Cielo ausente

Poemas. Ediciones Sociedad de la Imaginación. Bogotá, 2001

Contenido

[Epígrafe]

Porque ese cielo azul que todos vemos,

ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande 

que no sea verdad tanta belleza!

BARTOLOMÉ LEONARDO DE ARGENSOLA

San Valentín
Mamá cose en mitad de la tarde
y su aguja atraviesa los pliegues de mi falda,
mi falda roja salpicada de globos y sombreros
que luciré en la fiesta de San Valentín.
Tensa los hilos, asegura el dobladillo
mientras en la radio una mujer pregunta por qué,
por qué, señora, si lo amo debo verlo partir.
Rayos violeta brotan por los parlantes.
Una paloma ha venido a picar el pan
que sembré en el solar esta mañana.
Intento atraparla
pero huye de mis manos despeinando el viento.
No sabe que sólo quería besarla.
Mamá, con un gesto pide que me siente,
que no haga ruido, que la señora de la radio llora.
Vuelvo a mirar la aguja en su camino rojo.
Ahora se convierte en puñal
y traspasa un globo que estalla en la tela.
De pronto una sombra recorre la frente de mamá,
algo que vuela sale de sus ojos,
el aleteo de una mariposa desamparada.
Corro para seguirla, quiero ver la flor que abandona,
voy a saltar por la ventana para que no escape
pero oigo la voz de mamá: qué pasa ahora,
por qué me dedico a perseguir el aire.
No es el aire, mamá, fue una sombra en tu frente.
En vano. Cómo explicarle lo que he visto.
Cuando sea grande, mamá,
cuando sea grande te lo cuento.
Globos, palomas y sombras que vuelan,
anatomía de la levedad en el paisaje,
formas que rondan el sueño de las manos,
hilos que eternamente tejen los instantes.
No es posible responder a la mujer de la radio
que dejó en los parlantes un ruido persistente,
terco, como el goteo del agua,
su voz es la misma mariposa triste
que hoy deambula por mi frente.
Es inútil. No sé cómo decirlo.

 

Viceversa
Miedo a la guerra, al vacío, al espejo,
al odio de los hombres, al tedio,
al hábito de tener pesadillas y no sueños.
Miedo al desamparo, al frío,
a la mordaza, a la espera incesante,
a un cuchillo de silencio.
Miedo a la fuerza feroz de las palabras,
al caballo desbocado que huye,
a la gota que cae sin consuelo.
Miedo a las horas cuando afilan sus dientes,
a la sangre querida, al impasible abrazo,
a una mañana que no espera la tarde.
Miedo a no ser, a estar ausente,
al desencuentro, al alma torpe,
a la mediocridad del sufrimiento.
Miedo al que huye de un beso
como de una bala perdida.
Miedo al miedo.
Nunca miedo al amor,
al amor nunca y viceversa.

 

Vuelo
Valen más cien pájaros que vuelan contra el viento,
que rompen la gravedad de ese cielo soberbio
en donde no hay lugar para otra pregunta;
abandonados a sus alas y al amparo del aire,
confiados en la fuerza de su sangre,
apenas suspendidos del paisaje,
de la mirada que se alza con ellos;
valen más, mucho más, cien pájaros en vuelo
que uno solo dibujando una curva descendente
en el centro de un ojo abominable,
que un pájaro en la mano temblando de terror,
de tierra, de persona.

 

Self
Paso estos días a mi lado,
me pongo, me sostengo,
me escapo, me tolero,
me ahogo, me saturo de mí,
me repaso, me pervierto.
Abro las piernas ante el cielo,
me poseo con cualquier rayo de sol
que dejan pasar las nubes
inoportunas de tu ausencia.
Grito, espanto los muertos,
los candados, la música.
Sé que soy culpable de nada
y la nada me avergüenza.
Me condeno, me apaleo.
Pasiones cobardes sobran en el mundo.

 

Lamento por Caín
Caín, no huyas por los montes de Neptuno,
basta ya de recorrer Andrómeda,
no te ocultes de los rayos terribles
de las estrellas muertas.
En la tierra no hay tumbas con tu nombre,
las piedras ya no huyen a tu paso,
el mundo se cansó de tu carrera.
Ven, siéntate sobre el fuego,
tu raza ha poblado los paisajes.
Ven por tus hijos, Caín,
enséñales el don de la vergüenza.

 

Juego

Juego mi vida, cambio mi vida.
De todos modos
la llevo perdida…

LEÓN DE GREIFF

Jugar a que eres tu dueño,
tirar los dados para hallarte,
apostar al blanco de tu alma,
tacar en el ángulo preciso
en que cae al agujero
la duda grave de la vida.
Poner a girar la ruleta
en la que da tumbos tu cabeza
y tener un as de corazón oculto
latiendo cobardemente en el tuyo,
como si fuera lícita la trampa
de amarnos jugando
a estrangular el tiempo
entre sábanas que caen al abismo
de un paraíso apócrifo,
en el que somos tristes garzas
y estamos a punto de bebernos la lluvia.
Jugar, sólo jugar a que apuestas tu vida
con la esperanza de perderla
a cambio de una moneda de culpa
que tiras en la cloaca de la noche.

 

Negación
No era cierta la luna,
el escándalo de su desnudez
nadando en el pedazo de cielo que nos destinaron
y que miramos sobrecogidos,
casi espantados por nuestra brevedad
frente a la arrogancia del universo.
No era cierto el juego de mutilarnos,
de fragmentar los cuerpos
para acomodarlos en el agujero de una noche
en la que fuimos ladrones impúdicos de miel,
empecinados en robar lo innombrable
ante el cinismo de la celeste oscuridad,
bajo la mirada de una luna obscena,
lugar común de los poemas.
Nunca bebimos con la misma boca
ni cobijamos el mismo breve sueño.
No fue cierto que estuvimos allí,
royéndonos el alma por el gusto de probar
a qué saben las almas sin vestido.

 

Silencio
No sé dónde poner este silencio.
Da vueltas por la casa
entra en los armarios
se encarama en los cuadros
salta sobre los libros
abre la ducha y canta
come de mi alimento
agota el agua de la jarra
mira por la ventana
quiere nadar el cielo.
Es terco este silencio
pegajoso
me tira de la falda
se trepa a mis hombros
hace monerías con mi pelo.
Lo espanto con un grito
pero vuelve enseguida,
cariñoso.
No sé dónde poner este silencio.
Tal vez si ato sus manos
y aprieto su garganta
dejaré de escucharlo.
Nadie entenderá nada.
Qué hace un silencio muerto
sobre una mujer intacta.

 

Arte poética
La música para dormir espadas,
los abalorios de una muchacha muerta,
el traje de novia con olor a nafta,
la alquimia y sus vasijas,
el mensaje de amor en el tronco que arde,
las perdices en la felicidad del cuento,
la vela rota de un barco,
el lecho tibio del fósil,
la corona del náufrago en la ola,
la luciérnaga en un campo de guerra,
el último beso sin labios,
la corbata del ahorcado,
el baile autista de una bailarina de cofre,
la risa de la infancia que repite una campana,
el grito del ahogado oculto en un caracol de feria,
la flor reseca en el ojal,
el corazón almidonado bajo el traje,
la monja sin fe vagando por los sótanos,
lo que anima a la rosa cortada
para seguir abriendo.
La poesía es el raro ejercicio
de afirmar los pies donde todo se hunde,
la tozudez del pájaro en la jaula de espejos.
Lo inútil, lo demás, lo qué asir.
Qué otra justificación dar a ese pálpito,
a ese pedazo de luna derretida.

 

Maleta
Mañana me voy.
Llevo en mi maleta
el pesado recuerdo
de algo que me estorba.
Las palabras amargas,
aquellas que no acaban de nacer,
o nacen de una manera trágica, fatal.
Las que chocan como espadas
en la antigua guerra
de los corazones solos.
Llevo un color amargo,
el de tus ojos en la sombra
de una mañana antigua.
El color que me falta.
También llevo la carga
de una tristeza que viaja
sin mi consentimiento.

 

Mi casa de piedra
Llegas, paseas por mis ojos,
como un aguacero dulce arrasas la mañana
en la que amanecemos más solos que los templos.
Nada dices, salvo lo que nombra tu piel.
Nada sabes, salvo incendiar estrellas.
Podría enseñarte a plantar los gigantes azules
pero es tarde en mi casa de piedra.
El invencible tiempo ahora nos sorprende,
se ríe de tu miedo,
pone plomo en mis zapatos de luna,
se sienta a contemplarnos, insolente.
Yo quisiera matarlo con un gesto.
Llegas liviano, casi etéreo.
Pesa tu liviandad en el costado
y en las columnas de mi casa de piedra.

 

Lo perdido

Estas manos que no paran de buscar,
que persiguen con pasos ciegos el asombro.
Estos cuerpos que escarban,
que quieren arrancarse la piel,
robar pedazos del otro con los dientes.
La levedad tiene ganas de caer,
de darse un golpe en la barbilla.
No basta con que yo abra la boca
y salte tu olor como un pez fugitivo.
Quiero deshojar tu piel
para acariciarte por dentro.
Con tus besos he construido caminos,
sogas, planetas, laberintos.
Un reino abatido detrás de las montañas.
Te ofrezco mi alma en un plato amarillo.
No tengo certeza de que existes.
Pongo la luz en tus ojos, acomodo tu risa,
dibujo en la almohada tu cabeza de fuego.
Los amantes escriben su historia con el cuerpo.
En los ojos les arden las horas,
los veo levitar entre sábanas y luego
transformarse en estatuas de piedra.
Tuve tu piel en mi boca
y ahora es sal en la memoria.
Todo se nos cae en un abismo
pero nadie quiere atajar
ese ruido espantoso,
la precipitación de todo lo perdido.
A mí, que casi todo me importa,
se me antoja tirarme de cabeza
en el fárrago de cosas rotas,
aglutinadas en el muladar del tiempo,
rescatar una palabra, un roce,
un escombro de pasión que tomo por el cuello
para reparar sus alas y salvarla del infierno.
El infierno donde viven las culpas de los muertos.
Es arduo este ejercicio de restaurar instantes
como aves extraviadas en el cielo.
Hay noches que pueden costar años.
Con tanta cosa perdida
solo intento no morirme de tristeza.

 

Escepticismo
No crees en nada
ni en la sombra que ríe en la pared
mientras el mundo se te mezcla en el estómago,
harto de imprecisiones y consignas.
No puedes creer en la mañana
cuando hunde sus uñas y desgarra los ojos
con la luz de promesas inconclusas.
Ni qué creer en las palabras,
esas impostoras sublimes
tejiendo la telaraña de la vida,
esa manera de mentir cuando la voz
es una cáscara reseca que ya no da más,
que se muere de hoja, de tiempo.
No crees en nada
porque la entraña de la fe
te cuelga del costado
y como padeces de insomnio perpetuo
en los ojos te crecen espinas,
tu risa destroza las paredes
como una perra salvaje.
Incrédulo supremo de ti mismo,
es tiempo de estallar el globo del mundo,
de soplar las estrellas para que no alucinen.
Creer o no creer.
De pronto todo se me ha desteñido por dentro.

 

Los gatos de mi madre

Mi madre es una niña que llora por su estrella perdida,
sabe que la noche se traga los espejos,
caza miedos amarillos que huyen como gatos
encerrados en cocinas cansadas de humo,
duerme abriendo el alma de su boca
y amanece con sabor a mar
en el centro mismo de la risa,
quiere morir pero algo se le interpone,
es el amor, otro gato empalagoso
que no puede espantar.
La rodeamos pero no podemos ahuyentar
los animales que se le atraviesan.
Somos tan torpes en su vientre,
gritamos desde adentro
Mamá, no tenga miedo
pero una araña de espanto
nos teje redes en el pecho.
Mi madre es una niña llorando
en medio de una plaza,
rodeada de gente que no la ve.
Aunque arruine mis pies para alcanzarla
siempre llegaré tarde a su encuentro.

 

Cielo ausente
El cielo está en los ojos de un niño, dijo un hombre,
allí flota un planeta que sueña.
Se encuentra en el centro del corazón, dijo otro,
y un meteoro lo estremece.
Acaso se arrastra en el cuerpo de la iguana,
envejece con los árboles,
o tal vez habita en la esquina de la frente.
No es posible. Tiene que ser de arena,
lo he visto en la boca del mar, dice el pescador.
Puede ser un gigante escondido,
un ladrón en mitad de la noche,
un pedazo de pan entre los dientes.
Las personas sueñan cielos como hijos
que quieren pasear en las entrañas,
juegan a espantar sus sombras,
a coronarlos de gloria, de silencio, de algún día.
He visto alguien cargando su cielo en la espalda
mientras otro se lava las manos en el suyo.
El cielo es una playa que no puedo olvidar.
Mentira, el cielo no puede ser tan triste.
Lo es. Un perro lo asalta a dentelladas.
Qué tontos son, dice el niño, miren arriba, allá,
en el azul: es el lugar donde viven las estrellas.
El cielo es el terreno desolado donde sembramos los días,
el mar de quien no conoce sus aguas,
el castillo de un gigante de silencio.
El cielo está ahí y basta con nombrarlo.
Vemos su ausencia en todas partes.

 

El hombre de la acera
El hombre siempre estuvo ahí, perdido entre la gente,
sumergido en el océano de rostros.
Siempre en la acera triste de los días,
en el sitio escogido por ese otro
que vivía desnudo en sus ojos.
Era parte del paisaje como el poste de la esquina
y gritaba tanto como callan
los hombres y mujeres avergonzados.
Sus gritos más altos que las bocinas
haciéndose humo hasta tocar las nubes, allá,
en ese lugar deshabitado al que todos quieren ir.
Siempre de pie junto a la panadería
donde los ángeles de azúcar se derriten,
aspirando el sabor del pan celestial
en el instante en que los enamorados
intercambian palabras húmedas,
savia de plantas que les brotan del pecho.
Este hombre no existe. Nadie lo espera.
Lo conocimos a fuerza de esquivarlo
para no respirar su olor
cuando aparecía el estorbo de su cuerpo.
Su cabeza giraba como un trompo,
sus palabras atropellaban autos, transeúntes.
Durante muchos años conoció nuestro afán,
esa forma de repetirnos en la calle, de mirar y no ver,
de caminar hacia donde no deseamos ir.
Desfilamos por sus ojos de manera insistente
como frente a un espejo empañado
y sin saberlo fuimos sus prisioneros.
Lo extrañamos la primera mañana
en que no provocó el enfado del viento.
Lo seguimos extrañando cuando no estuvo
para oler el pan recién horneado,
la tarde en que sus ojos no bebieron la lluvia
y todos nos mojamos como nunca.
Tampoco estuvo para guardar la miseria
ni llevar a pasear nuestro miedo.
No dijimos nada. Nunca hablábamos de él.
Sabíamos que no existía.
Pero el día que faltó
esquivamos el hueco de su sombra,
sin su voz el ruido se volvió insoportable,
dudábamos de los colores, del aire,
del todo está bien, del nada pasa.
El hombre de la acera no existió
hasta el día en que empezamos a esperarlo.

 

Drácula
Olvidó su nombre para copular con las estrellas.
En su boca la muerte fue una perla triste,
un color deslucido, una sombra de silencio.
Fue fiel a su estirpe, amante perfecto de la noche.
Los siglos le odian o le temen
por beber el néctar del fruto más amargo.
Su vuelo da sombra a los amantes,
como ellos se confunde con los sueños.
Desterrado del mundo, no deslunado,
si sólo una vez volvieras a rondarnos,
si una vez nos cubriera tu abrazo de príncipe abatido,
esa noche armaría un festín de homicidas
para que vaciaras la ubre de sus cuerpos
y lanzaras al día sus cáscaras resecas.
Grandioso conde del miedo, sálvanos de la muerte.

 

Oficio
En el cristal amplio de la sala
el hombre del overol azul
limpia con grandes espirales
las manos, los labios, el corazón de los amigos,
de la mujer, de los parientes solos
que acercan su boca a la ventana,
desbordan el alfabeto de su cuerpo
y ven partir a los que marchan.
Tiene prisa el viajero cuando piensa
que otros son los que esperan.
La pesada maleta de palabras
tintinea en la sombra.
Llegará liviana a su destino
como el pañuelo del mago
de donde huyeron las palomas.
No hay palabras cuando reina el miedo.
El hombre azul en su tarea
hace danzar las manos tras el ventanal
en que dejé una lágrima.
Es perfecto su oficio.
Borra huellas de adioses
en el cristal del aeropuerto de cualquier ciudad
que podría llamarse la memoria.

 

El Dios del asesino

En la sala ahogada por las sombras,
invadida por una música de notas que se estrellan
en una guerra de platillos y bajos,
se contorsiona el cuerpo del hombre sin rostro.
Los remos de sus brazos se agitan,
la cintura es una columna estremecida,
su cabeza un péndulo que alguien modula.
La música golpea sus poros,
la sal gotea por el pecho.
En la mesa, el brillo acre del cuchillo,
el peso del plomo alineado junto al pan,
un gato que lame una y otra vez la luz del metal,
una veladora iluminando el rostro de Dios.
La serpiente del cuerpo del hombre se estremece,
abre las manos donde todavía palpita otra sangre,
otro cuerpo trémulo con nombre y apellido,
otra forma de abrir los ojos con espanto,
de decir por qué yo, por qué ahora.
La música golpea, golpea fuerte los cristales,
hiere la noche que dormita, que grita no más,
que me duele la piel, que se asustan los muertos.
El hombre sin rostro no puede detenerse,
azotan sus zapatos el tablado,
da vueltas alrededor de sí mismo,
el único lugar donde alguien lo espera.
A la misma hora,
otro cirio custodia el cuerpo detenido
de un hombre con rostro de azucena.
En la penumbra, con su mirada imperturbable,
el Dios del asesino, acecha.

 

El ángel
El ángel guardián se veía obligado
a saltar lazo conmigo en plena calle.
Al principio aceptó de mala gana
siempre que no me soltara de su mano
y cuando el lazo tuviera poco vuelo.
Pero a medida que crecía mi destreza en el salto
algo empezó a fastidiarlo.
Una tarde me ordenó parar.
Temía que el mundo
se me agitara en la cabeza
hasta el descalabro o la indiferencia.
Pero era tarde para amar la quietud,
la mesura me daba escalofrío,
el laberinto ganó cuerpo, alas.
Me quedé sola rebotando en la calle.
Administro mi propia torpeza.
Agradezco al ángel su dedicación, su paciencia,
su modo de tolerarme el capricho de confundir
el cielo con la tierra.
Lo llamo inútilmente cuando no sé
cuál es el derecho o el revés de mis sueños.

 

Nowhere man
Pude no verlo pero estaba allí, envuelto en su cabello.
Venía del planeta de la infancia y abría los ojos
como quien despierta por primera vez.
Pensé en su corazón, en su extraña manera de latir,
de ganarle apuestas a la muerte.
Pensé en la caja de música de su pecho.
Sin amparo su piel, desolado el paisaje de su frente.
Qué extraña manera de saberse hombre.
Alguien lo llamó desechable y tuve vergüenza de existir.
Estaba en la calle como un bulto de tragedia
y nos miraba absolviendo nuestra culpa.
No temas. Es invisible. Ni siquiera nos ve pasar.
No puede hacer otro mal que lanzarnos al abismo de sus ojos.
Alguien dirá una oración.
Yo digo que no hay blasfemia que nombre su existencia.

 

La cena

La cena fue abundante. Los platos estaban puestos en su lugar. El de la humeante sopa con su inútil compañero de base; el de la ensalada, florido y discreto; el pequeñín de la mantequilla con aquellas ganas de salir oculto en el bolsillo. Las copas vacías pero dignas en su esbelta disposición. Los cubiertos a derecha e izquierda, como mandan las buenas costumbres.

Sobre la mesa un paisaje de provocativos colores. Tan quieto como un óleo. De pronto la danza tímida de una mano sobre el pan y después los dedos como un rebaño pastando en el cuadro.

Los platos forman una orquesta, tintinean los vasos, alguien ha levantado su copa y mansas manos lo imitan en un teatro de mimos. Las voces siguen unas a otras, mitad mojigatas, mitad zalameras. Lo que sigue es trabajo de glándulas y vísceras.

Luego, el paisaje arrasado. Algo queda flotando en el ambiente. Una somnolencia de hastío y vaciedad, de animal desperezándose en el trono. Cuando no queda nadie, ni la luz en el salón, un insecto repasa los platos con su inteligencia mínima. Por el olor de los platos descubre que hubo una dosis de veneno en la sopa, una poción deliciosa de odio mezclada con salsas y aderezos, un néctar de infamia en las copas. Hay restos de cobardía adheridos en las servilletas. Todo indica que la cena fue un éxito.

Si el insecto pudiera reír, lo haría con todas sus fuerzas.

Hace falta un poema de amor
Hace falta un poema de amor
ahora que crece tu falta
en todos los centímetros del suelo
por el que no caminas,
ahora que no puedo barrer las manchas
de tu sombra punzante
la materia de tu ausencia me sigue a cada paso,
va detrás mío como un gato hambriento,
me muestra los dientes juguetones, perversos.
Ahora que no puedo tomarte por el cuello,
desarmar tu piel con mis uñas
para que me escuches
o privarte de mi voz.
Ahora que hasta el más remoto sonido
parece convocar tu silencio,
que cada presencia inanimada te reclama.
La silla, que dónde fuiste.
El televisor, a qué hora vuelves.
dónde está su boca, la jarra de agua.
Quiero sus manos, el teclado.
Y como no resisto el fragor de todas las formas
que se niegan a tu falta
me hace falta empuñar un poema de amor
para derribar la presencia que dejaste
erguida, maciza, detenida, terca,
en el centro mismo de la casa.
Estoy dispuesta a hacer añicos tu ausencia.

Para Antonio

Van Gogh

Me parece siempre que la poesía es más terrible que la pintura,
aunque la pintura sea más sucia
y lo llene a uno de mugre.

VINCENT VAN GOGH

I

Quiero decir un hombre, quiero decir el hijo de Theodorus, el pastor,
Y Anna Cornelia, pintora de acuarelas.
Mitad de un siglo agujereado por alianzas, pasiones musicales,
Grandes voces, victorias y miserias.

Es el mediodía del siglo.
Un hijo entre todos trae la frente salpicada de colores.
El padre enseña bien Las Escrituras y Vincent las aprende.
Será pastor, ofrecerá su voz a las entrañas de la tierra.
Los viejos mineros, ojos que brillan en la sombra,
acostumbrados a herir la oscuridad,
a distinguir la piedra de la piedra,
descubrirán en su pupila un brillo de metal desconocido,
extraña receta de hombre
aleación de dinamita y llanto.

La naturaleza reclama tus manos, exige tus ojos.
Pintar no era una elección sino un destino.
¿Para qué podría yo servir?
Eras un fracaso de la fe.
Los rudos aldeanos que pintabas despedían humo y sudor,
tu pincel no lograba dibujar el otoño
pero en el suelo empastado
de ocre, rojo, amarillo, pardo y burdeos,
brotaban las raíces, los troncos, las piedras.
Los pájaros chocaban contra el caballete
y hasta el viento se equivocaba agitando las malezas
blancas de un lado, verde-oscuras del otro,
recién nacidas de tus ojos.
El café era caro y el pan escaso. No tienes tiempo de dormir,
las flores se marchitan, viajan las sombras,
la noche es una vieja modelo vestida de ocasión.

II

El día lo encontraba en trance, desteñido,
ubre reseca, tierra sin manto bajo el fuego.
La angustia es la hoz en el cuerpo de la espiga
que implora al viento compasión.
La angustia es un animal que te crece en los huesos,
come tu pan, fuma tus tabacos,
agota los colores y te ensucia el cuerpo de paisajes,
de soles locos, de cuándo, de algún día.

Théo, mago de lo imposible,
siempre puso la mesa, el vino, la esperanza.
Los colores viajaban en sus manos.
¿De qué otro modo, Vincent, haberte conocido?

III

De pronto Arlés despierta en tu pesadilla – colcha rojo escarlata -,
entra en tu casa
– paredes violetas, mesa y sillas de madera mantequilla fresca -,
en tu silencio – fúnebre ciprés –
y desfila por tus ojos arco iris gritando lo que ya sabes:
indeseable, peligroso, loco libre en la noche,
ojos desorbitados, manos sin freno.
Los gritos te acobardan – verdes azules duros en los huesos -,
te hacen trizas la mirada – plomo derretido -.
El manicomio es una palabra que atraviesa la frente.
Contigo adentro Arlés volverá a dormir su siesta de marmota.
Que no pinte, que no fume, que no mire, que no nada.
Quieren limpiar tu alma que está sucia,
demasiado manchada de grises y de tonos oscuros.

IV

Tienen razón. Tu pintura pervierte el blanco de la luna,
la paz de los cielos, la inocencia del trigo, los ojos del cartero.
La niña de tez café con leche se ha convertido en sombra
en medio del rubí de la tarde donde la plantó para siempre tu mano.
El café nocturno derrama eternamente su luz – lámpara de gas –
sobre los huesos de los vagabundos.
Los comedores de patatas sueñan con la próxima cosecha
mientras devoran la luna que una corte de lobos se disputa.
Pero tu pintura no gusta, no puede venderse,
lo repiten las cartas de Théo:
usa tonos alegres, añade blancos, pasteles,
dale rosas a las damas, galgos a la corte.
Tus pincelazos no entran en el ojo oblicuo de la época
como no entra la pasión de Emma en las casas de buenas costumbres.
El aldeano y el rey tienen los mismos ojos a la hora de matar.
Por más blanco que pones, el mismo gris en las telas.
Déjalas secar varios meses, ráspalas, los colores brotarán como flores.
Y los colores brotaron un día e incendiaron el mundo.

V

Trastornado de Groot-Zunder, triste predicador de los mineros,
la gloria es el alfiler en el corazón de la luciérnaga
que adornaba el cabello de las damas.
Tú mismo, luciérnaga herida.
¡Qué lástima que sea tan cara la pintura!
Lo decías mientras vaciabas los tubos
y te crecían trigales en los ojos.
Hoy no te alcanza el infinito para pagar un rasguño de tu nombre,
cántaro quebrado y esparcido en el simple fondo azul del universo.
Amarillo de cromo, laca geranio, bermellón, ocre,
azul verde del cielo calentado de blanco.

Después del último cuadro,
hecho con los últimos tubos sobre la última tela,
sólo quedaba un color para pintar:
rojo sangre en tu pecho.
Arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias. ¿Qué quieres?
Que sean nuestros cuadros los que hablen.

 
VI

Como quien toma un tren, te fuiste en el gris negro humo
hacia una estrella de resplandor exagerado.
Ahora qué ves, qué pintas desde arriba.
El cielo ultramarino, la gama infinita del negro de la nada,
la tierra naranja con bemoles azules
envuelta en una atmósfera de hornaza infernal,
el universo cobalto donde giran soles terribles que asesinan.
Ahora ríes del pan que devorabas,
de las monedas que contaba tu fiebre,
del mísero consuelo de ser hombre color carne, carbono ordinario.

No deseo otra luz, otra noche estrellada que la tuya.
Quiero gritar el asco por los comerciantes de colores,
quiero decirte, Vincent,
que la pintura es más terrible que la poesía,
no porque ensucie las manos
sino porque se vende al mejor postor.
Terrible tu rostro,
sol que se desangra ante un cielo impune
una tarde de 1890.

 

Desierto
No fue creado por ese dios que puso a prueba
el horror, los ojos espantados del hijo
y el rojo fresco del carnero
que en un segundo de humanidad,
reflejó el odio en su pupila.
No fue la invención de aquel otro
que una mañana de gloria
estuvo conversando tres días con su sombra
y, al cabo, pactó su desdicha.
No fue fundado por los faquires
que hacen del amor un acto de miseria.
El desierto siempre quiso estar solo.
Y, más allá de él mismo,
no tiene otra alma que la arena.
Quizá la sed, el desamparo,
nos llevan a pensar
que el desierto es una metáfora terrible.

 

Somalia
El hambre es un agujero con una corona de tinieblas.
El sol brilla con crueldad
sobre la espalda erosionada de la montaña.
Hay ruido en las nubes. Llueve miedo.
El hambre es un pájaro terrible que atraviesa el azul
mientras todos lo maldicen.
En la noche del campamento se oye una música,
alguien sueña que no ha nacido.
Entre las sombras el soldado caza el pan.
Un pan que aletea en sus manos.
Cierra los ojos y lo devora, tibio,
rojo manjar para el corazón.
Tiene la esperanza de que mañana,
al caer con el pecho abierto,
una paloma lleve su mensaje al infinito.

 

La línea

Alguien pregunta por la línea que divide al blanco del vacío,
aquella que puede trazarse entre una pregunta y el silencio.
Esa frontera que se pinta con los dedos en el aire
y dura un soplo, un parpadeo.
Alguien pretende pintar el cuerpo del alma.
Quizá un destello, un pez en la mirada.
Líneas tan sólo en el papel,
en las cercas, en los muros, en más papeles.
Nuevamente el universo dicta su lección:
no hay límites, finales o comienzos.
Las paredes están para que los ojos no huyan,
para que no puedan montar el caballo desbocado.
La línea soluciona el dilema. No existe,
pero muchas cosas no existen
y nos salvan la vida.
La línea, esa respuesta del lápiz a la incertidumbre.

Confesión

Si te dijera que te regalo el verde que crece a mi espalda,
que te doy ese color de humo detenido del cielo,
si te contara que ahora mismo te daría ese brillo perdido del día,
esa manera de irse sin que nadie haya visto su llegada,
si te dijera que hoy no pude estrenar la voz,
que toda se me fue para el fondo sin fondo del adentro,
si te contara que hoy ha sido un día perdido
porque no estabas tú
¿Tal vez me creerías?

Alguien
Alguien vino a tocar la puerta
Alguien entró y tomó agua de mi boca
se paseó por mi rostro y por mi asombro
y dejó algo olvidado entre mi pelo
Alguien se fue sin que yo lo notara
y necesito devolverle su olvido.
Si alguien lo ve, dígale que vuelva.
No sé en qué abismo
podré encontrarlo nuevamente.

 

Fantasmas

Los fantasmas nacen desnudos, como sus dueños,
pero luego se visten con ropas color atardecer
en los ojos de la muchacha que tiembla.
Son títeres que armamos en la infancia,
pedazos de piel, retazos de voces,
crecen como lama detrás de la frente
y nunca nos abandonan.
Son tan personales como la voz o la memoria.
Nadie ha visto un fantasma que no le pertenezca
que no ame como a sus ojos cerrados ante el espejo.
Los fantasmas tienen nombre y apellido,
son ciudadanos dentro de nuestros huesos.
Claro que existen. Tienen el rostro de tu miedo.

Todoísmo
Y todo parece seguir un rumbo de águila en celo
que pudiera descolgar una palabra de su pico
para devorar una serpiente emplumada
o atrapar por el cuello a un interrogante abatido;
y todo parece seguir un vaivén de más o menos
que va o viene según la circunstancia,
de aquí no pasa nada más allá del absurdo,
más acá de este dolor sin señas particulares.
Todo empezó hace grandes olvidos,
porque no hay olvidos pequeños,
sino manchas que cubren el calendario
y corroen como hongos la memoria.
Nos movemos según la gravedad,
según la física que abre un paréntesis en cada silencio.
Y nada tenemos entre manos
como no sea el hueco de un pensamiento.
Todo parece ser un concierto desafinado
o una preocupación que abre sus brazos
como pidiendo explicación a las montañas,
a su dura certeza donde nace una gota de agua.
Alguien ha puesto la llave en el cerrojo
como diciendo no entre, luz,
no salga, noche embalsamada,
gorda sombra de todos los siglos,
ceniza estrangulada entre los dientes.
Y después de todo
qué es todo
más allá de la máscara del tiempo
que gotea una baba interminable
sobre nuestras negras cabezas
de barro melancólico.

 

El arco
El arco se enfrenta al vacío,
la cuerda le duele en su tensión soberbia
como el cuello de un cisne asustado.
El vientre del cielo se hincha
para esconder sus dobleces,
porque los cielos son cobardes como niños
cuando tienen un arma frente a ellos.
La flecha en el ojo del hombre
que amenaza herir el firmamento.
Tal vez un ejército de ángeles vengadores
llegue en su búsqueda.
Tal vez nadie responda.
Quién sabe.
El hombre cree en el azar.
Apunta al cielo hace siglos.

 

Búsqueda
Me busco en todas partes.
Dentro de los baúles en los que un día
escondí celosamente pedazos de mi cuerpo
sin poder encontrarlos;
en el fondo de un corredor sin salida,
en la boca siniestra de un sueño,
en tus ojos que me dibujan mejor que el espejo.
Voy y vengo por las casas que habité,
por las calles donde me veo correr
llevando paquetes que pesan todavía.
El ausente huye con mi mano.
Me busco con descuido
como si tuviera todo el tiempo para hallarme.
Escarbo en los cuerpos que me atraen
queriendo sepultarme.
Me hundo, emerjo incompleta,
ya no hay sitio dónde buscar,
todos los lugares cambian,
se tragan el alma de las cosas, como el fuego.
El sí mismo es una invención.
Tan dueña de mí, me busco y no me encuentro.

 

Eternidad
El genio se creó a sí mismo.
Primero giró sobre su ausencia,
sobre el centro de su propio vacío,
hasta ser un remolino en el aire.
Después concentró toda la energía,
reunió toda la fuerza hacia sus dos extremos
y elaboró dos esencias: concreción y deseo.
De allí brotó el alma de las manos.
Croquis, frontera, vástago torpe,
polvo de continente, contenido.
Después de las manos todo fue fácil.
Con ellas creó su cabeza gigante, su cuerpo frágil,
y surgió de la nada.
Entonces inventó el mundo entero.
Por ser un genio todo le fue posible. Todo.
Menos su propia destrucción.
Desde entonces vaga por el universo,
del tiempo no tiene noción,
lo imagina como el humo que va y viene.
Trata de encontrar la fórmula para desaparecer,
para no ser más, pero no puede.
El mismo creó su cárcel: inventó la eternidad.
Infinita lección inolvidable.
Y todos somos su memoria
por los siglos de los siglos.

 

Libélula
En la sala de espejos tiembla la libélula
su próxima muerte de luz.
Vendrá una corte de ojos,
una palabra discreta
para punzar sus alas y estropear para siempre
el mapa transparente,
el simple, el delicado misterio de volar.
Bastará un mínimo soplo de cobardía
para que caiga pesadamente,
haciendo un ruido espantoso,
la levedad de ese paisaje dibujado en el aire.
Total, iba a morir de frío, de hambre, mañana.
Pero quién adivina, quién sabe,
si era la proyección de un sueño,
el breve pensamiento de alguien que
en ese mismo instante
quiso desafiar la gravedad de su alma.

 

Hijo
Tenía miedo, hijo, de que vinieras.
Muchos espejos tiemblan ante el rostro de la noche
por los dardos de fantasmas insomnes.
Tenía miedo de que brotaras de un sueño confuso,
que tus manos se abrieran como flores
y no lograran asir los nudos del camino.
Mi pozo no contiene el pez de tu alegría,
todavía no encuentro la talla de tu risa.
No tiene mucha gracia labrar en la arena un corazón,
un siglo, un momento de eternidad.
Podría crearte y ser un poco más humana,
así me haría imprescindible ante la levedad del paisaje.
Pero todo es vanidad y correr tras el viento.
No quiero que vengas bajo este cielo tirano.
Te prefiero héroe en la batalla perdida de mis venas.

 

Umbral
Estoy aquí, parada en el umbral,
formo una figura geométrica
con las líneas del tiempo.
Llueve mi cuerpo por todos los poros, llueve.
No voy a entrar.
En la casa me espera un camino,
el surco de su frente subrayada en la sombra,
una manera de estropear el silencio, de hacerlo añicos.
Los huesos danzan el frío,
la noche ríe escandalosa en mi nariz
donde rueda la lluvia.
Un mensaje cifrado trae el viento
que sopla desde cualquier punto
para venir a colarse en mi cuerpo.
No voy a entrar.
Si entrara,
pondría en peligro
la fiel imprecisión que me alimenta.

 

Oración del suicida
Que no entren los pájaros a comer las migas de pan
que resbalan de mi boca,
podrían caer sobre la mesa como flores espantadas.
La luna se ahoga en un vaso de agua,
ojos de lobo brillan en el cielo,
la piel se cae en el espejo.
Para envejecer, basta una noche.
La escalera que tejí sobre la frente se rompe
y alguien resbala pidiendo socorro.
Mi mano lo hunde en el silencio.
Mis manos sin dedos,
aferrándose al borde del vacío.
La serpiente se enrosca a mi cabeza,
la milenaria serpiente con el mismo abrazo.
Que nadie venga a tocar la puerta
en busca de una cerilla para calentar el amor,
sus máscaras de feria,
el rostro golpeado por los siglos.
Bajo sus ropas adivino el olor,
los lazos lavados una y otra vez,
las repetidas magias,
los triunfos resecos en el cofre.
Es necesario romper los cristales
e inventar una oración
para invocar el odio que rueda por el mundo.
Ni un puñado de ángeles podrá frenar en el aire
la flecha que avanza en dirección a mi ventana.

 

De la ventana al mundo
La ciudad cabe en la ventana.
La cordillera es un fantasma que nos cerca,
los edificios apuntan al cielo
con sus flechas de metal,
los techos rosados, colmenas que guardan
la extensión de los sueños.
Por la ventana entran las calles,
gritos de vendedores
cambio botellas por anillos,
gatos por palomas.
El heladero y su música estridente,
la pelota que desaparece al tocarla,
las llaves del ladrón,
el zumbido del mediodía.
Tantas cosas en un tren que no pasa.
El sol viene y se queda dormido en la escalera.
Por un día no salgas.
A través del cristal puedes ver
tu figura que regresa.
Es corto el camino de la ventana al mundo
pero a veces dan ganas de ser espectador,
tan solo espectador
de esta loca carrera.

 

Poema con agujero
Quite del poema la palabra amor.
Deje en su lugar un agujero por el que se cuele el viento.
En lugar de escribir pájaros o palomas
haga que vuelen por el orificio del papel.
Si aparece la palabra noche, o luna,
permita que entren en el agujero de viento.
Es posible que también lleguen la soledad o el miedo
y se instalen como en su casa
en aquella noche de alas estremecidas.
No deje que entren la ausencia, el olvido,
ni otra deformación de la memoria.
Sonarían redundantes en el hueco negro
cuya hondura crece con el galope de las manos
sobre el tablado de las líneas.
Tal vez se le antoje que el mar rima con libertad.
Estaría bien, a menos que dude de la palabra fácil
y de los aplausos que llegan en el punto esperado
a sepultar la coma que tiembla entre las palmas
como un zancudo insomne.
Alguien le pide que en el agujero ponga una lágrima
y las teclas hacen un gesto de aprobación.
Si al final remata con una frase fuerte
el poema será fotocopiado en los próximos años.
Antes de leer en voz alta, mire si el agujero sigue en el papel.
Si ya no existe, habrá logrado llenar el vacío
con palabras maravillosas
y querrá repetir de manera incansable el ejercicio.
No olvide que muchos poetas llegan al éxito.
Pero si el agujero persiste, tenga cuidado.
El viento soplará con más fuerza,
arrasará todas las palabras que
usted pudo cosechar.
y le dejará solamente aquellas
con las que vino al mundo.
Como no tiene nada que decir
rescate aquella palabra que cambió por el agujero,
atrápela antes de que escape,
antes de que lo deje con los dedos en vela.
Verá que al asirla el papel se convierte en ventana,
la ventana en cielo,
el cielo en una perfecta invención,
y en el azul el poema entero escapará
sin importar si es pájaro, noche o luna.
Entonces, por fin usted será libre y volará tras él.

 

Nombre
Digo mi nombre y pienso abismo,
extrañeza, erosión, caer,
deslizarse entera, temblar,
congelarse, derretir, arder,
congelarse otra vez;
huir, siempre huir,
del adentro hacia el fondo,
hacia la oscuridad que castiga,
hasta el miedo que corroe, que mata;
decir un nombre
y entrar de cara a la risa que espanta.
No ser, estar ahí,
huésped indeseado
que podría atacarnos de repente.
Un caos azul me recorre.
Como si un nombre convocara,
resumiera el universo.

 

Web: Luz Helena Cordero Villamizar luzhelena@porartedepalabras.com 

          Efrén Piña Rivera efren@porartedepalabras.com