El templo está en mis ojos.

El templo de la mirada poética.

Algunos relámpagos sobre “El templo está en mis ojos”

de Luz Helena Cordero Villamizar

Autora: Laura Giordani

Mas las favoritas del éter, ellas, las dichosas aves,

moran y juegan con deleite en el eterno recinto del padre!

Suficiente espacio hay para todas. Para ninguna está

el sendero señalado,

y libres se mueven en la casa las grandes y pequeñas.

[Al éter, Fiedrich Hölderlin]

La historia no deja lugar a dudas: todo templo edificado por manos humanas está condenado a su caída y final desaparición. Los poemas que conforman este excelente libro de Luz Helena Cordero Villamizar se convierten en cuentas de un rosario bello y amargo, roto en algunas estaciones. Un recorrido por distintos templos erigidos por la devoción humana y también por la violencia ejercida sobre la materia, sobre el propio espacio, mediante ese mecanismo de amedrentamiento social llamado grandiosidad.

La poeta rescata piedras de ese incesante derrumbe que es la historia y en un ejercicio ardiente de contemplación nos lleva a recorrer naves solitarias, coros, vitrales, pilas de piedra donde bebieron antiguos soles. Sinagogas, capillas, mezquitas, relojes solares huérfanos de lectores de sombras en una ciudad abandonada en brazos de los Andes. Testigos de la derrota y la desesperación. Santuarios de todos los credos, tentativa humana de dar forma a lo sagrado, de coagular la luz y lo impermanente en un espacio, como quien pretende detener el vuelo de las aves para adorarlas, pero debiendo para ello disecarlas. Congelar la liviandad de un vuelo sin estela, sin huella, sin vocación de posteridad.

El poema que inaugura el libro se llama “Contemplar” y en ese infinitivo encontramos la llave que nos permitirá acceder al resto de textos poéticos.

Si vamos a su raíz, a la lengua de los augures, templo es un corte del cielo para
observar el vuelo de las aves y hacer vaticinios.

La contemplación puede definirse como el arte de mirar con detenimiento y profundidad. La palabra deriva del término latino contemplatio y, en última instancia, de templum, un espacio consagrado al culto.

Se preguntaba el poeta alemán Rainer Maria Rilke en “Las rosas” ¿Dónde hay para este adentro un afuera? Ciertamente, no hay lugar capaz de alojar una belleza que perdure y siga en pie, salvo en la propia mirada. La poesía quizás custodie la respuesta, pues todo puede ser enaltecido por gracia de la mirada poética, esos ojos que todavía contemplan como los de la infancia, con el asombro de quien no ha naturalizado el mundo. Volver a ser como niños para erigir un templo luminoso e inestable, a medida humana, con las plegarias nocturnas y esa fe de quien ingresa descalzo al misterio.

Como atestigua la poeta, en su origen, el templo era un corte del cielo para observar el vuelo de las aves, la poesía como una rasgadura en el firmamento ordinario, esa grieta de gracia que nos permite contemplar lo impermanente y oír un canto siempre en fuga, inasible. Como esas campanas de San Laureano que todavía siguen tañendo y marcando una temporalidad incorporada y doliente, testigos de nuestra decrepitud y la muerte. Hay en ellas algo ensimismado y cruelmente puntual y en nosotros, como humanidad, un destiempo: la impuntualidad de los que sufren.

Todo idéntico, toque tras toque, sin tregua ni falta.
San Laureano ignora los pasos cada vez más lentos de mi padre,
el ahogo de mamá, el compás de su silencio,
los últimos anuncios funerarios que ellos no escucharon.

El templo y sus cicatrices, una herida mal cerrada abierta al público, cara oculta de la fe. También, usurpación de la devoción pasada y la construcción sobre las ruinas de la derrota, de lo usurpado.

O como en el templo de Artemisa, del que únicamente permanece una columna en pie y todos los elementos faltantes del templo son completados por la imaginación de una niña. La elipsis que custodia lo ausente en un pequeño retazo.

Ahí está su única columna en pie, en medio de las ruinas. Muñón, desamparo,
estupor. Y mientras todos retratan su decepción, ella suspira emocionada.
Imaginación, así llaman a esta niña incesante. Artemisa sonríe.

Quizás la única construcción perdurable sea, como “La sagrada familia” de Antoni Gaudí, una catedral inacabada, en obra permanente, lo orgánico frente a lo mortal rectilíneo. La amabilidad del cuenco, del fruto, sin agujas que hieran el cielo. Sin la violencia de nuestro anhelo vertical, de nuestra fe.

Antes del lenguaje, de la imposición de un nombre, fue el temblor. El temblor poético.

Antes de las palabras y su refugio,
antes de la frase y su redención
la carne fue temblor, descalabro, caída

Los templos vulnerables a la furia de los elementos con sus grietas por las que finalmente vuelve a penetrar la selva. La belleza arde: en este plano terrenal todo lo concebido para perdurar termina ardiendo.

El templo está en nuestros ojos y también en los oídos. Además de contemplar, Luz Helena Cordero Villamizar sabe escuchar la música del espacio, lo que susurran las piedras. Y esa música nos la traduce a un lenguaje poético condensado y preciso, reconstruyendo la totalidad desde el fragmento. Reliquias, la adoración de la astilla desprendida de la cruz.

Perdida la fe en esos templos humanos devorados por el fuego, la espada o el tiempo, queda el vuelo de los pájaros y tal como podemos leer en el poema “Del aire”,

Cuando casi habíamos perdido la fe
un vuelo tornasol quiebra la tarde

Asomémonos, pues, a contemplar esas aves silenciosas a través del corte luminoso que estas páginas abren en la mirada.

A través de todos los seres se extiende un espacio:
el espacio interior del mundo. Las aves vuelan silenciosas
a través de nosotros.
Rilke

 Valencia, 29 de agosto de 2024

Los templos derruidos de Luz Helena Cordero
Autora: Ángela García

¿A dónde fueron todos para dejarme aquí, oliendo el polvo de su sangre,

tan inocente y fatalmente condenada a su credo?

Todos hemos hecho parte de esta coreografía: entrar en una escultura de vacío resguardada por torres y muros con vitrales, campanarios y cúspides punzando el cielo, donde el tiempo murmura más con el jeroglífico de manchas y de herrumbre que con el eco de la aspiración de los espíritus. Entrar al templo, al hueco armado por el ansia, oloroso a cera, a humo, a incienso, todo lo que la pretendida nobleza que tienta lo divino quiere deparar a la real desesperación de innumerables ojos llorosos, de ayes sonoros y sofocados. Entrar, conjugar el verbo entrar… esta compulsión, este misterio del cuerpo en devoción, o inalcanzable consolación, la espiral de la entrega, el abandono a un dios, a una fe o al cúmulo más ordenado y perfecto del sinsentido. Luz Helena Cordero Villamizar lo ha hecho con la lámpara alerta del lenguaje.

Al lugar del culto accedemos cruzando grandes portones que se abren a la pertenencia de una fe o se cierran a su contraparte, la herejía, el paganismo, el ateísmo, los nombres que se han dado a los infieles. Aunque tenga las puertas abiertas el interior es sinuoso, sostenido por paredes invisibles, piedra con piedra de ley, más férreas que los muros milenarios. Luz Helena Cordero es una visitante obstinada en busca de ese bien ruinoso de la fe que los templos representan, esa caridad de cobre de los mercaderes de lo sagrado, ese procedimiento destructivo del silencio a nombre del silencio, esa arquitectura exquisita y olorosa a esperma consumida donde se cita el clamor colectivo, donde el oleaje de las oraciones erosiona siglo tras siglo el oro de las figuras esculpidas ribeteadas a precio de sangre, pilares marmóreos, arcos ojivales, bóvedas nervadas, toda esa monumentalidad humillante, “todo ese alarde, su imponencia”. Estos poemas inspeccionan la obstinación de la retahíla, las rogativas, el anhelo sin fondo tras la señal que promete el derecho a una felicidad sin límites, al reino definitivo e inalterable de la gracia.

Hemos conocido templos que nos transportaron en el tiempo. En su interior el humo de los incensarios se juntaba al espesor de las invocaciones, como un efluvio etílico que respirábamos, para no vernos con los ojos cotidianos, sino con los que tenemos al otro lado del cuerpo. Cada noche erigíamos un templo al que ingresábamos, descalzos, hasta hundirnos en las aguas del sueño, desde la infancia imaginativa, esa niña poseedora de la risueña grandeza. Sí, primero fueron las iglesias mismas que profanaron los templos, poniendo la espada junto a la oración.

El saludable escepticismo que irradia estas páginas es perentorio cada vez que como ahora vuelve a atribuirse razones divinas al genocidio. Y más apremiante es que reparemos el cuidado en la mirada más allá de los muros para abrirnos al bosque y al aire, a los lugares naturales donde todavía, todavía, se puede respirar sin ajustar nuestro andar a las rutas del lucro y al mercado del dolor.

Malmö, 2024

Ninguna parte también es un lugar.

 

Por Felipe Agudelo Tenorio

Lo expondré de entrada, Ninguna parte también es un lugar, de Luz Helena Cordero, es un libro bellísimo, singular, interesante y conmovedor, tanto en el plano intelectual como en el emotivo. Es un texto nutrido y nutritivo que se presta a una lectura deliciosa; vale decir cargada de sensaciones y reflexiones, de amor y de avidez por la vida.
Desde tiempo antes de convertirnos en amigos, me he dado el gusto de leer a Luz Helena Cordero; he estado atento a lo que su pluma produce. He frecuentado su estupenda poesía y me he adentrado en la inteligente luminosidad de sus ensayos. Ella es, sin lugar a dudas, una de las escritoras de primer nivel con que cuenta este país. Sé que quienes la han leído concordarán conmigo. Y sé que a quienes no lo han hecho aún les aguarda el seguro placer de adentrarse por primera vez en su lectura.
Sin embargo, fue justo por estas referencias que este libro constituyó una sorpresa para mí. Reconozco que lo abrí ilusionado (y casi seguro) de encontrarme con sus nuevos poemas, pero no hubo tal. Este tomo resultó ser un conjunto de crónicas donde se reúnen los relatos de viaje de una escritora lúcida y sensible; de una que, además, por contar con un diestro manejo del lenguaje se permite obsequiarle al lector vivas, brillantes y sugerentes descripciones de sus incursiones por una serie de lugares, en distintos países. Un trabajo lento y laborioso que le tomó varios años y cuyo resultado es estupendo.
Estas crónicas nos participan de un vasto periplo. Incluyen un relato sobre una ciudad inusual, Las Vegas −que es uno de los textos más ricos y notables−, pasan morosamente por lugares icónicos y entrañables de España, la Patagonia Argentina, Guatemala, Cuba, Brasil, California, Nueva York y nos dejan avistar otros paisajes más lejanos, como son los de Portugal, Moscú y Estambul. En cada una de estas estaciones el lector recibe su premio. Y en ellas hay que resaltar que la poesía y los poetas son los grandes y fieles compañeros de ruta; las continuas referencias a ellos nos dejan vislumbrar cómo es que la viajera establece y filtra sus personales conexiones con los lugares que elige visitar.
A pesar de que, casi por definición, el viaje es una actividad que obliga a una permanente apertura hacia el afuera, lo extraño, lo desconocido y lo otro, de manera que se pone de relieve la vida en relación con lo exterior, Luz Helena Cordero no se deja llevar completamente por dicho impulso, ni permite que la saquen de sí. Ella reconfigura la dirección propia del viajar sosteniendo, sin pausa, una persistente mirada a los movimientos que esto le ocasiona a su vida interior. No solo está atenta al mundo, sino que le interesa indagar sobre la relación entre ambos mundos, el interno y el externo, quiere observar, constatar y diseccionar sus influencias mutuas.
A cada paso, ante cada paisaje o encuentro, rescata la manera como la gente y el mundo repercuten en ella. Y lo hace de una manera natural, aunque del todo intencional, pues quizás se corresponde con su manera habitual de estar. La viajera experimenta el viaje a través de la plena presencia de todos sus sentidos, despiertos, aguzados y ávidos. Pero, el punto del todo relevante es que se planta como una mujer escritora a la que todo cuanto le acontece la regresa a su centro y a su palabra. Y para más, la muestra como una poeta sensible y perspicaz que logra entablar una relación crítica y profunda con todo lo que encuentra en su camino. Ese mundo que se va transformando en memorias a medida que ella lo recorre y, a la vez, en una segunda memoria que se plasma, se piensa, se construye y se conserva en el relato, en su crónica.
Para Luz Helena Cordero la trasmutación de lo vivido a lo recordado es un ejercicio constante, mediado por un proceso escritural que no comienza solo en el papel sino en la misma conciencia de la poeta. El suyo es un ejercicio intenso que no ofrece desperdicio, pues pareciera interesarse de manera particular en la observación de sí misma mientras observa el mundo e incluso mientras el mundo la observa y ella percibe cómo es que la afecta.
No obstante, el viaje y su memoria son apenas momentos contrarios, instancias germinales, puesto que le sirven de apoyo para realizar una verdadera búsqueda dialéctica, misma que le permite el desvelamiento de los materiales de unas verdades que son fruto de la inteligencia poética. Como sabemos la poesía es, también, una forma de conocer y a sus procedimientos podemos recurrir en cualquier instante y circunstancia. Por esto nos queda claro que solo una poeta ha podido escribir este libro.
Me explico, por un lado está la geografía del viaje real, la tesis, caracterizado por su intensidad efímera y que al transcurrir le reclama la confluencia de todos sus sentidos y saberes; por otro lado está el viaje tal como lo guarda la memoria, la antítesis, caracterizado por la lenta desaparición en nuestros archivos cerebrales de su cartografía residual; y, por último, está el viaje recuperado por la escritura, la síntesis, caracterizado por su mayor posibilidad de permanencia, es decir por su moldeado definitivo en un relato escrito que lo dota de sentido. El resultado es una crónica donde las tres capas del viaje se conservan y se superan gracias a la fuerza evocadora, dilucidante y expresiva de la viajera, quien al escribirlos se desplaza por sus páginas mientras recolecta trozos de sí misma, del mundo visto y de su experiencia. De esa manera es que se realiza por tercera vez el viaje, esta vez inmóvil, frente a la blanca desnudez de la página más que ante la pulcra lisura de la pantalla. Pues quiero suponer que durante sus viajes la autora toma notas, bien sean mentales o en una clásica libreta. Lo cual explica la profusa cantidad de detalles y la estupenda precisión de sus descripciones que enriquecen estas crónicas, permitiéndonos una inmersión total en ellas.
El relato de viajes sería vacuo, puros comentarios de turista, si no se beneficiara de la organización constante de la crónica. El movimiento sobre los distintos territorios geográficos, humanos, históricos, culturales y sensoriales que Luz Helena atrapa en este libro se deslizan con sutileza y nos lleva a un viaje literario en el que ella nos conduce de la mano. En esa intención de compartir, en su generosa invitación a ver, a oír, a sentir, a admirar y a pensar de otras maneras, es donde residen la belleza y la fuerza de este libro. Todos estos atributos, que he señalado muy brevemente, explican el porqué del encantamiento que logra en el lector; pues al paso de los capítulos leídos uno va acompasándose, deteniéndose, apreciando esa voluntad de interrogar, de entender y de contemplar el espectáculo vivo del mundo. Un mundo que aunque cada vez más extravía su sentido, aún conserva su belleza.

Bogotá. Febrero de 2024.

(Tomado del Prólogo del libro Ninguna parte también es un lugar)

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IRÉ, CUALQUIER ESTACIÓN ES PROPICIA

Por Claudia Patricia Mantilla Durán

 

La primera vez que leí el libro Ninguna parte también es un lugar, de la escritora Luz Helena Cordero fue para presentarlo en el marco de Ulibro, la feria del libro de Bucaramanga en 2024. Conocía el talante de la poeta y sentía mucha curiosidad por adentrarme en sus formas de concebir la escritura de la crónica. Si bien, ya había leído Unas cuantas tiernas imprecisiones donde los viajes son igualmente revisitados por su memoria, sabía que esta nueva inmersión me depararía sorpresas. En la charla que sostuvimos en la feria habló de la periodista y escritora estadounidense Nellie Bly, precursora de la crónica de viajes escrita por mujeres, y una de las primeras en viajar sola alrededor del mundo, siguiendo los pasos sugeridos en La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne.

Hace poco volví al libro de Luz Helena Cordero para detenerme en dos crónicas: Escalofrío, y No basta con no ser ciegos. Una vez más me asombró su capacidad de entrever en el relato de viaje la posibilidad de entretejer la memoria íntima con la historia del lugar. Escalofrío es un relato vertiginoso e implacable presentado en contrapunto con el poemario Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. Un recorrido por Las Vegas, en el que se lee:

Las Vegas es la ciudad de los excesos, el mundo de la hipérbole, de los valores exponenciales (…) allí están los freeways que nos impelen a penetrar en la metrópoli de neón y a dejarnos arrastrar por los tentáculos de la ciudad. “Welcome to Faboulous Las Vegas, Nevada”. Es ese instante cuando siento el escalofrío (…) Bienvenidos para ver los tristes leones de la metro goldwyn Meyer, que en su sopor no creen ser ciertos en medio de tanto artificio.

Cómo no extender el “escalofrío” a toda una mentalidad que pretende ser dueña del mundo, cuando el exceso es la medida y el delirio de control no tiene límite. En definitiva, una crónica desazonadora, brutalmente certera:

No es la calle helada de Las Vegas, es el roce yerto de los cuerpos. No es la guerra, es el temblor del escarabajo anónimo que todos pisotean. No es la selva, es la agitación de los estómagos en grandes toneles de alimentos que se pudren dentro de los vientres grasosos. No es el horror, son las cloacas de los hoteles atragantados de usura. No es el odio, es la opulencia de los desperdicios. No es el reino fantástico, es el paroxismo de la electrónica, la angustia de que el tiempo no pase, de que todo se mueva hasta el infinito y atrape la voz y la conciencia.

En sus relatos aparecen constantemente guiños a escritores y escritoras que han sido significativos en su vida, los amores poéticos que a su vez se constituyen en figuras tutelares para la historia y la construcción de identidad de las geografías que nombra: José Saramago y Fernando Pessoa; Álvaro Cunqueiro, Antonio Machado y Federico García Lorca; Pablo Neruda, Raúl Zurita y Vicente Huidobro, Dulce María Loynas y José Marti, Nélida Piñón, por mencionar algunos. Se comprende entonces cómo fueron decididos estos viajes. Sus lecturas fueron los primeros tiquetes de abordar. Si el azar viró la dirección del trayecto, el nuevo camino fue recorrido de manera literaria, tanto en la capacidad de observación del mundo circundante como en la manera poética de narrarlo.

Evidentemente hay un yo implicado en estas crónicas, pero ya se sabe el amplio compás que puede abrirse entre la crónica y el yo biográfico. Por ello, considero un acierto la forma en que Luz Helena Cordero asume múltiples voces en la asunción del viaje, encontramos la voz del viajero, o de los viajeros, y para ello se apoya en José Saramago quien se define como: “el viajero”, también encontramos la voz propia, nítidamente personal de su ser sintiente en medio del recorrido, tal como sucede en No basta con no ser ciegos, verso de Pessoa -de Alberto Caeiro para ser exacta-, que titula su crónica:

Cuando le pregunté a Viviana si quería acompañarme en este viaje a Lisboa, empezó a saltar (…) Era la oportunidad de reencontrarme con la ciudad de la saudade, veinte años después de apenas haberla rozado (…) Este gallego nos contó la historia de Alfama, su origen árabe y musulmán, al-hamma, alfamm, baños o fuentes. Quien no conoce ve laberintos que serpentean, que se empinan por escalinatas que conducen al extravío.

El relato intercala la memoria de su primera visita a Portugal con las sensaciones del nuevo recorrido. Destaca su llegada a la casa del escritor Fernando Pessoa en la Rua Coelho da Rocha 16:

Penetro por corredores oscuros, oigo el crujir de la madera, veo paredes forradas con cuadros, en un rincón imagino su sombrero. Habitaciones con vidrieras, carteles, afiches, la biblioteca, viejos autores conocidos, una inmersión por criaturas sensibles, evidencias de la vida del hombre. Veo su tarjeta de identidad y me pregunto de cuál, los anteojos con los que vio y no vio, cajones donde merodeaban sus manos, ahora clausurados, vaciados de misterio. Y esa máquina de escribir, su esqueleto negro y dorado, alto, dentro de su urna de cristal.

Nada más bello que escuchar a un poeta hablar de sus poetas admirados. La capacidad de trasladar al lector gracias a las detalladas y sugestivas descripciones es otra de las virtudes de estas crónicas que hacen de Ninguna parte también es un lugar una lección de la mirada, de los sentidos en general. Es entonces cuando al leer me sacuden las olas que estremecen la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, palpo los magníficos objetos en la mesa, los frascos de tinta verde, o escucho las caracolas como queriendo descifrar la medida del amor viajero para luego reparar en el sillón que aún conserva el hueco del cuerpo del poeta.

Luz Helena Cordero visita lugares icónicos que podrían incluirse en las llamadas guías de viaje, como: Santiago de Compostela, la mezquita de Soliman en Estambul, parajes de Madrid o de Lisboa, pero en estos trayectos hay un acto de sublevación frente al viaje impuesto, el que venden de antemano en las agencias de turismo y que obliga a correr, a empacar y desempacar maletas sin siquiera degustar un aroma, observar los rostros o contemplar los colores de una puesta de sol. Ella va en contravía del recorrido trillado, busca el camino alterno, algunas veces lo logra y cuando no, acude a la ironía como escudo. Por ello, afirma “El viaje debería ser una profesión; un estar, más que un hacer. Un ser, mucho más que un recorrer”. Poética de viaje que ampliará en el epílogo del libro.

En El Largo grito de hielo, crónica de su paso por Chile, luego de exaltar su archipiélago dorado y los islotes de cisnes blancos con cuello negro, así como sus volcanes y la certidumbre de que este es un país de poetas, anota: “Pero estamos aquí para hacer un viaje por la memoria que duele. No se trata solamente de conocer sus avenidas limpias, los edificios históricos preservados, su plaza de Armas y el Palacio de la Moneda, que irremediablemente nos recuerda el oprobio”.
Reconozco, una vez más, la sal de la ironía que caracteriza su voz y me adentro en la dimensión interior de su viaje.

Alberto Salcedo Ramos afirma que el cronista “es el viajero que cuando explora el mundo llega más lejos y cuando contempla al hombre llega más hondo, el fisgón de los fisgones, el ojo más perspicaz”. Luz Helena Cordero fisgonea el mundo con avidez, pero lo hace desde una mirada singular, su visión de poeta, que le permite hacer de un viaje al Calafate una sonata de agua, de una travesía por Chile el encuentro con un largo grito de hielo que traspasa la memoria. Si La Habana es un amor revisitado y “una ciudad hermosa que se cae a pedazos”, si no hay puesta de sol más bella que aquella que se contempla en el mirador de Santa Lucía, si de repente sorprende la presencia depredadora del ser humano en cualquier paraje o en la esquina de alguna frontera difícil es porque sus palabras han sabido comunicarlo. Cierro el libro y pienso que iré, porque cualquier estación es propicia cuando la poesía acompaña. Estas crónicas condensan el deseo de llegar a la república de los sueños que no es otra que la de los lectores. Son ustedes los llamados a continuar el trayecto.

(Tomado de: Revista Encuentros Nº 49 Junio-julio 2025, Bucaramanga, Santander, Colombia)

 

Canción para matar el miedo.

Reseña. Un libro para todo
Autor: Antonio Conte

Afortunadamente para todos (el niño, el adolescente, el adulto) el concepto de literatura infantil o para niños se torna más escurridizo cada día. Sólo porque nadie tiene la llave para entrar en la conciencia, conocer qué pasa allá adentro y diseñarle (como una receta de cocina) la poesía que más le guste.

Los tres mosqueteros, Alicia… En busca del tiempo perdido, Las mil y una noches, La montaña mágica, no deben calificarse como literatura para tal o cual persona. Sería más exacto decir que se trata de literatura para todos. Dostoievski puede resultar tan incomprensible para un niño de diez años como para un hombre de cincuenta. El Pequeño príncipe quizás resulte placentero para uno y otro. La literatura y el arte no pertenecen a la categoría de lo didáctico. Por lo tanto, la comprensión o no de una obra no define la utilidad o la belleza de la misma.

No percibimos las cosas de igual manera. Un libro puede tener múltiples interpretaciones, y en eso reside, tal vez, su grandeza.

Luz Helena ha entendido la función de la literatura (si es que tiene alguna), y nos pone ante los ojos y el sentimiento una obra comprometida sólo con la imaginación. La suya, que es mucha.

Canción para matar el miedo pasa volando con su alfombra mágica por los techos de una zona del mundo de los jóvenes (tan vasta como el mar), y nos obliga a reflexionar, a través de los personajes, sobre ese universo a veces inaccesible de la infancia.

Perseguidos de principio a fin por el duende de la poesía y por sutiles pinceladas filosóficas, los cuentos no establecen fronteras evidentes entre el tiempo ¿perdido? Mmm de la infancia y el mundo enajenado de los mayores.

Luz Helena escribió sus recuerdos, la memoria de sus compañeros de escuela, en el salón de clases, en el aroma irrepetible de la casa materna, en las calles de una ciudad que no se nombra, con un estilo peculiar, muy lejos de esos textos con que nos atiborran en algunas ocasiones, y donde los infantes parecen idiotas o demasiado idílicos para hacer de carne y hueso.

O tal vez Luz Helena lo imaginó todo, que es como si lo hubiera vivido, porque la imaginación, ¿quien lo duda? es otra dimensión de la realidad.

[Tomado de “Canción para matar el miedo”. Editorial Magisterio. Bogotá, 1997]

Cielo ausente.

Cielo ausente
Autor: Guillermo Martínez González

Poseída de un fuego que no se apacigua, de un silencio que es agonía y rigor, de una palabra que pone en juego todo su ser, Luz Helena Cordero ha publicado dos libros de poesía, ÓYEME CON LOS OJOS y CIELO AUSENTE, que son como su sombra y la proclaman como una poeta intensa, desbordada por un deseo que siempre señala lo que está más lejos como carencia, como isla del sueño.

Presencias y ausencias del amor; la soledad, esa única verdad que conoce el hombre, la infancia, ese reino que nos acompaña en la memoria sin la vigilia del ángel, el miedo y la ansiedad de saber que todo lo devoramos y todo nos destruye, son asumidos por Luz Helena Cordero con una constante dosis de lucidez y valentía. Con una sensibilidad que entraña la capacidad de percibir las quimeras y los fantasmas que creamos desde una óptica que sólo acepta la desnudez:

Los fantasmas nacen desnudos, como sus dueños,
pero luego se visten con ropas color atardecer
en los ojos de la muchacha que tiembla.
Son títeres que armamos en la infancia,
pedazos de piel, retazos de voces,
crecen como lama detrás de la frente
y nunca nos abandonan.

La poesía traspasa la realidad, altera las rutinas de la experiencia, instaura la posibilidad de ver en donde sólo existe el reino de la masificación. Allí radica su valor de sobrecogernos, de obligarnos a la densidad, al ejercicio nocturno del alma, a la peripecia en el filo de la nada y la certidumbre de la muerte.

Quien ama con una sed radical está más expuesto al despojo que a la plenitud. El tema de esta poesía es el de la ausencia, el del amante que bebe más cicatriz que paraíso. El amor que como un ángel terrible nos enseña su dualidad de sueño y destrucción, nos pone ante la carencia fundamental del sediento en la arena, en el inagotable espejismo de lo que nos sobrepasa y nos deja indefensos como en el principio de todas las cosas:

Los amantes escriben su historia con el cuerpo.
En los ojos les arden las horas,
los veo levitar entre sábanas y luego
transformarse en estatuas de piedra.
Tuve tu piel en mi boca
y ahora es sal en la memoria.
Todo se nos cae en un abismo
pero nadie quiere atajar
ese ruido espantoso,
la precipitación de todo lo perdido.

El cielo como parábola del deseo, alumbra por lo desconocido, por lo que está allí y nunca poseemos. Como lo innombrable que nos perturba con su ausencia y olvido. Como la metáfora del silencio, de Dios y el gran vacío. Estamos aquí sobre la tierra y no sabemos si el cielo es lo perdido o lo buscado. Al cabo del tiempo se confunde con la infancia, con la mirada inútil del ángel, con lo que no es suficiente para colmar nuestra rebelión contra el tiempo, nuestro impulso de eternidad.

El gran adiós ante la vidriera del mundo, la herida azul del cielo que sólo alguna vez vislumbramos como el niño que sabe que todo se lo lleva el oleaje de la vida, es lo que descubre Luz Helena Cordero. Una mirada que se solidariza con lo desposeído, con todos los grandes solitarios: el poeta, el amante, el desierto y el suicida.

Una mirada sutil en la que subyace una metafísica de la negación y lo transitorio. Somos pasajeros de la nada, fantasmas que soñamos con el otro, con derrotar el paso del tiempo:

No era cierta la luna,
el escándalo de su desnudez
nadando en el pedazo de cielo que nos destinaron
y que miramos sobrecogidos,
casi espantados por nuestra brevedad
frente a la arrogancia del universo.

[Reseña leída en la presentación del libro en la Biblioteca Nacional en 2001]

El puente está quebrado.

Reseña
Autor: Antonio Conte

Si hay algo no quebrado en este libro es el embrujo con que la autora nos lleva a recorrer el terror cotidiano de la violencia a través de los ojos de un niño: Samuel desplazado, roto, mudo, recorre el tiempo que antecedió a su tragedia. Tiempo de brujas, espantos, limoneros, de amores imposibles, de cariño y duelos candorosos entre tristeza y felicidad.

La visión que impone la escritura es otra y la misma. Fiel a su estirpe poética, Luz Helena sabiamente delega en Samuel para que describa no sólo la tragedia, sino la otra cara del puente, donde la magia de la vida deviene la negación de los actos bárbaros de los hombres.

[Tomado de la contraportada del libro “El puente está quebrado”]

Óyeme con los ojos

El amor como atajo hacia la muerte
Autor: Henry Luque Muñoz

El amor como atajo hacia la muerte, la muerte como una fulgurante búsqueda del amor coma son ejes que nos propone este libro de Luz Helena Cordero (Bucaramanga, Colombia, 1961). La osadía de la imaginación opone a la arrogancia de un mundo aplastado por el orden, la lucidez de una caligrafía en libertad. Contra todo desaliño y exuberancia verbales, su azorada tinta ejerce una erguida y rotunda vigilancia, cuyo balance es la sobriedad y la economía, en aras del fulgor puntual. Conciencia de una honda escisión, su lenguaje viaja a caballo entre el desgarramiento barroco y una flotante perseverancia neorromántica. Bajo diversos reflejos que la hacen múltiple y de una clara complejidad moldeada en la transparencia, se nutre en la impregnación sensual, a la luz de esa lámpara secular llamada Sor Juana Inés de la Cruz. La carne habla, piensa y sueña. Eros es la inteligencia del cuerpo. El tácito convento es la mediación entre las sus citaciones del silencio y cierta depravación luciferina. Así construye la autora una sintaxis personal, amasada de vacío y de ceniza, que gracias a la la paradoja quiere también seducir a la esperanza. Aquí el lenguaje pone una sonrisa en la boca del caos. Igualación entre lo alto y lo bajo coma lo aéreo reclama su lugar: la poesía es la balanza del sueño. Y lo terrestre impone a sí mismo su soberanía: el claroscuro de los eclipses traduce una revelación asible. El secreto del mundo está en el diálogo y el forcejeo entre la levedad y pesantez. En agua —ese espejo derramado— revela el abrazo de la claridad. Cielo e infinito se cruzan y se fecundan. Esta poesía apuesta a las dos caras.

[Tomado de la contraportada del libro “Òyeme con los ojos”. Verdehalago, México, 1996]