Detalle de “Amistad” de Pablo Picasso. 1908. Museo del Hermitage, San Petersburgo.
– ¿Recuerdas, Nicolás, las noches en que nos mecíamos en la hamaca yendo y viniendo bajo la luna y nuestras manos eran dos palomas que se buscaban en el aire y luego peces que se recorrían bajo la humedad de las mantas?
– ¿Recuerdas nuestros juegos para adivinar el color de la noche, la manera como se nos apagaba la voz al primer contacto de nuestras respiraciones, ese modo de morirse, de dejarse ir?
Cuando decidimos no vivir más en la zozobra permanente del amor y lanzar nuestras redes al mar, el amanecer tuvo un nuevo canto. Hoy los hijos nos crecen como enredaderas en el cuerpo, un día se convertirán en pájaros. No tengas miedo. El vaivén que nos separa será el mismo que nos una. Habrá tiempo para todo, incluso para regocijarnos de los malos recuerdos.
Vamos, Nicolás, deja que mi cuerpo aspire el calor de tu fiebre, quiero entrar a ese lugar donde se forja tu delirio. Escucha, llueve afuera, el carro atraviesa los abismos, tritura las piedras, vuela sobre las montañas, vamos hacia algún lugar en que tus heridas dejarán de llorar. Yo cortaré mis manos si es preciso para que retoñen tus caricias.
Déjame regalarte el aire que caliento en mi boca para que alimente tus pulmones. El tiempo aún es joven, se viste de arcoíris y perfuma los campos. Llegaremos a tiempo para que mi sangre corra por tus venas.
La cabalgata avanzaba lentamente porque la neblina y el barro de la carretera no permitían que el carro rodara con más prisa. La mujer seguía hablándole al oído a Nicolás, no se callaba ni un momento, como si con su voz pudiera mantenerlo sujeto al filo del abismo del cual se sostenía como un muñeco de goma.
Él continuaba sangrando lentamente, su respiración era cada vez menos perceptible y todos los que acompañábamos la escena hubiéramos querido desaparecer para no contemplar el momento del desenlace. Nadie se atrevía a decir nada. La rabia y la impotencia nos hacían mordernos la lengua.
Al fin, cuando habían pasado dos o tres horas, llegamos al puesto de salud. Golpeamos la puerta a seis manos. Una enfermera medio dormida nos abrió y murmuró algo que no quisimos escuchar. Bajamos al amigo como queriendo que flotara sobre nuestras cabezas. Sentimos que momentáneamente su cuerpo perdía la fiebre. Lo dejamos sobre una camilla en la que se adivinaba el despertar súbito de alguien. El cuarto era húmedo y frío, un afiche en la pared indicaba la manera correcta de agacharse.
Volvimos a salir al hielo de la noche. Lorenzo, quien conducía el carro, se ofreció a compartir un cigarrillo. Lo tomamos con ansiedad, como queriendo aspirar el más allá que flotaba en el ambiente. No dijimos nada. Nos preparamos para el momento en que el grito de la mujer rompiera la falsa paz de la noche.
Humberto me lo contó todo y a medida que finalizaba la historia noté que la voz le salía temblorosa.
– Perder un amigo es como perder un poco la memoria.
Le miré los ojos y vi su brillo. Humberto es un hombre de verdad. Por eso aún no ha perdido sus lágrimas.
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