladeada, el mechón sobre la cara, la camisa a punto de salirse del pantalón, la mirada inquieta y esa medio risa taimada. Es el momento de máxima euforia.

Lo peor es su respiración. Tener que arrimársele y sentir su aliento alcoholizado cuando hace alguna pregunta o cuando nos revisa los trabajos de la clase anterior. Poco a poco se ha generado un rechazo hacia él y yo he empezado a detestar la biología.

Hoy llega en las condiciones esperadas. Trae puesta la misma ropa de la última clase y saluda a medias. Se esconde detrás de una mueca, tras su mechón canoso y grasiento. Pero ya no aguantamos más y cuando inicia su intervención se produce el alzamiento. Ha empezado a repetir la misma lección sobre las partes de la célula. Alguien le ha gritado que «¡hasta cuándo!» Otra chica ha dicho: «¡No más, profesor!» «¡Usted es un borracho!», grita Mateo. Alguien dice: «¡Vamos a la rectoría!» Y como jalados por una fuerza colectiva, todos nos levantamos y corremos hacia la puerta. Ahora llenamos el corredor con un clamor general.

De pronto me doy vuelta, regreso para comprobar si el salón ha quedado vacío y allí lo veo. Es Juan Carlos, el de los bucles sobre la frente y la mirada dulce. El rubor le ha encendido el rostro y sus ojos brillantes están clavados ahora en su libreta. Es el único que no se ha movido de su asiento. Desde la puerta lo llamo, le reclamo su falta de solidaridad. Se levanta, viene hacia mí con lentitud y en voz baja, como confiándome un secreto, me dice que siente tristeza por el profesor. Yo le hago un gesto de desprecio y antes de retirarme echo un vistazo al tablero. Con la tiza en la mano, como un espantajo, con una mueca de abatimiento, espera allí el acusado.

De manera intermitente, en momentos de exaltación y ceguera, viene a mí el rostro de Juan Carlos, símbolo de empatía, de compasión.

***

Hambre

Cincuenta años consagrados a la enseñanza de la literatura, entre libros y tizas, recorriendo los corredores con admirable agilidad. La profesora Carmen de Motta era el orgullo del colegio. Setenta y cinco años bien montados en unos tacones bajitos y sonoros, una figura muy corta y delgada, forrada con chalis y encajes coloridos que realzaban su gracia y su dulzura. El cabello cano, a la altura de los hombros, con un toque brillante y coqueto. Le hicieron un homenaje como maestra emérita y anunciaron que el que iniciaba sería su último año en la enseñanza. También era mi último grado de secundaria. Hasta ese momento ella era para mí una figura curiosa, un museo ambulante, una antigüedad al fondo de la sala de profesores.

Oí su taconeo, la vi entrar al salón con sus pasos cortos y veloces. Vimos de frente su rostro empolvado, esas arrugas que sonreían, los ojos diminutos y brillantes, su boca mínima, delineada con un trazo rojo que se le regaba por las comisuras y el mentón. Traía las manos ocupadas: con una sostenía un libro muy gordo y algo estropeado, con la otra apretaba un gran bolso contra su cuerpo. Soltó todo sobre la mesa y se situó en el centro, muy cerca a nosotras, de espaldas al tablero. Sin preludios ni rodeos, empezó a hablar de poesía. Recuerdo que mencionó el Siglo de Oro español, luego nombró a Dante y a Virgilio. Esa mañana nos llevó desde el infierno al purgatorio y estuvimos a punto de llegar al paraíso. La veía salivar y sudar mientras hablaba. Estaba en trance, hacía guiños, quizá involuntarios, agitaba sus manos como si fuera a emprender el vuelo. De pronto, hizo una pausa. Tomó el gran libro y lo abrió en una página marcada. Sus labios se separaron y de adentro surgió una especie de canto. No era música, pero me lo parecía. No cantaba, aunque era como si lo hiciera. No podía apartar mis ojos de su boca. No lograba tomar un solo apunte en mi cuaderno. Temía perder el hilo que me envolvía. No olvido mi excitación, pues aunque el tema era terrible, las palabras me llegaban como una melodía:

Ya íbamos caminando por el hielo

cuando en un hoyo vi a dos ateridos,

y una cabeza de otra era sombrero.

Y, como los mendrugos son mordidos

con hambre, el alto al bajo le atacaba

donde nuca y cerebro están unidos.

Sentía mordiscos sobre mi cabeza. Estábamos en el círculo de los traidores. Me espanté y estuve a punto de llorar cuando el Conde Ugolino, por el castigo del hambre, se vio forzado a comerse a sus hijos. 

Al despertar, cuando empezaba el día,

a mis hijos, tras signos tan crueles,

pedir pan entre sueños les oía.

Cuando un rayo de sol ya estaba entrando

en la cárcel, mi aspecto suponía

por los cuatro que estaba contemplando;

por el dolor, las manos me mordía;

Ella no leía. Declamaba los versos de Dante con una entonación tal, que oyéndola era imposible no amar la poesía. Clase tras clase, me fue contagiando su éxtasis. Las escenas infernales ocuparon el colegio. Los corredores circulares se llenaron de personajes que sufrían los más duros castigos, mientras mi maestra y yo recorríamos uno a uno los recintos del inframundo.

Una mañana me armé de valor. Al final de la clase me le acerqué. En voz muy baja, como si le confesara un pecado, le dije que yo escribía versos. Me miró con sorpresa, lo celebró y me invitó a mostrarle algo. Dos o tres frases suyas fueron suficientes para descubrir los sentidos ocultos de las palabras y el encanto del lenguaje poético: Decir que las estrellas brillan y la noche es oscura, es como decir que los ojos miran y los oídos oyen. Si el hielo es frío y el fuego quema, dijo, un poeta puede convertirlos en hielo abrasador o en fuego helado. 

Al finalizar el año, ante mi angustia por la orfandad escolar y el inminente mundo del trabajo que sentía como algo amenazante, me atreví a pedir su consejo. Un ardor en el estómago, semejante al hambre, me anunciaba que ser secretaria no era mi vocación. Ella fue cariñosa y enfática: «¡La escritura! ¡Escribir es lo suyo!» Aquella fue la última vez que la vi.

Pocos meses después de mi grado, ya empleada en un banco, oprimida entre arrumes de cheques y formatos, me enteré de su muerte. Sentí el impulso de renunciar a mi trabajo y devoré entera La Divina Comedia. La imagen de mi guía, su pasión, el hambre que me entraba y el Canto XXXII del Infierno, no se desvanecen. Aún veo las cabezas sumergidas en el hielo, una sobre la otra, comiendo cráneo y sesos.

…y ellos así me hablaron, pues movido

por el hambre creyeron que lo hacía:

“Menos nos dolerá, padre querido,

si nos comes; de carne nos vestiste

y puedes desnudar lo que has vestido”.

Por no apenarlos me calmaba, triste;

un día y otro mudos estuvimos.

¡Ay!, ¿por qué, cruel tierra, no te abriste?

***

Mensaje

Jerónimo tiene seis años, unos ojos profundos en los que nadan sus inquietos barquitos que conquistan corazones. Bajo su cabello dorado esconde siempre una sorpresa. Tiene esa brillante imaginación y ese peculiar razonamiento que la escuela se encargará de cercenar, lección tras lección. Tiene también una pasión desaforada por la música. Compone sus canciones e improvisa su cadencia cuando toca la batería con un ritmo tan contagioso y frenético que asusta.

Jerónimo suele pintar de manera espontánea todo lo que convoca su admiración o su fantasía: un rostro que ha visto, un personaje para las películas que inventa, un superhéroe imaginario. O sencillamente escribe un mensaje de amor para mamá. Forra las paredes con rostros que quiere conservar a su lado o hacer suyos. Como el mago que es, crea los materiales que necesita para enfrentar y transformar su mundo. Hace unos días le enseñaron en el colegio que un crucifijo es el símbolo de Jesús y como en casa no hay imágenes religiosas, pintó una cruz, la recortó y la pegó en la cabecera de su cama. «Así puedo rezarle antes de dormir», le escuchamos decir.

Desde que inició la pandemia no va al colegio. Está obligado a permanecer solo mucho tiempo y se ha hecho amigo de la ventana. Parece que hablara con alguien que lo visita en su imaginación. Pero lo que ha hecho hoy nos asombra. Arrodillado en el piso, extiende un pliego de papel blanco y se arma con tres lápices de colores: amarillo, azul y rojo. Al terminar sus trazos, esta vez no muestra el dibujo a nadie, se dirige a la ventana y tira el papel a la calle. Al ver la hoja en la calle le preguntamos qué dibujó y por qué lo ha desechado de esa manera. Jerónimo responde que es un mensaje muy importante y quiere que se lo lleve el viento para que todo el mundo lo pueda ver.

Salimos a recogerlo y el dibujo nos deja perplejos: los trazos rojos muestran una paloma gorda con alas muy cortas, que intenta levantar el vuelo hacia un espacio vacío, tratando de alcanzar un planeta tierra que cuelga en el margen superior. Rodeándola, como simbolizando el movimiento, ha escrito «paz» y en el espacio vacío, con letras amarillas y azules «no la gerra si la paz».

Callamos. Algo se nos atora en la garganta. Jerónimo ha cambiado de idea, cree que es mejor pegar el dibujo en la ventana. A esta hora cuelga allí esa paloma que no logra coger vuelo, esas palabras suspendidas, listas para que se las lleve el viento.

***

Sombra

Ese pequeño bulto es él, envuelto en las mantas, rodeado de cojines y muñecos de peluche. Por la ventana se cuela un débil anuncio del sol. Hay olor a mentol, a jarabes, a motas con alcohol. Sobre la mesa arde la veladora y deja ver, de manera intermitente, la estampa de Santa Lucía, patrona de los ciegos. Han dicho que hace milagros. También probaron con José Gregorio Hernández, pero el vaso de agua y los algodones siempre amanecieron intactos, sin rastros de la visita del médico santo. Lo único cierto es el envoltorio sobre la cama. Casi siempre duerme. Veo el movimiento de su respiración, pausada, frágil, un hilo a punto de reventar. Adentro la penumbra, la huella de una queja larga, retorcida, enroscada a las patas de la cama. Nada que recuerde el tiempo de la placidez, las travesuras, el retozo. Un azote sordo, inoportuno, algo como una estantería de plomo ha caído sobre la habitación y lo ha cubierto todo con el color de la derrota. Me acerco para verlo, pero se escapa en un hondo gemido. Van muchos días de agitación en derredor suyo, pasos afanosos, voces entrecortadas, la baba del llanto contenido, caricias tardías, vanos esmeros, idas y venidas del hospital y finalmente esa prolongada quietud.

He oído los ruegos, los reproches a Dios. Toda la furia divina se ha congelado en sus ojos, por los que no entra ni sale la luz. En las noches ellos se insultan, se culpan mutuamente. Lo han puesto en mitad de los dos, un estandarte del fracaso, de su desventura. Sobre él se precipitan ante el más leve quejido. Darían su piel por cubrirlo, su sangre por volverlo a engendrar.

Por mucho que me esfuerce, no logro recordar su rostro. El último día fue interminable. Quise estirarlo hasta el asomo del siguiente. Jugué toda la tarde en la terraza, no quise bajar a comer, seguí pateando la pelota, golpeándola contra los muros, sobre las rodillas, contra el pecho, derribando contendientes invisibles, inoportunos, todo lo que odiaba. Nadie se ocupó de mí. Él se llevó todas las raspas de ternura. Su semblante se perdió en los años viscosos, en los recodos de una casa deshecha, en la memoria de un sueño evaporado. Mi hermano fue una sombra.

***

Alambique

Estoy en el suelo, cubierta de vidrios. Siento en la piel el frío, los filos, cientos de arañas clavadas en las manos. Arena entre los dedos, arena en los párpados, en los brazos, en las piernas. Si muevo los dedos, si cierro las manos, vienen los pinchazos. No puedo abrir los ojos. Me han dicho que soy una estatua, que si hago algún movimiento estaré herida, tendré agujas entre los ojos. Tengo el impulso de llorar, pero escucho la voz de mamá advirtiéndome que al menor movimiento puedo quedar ciega. Ella se ocupa ahora de retirar los restos de vidrio con unas pinzas. Ha empezado por el rostro. Confío en sus manos, pero me dan miedo las estatuas. Temo estar muerta. He visto los muertos quietecitos, con los ojos cerrados…

Mamá sigue limpiando. Dice que no entiende por qué la vitrina se desplomó sobre mí. Si yo hablara me tragaría los vidrios.

Era el estante de las medicinas. Miraba a través de sus puertas verdes y transparentes buscando el diccionario. Ya había recorrido toda la casa. Ayer lo dejé en la parte baja de la biblioteca y hoy ya no estaba allí. No es la primera vez que ocurre. Ese libro siempre se desaparece, se mueve por todos lados como si fuera un gato. Salta de mesa en silla, de silla en cama, de comedor a biblioteca, cae al piso y vuelve a volar, como un gran pajarraco. A veces está posado en las piernas de mi hermana, con sus alas extendidas, agitadas, siento el impulso de atraparlo y esconderlo. Tiene la pasta gruesa, como la concha de una tortuga y grandes letras doradas. Adentro sus hojas son suaves, como plumas. No puedo explicar por qué lo persigo. Cuando lo abro, brotan las letras, los dibujos se agitan y tengo ganas de tocarlos. Voy de hoja en hoja, de palabra en palabra, de letra en letra, sin que tenga fin. Dice papá que a veces se escurre entre mis piernas cuando me quedo dormida y que voy a descuajarlo. Solo sé que en los sueños camino sobre sus páginas y me voy de paseo con las letras. La «a» es barrigona y obediente, se lleva muy bien con todas las demás y estira su cola para engancharse a mi brazo. La «o» es muy chistosa y solo quiere rodar. La «p» es muy necia y exigente, la «t» es complicada… y así, todas me quieren y me siguen hasta que despierto para buscarlas y perseguirlas por todos los rincones. Quiero el diccionario ilustrado solo para mí. Me gusta colorear sus dibujos, cazar palabras raras, mirarlo al derecho y al revés. Es un juego sin fin.

Anoche empecé con la «a» de abad, luego vinieron acacia, acaso, aceituna, acústica, ala, alacrán ¡qué miedo me da! y sigue alambique… ¿Y qué es alambique? Me sabe a miel, me suena a pájaro risueño… ¡Ahora recuerdo! Esa palabra me quedó sonando desde anoche y cuando me iba quedando dormida prometí que hoy buscaría lo que quiere decir. ¡Sí! ¡La culpa fue de alambique!

Hoy al llegar del colegio corrí a buscar el diccionario. El muy pillo ya no estaba donde anoche lo dejé. Entonces me fui por los rincones, me metí en el armario, bajo las camas, en la cocina, repitiendo la palabra para que no se me borrara: Ala, ala… alambique, alambiqueee… lo busqué en el patio y tampoco. Mamá dice que los libros deben estar en la biblioteca, pero este pajarraco, este gato, este libro travieso, siempre se hace buscar. Alambique… alambique… ¡Dónde lo habrá puesto mi hermana!

Después de buscar y rebuscar, sentí que una luz se encendía en mi cabeza. Ahí fue cuando me dio por mirar dentro de la vitrina de los medicamentos de papá. ¡Sí! Allá arriba brillaban sus rayos dorados. Con dificultad pude deslizar la puerta. ¡Alambique, alambique! Salté para gritarle, como si él me escuchara y pudiera bajar para ponerse en mis manos. Me estiré, me puse de puntas, no lo pude alcanzar. Fui por el banco de la cocina, me trepé sobre él, estiré mi brazo izquierdo para tocarlo, pero ¡nada! No me di por vencida. Me apoyé en la vitrina y ¡cataplum! todo se vino abajo. El mueble me cayó encima. Luego sentí los gritos de mamá. Ella dice que haga como estatua, que no mueva la cabeza y aquí estoy. Siento agujas en la cara y en todo el cuerpo. Tengo ganas de llorar. Aprieto los ojos y repito la palabra culpable para no olvidarla…

¡Alambique

                alambique

                              alambiqueee!

***