Cielo ausente
Autor: Guillermo Martínez González

Poseída de un fuego que no se apacigua, de un silencio que es agonía y rigor, de una palabra que pone en juego todo su ser, Luz Helena Cordero ha publicado dos libros de poesía, ÓYEME CON LOS OJOS y CIELO AUSENTE, que son como su sombra y la proclaman como una poeta intensa, desbordada por un deseo que siempre señala lo que está más lejos como carencia, como isla del sueño.

Presencias y ausencias del amor; la soledad, esa única verdad que conoce el hombre, la infancia, ese reino que nos acompaña en la memoria sin la vigilia del ángel, el miedo y la ansiedad de saber que todo lo devoramos y todo nos destruye, son asumidos por Luz Helena Cordero con una constante dosis de lucidez y valentía. Con una sensibilidad que entraña la capacidad de percibir las quimeras y los fantasmas que creamos desde una óptica que sólo acepta la desnudez:

Los fantasmas nacen desnudos, como sus dueños,
pero luego se visten con ropas color atardecer
en los ojos de la muchacha que tiembla.
Son títeres que armamos en la infancia,
pedazos de piel, retazos de voces,
crecen como lama detrás de la frente
y nunca nos abandonan.

La poesía traspasa la realidad, altera las rutinas de la experiencia, instaura la posibilidad de ver en donde sólo existe el reino de la masificación. Allí radica su valor de sobrecogernos, de obligarnos a la densidad, al ejercicio nocturno del alma, a la peripecia en el filo de la nada y la certidumbre de la muerte.

Quien ama con una sed radical está más expuesto al despojo que a la plenitud. El tema de esta poesía es el de la ausencia, el del amante que bebe más cicatriz que paraíso. El amor que como un ángel terrible nos enseña su dualidad de sueño y destrucción, nos pone ante la carencia fundamental del sediento en la arena, en el inagotable espejismo de lo que nos sobrepasa y nos deja indefensos como en el principio de todas las cosas:

Los amantes escriben su historia con el cuerpo.
En los ojos les arden las horas,
los veo levitar entre sábanas y luego
transformarse en estatuas de piedra.
Tuve tu piel en mi boca
y ahora es sal en la memoria.
Todo se nos cae en un abismo
pero nadie quiere atajar
ese ruido espantoso,
la precipitación de todo lo perdido.

El cielo como parábola del deseo, alumbra por lo desconocido, por lo que está allí y nunca poseemos. Como lo innombrable que nos perturba con su ausencia y olvido. Como la metáfora del silencio, de Dios y el gran vacío. Estamos aquí sobre la tierra y no sabemos si el cielo es lo perdido o lo buscado. Al cabo del tiempo se confunde con la infancia, con la mirada inútil del ángel, con lo que no es suficiente para colmar nuestra rebelión contra el tiempo, nuestro impulso de eternidad.

El gran adiós ante la vidriera del mundo, la herida azul del cielo que sólo alguna vez vislumbramos como el niño que sabe que todo se lo lleva el oleaje de la vida, es lo que descubre Luz Helena Cordero. Una mirada que se solidariza con lo desposeído, con todos los grandes solitarios: el poeta, el amante, el desierto y el suicida.

Una mirada sutil en la que subyace una metafísica de la negación y lo transitorio. Somos pasajeros de la nada, fantasmas que soñamos con el otro, con derrotar el paso del tiempo:

No era cierta la luna,
el escándalo de su desnudez
nadando en el pedazo de cielo que nos destinaron
y que miramos sobrecogidos,
casi espantados por nuestra brevedad
frente a la arrogancia del universo.

[Reseña leída en la presentación del libro en la Biblioteca Nacional en 2001]

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