El Titicaca es verde–azul inmensidad, tres mil ochocientos veinte metros sobre el nivel del mar. Desde allí lo correcto sería decir: el mar se encuentra a tres mil ochocientos veinte metros bajo el nivel del Titicaca. No hay datos exactos. Más de ocho mil kilómetros cuadrados de extensión, casi doscientos de longitud, sesenta y cinco de anchura. Dicen que en el lago se puede descender a trescientos cuarenta metros. El asombro al contemplarlo tiene dimensiones infinitas y las cifras apenas dan cuenta de su majestuosidad. Bien adentro subyace el misterio, el origen, las lágrimas de Inti, el Dios del Sol. Comentan que el sesenta por ciento del lago pertenece a Perú y lo restante a Bolivia. No es cierto. El Titicaca no pertenece a nadie, salvo a la Pachamama.

Sus aguas dan paso a la vida y a las culturas. Los pumas de piedra le dieron su nombre. De él nacieron Manco Cápac y Mama Ocllo para fundar el Tahuantinsuyu o las cuatro regiones del cielo: Oriente, Poniente, Septentrión y Mediodía, de acuerdo con el relato del Inca Garcilaso. No es posible estar allí sin sentir el magnetismo de su historia mítica, su poder de convocar la vida, la necesidad de adorarlo. Hoy es la Reserva Nacional del Titicaca y ese es el modo de proteger las especies nativas. ¿Acaso algo o alguien amenaza a Mama Cocha? Sí, la civilización. Sus islas son territorio sagrado para varios pueblos indígenas. La excursión que iniciaremos sale del puerto de Puno y ya estamos trepados en la lancha, presos del embrujo.

A Puno arribamos al caer la tarde del 23 de diciembre. Nos recibieron sus calles en penumbra, el viento frío y la promesa de una mañana soleada que disfrutamos desde un banco situado frente a la catedral. Desde allí vimos a los parroquianos deambular por la plaza de Armas y nos deleitamos con los colores de los atuendos. Queríamos ver la celebración de la navidad y pronto estábamos inmersos en ese paisaje humano multicolor. La calle del mercado se convierte en una peregrinación. Vimos el mismo afán, quizá compulsivo, de comprar y comprar. Se venden alimentos, juguetes, pólvora, vestidos, abalorios, toda suerte de mercancías. Lo particular es el escenario: el comercio tiene lugar en mitad de la calle, a lo largo de muchas cuadras por donde desfilan compradores frente a vendedores, todos ataviados con trajes indígenas. Aquí no hay sitio para los turistas. Aquí somos entremetidos. Los ríos de gente se agolpan y nosotros intentamos avanzar a contracorriente, somos arrastrados por anchas polleras, ponchos y chullos, por niños que halan sus juguetes, mientras los padres tratan de probarles los zapatos. Una señora ofrece sus adornos de navidad, un hombre busca pólvora, todo está envuelto en un barullo de voces y cuerpos que nos impelen hasta el fondo. Es un espectáculo de empujones, olores a chicharrón, a maíz, el tufillo de los trajes de lana, el vuelo de los sombreros, los humores picantes, las voces quechuas y estas ganas de celebrar. Me invade una sensación de reencuentro con algo perdido.

El barullo nos impide escuchar, nadie repara en nosotros, nadie nos ve, nada entendemos del quechua. Queremos mimetizarnos entre tantos colores, pero nuestra cara pálida refulge de tanto alelamiento. Al final logramos hacer nuestras compras: peras y manzanas diminutas cargadas de néctar, ciruelas, galletas, chocolate, dulces y cinco velas. Es nuestro regalo de navidad para la familia que nos recibirá al día siguiente.

Celebramos la nochebuena con una cena deliciosa en un restaurante de la calle Lima que anuncia comida italiana. Pejerrey a la plancha, uno de los peces que abundan en el Titicaca, preparado con salsa de romero, papas al vapor y ensalada. Al mediodía ya habíamos hecho la visita obligada a una típica picantería para comer cuy a la plancha. Estampillado sobre el plato, dorado, crocante, yacía el conejillo de indias, abundante en grasa y en historia, plato no apto para paladares escrupulosos. ¡Feliz navidad! brindamos desde el balcón del bar Ekekos, uno de tantos lugares posibles para tomar un pisco sour, ese cóctel tan peruano: un batido de pisco, clara de huevo, limón, hielo y azúcar.

Muy temprano, en la mañana del veinticinco, iniciamos la excursión por el Titicaca. Somos muchos en la embarcación, casi hacinados, una mole de cuerpos, sesenta ojos que miran el agua, trescientos dedos que buscan en las mochilas algo para comer, manos que sostienen cámaras para llevarse consigo el instante del azul, el surco del agua que nos atrae y nos contiene. Treinta bocas para forzar una sonrisa, para robar el aire. Sesenta pies que desfilan para subir la escalera y acomodarse en la cima de la lancha, para sentir el aire frío quemando las mejillas, o para recibir el sol que a esa altura se presenta desnudo y azota. Andrés Avelino, el guía de sangre, corazón y ascendentes aimaras, nos habla en español e inglés, mezclando en su relato palabras quechuas. Estamos sentados en los extremos de la lancha y clavamos los ojos en el gran lago. En tan estrecho espacio nos hemos reunido viajeros de varios países: Francia, Bélgica, Corea, China, Brasil, España, Estados Unidos, Australia, Alemania y Colombia.

Nuestro primer desembarque es en una de las ochenta islas flotantes de los Uros, pueblo que trabaja y vive de la totora, planta acuática superficial que abunda en el lago. Es un junco de múltiples usos: es el suelo que les da sustento, les sirve para construir sus balsas, tejer artesanías, hacer sus casas, la usan también como combustible y, cuando hace falta, también es su alimento. Los habitantes exhiben sus productos artesanales, tapices multicolores, balsas en miniatura, productos que cocinan al aire libre. Sus ingresos dependen del turismo y son diestros en las artimañas del comercio. Todo lo venden, todo lo cobran y algunos son muy hábiles para enredar.

Nos espera Amantaní, la isla mayor de aquel mundo acuático, donde pasaremos la noche, alojados por una familia Sancayuni, otro de los pueblos habitantes del lago. Hemos llegado sobre el medio día y aguardamos en el puerto el arribo de las mujeres que nos recibirán. Vienen vestidas con sus trajes típicos: ancha pollera roja o verde, chumpi o cinturón bordado, blusa blanca de manga larga con muchas flores en el pecho, manta negra, igualmente bordada, que cubre su cabeza y roza el suelo. Nos regalan su amplia sonrisa, nos saludan en su lengua, nos hacen sentir bienvenidos.

El desfile de turistas es largo y tortuoso. Debemos ascender la montaña bajo un sol penetrante, la altura nos agobia, nos debilita. La pareja de coreanos se rezaga, la mujer casi tiene que cargar al hombre, a quien constantemente había estado masajeándole las manos en la lancha. Los solitarios deben formar parejas, pues cada familia recibe a dos personas en su casa. Al fin es nuestro turno: Sofía Mamani Yanarico es nuestra anfitriona. Una joven de diecinueve años que no deja de sonreír, camina bamboleando su pollera, sube de prisa la montaña, esquiva piedras con gran habilidad. Nosotros la seguimos, obedientes, ansiosos por saber cuál será el sitio en el que pasaremos la noche, acunados por las aguas sagradas. Sofía no para de subir, de atravesar caminos, nos anima, nos contagia su risa. Por fin llegamos a su hogar.

A la entrada hay un corral con ovejas, una casa de adobe con puertas muy bajas y pequeñas ventanas. Sofía nos conduce al que será nuestro cuarto, un lugar pequeño, cálido, cómodo, dos camas con muchas mantas de lana virgen que nos anuncian el hielo de la noche. Pasamos a la cocina, el sitio de reunión de la familia, en donde Concepción, la madre, está acurrucada junto al fogón en el que arde la leña. El resplandor de la llamarada le ilumina el rostro. Ríe, nos habla con sus ojos y su lengua quechua, no entiende lo que decimos, Sofía es nuestra intérprete. Al momento entra Aviria, la hermana menor, doce años y rostro endurecido por el sol o por las condiciones de vida. La niña teje e intercala miradas y sonrisas. No hay hombres en la casa. ¿A dónde habrán ido?

Nos invitan a sentarnos sobre dos piedras cubiertas con mantas que usan a modo de asientos. Sofía pela las papas para la sopa de quinua que está preparando Concepción. Me ofrezco a colaborar en la preparación de los alimentos, Sofía me alcanza un cuchillo y a medida que pelo papas me enseñan los nombres de las cosas. Es un gesto de acogida por parte de la familia y una forma de distensión por nuestra presencia intrusiva en un sitio tan íntimo. El fogón cumple su ancestral papel de convocar, de conectar, de hacernos más cercanos. Se agregan habas. Observo que el contacto con la tierra es permanente. El suelo es la mesa. Sobre él se realizan todas las labores de la cocina: pelar o tajar los alimentos, lavar los trastos, servir y comer. El momento es de comunión, de confianza mutua. Hacemos entrega de nuestro regalo a la familia.

Una vez terminada la cocción, Sofía nos conduce al cuarto para servirnos el almuerzo sobre una mesa, dispuesta para dos, solo para los visitantes. Ellas prefieren privacidad a la hora de la comida. Nos lleva la sopa de quinua, papas cocidas con huevos duros, una pequeña ensalada de cebolla y tomate. Como sobremesa, un mate de muña, una planta aromática con propiedades medicinales, la principal es contrarrestar los efectos negativos de la altura. Cura además los padecimientos de estómago y es usada por las mujeres como anticonceptivo.

Después del almuerzo nos dirigirnos al sitio de reunión que es el estadio. Para llegar allí debemos seguir ascendiendo la montaña. Son quince minutos de camino desde la casa, con paso rápido y agitada respiración. Una vez allí, contemplamos otra montaña sobre cuya cima se encuentra el Templo de Pachatata, el cosmos. Ahora subimos el empinado cerro, bajo el sol abrasador de las cinco de la tarde. Emprendemos el ascenso por un camino de piedra que por momentos se torna interminable. Al coronar el cerro hemos alcanzado los cuatro mil doscientos metros, nos dice Andrés Avelino. El espectáculo es magnífico, pletórico de energía: el lago rodea la montaña con su azul intenso, las terrazas y campos verdes se extienden por Amantaní, los colores del atardecer se vierten sobre el agua. Aquella visión lo llena todo de magia y de misterio.

El templo es una construcción de piedra que se encuentra cerrada. En cierta época del año, cada tercer jueves de enero, tiene lugar allí una celebración ritual: la unión sexual y espiritual entre la Pachamama y el Pachatata, la madre tierra y el padre cielo, representados por los dos cerros tutelares de la isla. En la celebración los sacerdotes hacen sus consagraciones utilizando elementos sagrados como el fuego, el tabaco y la coca. Un aviso en la puerta del templo señala que no se puede traspasar. Quien profane este lugar ceremonial podría caer en desgracia, me dice Avelino. Traigo las palabras del Inca Garcilaso de la Vega cuando describe en sus Comentarios reales el templo sagrado construido en una isla del Titicaca:

Y así mandaron hacer en ella un riquísimo templo, todo aforrado con tablones de oro, dedicado al Sol, donde universalmente todas las provincias sujetas al Inca ofrecían cada año mucho oro y plata y piedras preciosas en hacimiento de gracia al Sol por los dos beneficios que en aquel lugar les había hecho.

La puesta del sol por un costado de la montaña nos arranca exclamaciones de gozo. Hay un impulso que insta a caer de rodillas para consagrarnos al dios de la luz amarilla, naranja, roja, púrpura. El cielo se tiñe a su antojo con los tonos posibles e imposibles del fuego. Un cielo flameante se refleja en Mama Cocha. Contemplamos la unión de los dos seres y una sensación mística nos invade. Mientras tanto, en el otro costado del templo, empieza a asomar su rostro plateado la luna, y con delicada majestad riela sus colores sobre el lago, tiende allí su escalera plateada. Aquí la cara del cielo se viste con toda la gama del azul y el violeta. Cuando descendemos el cerro, ante los ojos tenemos el alucinante esplendor, la conjunción de los dioses da nacimiento a una visión irrepetible. He ahí el sentido de la cópula sacra.

De regreso al estadio la oscuridad ya cubre las formas de Amantaní. Allí nos espera Aviria para guiarnos a la casa, pues es hora de comer y prepararse para la peña nocturna, la fiesta de celebración de la navidad en la que turistas y habitantes uniremos nuestras manos en la danza. Todo ha sido preparado de antemano. Nos ofrecen sus trajes tradicionales para la ocasión. Es una forma de comunión y una experiencia de consumo cultural para nosotros. Con entusiasmo me dejo vestir por Sofía, quien me acomoda las dos polleras, interior y exterior, la blusa, el chumpi y la manta que corona mi cabeza. Los hombres se ponen un poncho largo y el chullo o gorro tejido con lana de colores intensos, con tapa orejas.

Tomamos camino, esta vez bajo la luz de la luna. De nuevo subir, resoplar, sentir el viento frío perforando la nariz, ahora bajar, tropezar, seguir el hilo de una flauta que conduce al salón comunal. En su interior titila débilmente una lámpara de kerosene, pues en Amantaní no hay luz eléctrica. Allí apenas reconocemos los rostros de algunas personas, pues todos vestimos los mismos trajes. Un grupo de músicos toca ritmos andinos alegres y nuestras anfitrionas nos invitan al baile. Las parejas se toman de las manos y se halan hacia un lado y hacia otro en un movimiento rítmico, que al cabo de varios minutos se torna monótono. En otro momento se forma una gran ronda en la que todos nos empujamos, hasta casi caer muertos del cansancio y de la risa. La atmósfera es acogedora pero nuestros cuerpos son torpes para aquel baile. Aviria y Sofía no nos descuidan. La música, la danza y el cuerpo son el mejor alfabeto. Por momentos somos un solo cuerpo con todos, somos una trenza, somos polleras que van y vienen, manos fundidas, ojos juguetones, somos carcajadas y abrazos.

Antes de la media noche estamos tendidos en las camas, exhaustos y felices, con la certeza de estar viviendo algo singular e irrepetible, algo que recordaremos por siempre. No es fácil conciliar el sueño. El cuerpo se niega a la quietud. Quizá tememos perder la conciencia de esa noche singular. La certeza de estar flotando en brazos de Mama Cocha, sintiendo su energía suprema. El frío y el susurro del viento nos envuelven, la luna nos sosiega. Una quena rasga el silencio y su música es un llanto, una voz que viene del más allá, del canto triste del pasado, o del canto sagrado del otro intemporal.

En la mañana vienen las despedidas. Sofía nos acompaña hasta el puerto, cruzamos nombres, promesas imposibles, fotos, nudos, abrazos, olores, agitación de manos y la lancha zarpa hacia Taquile, isla de mujeres multicolores con sus manos llenas de tejidos y mantas, hombres con chalecos negros y chullos coloridos. Ascenderemos a la cima para ver el azul intenso de este mar, contemplaremos los arcos de piedra que enmarcan el cielo. Al anochecer diremos adiós al Titicaca, sentiremos la felicidad que se diluye en la última visión de sus aguas, nos llevaremos su color en el recuerdo, la pregunta por un incierto retorno.

HACIA EL OBLIGO DEL MUNDO

A la mañana siguiente iremos al encuentro de otro sueño. Hay seis horas de recorrido entre Puno y Cusco pero el tiempo mítico prolonga el recorrido porque a lo largo del camino se encuentran sitios arqueológicos y antiguos centros ceremoniales. Pukara con sus estatuas zoomórficas, la cruz andina que habla de la cosmogonía de los incas, las ruinas del templo de Wiracocha en Racchi, los restos de sus murallas de piedra. Retumba fuerte el corazón a medida que nos acercamos a Cusco. De paso, entraremos a la iglesia de Andahuaylillas, la Capilla Sixtina de los Andes, construida en el año 1600 por los jesuitas y consagrada a San Pedro y San Pablo. Bastará un leve soplo para que toda su estructura se convierta en polvo y los frescos pintados por la escuela cusqueña desaparezcan para siempre.

De las aguas del Titicaca salió la pareja fundadora y en la tierra donde se hundió la barra de oro que les dio su padre Sol se quedaron a vivir y a organizar a todas las gentes que vivían como bestias y en aquel valle fundaron la ciudad imperial. De este modo cuenta el Inca Garcilaso lo que le transmitieron sus antepasados: Manco Cápac y su mujer Mama Ocllo la llamaron Cuzco, «que en la lengua particular de los Incas quiere decir ombligo, y que sujetó aquellas naciones y les enseñó a ser hombres, y que de éste descienden todos los Incas».

Cusco, mitad inca, mitad española, ciudad piedra y ciudad madera, Templo del Sol, catedral, canal y fuente, cóndor y caballo, maíz y portales, montañas y balcones, lanas multicolores. Construida en forma de mazorca, al contemplarla desde lo alto uno cree ver el fruto regando sus granos por el Valle Sagrado. Cuando Francisco Pizarro y sus hombres llegaron a Cusco, su visión los llenó de asombro. Ciudad de palacios, de templos, almacenes de alimentos, calles y casas diseñadas de cara al sol. Ciudad sagrada, hoy atorada de turistas.

Su tierra amarilla no solo se pisa con los pies. Se pisa con la conciencia de su historia y con el sentimiento. Caminar hacia la plaza de Armas como descorriendo velos, retardar el momento del encuentro, como esa cita que postergamos con ansiedad hasta el último instante posible para prolongar la alegría. Cusco es una caja de sorpresas. En cada esquina surge una nueva plaza, un callejón largo y angosto que conduce a otro lugar encantador; un farol que chorrea su luz en los muros incas; un portal que invita a penetrar, que llama a ser recorrido; una fuente que abre o cierra secretos; un ángel de agua, un cruce de callejones, escalinatas de piedra, más y más puertas, sombras que van y vienen, lluvia o niebla que proyectan el misterio y preparan las flores del día siguiente. Cusco se deja amar, más aún en el recuerdo.

La plaza de Armas es amplia, rodeada de portales, en su centro está la fuente sonora. Las luces de navidad le añaden un toque coqueto en las noches. Estar en Cusco es cumplir una promesa de amor. Subir, cruzar, entrar, preguntar, bajar, perderse, sentir el frío, atisbar balcones, buscar formas en las piedras, imaginar presencias, hacer rodeos, descubrir sabores. Qoricancha o «templo de oro» fue elevado por los incas para la adoración del Sol, la Luna, las estrellas, el rayo y el Arco iris. Fue arrasado con la evangelización católica y sobre sus bases erigieron el claustro del convento de Santo Domingo. En su patio central hay una fuente de piedra que originalmente tenía una tapa de oro, los incas la llenaban de chicha y la ofrendaban al dios Inti. Su evaporación era muestra de que él la bebía.

Sorprende la arquitectura, no solo por su belleza sino por su estilo trapezoidal almohadillado, sismorresistente, que permite que las fuerzas se repartan lateral y verticalmente. Y es que las piedras tienen apariencia de suaves almohadas, tejidas con la técnica del machihembrado. Las ventanas que comunican distintos recintos coinciden entre sí, de tal modo que los rayos de luz penetran hasta la última habitación, a pesar del tamaño de sus grueso muros. En contraste, qué decir de nuestras construcciones que desconocen el más mínimo sentido espacial, ciegas a las fuerzas naturales, de espalda al sol en cualquier época del año, sin una ventana o un ojo que miren el cosmos o siquiera su débil reflejo.

Caminar por el interior de aquellas edificaciones transmite la fuerza de lo sagrado. Algunos corredores y muros están perfectamente alineados astronómicamente para que en ciertas épocas del año transiten por allí y se reflejen constelaciones como Las Pléyades. El Sol, gran guía y señor, al que todo le deben, toma posesión de su templo, recorre los senderos estrictamente diseñados para el Inti Raymi, en tiempos de solsticio, y renueva los ciclos de la vida en su eterno retorno.

Y ALLÍ TODO ERA SAGRADO 

El Valle Sagrado de los Incas se extiende entre dos extremos: Pisac y Machu Picchu. Su longitud es aproximadamente de cien kilómetros e incluye varios pueblos y ruinas que en tiempos incas constituían templos, ciudadelas, monumentos, lugares de siembra, almacenes y sitios de descanso. Es el valle del río Vilcanota o Wilcamayu que significa «río sagrado», lugar paradisíaco en donde había abundante flora y fauna. Por esa hermosa afinidad de los incas con el firmamento, en la que todo lo terrestre se considera un espejo del cielo, al Valle Sagrado se le encontró su simetría con la Vía Láctea y sus construcciones se hicieron como reflejo de figuras celestes. Así también el cauce del río Vilcanota es la proyección de un río de estrellas. Sus constructores aprovecharon la geografía para hacer andenes, observatorios astronómicos, canales, fuentes de agua, viviendas, murallas y sitios ceremoniales. La naturaleza no era un obstáculo para construir, era el centro, la fuente de inspiración.

Nuestro paso por el Valle Sagrado se inició en Pisac, treinta y dos kilómetros al noroeste de Cusco. El pueblo, edificado en el filo de una montaña, fue hecho de tal modo que semeja un cóndor gigantesco que está a punto de emprender el vuelo. Actualmente Pisac se encuentra en la ladera de la montaña. Es un gran mercado artesanal para deleite de visitantes e importante fuente de subsistencia para pobladores. En su zona rural sobresalen los verdes andenes agrícolas, esa otra obra de ingeniería incaica que permite desarrollar distintos tipos de cultivos en la misma época del año. Su racional diseño corrige los problemas de erosión en las montañas empinadas, configura microclimas resistentes a cambios atmosféricos y hace posibles sistemas de riego en cada área de cultivo. Ante los ojos de un experto agrícola estos andenes son motivo de asombro y admiración. Bien dicen que los andenes incas también obedecen a motivos estéticos y religiosos. Qué forma de acariciar la tierra, de amarla y respetarla.

En el complejo de Pisac también se edificaron barrios, un recinto que contiene una roca central, en la cual se leían los cambios de las estaciones. Por la proyección de las sombras entendían los solsticios y los equinoccios. Una versión poética dice que el Templo del Sol es Intihuatana que quiere decir donde se amarra el sol. Se levantaron altares, fuentes de agua y una plataforma ceremonial. Permanentemente las cabecitas de los turistas desfilan, entran y salen de las construcciones, cincuenta mil fotografías son tomadas cada hora. Pero la mejor foto es siempre esa que nos llevamos en la memoria, la de inútil reproducción cuando se quiere contar lo visto. Este lugar deja un sabor verde que casi nos sale por los ojos.

Vendrán sitios como Sacsayhuaman, que nos deja lelos, boquiabiertos, hasta el punto de querer hincar la rodilla con humildad para agradecer a los incas. Al contemplar ese laberinto zigzagueante, esa muralla hecha ya no con piedras sino con rocas de tamaño descomunal, nos vemos impelidos a hacer venias a Inti por el escenario que nos circunda.

Justamente allí se encuentra la piedra más grande utilizada por los incas en construcción alguna. Estas piedras son calizas de origen marino y es inevitable preguntarse por la fuerza que logró trasladarlas hasta allí o por el dios que lo hizo posible. Quizá el mar las fue abandonando a través de los milenios, a medida que se replegaba y abría paso al continente americano. Pero esta versión es la más simple de todas. Otros dicen que fueron cargadas desde las canteras cercanas por miles de hombres que hacían estos trabajos como tributo, lo que se conoce como la mita, y que para su transporte utilizaban rodillos de madera. Es más bello pensar que fue Wiracocha quien las hizo surgir, o que estas piedras fueron hombres y mujeres que desobedecieron su mandato y quedaron allí como un monumento pétreo a la disidencia, debido al desafío de algún mandato divino. Quién sabe. Cada uno escoge la versión que más se ajuste a su criterio, a su deseo o a sus sueños.

Alguna versión difundida dice que el conjunto de las construcciones de Cusco semejaba un puma y Sacsayhuaman era su cabeza. Se trataba de una verdadera fortaleza que, de acuerdo con la opinión del Inca Garcilaso, daba la idea de que no había sido hecha por hombres sino por demonios. Gran parte de las piedras de Sacsayhuaman fueron desmontadas por los españoles para construir lo que es actualmente la Catedral de Cusco. Y eso genera un sentimiento ambivalente, pues la posibilidad de admirar la belleza del templo católico se acompaña de la amargura por la destrucción del sagrado ícono indígena. En este lugar, como en casi todos los rincones de Cusco, se puede tocar esa fea palabra: sincretismo.

Hoy como nunca, mirando hacia atrás, superponiendo eras, tiempos y culturas, podemos leer las lógicas de dominación e imposición de unos pueblos sobre otros. Los incas fueron un imperio de violencia y sangre que se levantó sobre los despojos de otros pueblos. Aún se pueden rastrear elocuentes vestigios de los Collaguas y los Chimús o chimúes. De manera semejante, los chimúes acallaron a los Moches o mochicas y así… hasta la saciedad, en una rueda sinfín hacia adelante y hacia atrás. Si leemos al revés, tomaremos en cuenta los aportes que los pueblos dominados hacen a sus dominadores, la riqueza y el intercambio de pensamientos y obras, una amalgama cultural de gran magnitud.

Un magnífico ejemplo de los entrecruces de la colonización, de la plenitud barroca y el mestizaje, podemos verlo en las valiosas obras artísticas de la Catedral de Cusco. Es famosa la escuela cusqueña de pintores y escultores, que decoraron altares y difundieron sus obras por toda América. Uno de los cuadros más emblemáticos es aquella imponente y misteriosa Última cena que decora una de las bóvedas de la basílica y que hace volar la imaginación sobre lo que podríamos llamar rebeldía estética o el sublime arte de la resistencia. Firmado por un tal Marcos Zapata, el cuadro muestra un Jesucristo y once apóstoles de tez blanca. Contrasta un Judas Iscariote distinto, altivo, el único de color cobrizo, indio quizás, su mirada se dirige al observador, con un gesto de burla e irreverencia. Hay quienes reconocen en el rostro de Judas la estampa de Francisco Pizarro. Los alimentos que hay sobre la mesa son tubérculos, frutas del altiplano, en el centro un cuy patas arriba, algunos rocotos, y en vez de vino, un recipiente con chicha morada de los Andes.

¿Qué podríamos pensar de esta escena? ¿Una representación racista y maniquea en la que los buenos son blancos y extranjeros y el malo del cuadro resulta ser un nativo? ¿Será la sutil venganza del artista indio contra el conquistador al ubicarlo en el lugar del traidor? ¿O quizá Judas simboliza la resistencia y descreimiento frente a la dominación católica? Lo hermoso de la obra es su ambigüedad, es decir, su apertura a múltiples interpretaciones. Quizá los católicos se sintieron complacidos ante la representación del mal en un nativo; tal vez los nativos se identificaron con Iscariote, o denunciaron la perfidia del conquistador. El hecho es que Jesucristo y sus once blancos discípulos están disfrutando del cuy, el rocoto y la chicha. Y en ese momento sus panzas ya han sido conquistadas por los nativos.

Dentro de los hermosos lugares que emergen del Valle Sagrado, el asombro obliga a detener el relato en Ollantaytambo. Después de estar allí, queda claro que el inca vive, insiste y persiste. Muchas de las antiguas casas se mantienen habitadas hoy, sus pobladores actuales duermen dentro de las mismas paredes en las que dormían sus ancestros. Ollantaytambo significa lugar que alberga a muchas personas. Grandes cerros rodean y tutelan el pueblo, se encuentran cubiertos por la magnífica andenería que quisiéramos escalar a saltos de gigante. Ascendemos por el cerro hasta llegar a la ciudadela que se encuentra en la cumbre y que ha sido preservada para mostrarla al mundo entero. Detrás se encuentran las casas, los corredores por los que debieron deambular los gobernantes. A ambos lados, el valle y los caminos que conducen a las canteras de donde extraían las piedras.

De frente a las construcciones, la gran montaña Pinkuylluna, «donde se toca el pinkuyllo», una especie de quena llamada así por el sonido que hace el viento cuando pasa a través de ella. Este cerro tiene un gran valor mitológico porque en su falda la naturaleza y los incas esculpieron el perfil de Wiracocha, quien mira eternamente a los pobladores y sus obras. Una vez más, la armonía que buscaban los incas entre sus construcciones y la naturaleza, la mutua correspondencia entre las fuerzas naturales y su fuerza de trabajo, obedecía no sólo a razones religiosas sino a motivos prácticos, como favorecer las cosechas, preservar sus alimentos, y por ende, garantizar su vida. Esta sintonía maravillosa se hace patente en Ollantaytambo. El Templo del Sol, cuya fachada sigue hoy de pie, fue situado justamente en el lugar desde el cual pueden observarse los cambios de la luz sobre la silueta de Wiracocha, de tal modo que en los equinoccios y solsticios los rayos destacan lugares específicos del cerro, y a diferentes horas del día el dios cambia la expresión de su rostro, mostrándose vigilante o dormido, complacido o contrariado. La aparición de Las Pléyades en el solsticio de invierno, al lado de Wiracocha, anuncia el tiempo propicio para la cosecha del maíz. Lenguaje magnífico de luces y sombras con el que se comunicaban incas y montañas, pasmosa sensibilidad para observar, entender y aprender de la vida celeste y de la tierra.

Nosotros, habitantes de los Andes como ellos, hemos perdido esa capacidad para comunicarnos, esa conexión con el mundo celeste. La perdimos aquel día lejano en que dejamos de mirar hacia arriba para chocar con el techo o el muro de enfrente. Desdichada ceguera para el lenguaje de la luz. Sordos para distinguir los sonidos del agua y su eco susurrante, torpes en el hábito de abrir el grifo y ver salir el chorro, sin la posibilidad de fascinarnos con el milagro del agua que brota, sin el hechizo del rayo de luz que bebe en nuestro vaso. Porque hemos perdido todo contacto cósmico, toda relación con lo que rebase el mecanismo, la electricidad o la cuenta del teléfono. Nosotros, con la atrofia de los sentidos en el sinsentido de la inmediatez.

LAS PIEDRAS SECRETAS 

Solo faltaba un lugar para el éxtasis: Machu Picchu. Ollantaytambo se une a él por tres horas de tren. Decir tren es escuchar el arrullador tututu chacachacachaca que va cantando mientras saluda a los maíces, a las rocas, mientras viaja paralelo al río Urubamba, que no es otro que el mismo río sagrado, Vilcanota. Tren y río son dos muchachos que apuestan carreras, que se desviven por llegar primero al sitio en que el valle los premiará. Aguas Calientes es el pueblo que sirve de preludio. Allí hemos llegado antes del medio día. Es un pequeño caserío donde confluye el remolino de turistas de todo el mundo. Una multitud desciende del tren y otra multitud espera en la estación. El bus demora veinte minutos ascendiendo por una carretera zigzagueante, en medio de montañas gigantescas. Otra «subida al cielo», otro ascenso y cómo ocultar las ganas de gritar.

Subir escaleras de piedra, aspirar bien el aire y subir, apoyar bien los pies y subir, ver como se abre el valle y subir, esperar a que avance la fila india, subir, sentir la herida del sol y la caricia del aire, subir, tener conciencia de lo que significa cada paso, subir, pensar en todo el tiempo de mi vida que he soñado con ver este lugar, subir, convencerme de que ahora estoy aquí, subir, oír en la memoria el Canto General

Entonces en la escala de la tierra he subido

entre la atroz maraña de las selvas perdidas

hasta ti, Macchu Picchu.

Alta ciudad de piedras escalares,

Por fin morada del que lo terrestre

no escondió en las dormidas vestiduras.

En ti, como dos líneas paralelas,

la cuna del relámpago y del hombre

se mecían en un viento de espinas…

…Sube conmigo, amor…

Besa conmigo las piedras secretas…

Subir para contemplar la ciudad de piedra, subir, el corazón quiere salirse del pecho, subir, el aire se acaba, subir, subir otro escalón más… y entonces allí está: inabarcable, verde, generoso, mágico, cóndor, montaña, puma, piedras sobre piedras, terrazas, viento, valle, claridad, antiguo llamado, tierra en las manos, caricias en la tierra… alguien nos mira desde el pasado y nos invita a entrar en el encantamiento «…polen de piedra, pan de piedra, rosa de piedra, manantial de piedra…» Magnetismo que roba los ojos, las fuerzas, ganas de trepar, de volar, de ser insecto o reptil; ganas de que las manos se conviertan en barro, de fundirse en la roca y quedar atrapado por el hechizo de hombres de perfil aguerrido, por mujeres que tejen y dioses que llevan el color de los árboles. Machu Picchu no es un lugar, es un estado del alma, un poder de fascinación. Su visión transmite placidez, felicidad, infinito. Es la fusión entre lo humano y el paisaje…

Yo te interrogo, sal de los caminos,

muéstrame la cuchara, déjame, arquitectura,

roer con un palito los estambres de piedra,

subir todos los escalones del aire hasta el vacío,

rascar la entraña hasta tocar el hombre.

Estos versos de Neruda rasgan las piedras y tu nombre, Machu Picchu, tantas veces pronunciado, inaprensible, como un deseo de arena. Y ahora estoy aquí frente a él. Lejos, muy lejos, escucho las palabras del guía, mientras sopla fuerte el viento. Machu Picchu quiere decir montaña vieja y el cerro que tiene al frente, con forma de puma, es Waynapicchu, la montaña joven. Ambas, la pareja divina, están acompañadas por Putucusi, la montaña feliz. Y entre ellas, la maraña del «camino del inca», Qhapap Nan, el «del soberano», con sus escalinatas verdes para rendir honores a los Apus, espíritus de la montaña. La ciudadela se extiende en su seno. Ya había sido abandonada antes de la llegada de los conquistadores. La vegetación y el tiempo se encargaron de cubrirla y protegerla.

Machu Picchu fue un santuario. El paisaje, casi selvático, resultó propicio a los incas para representar allí sus símbolos religiosos. Los «espíritus de las montañas» surgieron y tomaron nombres. En sus cimas se erigieron templos y espacios rituales. Allí se daban condiciones de vida para la comunidad, pues lagos y ríos eran también seres con alma. Cerca se encontraban canteras de granito blanco, por lo que se llevó a cabo la deforestación de la selva y la construcción del que sería el otro extremo del Valle Sagrado.

Vemos allí admirables terrazas, edificaciones de fina mampostería, el Templo del Sol, el «observatorio astronómico», «el Templo de las Tres Ventanas», espacios rituales y las ruinas de muchas casas. Los cráneos cónicos de los nobles y las tumbas de mujeres hablan de un sitio de refugio de las vírgenes. ¿Refugio o confinamiento? Las mujeres, tejedoras y fabricantes de las mantas de los nobles, eran sacrificadas a las divinidades. Se deduce, se especula, se imagina, se inventa.

Y llegamos al reino de Pachamama y allí todo es verde: los costados, los pliegues, los abismos, el eco, la sombra. Verde roca coronada de blanco, surcos húmedos que bañan los pies de las montañas, que refrescan la fatiga y la prisa de aquellos seres esclavos del tiempo, huérfanos de las constelaciones, privados de misterio. El rumor del agua se confunde con el viento… Huayra y cocha en una sola melodía. Canto que relata lo sagrado, canto a la vida y a la muerte, a la memoria y a la niebla del olvido. ¿Qué será de nosotros, sordos a la voz de los árboles, sin ojos para los colores de la noche? Ríe la montaña que ha contemplado tantos amaneceres. ¿Qué será de nosotros, que ignoramos el tiempo y el lugar donde mora la eternidad? Solos en medio de tantos, ciegos entre miles de verdes, rubios, cobrizos, grises, azules, el antiguo color del granito. Ajenos en medio de tan ruidosa soledad, incapaces de escuchar la voz de las piedras, la sentencia del Sol, el consejo del Cóndor, del Puma, el aviso de la Serpiente. ¿Qué será de nosotros, mudos al alba, impasibles al aroma de la lluvia, distraídos a la invocación de la tarde, al quejido de la selva? Hemos traído nuestros cuerpos ataviados para la fiesta del agua. ¿Qué será de ti, que será de mí, frente a frente, incapaces de fundir nuestros cuerpos con nuestras sombras, nuestros seres con nuestros sueños? ¿Dónde hallarnos cuando no seamos siquiera una huella entre las piedras, cuando el murmullo del río silencie todo lo que fuimos y nadie recuerde nuestro nombre? La inmensidad se traga este grito, esta historia, esta tarde, esta memoria que será lo único que tendremos cuando nada tengamos…

Y la noche nos encontró lelos, ahítos de inmensidad, de piedra, de viento. Libertad, plenitud, son las palabras que oímos susurrar y traducimos a un alfabeto que no logra abarcarlas. No queremos abandonar Machu Picchu, volver a bajar al mundo, a ese tiempo que nos espera. Rogamos para que Wiracocha nos petrifique por los siglos de los siglos.

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