Detalle de “Niña con gato” de Ernst Ludwig Kirchner, 1910

Llovía mucho cuando salimos de la casa. Íbamos envueltos en ruanas y en presagios. Creo que eran las tres de la madrugada porque Humberto miró la luna y calculó que faltaban dos horas para tenerla a nuestra espalda. Poco a poco otros vecinos fueron saliéndonos al camino. Doña Lupe, don Esteban y sus seis hijos crecidos; el mayordomo de Las Delicias con su mujer y dos canastos en los que cargaban sus gemelos dormidos; el viejo Elías con su reumatismo y su hija mongólica; dos familias más que no reconocí pero que salieron a nuestro encuentro con cara de esperanza; y así, la cabalgata aumentaba a medida que nacía el día.

Humberto y don Esteban comandaban la marcha. Iban en actitud vigilante y listos a responder a cualquier ataque inesperado. Vi algo que brillaba en la cintura de Humberto. El mayordomo se ofreció a organizar a los niños para que fuéramos todos en la mitad de los mayores. Con una cuerda nos entrelazó de la cintura, de tal manera que parecíamos una gran cadena de niños.

Quise que me desamarraran y así se lo hice saber a Humberto. Llevaba a Lucero en una bolsa y se movía para todos lados. Esto me hacía muy incómodo sostener la cuerda y bregar con la gata para que se dejara cargar. Al mayordomo no le gustó que yo llevara conmigo a un animal. Se lo dijo a Humberto, pero él no le hizo caso.

Cuando llevábamos un buen camino recorrido, algunos chicos se pusieron a llorar del dolor en los pies, de sueño o de miedo. Las mujeres tuvieron que cargarlos por trayectos. Pensaba si Lucero lograría acomodarse a las circunstancias.

Hacia la mitad de la mañana paramos en una fonda para desayunar. Las mujeres tomaron el mando, pidieron permiso para calentar leche y preparar café. Allí estuvimos un buen rato. Los hombres se reunieron y hablaban sobre la ruta que tomaríamos. Yo los escuchaba haciéndome el distraído.

Para llegar a la ciudad se calculaban 12 horas a pie. Era mejor parar en Aratoca, un pueblo que quedaba como a 5 horas, allí pediríamos albergue en la casa cural, pasaríamos la noche y temprano en la mañana reanudaríamos la marcha para llegar a la ciudad al anochecer.

Aproveché para soltar a Lucero y entonces fue cuando Alicia le vio la cuerda atada al cuello.

– ¡Pero mijo, por Dios, los gatos no se amarran!

Moví los hombros en señal de no me importa. Lo que yo quería era tenerla segura, ¿qué importaba la libertad? Ella tenía que resignarse a eso para estar conmigo, o mejor, yo tenía que hacerlo para que ella no se separara de mí.

Le puse leche en mi mano con el fin de que se alimentara.

– Esto te conviene porque vas a ser mamá.

Ella olisqueó, pero no hizo el intento de tomarla. Siempre ha buscado comida por sí misma y ahora que yo se la ofrezco no la desea. No quiere que la trate como a una bebé.

Cuando reiniciamos la caminata el sol empezaba a calentar. Otra vez los niños comenzaron a llorar y Lucero a revolcarse, queriendo salirse de la bolsa. Humberto me dijo que la sacara de allí, que ella no se iba a escapar de mis manos. Le hice caso.

¡Ay, Dios mío! Si yo pudiera saber lo que quiere, si yo pudiera explicarle que la someto a esta tortura porque no puedo vivir sin ella, que tengo mucho miedo de que se me pierda por el camino y no llegue conmigo a la ciudad. Quiero decirle que vamos a tener una casa donde habrá techos y ratones, que yo podré ir a la escuela y ella al fin tomará una siesta, que en la ciudad no habrá más miedo.

Pero nada, se sigue revolcando, quiere escaparse de mis brazos, salta al suelo. Como la tengo atada del cuello y está más pesada, se cae de medio lado. La vuelvo a alzar y le sobo la barriga. Entonces me doy cuenta de que ha perdido también la voz. Me mira con sus ojos de vidrio húmedo. La consiento acercándola a mi cuello. No quiere irse, no quiere irse, yo sé que Lucero quiere regresar. Estoy a punto de llorar y el mayordomo se queda mirándome con rabia.

– Vamos, no se quede atrás de los otros muchachos. ¿Por qué no suelta ese gato de una vez por todas? ¡Los gatos siempre traen desgracias!

Ahora sí que no puedo aguantarme las ganas de llorar.