Ser el hazmerreír de todos. El bufón amargo que sostiene la silla con sus brazos estirados sobre la cabeza. El pajarraco con sus pies firmes y la mirada perpleja que va y viene del suelo a la puerta, en espera de alguna palabra que reconforte, que alivie el peso, el azoro. Arriba mis manos, que antes creí frágiles, con sus membranas y sus nervios a toda resistencia, calientes, palpitantes, dueñas del coraje, con su elocuencia y sus garras, resistiendo, asumiendo la culpa, mártires de mi cuerpo y mi pavor.

El salón entero es un alboroto cuando hace su ingreso la maestra. Tampoco ella entiende el gesto. ¿Qué hace un niño parado en un rincón, sosteniendo su silla sobre la cabeza, auto infligiéndose una tortura?, ¿cómo interpretar este desatino?

«Recuerde que usted ayer lo castigó así -le dice el mayor de la clase, mientras trata de ahogar la carcajada que lo sacude- ¡Hoy tan pronto llegó, lo volvió a hacer, sin que nadie se lo pidiera!»

He olvidado la razón del disparate. Solo sé que no encontré otro modo de expresar mi malestar. Quise ser un monigote del abuso, saltimbanqui de mi humillación.

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