Por arte de palabras

Reseña
Autora: Luz Mary Giraldo

A tono con el título, Por arte de palabras asume una determinación ante la conciencia de escritura a veces desde contrasentidos: en el poemario la palabra crea, nombra, destaca el vacío, la soledad, la nada, no siempre acaba de salir y al pronunciar el adiós «se desploma el paisaje en la ventana». Sugestivo es el poema Postal en el que el país es como una casa con sus cuartos y una ciudad con sus calles: de ahí ese indagar y responder desde un tal vez : «Qué cosa es el país, te preguntas a veces. / Quizá esa memoria fragmentada / que de vez en cuando te asalta / en forma de nombres o de calles perdidas (…) Quizás acabas de llegar a tu cuarto (…) / y no sabes / si detrás de la puerta te espera / la sombra de siempre/ (…) El país se te mezcla en la nevera (…) se te enrosca en el cuello a/ (…). Aquí el país sucede, palpita en el estómago». De ahí también la casa como «una forma de la memoria», con patios de lluvia donde el universo cabe entre las mano. Palabra habitada la de este libro, dicen o no dicen mientras forman «nudos, raíces / maleza en la mirada» y el poeta, contorsionista «de los verbos», sabe que las palabras «caen sobre el rostro como una demolición». […] Por otro lado, en su poema Palabras de arena, Luz Helena Cordero, casa y casa, escrita en cursiva, son formas de «habitar el mundo», lugar de la escritura que asimila a «refugio de un cielo dudoso» para «atarse a ella como al tiempo» o «verla aparecer / por arte de palabras» aunque a veces haya un hueco en su centro o no haya nadie dentro de ella. Se trata de la casa del ser y la del verbo. También es patio de lluvia y universo que cabe entre las manos.

[Tomado de “Ellas cantan”. Antología de poetas iberoamericanas. Universidad Externado de Colombia. Bogotá, 2019]

Todavía nos queda la insolencia

Más allá del tiempo
Autora: Beatriz Vanegas Athías

Los relatos escritos por una buena poeta siempre nos depararán una fiesta del lenguaje, un reto para la trascendencia temporal. Luz Helena Cordero es una poeta con una obra hermosa madurada a lo largo de décadas de vida y trabajo con el idioma español para hacerlo decir la belleza del dolor y la belleza por la belleza misma. No es raro, pero sí sorprendente encontrarla ahora narrando estos relatos de Todavía nos queda la insolencia con la gracia de quien configura el mundo de un poema en cada texto en prosa.

Un libro para caminar nuevamente por esa única patria que es la infancia y la infancia con escuela para mayor plenitud (o decrepitud). Caminar tomados de la palabra de una autora muy acuciosa que hace gala de su memoria enumerando y describiendo olores, objetos, sitios, sensaciones, cielos, tiempos, estados que configuran también los infiernitos que constituyen esas épocas como en Condena, ácida sátira de la niña nerd o ñoña a la que le pesa como fardo ser la mejor de la clase.

Lleva un estigma con los colores de la bandera. Cuando camina las cinco cuadras hacia la escuela, con su cola de caballo perfecta que se bambolea con aplicación, los vecinos la miran con intriga. Otros la felicitan.

«¿Qué hacer con la medalla?, ¿dónde esconderla? ¿Cómo devolverla para ser libre?»

Todavía nos queda la insolencia es también el libro en el que encontramos todas las escuelas: la que te hace feliz y te deja volar, la que anula al estudiante creativo que no se subyuga al llamado de la «normalidad», como en el relato Insolencia, en el que muestra sus fauces la violencia ocultada; o el maestro faro como el señor Mantilla:

«No sé cuánto se esforzaba el señor Mantilla por hacer estrofas con todos los temas, seguramente pasaba las noches componiendo sus rimas y al parecer las disfrutaba. Se diría que se había equivocado de asignatura y estaría más cómodo dando clases de romances y sonetos».

Y el que hace de la didáctica un descaro como en el texto Monigote en el que el autocastigo del niño es su venganza de la maestra:

He olvidado la razón del disparate. Solo sé que no encontré otro modo de expresar mi malestar. Quise ser un monigote del abuso, saltimbanqui de mi humillación.

Cruza también estos relatos la presencia de la violencia en el aula (el castigo con la regla y su secuela eterna) y la de afuera que se encuentran como dormidas, pero que al menor descuido de una lectora o lector no atento surgen, tal es el caso del relato Futbolista, breve y certero por la crueldad bien narrada.

Sir Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que el Dr. Johnson llevó a la práctica, dijo: «No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y reflexionar». Me permito fusionar a Bacon y a Johnson agregando que este libro de la poeta Luz Helena Cordero Villamizar es una invitación a sopesar y a reflexionar sobre la escuela y la infancia liberadas del imperio del tiempo, es decir, cada historia trasciende las edades del lector: puedes ir a ellas o ellas venir a ti en una suerte de tiempo maleable, que se aleja, pero también se aproxima.

Veintiocho relatos hechos de tiempo ido, pero presente; de lenguaje que enuncia con precisión este mundo de la escuela y la infancia que son definitivos para el ser.

[Tomado de: “Todavía nos queda la insolencia”. Cuentos. Ediciones Corazón de Mango. Bucaramanga, 2022]

 

Todavía nos queda la insolencia
Autora: Olga Bula

Luz Helena Cordero es una de esas autoras que en términos un tanto definitorios y no pocas veces expresado por especialistas podría llamarse una polígrafa. Polígrafa porque es autora de textos memorables desde la crónica, la poesía y la ensayística, fundamentalmente.

Así que yo y, amparándome un poco miméticamente en el título de su libro más reciente, voy a cometer la insolencia de intentar precisar lo que este notable libro encierra.

Todavía nos queda la insolencia es un libro para caminar nuevamente por esa única patria que es la infancia.

La frase de Rilke de que la única patria del hombre es la infancia, obviamente ahora y no para quedarnos en un gueto de género, tendríamos que decir que la infancia también es la patria de la mujer y que, en esa patria común, hombres y mujeres nos encontramos con los primeros asombros, las primeras perplejidades, llamémoslas así, y con asuntos que sin darnos cuenta perviven en nosotros, en eso que algunos llaman el inconsciente y que de pronto aparece sin que tenga una premeditación.

La infancia sigue pesando en nosotros para bien y para mal y eso es algo que captura, que aprehende Luz Helena Cordero en Todavía nos queda la insolencia.

«¿Qué hacer con tanta cosa vivida, atesorada y muda?», se pregunta la autora, quien cuenta aquí «la memoria de la escuela, ese lugar remoto del que aún cargamos vestigios, agravios, risas, señales en los ojos, raíces en las manos y frente al dictado del silencio todavía nos queda la insolencia».

Cuando ella afirma que le queda la insolencia está hablando precisamente de la niñez. Los niños son insolentes, disruptivos, no son excesivamente racionales, cartesianos, sino que los habita el misterio, la magia, y la imaginación.

Pues bien, este libro está centrado en eso, en la magia, en la imaginación y en la capacidad de pertenecer a una escritura de orden lúdico como todo lo que atañe a los niños de los que hablamos.

Aquí hay una treintena de cuentos que se centran en muchos aspectos que son del interés permanente de Luz Helena. Que son el juego, digamos, del niño que ve detrás de la escena de la realidad las escenas fabuladas, la imaginación que es lo propio del niño, teniendo en cuenta que imaginar es crear imágenes y en eso ella es una maestra en la prosa como lo ha sido en la poesía y también como lo ha sugerido en la ensayística.

Su libro anterior, Unas cuantas tiernas imprecisiones, es un libro que sirve, como diría Cristian Valencia, «para asistir con tiquete de primera clase al mundo». El escritor colombiano, Valencia, señala que su autora en estas diez crónicas captura una serie de universos muy personales.

Hay un asunto dialógico entre todos sus libros, cada libro es un corpus diferente, pero si uno los ve como una totalidad hay un diálogo entre ellos, un diálogo que lleva por la vereda pedregosa de la narrativa, con cuentos como La novia de Lázaro, con cuentos como Viaje en contravía, pero también ya en este último libro o en el más reciente libro, no digamos último porque no queremos ser apocalípticos, publicado por Ediciones Corazón de Mango, son lo que Beatriz Vanegas señala como «los relatos escritos por una buena poeta siempre, que deparan una fiesta del lenguaje».

Gabriel Arturo Castro lo ve como “un excelente ejercicio de la memoria individual y social por parte de Luz Helena Cordero, donde confluyen su alta formación de pedagoga y su talento de escritora… La memoria poética, escritural, es una experiencia que se interioriza y se aloja en el ser como huella duradera, siendo posible su evocación cómo signo de la vida activa, revela lo que estaba oculto y desafía a las sombras, a la máscara del tiempo”.

Hay un núcleo de mujeres escritoras en Colombia, digamos que después de la generación posterior al Nadaísmo, mujeres que están en plena efervescencia creadora, dentro de las cuales destaca sin duda, Luz Helena Cordero. Tanto que en esa manera plural que tiene de escribir transgrediendo géneros o por lo menos reuniéndolos, hace muy poco también publicó Pliegos de cordel, de la colección Respirando el verano en donde hay poemas memorables como Un gato sigue a otro, pero también ensayos que recorren desde la poesía extraordinaria, sutil, aguda de Ida Vitale, la gran autora uruguaya, como se desdobla en intereses literarios para hablarnos de Kawabata o sencillamente de hacer observaciones de orden muy personal en relación a sus lecturas. Este es un libro que, como ya lo decimos, entremezcla felizmente poesía y narrativa.

Hay personas que se quedan con un segmento de su obra y dicen que ella es una gran narradora, otros que dicen que es una gran poeta, y resulta que hay una cosa dialógica entre las dos orillas de su creación que son fundamentalmente la poesía y la narrativa, pero la ensayística no se puede descuidar, y el sentido de la libertad que la lleva en algún momento a señalar una bella imagen de Franz Kafka que dice “una jaula fue en busca de un pájaro”, y lo maravilloso de ella es que ella es al mismo tiempo jaula y pájaro porque reúne por una lado la imaginación que podría ser el pájaro y por otro lado la jaula que es la forma como contiene sus milagros literarios.

[Texto leído en la presentación del libro en la Biblioteca Nacional de Colombia.  Bogotá, 7 de marzo de 2023]

Unas cuantas tiernas imprecisiones

Un poco de todos en este libro
Autor: Cristian Valencia

Abrir cualquier página de este libro equivale a comprar un tiquete en primera clase para asistir al mundo. A ese mundo que sucede allá, lejos de estas cuadras limitadas, de estos barrios, de estas costumbres. Decir que son diez crónicas es decir mentiras, es faltar a la elocuencia de todos esos increíbles universos que cuenta Luz Helena. Ella, que a simple vista pareciera ir por el mundo tan ligera como las pompas de jabón, y tan efímera, lleva consigo un enorme fragmento de la historia de los hombres. Lleva a cuestas poetas y pasados, mitologías y asombros. Así que si usted, querido lector, piensa que está frente a otro diario de viajes panditos, bien puede prepararse para ser traicionado. Sí son crónicas de viajes, sí son diarios de campo, pero tienen tanto pasado como futuro y presente. Porque Luz Helena está llena de recursos y palabras. Porque tiene una enorme biblioteca en su cabeza, y sabe usarla para hacer relaciones increíbles. Me atrevo a decir que su alma de escritora está llena de los poetas que nombra, de los escritores que han acompañado su existencia.

Es imposible leer estas crónicas sin pensar en el viaje a Portugal de Saramago, porque así son de caprichosos sus destinos; Luz Helena comparte ese gusto por el azar, esa fascinación por el encuentro del otro, ese deleite caprichoso por cada objeto y cada piedra y cada puerta y cada montaña y cada río.

Luz Helena fue capaz de ir a Las Vegas por todos los que no iremos, para decirnos que existe «[…] un cielo electrónico que enceguece a los pelícanos […]». Fue capaz de atreverse a mirar ese exceso por nosotros y hacer hermosas enumeraciones con materiales desechables:

[…] Kilómetros de sábanas sucias que ahorcan la mañana, toallas húmedas que cubrirían las montañas rocosas y el Gran Cañón, moles de papel despreciable que atasca las tuberías del continente, cincuenta millones de servilletas diarias untadas de hartura, el ruido de cien mil aspiradoras que lamen las huellas de las suelas, toneladas de ceniza que cubren el desierto […]

El libro está escrito en una primera persona del plural. Usa el nosotros de manera tan orgánica que cualquier lector pensaría que va en el mismo bus y comparte los mismos paisajes. Ese plural que se repite y que conversa con las nubes y los lagos, es el plural del amor, de los compinches; es la forma verbal apropiada para rendir un homenaje al compañero de viaje, al que guarda silencio y comulga con los mismos atardeceres. Son pocos los escritores que le rinden homenaje al otro, al secuaz, al cómplice. Luz Helena es una de ellas, como una Cortázar viajando con Carol Dunlop, un par de autonautas más en esta cosmopista de América.

Entonces, y siendo así, el libro tal vez sí funcione como una guía de viajes, pero claro que no a lo Lonely planet, no es un handbook de América para viajeros nórdicos. Es una guía que satisface los deseos más íntimos de los viajantes latinos, que tenemos tanto de barrocos como de chéveres, como diría alguna vez Ramón Illán Bacca.

Es difícil encontrar un autor que logre convertir al paisaje en un personaje principal con el que se pelea y se sufre. Luz Helena lo logra, como lo han hecho grandes contadores de mundos, como Bruce Chatwin y Ryszard Kapuściński. Cuando viaja a Guatemala, por ejemplo, se vale de los cinco sentidos para poder compartir todo lo que ve y siente y huele y percibe, he aquí esa evidencia:

[…] El olfato es un órgano del recuerdo. Un olor es capaz de revivir el universo de la infancia. Al captar las esencias se accede a lo profundo. El aroma es seducción, conquista, territorio […]

[…] Las mujeres llevan flores en sus huipiles, en los tzutes en los que transportan los hijos, en las fajas, en las cintas y tocados con que adornan su cabello. Hay tantos matices en sus ropas que nunca vi dos trajes idénticos […]

[…] En los rincones del viaje hay que tocar y ser tocados. En el viaje hay que untarse, restregarse y palpar, porque el verbo conocer también se conjuga con las manos y el cuerpo […]

No son enumeraciones vanas o veleidosas: están llenas de sentido y sentimiento. Se le nota a Luz Helena el oficio de poeta, quiero decir, se le nota esa humanidad a flor de piel, se le nota el tiempo en cada palabra.

Los ires y venires por América son exquisitos. Del Valle de las Secuoyas, a San Diego y Tijuana, ciudades hermanas separadas por banderas en donde Luz Helena evita de manera exquisita la mirada maniquea del bueno y el malo, el blanco y el negro; de Chile en todas sus formas, las que nombra Neruda en sus poemas y las formas que recuerdan esos días de septiembre en La Moneda. De Chichen Itzá y el castillo de Chapultepec y sus jardines y su Carlota delirante, que nos recuerdan sin duda las Noticias del Imperio de Fernando del Paso. De los azarosos caminos de ese sur de Colombia, tan difícil pero tan exuberante y poético, como bien lo sabía Aurelio Arturo. De las cumbres del Cusco, de esa gente hecha de nubes; y de una Habana íntima que ella misma recorrió junto al poeta Antonio Conte. Esa Habana, es una Habana que no está contada por nadie. Porque no hay una ciudad en el mundo que se preste más para los lugares comunes que esta Habana que nos duele, porque somos vecinos y amigos de su suerte. Dice Luz Helena:

[…] En La Habana sobresale la ropa colgando en los balcones, como banderas descoloridas, sábanas que se agitan, toallas que parecen haber secado a generaciones, ropas raídas, alambres que sostienen ventanas, plásticos donde hubo vitrales, junto a arcos, espirales, columnas torneadas, el anciano barroco adornando todavía la modesta existencia de habaneros que respiran sal en los balcones […]

La última crónica se sale del libreto a propósito y nos habla de ella misma, de algunos secretos, de algunas recetas íntimas para no sucumbir al tedio ni a la locura. Nos cuenta de Moscú en invierno y de un Brasil inmenso y edénico; y de un puñado de mujeres que comparten suelo en la mezquita de Istambul con las que no puede comunicarse y no solo es un asunto de idioma:

[…] Mi vecina me pregunta algo y debo responder con un gesto de cabeza para indicarle que hablo otra lengua, una lengua en la que no puedo conjugar la sumisión, la reverencia. Tengo una voz que no puedo refrenar, que no comprende esta dimensión del deber, este espacio vedado […]

Y así, de la mano y de la mirada, del oído y del olfato de Luz Helena Cordero Villamizar, podemos recorrer un poco de la hondura del mundo y su hermosa carga de humanidad.

[Tomado de: “Unas cuantas tiernas imprecisiones”. Crónicas. Escarabajo Editorial. Bogotá, 2022]

Tiernas imprecisiones
Autor: Juan Manuel Roca

Colombia es un país de buenos cronistas. Baste con recordar a dos pilares de este atractivo género, Luis Tejada o Jaime Barrera Parra, para mirar por un espejo retrovisor un campo bien fecundo de nuestras letras, aunque no siempre justamente valorado.

Me agrada hacer un gesto breve de invitación a leer a una nueva cronista, Luz Helena Cordero Villamizar (Bucaramanga, 1961), y su libro titulado “Unas cuantas tiernas imprecisiones” (Escarabajo Editorial).

Dice en su prólogo otro destacado cronista y novelista, Cristian Valencia, que “abrir cualquier página de este libro equivale a comprar un tiquete en primera clase para asistir al mundo” y en ese breve aserto sintetiza el camino, la aguda escritura de esta autora.

Asistimos a un periplo diverso atrapado y escrito por una gran observadora de un mundo variopinto, bello, agreste y cuestionador a la vez.

En todo esto surge un conglomerado de seres anónimos y casi fantasmas mayores que habitan la casona de la memoria, como Federico García Lorca, mientras ella convierte el escalofrío en palabras.

También nos trae su prosa sencilla y rastreadora de cotidianidades, lugares desérticos como un paraje del Arizona, para señalarnos que en ese desierto “la nada no existe y todo en él se encuentra habitado”.

Guatemala la llena de historias y de colores como en un mercado gigante, casi sin límites, un mercado que más que vender artesanías vende su limpio aire.

Son 10 crónicas escritas desde una poética contenida y sutil que atraviesa “unas cuantas tiernas imprecisiones”. Las cruzan las voces de poetas que forman parte del equipaje estético de Luz Helena: Dulce María Loynaz, tras su cruce por La Habana, Neruda, un poeta racial y de bienes raíces: La Chascona, La Sebastiana y su grato refugio de Valparaíso.

De Chile, la autora colombiana registra “volcanes dormidos y un viejo dolor que arde en el centro del sueño”.

Hombres, mujeres, animales, frutos, infiernos y paraísos habitan su libro. San Agustín y sus tumbas. Yucatán y Mérida en especial por su cercanía a un mar que “es una bandeja azul” en donde “las olas no estallan, acarician los pies, la arena es blanca y el sol hiere, sin compasión”.

Es un poetour por geografías físicas y por geografías espirituales este libro escrito con amor y ojos de vigía.

Cuando señalo que es casi una greguería decir que “los murciélagos son la sombra de los pájaros”, como lo hace Luz Helena Cordero en su libro, solo quisiera reiterar que siendo sus escritos unas rigurosas páginas viajeras, lo son más atractivas por un sentido poético, que no liricoide, valga decir sin caer en ningún lenguaje afectado.

[Tomado del portal Facebook del autor]

Eco de las sombras.

Luz Helena Cordero, lo profano como sacro
Autor: Juan Manuel Roca

No me resulta fácil empezar esta nota pues son muchos los focos de atención que se me presentan en la lectura de este rumoroso libro, Eco de las sombras. De Luz Helena Cordero, de quien he seguido en lo posible su poesía, serena en el lenguaje y compleja en sus revelaciones, siempre me seduce la diversidad de registros, la huida de los tópicos, la ausencia de recetarios. Tengo la sensación de asistir a nuevos significados, a unos arcaicos sucesos que casi privativamente nos devela la poesía desde lugares sagrados y desde simples sucesos cotidianos que su palabra nos ayuda a ver, también, como sacros. Estos nuevos hallazgos son innumerables en su poesía. Por ejemplo, y recordando a César Vallejo, (¿quién no ha dicho al gato gato?), me atrapa una fulguración cuando Luz Helena habla de este felino, un anarquista de los tejados. Supongo que los gatos, de hablar entre ellos, posiblemente dirán que han adoptado nuestra orfandad, que un buen día deciden la adopción de un nuevo y engañado propietario. En su poema parece agradecerles la ración de misterio que ellos nos entregan. Los gatos, de quien nos dice que “son esa forma de conjugar cuchilla y caricia,/ silencio y orfandad”, no pueden estar más bellamente dibujados en palabras, son figuras que parecen escapadas de un oculto caballete. De paso, hay en esas líneas algo cercano a su poética, a una palabra que también conjuga caricia y cuchillo, voces habitadas y huérfanos silencios. Lo mismo le atrae el lugar de sombra de las mujeres en la mezquita que un martillo petrificado y en desuso. Esto me lleva a pensar que los martillos deben sufrir de dolores de cabeza, de cefalea, de tanto darse contra las paredes. Pero más me asombra el final de ese poema objetal: “Quieto el martillo, sin oficio,/ siente cómo le pesa la cabeza./ Igual que aquellos déspotas/ tendrá el juicio final del paredón”.

“Cada objeto es un espejo”, sentencia Charles Simic. La belleza de ese poema del martillo que calla, me parece, viene del transcurrir de su lenguaje, de la observación aguda de una existencia viva en un objeto en apariencia inerte, pero sobre todo radica en el inesperado final que lo hace al mismo tiempo que un poema de exploración de las cosas que nos acompañan, de la heroicidad de las cosas, un poema político sustentado en la feroz analogía del déspota y el martillo. Y si de objetos mudos hablamos, cómo no recordar ese poema del soldado que regresado del cautiverio aún guardaba en sus botas una aguja con la que había bordado un tiempo siempre a punto de romperse. Es un episodio de la violencia escrito con gran tino y sobriedad, como el de la costurera que a toda hora tiene la vida pendiente de un hilo.

Tiene un ojo de cronista Luz Helena Cordero, de cronista-poeta a la manera de Luis Tejada Cano. Su poema-crónica sobre la ropa que reposa en los cajones, el inventario de agendas, telegramas viejos, sufragios, bisuterías que nos acompañan y muchas veces nos sobreviven, botiquines que esperan con paciencia la llegada de una herida, nos recuerda sin alardes interpretativos o simbólicos lo que también somos y dejamos de ser en las cosas.

Luz Helena Cordero, me parece, siempre permanece en vigilancia del otro y de lo otro. “La visión del prójimo es espejo de la vida propia, nos vemos al verle”, dice María Zambrano. Apreciado de esa manera uno puede barruntar que el amor se podría dar cuando el otro, que es nuestro espejo, corresponde a lo que queremos ver de nosotros mismos reflejado. Otro tema, que más que tema en verdad es un lugar del adentro que se vuelve lenguaje, está cimentado en la entidad de la casa. La casa agazapada en el adentro, la casa de la memoria que es testigo desde su techo de lo que nos va quedando de naturaleza en la ciudad, la morada como un refugio acurrucado entre las moles y los muros cardinales: “Hoy la casa naufraga en la ciudad/ y cuando los edificios se alían para ahogarla,/ella estira su cuello de árbol y acoge a los pájaros/ que buscan su último refugio./ Vieja y hermosa, se abre como un álbum/ y exhibe el solar para contar su historia”. Pero también, a la par, está la casa “cerrada y sola”, la que tiene, como en uno de los epígrafes rulfianos del libro, una guarnición de “ruidos callados”, silencios en las cañerías, una escalera carcomida por el tiempo, una “casa cerrada donde se creó el mundo”.

Hay una sensación valiosa que deja cualquier escritura igualmente valiosa: al leer sobre cosas, lugares, gentes, animales, paisajes o costumbres que hemos visitado, sentir que por primera vez lo vemos o que no fuimos lo suficientemente avisados o pacientes para detenernos un poco más frente a ellos. Deidades momentáneas o dioses transitorios, así dicen que llamaban los griegos a las palabras. Pero a veces creemos creer que no son tan momentáneos esos dioses como en la evocación de Artaud que apunta Simic: “ninguna imagen me satisface a menos que al mismo tiempo sea un saber”. Me atrevería a decir que en estos poemas no hay el prurito de hacer imágenes por hacerlas, que realmente no son voces calcáreas sino palabras habitadas, palabras que en ninguno de sus versos resultan negligentes, voces que no parece que pudieran ser reemplazadas por otras, como tantas veces ocurre en una poesía de lenguas impostadas.

Julio de 2018

[Tomado de: Eco de las sombras. Poesía. Ediciones Exilio. Bogotá, 2019]

Los silencios de la luz
Autor: Omar Ortiz Forero

En estas calendas donde la futilidad se hace reina. En estas ruinas habitadas por seres carcomidos por la banalidad. Por estos senderos recorridos por una infinita procesión de fatuidades. Por este reino del engaño, la trapisonda, el timo y el bandidaje revestido de encaje. En estos estercoleros donde perversos taumaturgos pretenden que brille su calamitoso monólogo con el azogue. En este miserable mundo es siempre milagroso topar de pronto con la poesía. Y esta es nuestra primera emoción cuando caen en nuestras manos los poemas de Luz Helena Cordero. En su palabra desnuda, en la mágica penumbra de sus imágenes, en sus hondos silencios, en sus sencillas pero conmovedoras verdades habita el estremecedor hálito de lo poético.

Y este constante tejido de memoriosa luz que nos revela en cada uno de sus poemarios su sensibilidad de poeta frente al complejo y en veces siniestro entramado con que la realidad de un mundo deshabitado por lo humano, quiere doblegarnos, se ilumina particularmente desde su libro Eco de las sombras.

Desde el primer hasta el último poema que conforma este excepcional poemario, el lector es atrapado por el conjuro de una palabra despojada de toda pretensión como no sea el conducirnos por geografías que nuestra entumecida memoria guardaba en las heladas mansardas del olvido. Hay un estremecimiento de risueña tristeza al encontrar entrañables objetos, desvencijados pero vivos recovecos, verdaderos afectos, particulares trajes y recurrentes costureras en los primeros poemas con que Luz Helena nos instala en esa casa donde se creó el mundo.

Quienes, como lectores, buscamos no la belleza, sino los lugares donde alguna vez habitó eso que podríamos definir como “lo bello”, es motivo de fuerte exaltación que alguien nos brinde el particular tesoro que guarda el poema que nos convierte, así sea momentáneamente, en inquietos y festivos ángeles que entienden el misterio de la lluvia al desposarse con la tierra. Sí, el poema también es un atrapa sueños donde resuenan los cantos de la piedra, el rio y los pájaros, mientras el viento hace sonar el tiempo.

Eco de las sombras, es un libro para leer y releer, es una inagotable crónica de nuestro ciclo vital, donde los poetas encontrarán siempre enseñanzas para defenderse del aturdimiento y la algarabía de los farsantes de ayer, hoy y siempre.

Julio de 2018

[Tomado de: Eco de las sombras. Poesía. Ediciones Exilio. Bogotá, 2019]

Estación para volver
Autora: Mery Yolanda Sánchez

Luz Helena Cordero Villamizar nos presenta Eco de las sombras, en una segunda edición. Obra que es como una resonancia donde dialogan seres humanos revividos, espíritus que han quedado por ahí́ en el escaño de la primera casa, pero que siguen con voz; animales que aún ladran por el sur de los campos y objetos que adquieren movimiento. La autora en una suerte de repertorio, colección o muestra nos lleva a detenemos después de la lectura de cada uno de los poemas, porque nos hace pensar en nuestras estaciones donde nos emparentamos por costumbres y territorios.

La voz de Luz Helena se parece a la poética de Luz Helena, y en este libro hace textura y vuelo literario desde recuerdos de familia, cuadros donde vuelve la niña, el salto, la lluvia. Pequeñas cosas, referentes que se hacen grandes con una escritura que contiene formas de decir sin acudir a escandalosas posturas para encontrar una imagen que nos recuerde como se estira un gato o como se puede especular sobre el sueño de un perro.

Tal vez por el afán diario de la hipervivencia dejamos a un lado esos espacios donde la vida comenzó́, la historia se hizo tierra y la casa se tuvo que levantar varias veces. La poeta hace sublime el paso de los caminantes sin destino y no teme en abrir sus ventanas para leerlos, para mirarlos a los ojos y saber que un mendrugo de pan les puede provocar un bostezo de agradecimiento. Su voz es sostenida, larga y toma el tiempo necesario para guiarnos en un recorrido donde ocupa y desocupa la casa y las palabras se vuelven atmosferas en un vaivén de lluvias y viento.

En los temas que poetiza Luz Helena hay una manera para saber que los relojes tienen el hábito de devolverse tantas veces como las pausas de los silencios. Y que en cada vuelta de una manecilla vamos empujados a un lugar que nació́ hace mucho tiempo en nuestros destinos, y que siempre rebota para decirnos a dónde las maravillas de la esperanza. La poeta en una página de varias columnas y con sus lápices de colores también pinta sus pasos de hoy y mañana.

[Tomado de reseña escrita por la autora]

Poética de lo esencial
Autora: Beatriz Vanegas Athías

Eco de las sombras de Luz Helena Cordero Villamizar es un libro de 104 páginas, que posee una edición muy sobria hecha por Ediciones Exilio. Es un libro que, como objeto estético puede pasar desapercibido para el lector. Pero una vez abierto se encuentra con dos lúcidos prólogos de los poetas Juan Manuel Roca y Omar Ortiz que ofrecen al lector la llave para que entremos a esta casa construida a punta de recuerdos que la mantienen en pie.

Hay un tipo de inteligencia, muy extendida, que desdeña el detalle y se fija, por economía, en el conjunto. No es esta la inteligencia de la que hace uso la poeta Luz Helena Cordero. Ella se fija en el detalle para construir la generalidad y con ello nos enseña a ver.

Así que de este hermoso poemario en el que Luz Helena Cordero Villamizar funda una poética del canto y el cuento debo decir que asistimos a la creación de la gran historia del ser, a partir del relato de lo que comúnmente (y acaso por distracción) llamamos insignificante. En la página 60 (por iniciar estas palabras) se halla el poema titulado Samuel el campesino que olía a leña, a campo y que llegó a la casa familiar «Desatinado como un cisne en una avenida», dice la poeta. Este poema a Samuel es muestra del compromiso de la escritora por escribir una historia a partir del detalle, de lo nimio, de lo cotidiano, por eso bellamente no duda en rematar el poema-crónica-de personaje así: Nunca supo trazar una letra / pero hoy habita estas palabras.

Tres capítulos estructuran Eco de las sombras. El primero titulado 35-40, revela el compromiso de la poeta Luz Helena por narrar la casa y sus cachivaches, es en sus propias palabras «un inventario que no cabe en el poema». Y cuenta la historia familiar a través de insuflar vida a los objetos y los espacios. El recorrido va desde el canto-cuento sobre el patio, la alberca, la ramada, la mecedora, el martillo, la carretilla, los relojes, el portacomidas, la ropa, la cómoda de cedro, el baúl. Son los objetos y los espacios plagados de nostalgia en tanto se enumera con imágenes certeras su ser más profundo los que ofrecen al lector la presencia del padre, de la madre, de los hermanos a través de dos poemas que me conmocionaron hasta las lágrimas: el poema de la tienda y el poema del perro de la infancia llamado Copo. Este capítulo I parece augurar (al final) la derrota de la casa pues es el silencio quien asume su reinado.

O es quizás que la voz poética da paso al capítulo II, titulado «Ruidos y sombras», en el que se regresa a la casa pero a través de los retratos poéticos de la madre construida en la alegoría de Alicia, el padre tosco y silencioso, los amigos: ellos fundan el ruidoso silencio que se acompaña por la sombra tutelar de Juan Rulfo, presencia permanente en el libro por los pertinentes epígrafes y la necesidad de convocar a una fantasmagoría.

Y en el capítulo III titulado «Sin ton ni son» ocurre el regreso a la urbe que hoy habita, a Bogotá. Vuelve la cronista de las derrotas a brindarnos poemas narrativos con remates contundentes y certeros. Porque ello es una feliz habilidad de la poeta: saber rematar cada poema.

Luz Helena Cordero sabe de los compromisos del poeta. Consigo misma, con su entorno y con la palabra poética. Por esos sus versos logran lo que debiera todo poeta: ayudar a vivir.

[Tomado de la reseña leída públicamente por la autora en la presentación del libro en la Casa del Libro Total, Bucaramanga, 2019]

Humo de la voz. Eco de las sombras, de Luz Helena Cordero Villamizar
Autor: Claudio Anaya Lizarazo

La escritura de todo libro es una forma de regreso, a una imagen impactante, a una situación que nos dejó su marca indeleble, a una época en la cual se constituyeron nuestros primeros estupores y descubrimientos. Por eso, todo libro, sea hablado o escrito, es un regreso en el cual debe regir la exigencia de lo original y lo inusitado como búsqueda de la voz propia, como requisito de acceso al hecho estético.

Eco de las sombras, poemario de la poeta santandereana Luz Helena Cordero Villamizar, es un libro del regreso, un memorioso inventario de recuerdos y situaciones, sucesivas en el transcurso del tiempo y ahora, casuales en una memoria que al abrir las gavetas, los baúles y los álbumes, no se conforma con mirar o enumerar los objetos reencontrados, tocarlos u olerlos, sino que sigue el juego de la evocación propuesta por ellos para redescubrir y rememorar los motivos fundamentales de la vida, de una vida muy particular en la intimidad de sus rasgos; válido narcicismo que al contemplar la imagen de sí, genera las maravillas de la conciencia, la individualidad, la historia personal o colectiva, y el amor propio; fundamental actitud de rebeldía en estos tiempos de inmediatismo y amnesia general, donde todo naufraga en un alma colectiva casi desprovista de sustrato simbólico.

Con la muerte de los progenitores, regresamos a los asuntos elementales de la vida, barro genésico amasado por sus manos, por medio del cual hicimos nuestro ingreso en el mundo. Esta orfandad nos disipa las vanidades, nos entrega a la soledad meditativa como guía para ese último tercio de nuestro paso por el mundo. Entonces revisamos nuestra memoria como revisamos las gavetas, los baúles de nuestros muertos, y encontramos la historia familiar escrita o registrada de muchas maneras, con variados lenguajes y soportes, entre ellos, uno que cobra inusitada importancia es el lenguaje de los objetos, en la mudez de su reposo nos hablan de una serie de sucesos por medio de una cascada de imágenes, para quedar gravitando al margen del tiempo.

Se regresa al nombre original de las cosas para designarlas y para hablar de sus elementales usos y funciones. Sentimos, vivimos, saboreamos así, lo raizal, la médula de nuestra visión, encontrada también en nuestra relación con los elementos naturales, el sol en el boscoso patio, los gatos noctámbulos en el tejado, el áspero contacto de la madera de la rústica escalera, la sedosa superficie del papel envejecido, los objetos y herramientas en su lenta oxidación en el lienzo del recuerdo, las fotografías desteñidas, el olor de la ropa clausurada, el sereno de plateados reflejos en el cuaderno, y la blanda luz de la luna.

[Tomado de reseña leída por el autor en la presentación del libro en Casa del Libro Total, Bucaramanga, 2019 ]

La flor y la cruz
Autor: Nestor Mendoza

Luz Helena Cordero (Bucaramanga, 1961) tiene un exclusivo vínculo con los espacios. Lo que nombra la poeta colombiana está tocado por los estragos de la memoria y la imaginación. Nada parece salir ileso cuando la autora cita y retorna a las acciones pasadas, mediante la humanización de los objetos y el escándalo de los animales domésticos. En su poesía vemos una intención narrativa y una confrontación entre los temas de la ciudad y del entorno rural. En este aspecto concreto no es gratuita la cercanía vehemente que tiene Luz Helena con la obra de Juan Rulfo. Lo interesante de todo esto es la unión que parece darse en estos lugares donde la poeta ha vivido o fingido vivir: la veracidad en poesía es un recurso más y no estamos a la disposición para comprobar o desmentir lo nombrado. Luz Helena estira las asociaciones, no tanto para lograr algo insólito, sino para enseñar otras manchas en los utensilios y en los espacios. Luz Helena mancha lo que nombra: lo ensucia para hacerlo más sensorial; amasa los elementos del poema para hacerlos más personales e intransferibles. Volver a las cosas cotidianas: lo que se acumula en la casa, los trastos, los «cachivaches», también pueden ser gemas o prendas valiosísimas. Forman parte de nosotros, su polvo acumulado y su vejez aparentemente estática nos pertenece («Hubo un tiempo en que importaba el tiempo/ y el reloj ocupó el lugar central en la pared»). En un mismo nivel de efectividad, cohabitan la infancia, la historia universal y sus horrores, la cadencia y la escatología.

[Tomado de Altazor. Revista electrónica de literatura ISSN 2452-5332, 1 ÉPOCA / AÑO 4 / JUNIO / 2023