La ciudad

– Samuel, en estas tierras ya no se puede trabajar. Tal vez tengamos que irnos a la ciudad. ¿Usted se iría con nosotros?

Me deja frío la pregunta de Humberto. La ciudad es una palabra lejana que ni siquiera sé cómo se escribe, sin con s o con c. Recuerdo que un vecino, asiduo escucha de las veladas nocturnas, fue una noche a despedirse de papá porque se trasladaba a vivir a la ciudad.

– ¿Y allá en qué va a trabajar, muchacho?

– En lo que sea.

– Lo que sea suena a no sé. Piénselo bien. No vaya a ser que pierda el horizonte. En la ciudad las cosas no son como las pintan.

Ese día le pedí a mamá que me pintara la ciudad. Ella me pintó muchas casas, unas encima de otras, carros y gente por la calle.

– ¿Entonces en la ciudad no hay árboles, estrellas y animales?

– Sí hay, pero no se notan.

No me gustó mucho la idea. No entiendo con qué juegan allí los niños. Por eso no sé qué responder. Todos quieren irse a la ciudad para solucionar sus problemas. Con s o con c…

Si me voy será como separarme definitivamente de mamá y papá. Tal vez allí no pueda ver el cielo, ni hablarle a las estrellas. Lucero tendrá miedo de los carros, posiblemente se pierda entre tantas calles. Con s o con c…

Humberto adivina todo lo que estoy sintiendo. Pone su mano en mi cabeza y me dice que voy a tener tiempo de pensar, todavía falta saber si pueden vender las tierras, aunque de todos modos se van a ir. Total, la vida es una sola. La vida es una sola. Cuando dice esta frase se queda mirando para muy lejos.

Por el tono de su voz y por el brillo que tiene en los ojos, sé que la decisión no lo hace feliz. Toma el azadón y se va hacia el cultivo. Ahora me doy cuenta de que ya tiene arqueada la espalda.

Alicia me dijo que Lucero va a tener gaticos. Claro, por eso se ha puesto redondita. Sólo me iré si la puedo llevar conmigo. Creo que es con c.

***

El Silbón

Gaspar vivía cerca del río Bocas. Era un hombre de gran estatura, facciones fuertes, piel trigueña, cabellos y ojos muy negros, treinta y cinco años quemados por el sol y los amaneceres. El río es de aguas claras y caudal abundante. Por la velocidad que llevan sus aguas se diría que no quiere ir sino correr hacia el mar. Los nicuros, peces pequeños y barbudos abundan en el Bocas. Sus orillas, de playas generosas, han dado a generaciones enteras de areneros la posibilidad de vivir de la recolección y venta del importante material.

En algunos tramos el río se encuentra protegido por ramas espesas de árboles que se inclinan hacia él como queriendo salvaguardarlo de las exploraciones de los hombres y del otear de las palas en su vientre. En esos sitios oscuros los peces encuentran un lugar para poner sus huevos y vivir en paz su fugaz y huidiza vida. En uno de estos rincones del río solía perderse Gaspar.

Nunca quiso llamarse a sí mismo, ni que nadie lo llamara pescador. Aunque probablemente eso era lo que hacía en el río. Decían que pescaba peces oscuros, como sus pensamientos.

El hombre compartía una casita de bambú con su madre, una anciana que se dedicaba por entero a cuidar de él, como si se tratara de un niño. La vieja era el único contacto de Gaspar con las gentes del lugar. No hablaba ni miraba a nadie. Muchos decían que se trataba de un loco a quien sólo su madre retenía en el mundo de los cuerdos. Otros murmuraban que la pareja ocultaba un pecado terrible o una vergüenza imposible de nombrar.

En lugar de su voz, lo que todos los habitantes de la zona conocían era el silbido de Gaspar cuando iba o venía del río. Una mezcla de canto de pájaro y quejido de moribundo. Cuando caía la noche, el silbido salía de la casa rumbo a los rincones del río. Al amanecer regresaba por el mismo camino.

Todos sabían que traía siempre algo en las manos cuando venía de vuelta. Pero de qué se trataba, nadie se atrevió a preguntarle. Decían que cargaba docenas de peces, atados de leña, frutas extrañas o bultos enormes de yerbas para curar todos los males del mundo; cántaros de agua con luz de luna, cofres con fortunas inmensas, bultos de arena de oro, entierros, amuletos.

Los que tenían su edad recordaban que el juego preferido de Gaspar era el de las escondidas. Desde niño tuvo una manía extraña por perderse y hacerse invisible a la búsqueda de los compañeros de juego. Cuando cumplió doce años no quiso jugar más y se perdió definitivamente ante los ojos aterrados de los chiquillos, quienes lo vieron ir hacia el centro del río y luego aparecer en su casa un minuto después.

Alguna vez una muchacha se enamoró del color de sus ojos y esperó por meses a que Gaspar la mirara, aunque fuera tan sólo un momento. Pero lo único que logró fue aspirar el beso que iba dejando en el aire el silbido del hombre cuando caminaba hacia el río.

Mientras todos sus compañeros de juego se casaban, se convertían en hombres de negocios, en padres respetados o en borrachos famosos, Gaspar se dedicaba a contar los pasos que lo separaban del raudo compañero.

Al iniciarse la violencia en las zonas rurales del país, el caserío del Bocas fue uno de los sitios a donde llegó la ola de terror. La política de sangre y fuego de la dictadura conservadora llevó a los campesinos liberales a organizar movimientos de defensa y ataque, y en ese loco enfrentamiento la muerte se dio banquetes de incautos y criminales.

En medio de este absurdo torrente, el silbo de Gaspar dejó de oírse en el pueblo y en las riberas del río. Su madre acudió a los vecinos para que le dieran razón de quien parecía haber jugado a las escondidas de una manera definitiva. Pero el misterio empezó a rodear su nombre. Nadie lo había visto por última vez. Acaso todos tenían miedo de buscarlo o, más aún, de encontrarlo.

La anciana, deseando un final más feliz para su hijo, salió en su búsqueda. El río estaba más impetuoso que nunca y algunas personas trataron de disuadirla de recorrer sus orillas, tomando en cuenta que apenas sí podía caminar con la ayuda de un bastón. Ella, movida por su soledad y el amor a Gaspar, no hizo caso de las advertencias y se lanzó en una expedición de final insospechado.

Al caer la tarde, agotada y con el corazón destrozado, se sentó en una piedra a llorar la pérdida definitiva de su hijo. De pronto escuchó su silbo envuelto en el rumor del agua. Alzó los ojos y vio su cabeza nadando hacia ella. Un tronco detuvo la amada aparición y la dejó a sus pies. La vieja la tomó en sus manos para besar las conchas nacaradas de sus ojos y allí estuvo cantándole una canción de cuna hasta que el nuevo sol la hizo regresar con lo que quedaba del hijo envuelto en hojas de plátano, rumbo al cementerio.

Desde el día en que lo pescó su madre, el silbo de Gaspar se escucha a lo largo del río entre las 6 de la tarde y las 4 de la mañana. Este sonido musical del viento sobrecoge a los moradores y anuncia a los pescadores y a los areneros que es hora de retirarse de la margen del Bocas. El Silbón se ha convertido en el canto del miedo. Nadie se atreve a merodear por los lados del río.

Todos quedaron callados, como queriendo guardar un minuto de silencio por el alma de Gaspar. Como siempre, uno se atrevió a preguntar por los demás:

– ¿Y nunca se supo qué era lo que hacía Gaspar en el río?

Días después de que su madre lo encontrara, las gentes del lugar fueron a socorrer a la vieja, a brindarle compañía y alimento. Entonces la anciana ya no pudo más con su secreto. El padre de Gaspar era un pescador desaparecido en el lecho del Bocas. Para no contarle la verdad a su hijo, ella se vio obligada a inventarle una historia de ninfas y sirenas, en la cual el padre aparecía como raptado temporalmente por los habitantes de las aguas. Cuando su hijo dejó de ser niño, juró que dedicaría su vida a encontrar a su padre. Aunque ella quiso disuadirlo de esa extraña misión, él se obsesionó de tal modo con esta idea, hasta el punto que fue imposible hacerlo cambiar de parecer.

El silbo era su manera de decir no importa, algún día lo lograré. Tal vez los conservadores quisieron callarlo para que no delatara su próximo asalto del caserío, quizá los liberales decidieron que su silbo desentonaba con la situación del país, o de acuerdo con lo que creía la anciana, aquella noche decidió convertirse en un pez para ir a reunirse con su padre al fondo del río. ¡Quién sabe! Casi nunca se sabe.

El silencio fue mayor ahora porque ya no había nada que preguntar. Cuando todos se fueron y la casa se quedó vacía, me tapé los oídos y me dormí lleno de miedo. Sé que me habría muerto de haber escuchado al silbón en medio de la noche.

***

Los sueños

“Angustia” del escritor e ilustrador Alfred Kubin

Lucero ha dejado de salir a sus cacerías nocturnas. En las noches duerme a los pies de mi cama o da vueltas por la habitación como si estuviera pensando qué hacer. Me da lástima verle los ojos apagados. Parece que quisiera decirme algo. Maúlla poco y como yo no puedo hablar, hacemos una pareja silenciosa de amigos que se tocan para poder conversar.

Dicen que los gatos oyen y ven cosas del más allá. Quiero preguntarle si puede verlos a ellos, a mamá y papá. Se lo pregunto soplando las sílabas en sus orejas. Parece entenderme.

En la oscuridad sus ojos han recuperado el brillo. Da vueltas y vueltas alrededor mío y de pronto se abalanza a mi cuello como queriendo trepar a algún lugar. La dejo que siga su instinto. Vuelve al piso, salta nuevamente a mi cuello y en este ejercicio se pasa un tiempo largo, hasta que el sueño me vence y caigo en la cama, con el peso de su cuerpo recorriéndome como si yo fuera una llanura y ella un caballo desbocado.

En los sueños hablo otra vez. Mamá se aparece con su vestido violeta y me arregla la camisa.

– Cuide la ropa. A su papá le cuesta muchos días de martilleo y a mí muchos dolores de espalda.

-Pero mamá, si esta ropa me la ha ajustado Alicia. Era una camisa de Humberto.

– No me contradiga. Si se porta bien vamos a tener días felices para toda la vida.

– Yo no quiero contradecirla, pero es que ya no tengo ganas de ir a la escuela y usted tiene las manos muy frías…

En los sueños veo a mamá por poco tiempo, como a la virgen en el cielo. No quiero que se vaya, aprieto los ojos para que aparezca nuevamente, siento sus manos en mi cuello, abro los ojos y es Lucero que no me deja dormir en paz. La retiro con fuerza para que se vaya pero vuelve a arañarme. Entonces la saco del cuarto y siento sus rasguños en la puerta. No me importa. Voy a dejarla pasar frío. Al fin y al cabo es un gato y de noche los gatos viven su día.

No soporto la imagen de la Luz del Limonar dándome vueltas en la cabeza. El hijo ya es un viejo y ella lo sigue cargando a sus espaldas. A él no se le ve la cara porque le cuelga sobre el hombro de la mujer. Quiero saber por qué el niño lloraba tanto.

***

La luz del limonar

Detalle de “Madre y niño” de Oswaldo Guayasamín

El hijo llevaba dos días llorando, como si tuviera en el pecho un eco de lamentos interminables, o como si un dolor muy grande le atravesara el estómago o la alegría. Tenía cuatro años, pero parecía tener dos por su estatura, su extraña delgadez y esa manera desesperada de llorar.

La madre le colocaba paños en el estómago, le contaba un cuento, lo mecía como un bebé, le daba agua de yerbas, pero nada. El niño parecía no verla, no sentirla, no tomar en cuenta sus palabras. Su malestar no tenía nombre ni apellido. Las pocas palabras que había aprendido a pronunciar naufragaban en su mar de llanto.

En la segunda noche de lágrimas, la madre decidió ir a ver a la partera que vivía a varios kilómetros de la casa. Era la misma que había recibido al niño aquella noche lluviosa del 20 de junio, cuando el marido fue en su búsqueda para avisarle que su mujer estaba retorciéndose de dolor en el baño sobre un charco de sangre.

La partera, una mujer gorda y vieja cuyas manos habían dado la bienvenida al mundo a tres generaciones del pueblo, desnudó al niño, le registró todo el cuerpo, y antes de darse por vencida le miró el fondo del ojo, en el momento en que las lágrimas eran menos abundantes. Se lo entregó inmediatamente a la mujer.

– Es mejor que se muera. Ahí veo que nunca será feliz.

Las palabras le cayeron a la madre como arena entre los ojos. Era el único hijo, y aunque hubiera sido uno de docena, no hubiera soportado la idea de su muerte.

– Pero usted fue la primera que lo tocó cuando nació. Usted puede saber qué hacer para que se calme. ¡Esas palabras no se le dicen a una madre!

Lo dijo a punto de llorar.

– Usted tiene razón. Pero no le puedo decir qué hacer. Este niño no quiere vivir.

La mujer se quedó mirándola con tanta tristeza que la vieja sólo pudo agregar:

– Llora todo lo que usted no puede llorar.

Se devolvió con el hijo alzado porque éste ya se negaba a caminar. Durante el trayecto decidió taparle la boca con la misma manta que lo cubría, temiendo que los vecinos salieran al camino para insultarla por el ruido que iba regando en la noche.

Cuando se aproximaba a la vieja casona en la que vivía sola con el pequeño desde el día en que el marido la abandonó, una sombra apareció en medio de la calle y la esperó en el lugar en que debía cruzar la carretera. Al principio tuvo la esperanza de que se tratara de una vecina que quería socorrerla, pero después se dio cuenta que la sombra se iba agrandando a medida que ella se acercaba.

Cuando estaba a pocos metros de lo que debía ser una persona, las piernas no le obedecieron. Ese fue el único momento en el que el niño se calló, aunque ella no pudo darse cuenta, petrificada como estaba.

La sombra se fue transformando en una mujer cuya piel se recogía en interminables vueltas y arrugas grises, el cabello blanco bajaba al piso y le arrastraba como un manto de novia, las uñas, como ganchos de colgar ropa, le nacían de unas manos huesudas, su vestimenta era un muestrario de ropas y olores.

Por un instante la madre escuchó el llanto del niño saliendo por la boca de la vieja. Los lamentos, terribles como puñales, se escucharon varios kilómetros a la redonda. La mujer cayó al piso mientras de sus brazos resbalaba el niño envuelto en un golpe seco.

Minutos después la madre despertó sola en la calle. El niño había desaparecido como por arte de magia. Su angustia se reinició. Pedía socorro en todas direcciones, pero nadie vino en su ayuda. Avanzó hacia la casa, abrió la puerta y encontró al niño durmiendo en su cama.

– ¿Qué había pasado? ¿Quién era la vieja? –preguntaron todos con impaciencia.

Era tan fuerte y tan insistente el llanto del niño, que la llorona en persona fue traída a la fuerza del más allá. Aquella noche el niño durmió tranquilamente hasta la madrugada, pero antes de que amaneciera, reinició su terrible lloriqueo.

La madre despertó angustiada y probó nuevamente todos los remedios: agua de valeriana para los nervios, de manzanilla para el dolor de estómago, de zen para las lombrices, pañitos húmedos por si la fiebre, papas partidas por la mitad por si el dolor de cabeza, pero nuevamente todo fue un fracaso.

La tercera noche, desesperada, la madre sacudió fuertemente al chiquillo y sin pronunciar palabra le deseó la muerte. En ese instante vio que su cabeza, como un fruto, se desgajaba sobre el pecho. El silencio retornó a la casa. Los gritos de la mujer volvieron a romperlo. Alzó al hijo y lo llevó hacia el solar de la casona, en cuyo centro se alzaba un magnífico limonar. Elevó el niño al cielo implorando que le devolviera la vida, pero a medida que avanzaban sus rezos, el frío se apoderaba del pequeño cuerpo.

Hacia la media noche, cansada de suplicar lo imposible, ató el niño a su espalda y decidió trepar a un limonero para acabar con la pesadilla que le había quitado el sueño por tres noches consecutivas.

Al otro día extraños frutos amanecieron colgados en el árbol. La gente del pueblo casi no lo creyó, aunque todos fueron testigos de que las tres últimas noches no habían logrado conciliar el sueño porque un llanto terrible viajaba en el aire. Todos culparon a la llorona del suceso.

Algunas semanas después, los nuevos habitantes de la casa contemplaron la escena que quedaría grabada para siempre en la memoria de todos. A la media noche, una mujer envuelta en una luz color azufre y con un niño cargado en su espalda, daba vueltas alrededor del limonero.

La visión duraba algunos minutos y desaparecía, repitiéndose todos los días a la misma hora por muchos años, con la variedad de que quienes la seguían a través del tiempo contaban que la mujer se hacía cada vez más vieja y el hijo crecía y crecía hasta hacerla encorvar, arrastrándole como una carga pesada a la espalda.

-Desde entonces la llaman la Luz del Limonar y todavía aparece, sobre todo en las noches de luna menguante.

-¿Y qué se hizo la casa?

-La casa ya no existe, pero el limonar sigue dando frutos. Cerca al lugar donde se encuentra ya nadie quiere vivir.

El hombre que contó la historia se quedó en silencio. Todos lo imitaron y quedaron pensativos. Quería preguntar muchas cosas, pero me quedé más mudo que nunca. Me preguntaba si la mujer había matado al hijo en su desesperación o si fue la llorona la que le dio muerte a los dos.

– Hay silencios que matan –dijo papá, mirando hacia un lugar que no pude divisar en sus ojos. Todavía no entiendo por qué dijo eso.

***

Los espantos

Detalle de “El fantasma Kohada Koheiji” de Katsushika Hokusai, 1831

En las noches, antes de irnos a dormir, papá y mamá se sentaban a hablar con algunos vecinos en el recibidor de la casa. Los amigos venían porque en aquel lugar las noches eran muy brillantes, los árboles danzaban y el ambiente era fresco y acogedor. Pero también venían porque papá tenía fama de conversador y de buen escucha. Prestaba oídos a todas las historias que las personas querían contar, dejando un lugar abierto para el desahogo o el misterio.

Yo también escuchaba con mucha atención lo que decían. Para mí casi todas las historias eran de espantos y terror. Me abrazaba a los pies de mamá y escondía la cara entre sus piernas. Allí había calor y el miedo se hacía más chiquito. Una cosa me llamaba la atención: los fantasmas tenían nombre propio y todos los que escuchaban parecían conocerlos, o por lo menos haberlos visto alguna vez.

Era como si los espantos hicieran parte de la familia, como si cada uno hubiera hospedado alguno en su casa y por eso debieran convivir con ellos y guardarles respeto y consideración. Nadie hacía bromas que pudieran ofender la memoria de quienes, habiendo sido humanos, pasaron al entremundo de las sombras.

– Papá ¿Por qué hay tantos espantos? –le pregunté una noche en la que ya no podía soportar el canto de los grillos.

– Hay tantos espantos como personas en el mundo.

– ¿Y todo lo que cuentan fue realmente cierto?

Se quedó mirándome muy fijo.

– La imaginación es tan cierta como la realidad. Las dos se confunden en la mente del hombre, aunque a veces la realidad supera la imaginación. Hay cosas reales que espantan más que los espantos…

La respuesta me confundió mucho más. En ese momento no entendí nada. Me puso la mano en la cabeza, como queriendo borrarme los pensamientos y me preguntó si tenía miedo. Le dije que no, pero la mentira se me salía por los ojos.

De todos modos aquella noche papá me dejó escuchar los cuentos como de costumbre. Él consideraba que no había unas conversaciones para grandes y otras para chicos. Decía que las palabras son las mismas a cualquier edad, lo que cambia es el sentimiento con el que se dicen o con el que se escuchan. No hay palabra más clara que la misma realidad y ésta no discrimina entre niños o grandes. Los niños pueden oírlo todo, pero sólo escuchan lo que les cabe en el corazón.

Así pensaba mi padre. La imaginación se confunde con la realidad, o tal vez la realidad se confunde con la imaginación. Yo no sé nada. Tal vez hay cosas que, aunque no han ocurrido nunca, las tenemos fijas en la cabeza, y entonces tal vez suceden en alguna parte del mundo que llevamos dentro.

Hay otras que ocurrieron y nos hacen tanto daño que quisiéramos borrarlas y entonces las convertimos en imaginación. Los niños pueden oírlo todo. Pero sólo escuchan lo que les cabe en el corazón.

***