El templo está en mis ojos.

El templo de la mirada poética.

Algunos relámpagos sobre “El templo está en mis ojos”

de Luz Helena Cordero Villamizar

Autora: Laura Giordani

Mas las favoritas del éter, ellas, las dichosas aves,

moran y juegan con deleite en el eterno recinto del padre!

Suficiente espacio hay para todas. Para ninguna está

el sendero señalado,

y libres se mueven en la casa las grandes y pequeñas.

[Al éter, Fiedrich Hölderlin]

La historia no deja lugar a dudas: todo templo edificado por manos humanas está condenado a su caída y final desaparición. Los poemas que conforman este excelente libro de Luz Helena Cordero Villamizar se convierten en cuentas de un rosario bello y amargo, roto en algunas estaciones. Un recorrido por distintos templos erigidos por la devoción humana y también por la violencia ejercida sobre la materia, sobre el propio espacio, mediante ese mecanismo de amedrentamiento social llamado grandiosidad.

La poeta rescata piedras de ese incesante derrumbe que es la historia y en un ejercicio ardiente de contemplación nos lleva a recorrer naves solitarias, coros, vitrales, pilas de piedra donde bebieron antiguos soles. Sinagogas, capillas, mezquitas, relojes solares huérfanos de lectores de sombras en una ciudad abandonada en brazos de los Andes. Testigos de la derrota y la desesperación. Santuarios de todos los credos, tentativa humana de dar forma a lo sagrado, de coagular la luz y lo impermanente en un espacio, como quien pretende detener el vuelo de las aves para adorarlas, pero debiendo para ello disecarlas. Congelar la liviandad de un vuelo sin estela, sin huella, sin vocación de posteridad.

El poema que inaugura el libro se llama “Contemplar” y en ese infinitivo encontramos la llave que nos permitirá acceder al resto de textos poéticos.

Si vamos a su raíz, a la lengua de los augures, templo es un corte del cielo para
observar el vuelo de las aves y hacer vaticinios.

La contemplación puede definirse como el arte de mirar con detenimiento y profundidad. La palabra deriva del término latino contemplatio y, en última instancia, de templum, un espacio consagrado al culto.

Se preguntaba el poeta alemán Rainer Maria Rilke en “Las rosas” ¿Dónde hay para este adentro un afuera? Ciertamente, no hay lugar capaz de alojar una belleza que perdure y siga en pie, salvo en la propia mirada. La poesía quizás custodie la respuesta, pues todo puede ser enaltecido por gracia de la mirada poética, esos ojos que todavía contemplan como los de la infancia, con el asombro de quien no ha naturalizado el mundo. Volver a ser como niños para erigir un templo luminoso e inestable, a medida humana, con las plegarias nocturnas y esa fe de quien ingresa descalzo al misterio.

Como atestigua la poeta, en su origen, el templo era un corte del cielo para observar el vuelo de las aves, la poesía como una rasgadura en el firmamento ordinario, esa grieta de gracia que nos permite contemplar lo impermanente y oír un canto siempre en fuga, inasible. Como esas campanas de San Laureano que todavía siguen tañendo y marcando una temporalidad incorporada y doliente, testigos de nuestra decrepitud y la muerte. Hay en ellas algo ensimismado y cruelmente puntual y en nosotros, como humanidad, un destiempo: la impuntualidad de los que sufren.

Todo idéntico, toque tras toque, sin tregua ni falta.
San Laureano ignora los pasos cada vez más lentos de mi padre,
el ahogo de mamá, el compás de su silencio,
los últimos anuncios funerarios que ellos no escucharon.

El templo y sus cicatrices, una herida mal cerrada abierta al público, cara oculta de la fe. También, usurpación de la devoción pasada y la construcción sobre las ruinas de la derrota, de lo usurpado.

O como en el templo de Artemisa, del que únicamente permanece una columna en pie y todos los elementos faltantes del templo son completados por la imaginación de una niña. La elipsis que custodia lo ausente en un pequeño retazo.

Ahí está su única columna en pie, en medio de las ruinas. Muñón, desamparo,
estupor. Y mientras todos retratan su decepción, ella suspira emocionada.
Imaginación, así llaman a esta niña incesante. Artemisa sonríe.

Quizás la única construcción perdurable sea, como “La sagrada familia” de Antoni Gaudí, una catedral inacabada, en obra permanente, lo orgánico frente a lo mortal rectilíneo. La amabilidad del cuenco, del fruto, sin agujas que hieran el cielo. Sin la violencia de nuestro anhelo vertical, de nuestra fe.

Antes del lenguaje, de la imposición de un nombre, fue el temblor. El temblor poético.

Antes de las palabras y su refugio,
antes de la frase y su redención
la carne fue temblor, descalabro, caída

Los templos vulnerables a la furia de los elementos con sus grietas por las que finalmente vuelve a penetrar la selva. La belleza arde: en este plano terrenal todo lo concebido para perdurar termina ardiendo.

El templo está en nuestros ojos y también en los oídos. Además de contemplar, Luz Helena Cordero Villamizar sabe escuchar la música del espacio, lo que susurran las piedras. Y esa música nos la traduce a un lenguaje poético condensado y preciso, reconstruyendo la totalidad desde el fragmento. Reliquias, la adoración de la astilla desprendida de la cruz.

Perdida la fe en esos templos humanos devorados por el fuego, la espada o el tiempo, queda el vuelo de los pájaros y tal como podemos leer en el poema “Del aire”,

Cuando casi habíamos perdido la fe
un vuelo tornasol quiebra la tarde

Asomémonos, pues, a contemplar esas aves silenciosas a través del corte luminoso que estas páginas abren en la mirada.

A través de todos los seres se extiende un espacio:
el espacio interior del mundo. Las aves vuelan silenciosas
a través de nosotros.
Rilke

 Valencia, 29 de agosto de 2024

Los templos derruidos de Luz Helena Cordero
Autora: Ángela García

¿A dónde fueron todos para dejarme aquí, oliendo el polvo de su sangre,

tan inocente y fatalmente condenada a su credo?

Todos hemos hecho parte de esta coreografía: entrar en una escultura de vacío resguardada por torres y muros con vitrales, campanarios y cúspides punzando el cielo, donde el tiempo murmura más con el jeroglífico de manchas y de herrumbre que con el eco de la aspiración de los espíritus. Entrar al templo, al hueco armado por el ansia, oloroso a cera, a humo, a incienso, todo lo que la pretendida nobleza que tienta lo divino quiere deparar a la real desesperación de innumerables ojos llorosos, de ayes sonoros y sofocados. Entrar, conjugar el verbo entrar… esta compulsión, este misterio del cuerpo en devoción, o inalcanzable consolación, la espiral de la entrega, el abandono a un dios, a una fe o al cúmulo más ordenado y perfecto del sinsentido. Luz Helena Cordero Villamizar lo ha hecho con la lámpara alerta del lenguaje.

Al lugar del culto accedemos cruzando grandes portones que se abren a la pertenencia de una fe o se cierran a su contraparte, la herejía, el paganismo, el ateísmo, los nombres que se han dado a los infieles. Aunque tenga las puertas abiertas el interior es sinuoso, sostenido por paredes invisibles, piedra con piedra de ley, más férreas que los muros milenarios. Luz Helena Cordero es una visitante obstinada en busca de ese bien ruinoso de la fe que los templos representan, esa caridad de cobre de los mercaderes de lo sagrado, ese procedimiento destructivo del silencio a nombre del silencio, esa arquitectura exquisita y olorosa a esperma consumida donde se cita el clamor colectivo, donde el oleaje de las oraciones erosiona siglo tras siglo el oro de las figuras esculpidas ribeteadas a precio de sangre, pilares marmóreos, arcos ojivales, bóvedas nervadas, toda esa monumentalidad humillante, “todo ese alarde, su imponencia”. Estos poemas inspeccionan la obstinación de la retahíla, las rogativas, el anhelo sin fondo tras la señal que promete el derecho a una felicidad sin límites, al reino definitivo e inalterable de la gracia.

Hemos conocido templos que nos transportaron en el tiempo. En su interior el humo de los incensarios se juntaba al espesor de las invocaciones, como un efluvio etílico que respirábamos, para no vernos con los ojos cotidianos, sino con los que tenemos al otro lado del cuerpo. Cada noche erigíamos un templo al que ingresábamos, descalzos, hasta hundirnos en las aguas del sueño, desde la infancia imaginativa, esa niña poseedora de la risueña grandeza. Sí, primero fueron las iglesias mismas que profanaron los templos, poniendo la espada junto a la oración.

El saludable escepticismo que irradia estas páginas es perentorio cada vez que como ahora vuelve a atribuirse razones divinas al genocidio. Y más apremiante es que reparemos el cuidado en la mirada más allá de los muros para abrirnos al bosque y al aire, a los lugares naturales donde todavía, todavía, se puede respirar sin ajustar nuestro andar a las rutas del lucro y al mercado del dolor.

Malmö, 2024

María Moliner, las palabras y la vida que nombran

Facsímil de la página XVI de la edición impresa del Diccionario del uso del español de María Moliner. “Esquema parcial del cono léxico” en la presentación de su diccionario. [Arriba].

Fichas de María Moliner. Hasta 1967 esa colección de fichas se convirtió en el diccionario de uso del español. Dedicó 16 años de su vida a escribir esta obra, con cerca de 80.000 entradas para el más singular diccionario, que no es un diccionario normativo. Imagen tomada de internet. [Abajo]

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Una niña nace con el siglo XX en una mínima aldea de Zaragoza. En sus primeras imágenes está la madre bordando iniciales en un mantel. No puede presentir que las letras y las palabras definirán su vida [Definir: «explicar lo que es una cosa con una frase que equivale exactamente en significado a la palabra que designa la cosa».]. Pasará su vida cazando palabras, buscando acepciones, sentidos. Además de vocablos, María cultiva geranios y coraje, experimenta el placer del conocimiento que se adquiere a contracorriente [opinar o actuar de modo opuesto al de la mayoría], imponiendo su carácter y su deseo a las limitaciones y barreras de una época oscura para las mujeres. Lucha por hacer una carrera universitaria contra los prejuicios, con sus limitaciones económicas y contra el tiempo. Estudia una licenciatura en historia y se forma como archivera y bibliotecaria.

Después de ocupar grises cargos en oficinas y en varios archivos, su talento y tesón la llevan a Valencia en donde se convierte en inspectora de bibliotecas rurales en la España Republicana, en esa explosión cultural que buscaba acabar con el alarmante analfabetismo, en particular de las mujeres, y sembrar el hábito de la lectura en la población. Años felices que pronto se ensombrecieron con las bombas, los asesinatos, encarcelamientos y juicios falangistas. María y su esposo fueron juzgados por “rojos” [«se aplica a las personas de ideas muy izquierdistas o revolucionarias; particularmente a los comunistas en la Guerra Civil Española, llamaban así los nacionales a los partidarios de la república; y así siguieron llamando a los adversarios del régimen de Franco. Rojillo»], fueron degradados en sus cargos, condición que debían agradecer, o qué otra cosa esperaban —les dirían—, si ya habían fusilado a Federico García Lorca —a quien conoció en un recital de poesía en la Residencia de Señoritas de Madrid—, ya había muerto Antonio Machado en la frontera tratando de huir, y muchos amigos habían tenido que ir al exilio [esa palabra a la que ella añadió la connotación política de la que carecía en el diccionario de la Real Academia Española].

La historia que sigue tiene lugar en los tiempos dolorosos de la Guerra Civil española, con toda su carga de miedo, censura e infamias. María está nuevamente en Madrid, esa ciudad que su amigo Dámaso Alonso marcó con los versos y las preguntas más tristes:

… Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla. / Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma, / por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid, / por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo. / Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre? / ¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?

Sobre tantos cadáveres, ella no puede quejarse. Ahora dirige la biblioteca de la Escuela de Ingenieros Industriales y quiere robarse el tiempo para sacar adelante la misión que se ha impuesto y que será la gran obra de su vida, aquella por la que pasará a la inmortalidad: elaborar el diccionario “de uso” del español, un diccionario que sea comprendido por todos y que salve los vacíos y las definiciones asépticas de la Real Academia de la Lengua. María Moliner pasará más de quince años elaborando fichas, tecleando, acopiando expresiones, contribuyendo al brillo de la lengua materna, hasta conseguir que en 1966 la editorial Gredos publique los dos pesados tomos que contienen ochenta mil entradas y que se convirtió en el glosario más consultado, incluso por los mismos señores académicos que no sabían dónde ubicar ni cómo nombrar a esta mujer que osaba desafiarlos.

Fueron ellos los que le negaron su ingreso a la Academia Española de la Lengua por la razón más académica de todas: ser mujer. Los medios, al tiempo que destacaban su trabajo, contribuían a subvalorarla refiriéndose a ella como a una artesana que lidiaba con fichitas, a una ama de casa que zurcía medias y había tenido la “intuición” de hacer un diccionario. Su amiga poeta Carmen Conde, la primera mujer que ingresó a la dichosa Academia, años después del rechazo de María Moliner, remarca las insensateces de don Juan Valera, «cuyas posaderas habían honrado el sillón I durante medio siglo», en su «decálogo sobre las aspiraciones femeninas». Decía el gran académico que «las señoras sabias» comprenderían que se les hacía un favor al no admitirlas, pues «si traemos a la mujer a las academias de hombres, tal vez encadenemos y amoldemos su espíritu al nuestro, despojándolo de originalidad… Además, «nada hay más agradable que la charla con las mujeres, bailar, jugar con ellas y hasta, si son ilustradas, discurrir con ellas sobre ciencias…». Encima había que agradecerles. Antes ya les habían negado el ingreso, entre otras, a autoras como Emilia Pardo Bazán o a Gertrudis Gómez de Avellaneda.

Después de salir a la luz su diccionario, no conforme con los comentarios elogiosos y el éxito en las ventas, María Moliner emprende la tarea de revisión, trabajo incesante que ocupa sus días y noches. Con dignidad rechaza un cuantioso premio de consolación que la misma Academia le ofrece. Muere quince años más tarde, ¡oh paradoja!, ¡oh ironía de la vida!, repitiendo vocablos sin sentido, triturando recuerdos hasta llegar a sus primeros años y quedar flotando en el silencio y la desmemoria, en rutinas circulares, conversando sin palabras con los geranios y el agua.

Se estaba. Quedando.
Sin palabras.
Vacía.

Detalle de la caligrafía de María Moliner, en la dedicatoria disponible en la “Sección de autógrafos” de la Biblioteca Popular Circulante Menéndez Pelayo. Disponible en la internet. Allí dice: “Vaya la expresión de mi cariño a la Biblioteca de Castropol, la de siempre, con fe en que los años heroicos dejarán mucho más que añoranza“. 

La novela de Andrés Neuman, Hasta que empieza a brillar, trae al presente y exalta a María Moliner. Hacer una ficción con su vida y obra es justicia poética. Esta es una novela histórica con el trasfondo de los sucesos políticos acaecidos en España durante las tres cuartas partes del Siglo XX, en la que se resalta el rol de las mujeres en el contexto académico y literario de la época, dominado por ideas y criterios androgénicos. La prosa es sugestiva, fluida, armoniza los datos históricos con el juego creativo de ficción que permite narrar sucesos cotidianos, pensamientos o diálogos imaginados que perfilan la inteligencia y la sensibilidad de los personajes.

En el texto hay un juego permanente con los sentidos de los vocablos, con el múltiple significado de palabras y expresiones, una mezcla entre filología y acontecimientos, licencias irónicas, juegos verbales, humor. Cada tanto el autor introduce fichas con definiciones de palabras claves que María Moliner resignifica o completa y que, dice Neuman, conforman un diccionario biográfico, pues permiten leer las acepciones y ejemplos a la luz de la historia y la experiencia de la protagonista. Bella conclusión que trasluce la investigación que hay de fondo, el conocimiento, la sensibilidad que tiene el autor respecto a su personaje.

María Moliner recupera la vitalidad de la lengua, la acerca al sentir, a la experiencia. Entre los ejemplos que da el autor está la definición de “Amor”. Mientras que la Academia lo define de manera fría como “afecto”, sentimiento experimentado por una persona hacia otra, ella agrega: «alegrarse con lo que es bueno para ella y sufrir con lo que es malo». A “patria” también dio las connotaciones políticas que le hacían falta. Redefine palabras como “mujer” y “matrimonio”, limpiándolas de implicaciones excluyentes y moralistas Porque las palabras no son partículas frías, objetos neutros, desprovistos de ideología o de sentimientos. Una mujer quiere redefinir las palabras para nombrar la realidad, el mundo, para hacer notar lo que se omite, para dar énfasis en lo que se silencia. En el verbo “contestar” añade una acepción, no incluida por el diccionario de la Real Academia Española: «oponer alguien objeciones o inconvenientes a lo que se le manda o indica: Haz lo que te dicen y no contestes.

Podríamos decir que la vida de María Moliner es una continua interpelación, se toma el derecho de preguntar y de responder y con ella se identifican muchas mujeres. Así lo escribe Neuman: «Muchas lectoras parecían haber adoptado su diccionario como algo más que un libro de consulta: para ellas tenía cierto carácter de manifiesto cotidiano, de rebelión secreta. Quizás era una forma de recuperar, palabra por palabra, todo el lenguaje que les habían quitado».

Aunque la narración sigue la cronología de los acontecimientos históricos y de la vida de María Moliner, la estructura de la novela presenta la particularidad de fragmentar un hecho que el autor ha querido remarcar y es la visita que le hace su amigo, el poeta Dámaso Alonso, presidente de la Academia de la Lengua, para disculparse con ella por el rechazo que obtuvo su candidatura. El relato de esta visita se divide en cuatro partes, con diálogos entrecortados, expresiones vacilantes del poeta, y acotaciones punzantes por parte de María. Con este recurso se genera suspenso y se enfatiza uno de los temas centrales de la novela: la misoginia en el campo literario y académico.

—A ver. Algunos compañeros opinan que, en este momento, nos hace más falta un gramático que una lexicógrafa.
—Ajá. Muy sutil de su parte.
—Otros han recordado que en la Academia Francesa tampoco hay mujeres, y nadie arma un escándalo por eso.
—O sea, de Francia sólo podemos copiar lo malo.
—Y otros dijeron, bueno, que recibiste ayuda externa. Que no lo escribiste sola, vamos. Y me miraban a mí.
—Qué caraduras. La Academia tiene un ejército de colaboradores. Y ninguno de sus miembros le ha dedicado al diccionario ni una mínima parte del trabajo que yo he puesto en el mío.

En enero de 1979 Carmen Conde pronuncia su discurso ante la Real Academia y reivindica el nombre y la obra de sus predecesoras desaparecidas y rechazadas. Dice a los encorbatados: «Vuestra noble decisión pone fin a tan injusta como vetusta discriminación literaria» y enseguida pasa a destacar la obra poética de Gertrudis Gómez de Avellaneda, de Carolina Coronado y de Rosalía de Castro, además de otros poetas españoles, destacando los temas universales y los sociales como fuente de estas poéticas, controvirtiendo el prejuicio y demostrando que las escritoras no «se conformaban con los temas predeterminadamente femeninos». Concluye el homenaje así: «¡Quien pudiera realizar el prodigio de que fueras tú, Rosalía tan querida, la que ocuparas el sitio que el destino negara a tantas que, como tú, lo merecieron antes y mejor que yo!».

Hasta que empieza a brillar es un bello e inteligente acercamiento a María Moliner y a su época. El autor, que también es filólogo, nos da luz para entender que un diccionario no es ese mamotreto frío y tedioso que abrimos cuando no queda otro remedio y que muchos hoy ni siquiera conocieron. Andrés Neuman nos seduce y nos convence de que el diccionario Moliner alberga la vida y el poder de las palabras. También por eso el título de la novela merece citar la fuente poética que lo inspiró:

No conozco nada en el mundo que tenga tanto poder como una palabra. A veces escribo una y la miro hasta que empieza a brillar.
                                                                                                                                                                                                           EMILY DICKINSON

Bogotá, mayo de 2025

María Moliner con su diccionario. (Imagen pública disponible en internet)

Detalle de la carátula del libro de Andrés Neuman: ‘Hasta que empieza a brillar’. Alfaguara, 2025. 296 páginas.

Imposible no sentir frío

Casa tradicional campesina / Paisajes de Hallasan en las montañas en la Isla de Jeju, Corea del Sur.  Imágenes de dominio público, disponibles en internet. 

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Hay atmósferas literarias que logran traspasar las palabras y se convierten en sensaciones vívidas. Una suerte de ilusionismo sin más trucos que el peso de las imágenes, que la fuerza de las descripciones y el arrebatador encanto de la escritura al crear mundos y hacer que los lectores vivan dentro de ellos.

En Imposible decir adiós, la novela de Han Kang, el frío se toma mi cuerpo; el castañetear de dientes de una mujer se ha convertido en mi escalofrío; su periplo bajo una tormenta de nieve ha convertido mis pies en bloques de hielo; debo soltar el libro porque mis manos se congelan. Recuerdo entonces una sensación semejante que tuve hace varios años al leer un cuento de Jack London, ese maestro de la narración que nos lleva a experimentar los rigores de la naturaleza en sus textos. En “Encender una hoguera”, uno de sus cuentos inolvidables, viví el frío extremo.

Un hombre sin nombre, al que define como chechaquo, novato en lengua indígena, explora bosques maderables y recorre a pie las nieves del Yukón en Alaska. No sabe a lo que se enfrenta porque, así lo dice London, carece de imaginación. «Cincuenta grados bajo cero se reducían para él a eso… a cincuenta grados bajo cero». Pero el autor nos aclara que la temperatura no era siquiera de setenta y cinco grados bajo cero porque el punto de congelación es de treinta y dos grados Fahrenheit, lo que equivalía a experimentar ciento siete grados bajo el punto de congelación. El hombre ignora lo que su perro esquimal sabe por instinto. Y un hombre no debe viajar solo en esa región con esas temperaturas, le han dicho. Basta con que un pie se hunda en el agua helada. Y eso le acaba de ocurrir.

Debe encender una hoguera o pronto sus pies se convertirán en hielo. Pero hacer una hoguera implica detenerse, saber que el corazón disminuirá sus latidos y, lo que es peor, tener que quitarse las manoplas. Con dificultad logra encender la llama porque «entre su cerebro y las yemas de sus dedos quedaba escaso contacto». Antes de que el fuego se avive una rama deja caer sobre la débil lumbre su carga de hielo. Sus dedos muertos ya no pueden coger las cerillas para intentarlo de nuevo y, después de varias angustiosas tentativas, desperdicia todos los fósforos de azufre que lleva consigo. Ahora solo le queda matar el perro para meter las manos dentro de sus entrañas calientes. Pero las manos son ya cosas ajenas que le cuelgan y no le obedecen. Decide correr sin pies y su desesperado vuelo lo hace caer de bruces sobre la nieve. El perro no entiende nada, hasta que olfatea la muerte y corre hacia el campamento. El cuento avanza de la ironía a la insensatez, del congelamiento a la angustia, del sufrimiento a la impotencia, hasta dejarnos ateridos y desconsolados en las últimas líneas. Un hielo glacial nos recorre el cuerpo.

 

Un shima enaga (o el carbonero coreano), una pequeña ave esponjosa endémica de Corea y Japón. 

Vuelvo a la novela de Kang que está plagada de frío de principio a fin. Su primera frase es: «Caía una nieve rala» y en la última página alguien intenta prender una cerilla en medio de la nieve. Porque la nieve es un personaje central, como lo son Gyeongha e Inseon, las dos amigas que tejen y revelan la memoria dolorosa de Corea. El frío no solo está en la atmósfera; está en los miles de cuerpos anónimos de las fosas comunes, en el estremecimiento que provocan sus relatos, en la pesadilla de Gyeongha y su necesidad de darle forma y voz al espanto.

Son permanentes las alusiones a la naturaleza de la nieve, las descripciones minuciosas y bellas que nos hacen sentirla en la piel, verla brillar, hundirnos y rodar por hondonadas de hielo. ¿Cómo se forma un copo de nieve? Basta una mota de polvo, una partícula de ceniza microscópica, una molécula de agua, para formar un cristal de estructura hexagonal. Un copo de nieve encierra los sonidos y hace brotar el silencio, refleja la luz. La nieve no es etérea, su corazón es como un grano de sal y su peso es el de una gota de agua. Esto nos dice de modo minucioso, delicado.

También son reiteradas las menciones a la nieve como escenario de búsqueda, de miedo y horror.

 Mi madre me contó que aquel día aprendió, de una vez y para siempre, que cuando alguien se muere y su cuerpo se enfría la nieve se acumula sobre sus mejillas y la sangre se escarcha.

Gyeongha narra su periplo en la isla de Jeju, camino a la casa de Inseon, para cumplir con un encargo que su amiga le ha hecho. Mientras intenta llegar, rastrea entre la realidad y el sueño, se hunde en la pesadilla, se equivoca de sendero, rueda y cae en un pozo de nieve sin fondo. «La nieve me cubre la cara como si estuviera muerta». Se oye el castañeteo de sus dientes, los copos de nieve entran en sus ojos, no sabe dónde se encuentra ni hacia dónde debe ir. Quizá va al pasado, más de setenta años atrás, cuando asesinaron treinta mil personas, quizá cien mil o un poco más, o cuando tuvo lugar la guerra y fusilaron cientos de personas en la playa, o unos años después, en tiempos de otro terror en que llenaron las cuevas y las galerías de las minas con miles de cuerpos. Este continuo de violencias se superpone, se confunde, se actualiza.

No sé cómo las pesadillas se alejaron de mí. No sé si es que yo gané al fin la batalla, o si es que tras dejarme destrozada, pasaron de largo. Simplemente empezó a nevar debajo de mis párpados. Simplemente la nieve se arremolinó, se acumuló y se congeló.

El estremecimiento no es solo a causa del frío sino de los testimonios, de las voces que narran el pavor, que brotan de las cartas, de las fotografías y de los documentos reunidos por Inseon para sus documentales. Las voces se van desgranando al mismo ritmo de la nieve sobre los párpados, sobre la conciencia de su Gyeongha y sobre los lectores. Las dos mujeres, la escritora y la documentalista, se han propuesto sacar a la luz hechos dolorosos que las presentes generaciones quieren olvidar. La literatura y el arte son la memoria viva de los tiempos oscuros; la llama que derrite la nieve y permite ver lo que permanecía sepultado.

«Yo creía que mi madre era la persona más débil del mundo —dice Inseon—, pensaba que era como un espectro, alguien muerto en vida». La madre arrastra el peso de lo acontecido a tres generaciones y no ha cesado en la búsqueda, en el esclarecimiento de los hechos e Inseon sabe que es su deber continuar su legado. ¿De qué otro modo explicar la tenacidad, la persistencia, la necesidad de nombrar? Gyeongha ha descubierto que su pesadilla coincide con los hallazgos de su amiga. ¿Qué puede surgir de esta amalgama entre la historia real y el delirio?

Han Kang construye una trama enrarecida en la que los lectores la seguimos a ciegas, yertos de frío y expectantes, experimentando el dolor en los huesos, el sofoco, la necesidad de una luz esquiva que no aparece en los senderos ni en la casa solitaria de Inseon, plagada de relatos, de sombras y de espectros. Pero ¿por qué ha ido Gyeongha hasta esa casa solitaria, en medio de una tormenta de nieve, y qué misión le ha encargado su amiga, recluida en el hospital? El motivo parece pueril. Le ha pedido dar agua a un pájaro. Es cuestión de vida o muerte.

Me pregunté cómo estaría el pájaro. Inseon me había dicho que para salvarlo debía darle agua en el día de hoy.
           Pero ¿hasta cuándo duraría el día de hoy para un pájaro?

¿Dar agua a un pájaro justifica un viaje de riesgo entre Seúl y Jeju, bajo la ventisca, extraviarse, rodar por una pendiente, terminar casi sepultada bajo la nieve, bajo el peso de relatos y años tan dolorosos? La respuesta que nos da la autora es que sí. El pájaro lo justifica todo y quizá el pájaro es el arte, el vuelo, ese desplegar de alas en busca de todos los sentidos.

Cogí la varita de madera astillada entre los dedos y volví a raspar la cabeza del fósforo contra la cajita. Entonces surgió un fogonazo como un corazón palpitante, como un capullo de flor vibrante de vida, como el aleteo del pajarillo más pequeño del mundo.

 Bogotá, febrero 2025

 

Carátula de la edición coreana original de “Imposible decir adiós”, publicada en diciembre de 2024 por Random House, traducida al castellano por Sunme Yoon. La versión  en inglés se titula “We do not part [No nos separamos]”.

La tristeza de Feliza Bursztyn

Feliza Bursztyn. Chatarra de hierro, 1980. 168 x 165 x 50 cm.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Antes de leer Los nombres de Feliza de Juan Gabriel Vásquez, tenía un vago recuerdo de la escultora Feliza Bursztyn. Sabía que vivió sus últimos años en zozobra por la compleja situación sociopolítica colombiana. El final de los años setenta del siglo pasado fue uno de los períodos más aterradores del país, antes de que se hablara de terror de Estado. Era el tiempo del Estatuto de Seguridad, declarado por el presidente Julio César Turbay Ayala —qué mal sabor en la boca al pronunciar su nombre—, cuando se incrementó la violación abierta y reiterada de los derechos humanos. La pesadilla de los allanamientos, detenciones ilegales, torturas, desapariciones y crímenes de Estado era el pan de cada día. El horror de los consejos verbales de guerra y las tenebrosas caballerizas de Usaquén. Muchos campesinos, sindicalistas, estudiantes e intelectuales fueron perseguidos y vigilados. Y los artistas, fueran militantes, simpatizantes de izquierda o solo voces críticas, terminaron involucrados, víctimas de un régimen político represivo y autoritario, al mejor estilo de las dictaduras militares del resto del continente. Feliza fue una de aquellas víctimas.

¿Quién era esta mujer irreverente, de carcajada insolente, capaz de convertir la chatarra en arte? La novela de Juan Gabriel Vásquez, mezcla de relato periodístico, biografía y una necesaria dosis de ficción, logra rescatarla de un inmerecido olvido y de la maledicencia de esa época oscura de nuestro país. La enaltece como artista y mujer, guerrera de los símbolos, que comandó su vida y su destino, hasta que el exilio forzado logró doblegarla, quebrar su vitalidad.

Las cinco partes de la novela se entretejen fluidamente, perfilan el personaje, narran sucesos claves de las diferentes etapas de su vida, develan secretos, pensamientos y emociones a los que no tendríamos acceso si no fuera por el arte literario. Además de su familia, están allí otras personalidades del ámbito cultural y artístico que conformaban el mundo de Feliza: Gabriel García Márquez, Alejandro Obregón, Marta Traba, Álvaro Cepeda Samudio, Edgar Negret, Luis Caballero, o Jorge Gaitán Durán, con quien tuvo un romance que el poeta incorpora en bellos versos. Porque estaban “enamorados como dos locos, / dos astros sanguinarios, dos dinastías / que abiertas se disputan un reino…” .

La historia de la escultora discurre de manera directa y sencilla por las páginas de Vásquez. Se alternan los tiempos, se utiliza un narrador externo que se basa en entrevistas, testimonios y documentos, junto a otro narrador homodiegético que le permite al autor hablarnos de sus motivaciones y de las circunstancias en las que escribió la novela. No hay grandes pretensiones, solo el prodigio de darle voz a Feliza, caracterizar su época, exaltar su personalidad, el coraje para librarse de ataduras, enaltecer su arte por encima de las circunstancias que vivió. En fin, devolverla a la vida, traerla al aquí y al ahora. Qué otra cosa podemos pedir a la literatura sino es completar el pasado y luchar contra el olvido.

En la columna periodística escrita días después de la muerte de la escultora en enero de 1982, Gabo nos cuenta cómo la encontró en sus días de exilio en París: «Estaba atónita y distante, y su risa explosiva y deslenguada se había apagado para siempre. Sin embargo, un examen médico muy completo había establecido que no tenía nada más que un agotamiento general, que es el nombre científico de la tristeza».

Pero ¿por qué murió de tristeza? El viaje que propone Juan Gabriel Vásquez, a través de su vida hasta aquella noche final, es su respuesta a esta pregunta. Estremece recorrer sus páginas, revivir pasajes sombríos de nuestro país. Sobre todo, el viaje nos permite descubrir y comprender a Feliza y empezar a amarla. La literatura la trae de vuelta, como esas piedras preciosas que subyacen en la arena. Porque la palabra bursztyn en castellano significa ámbar, esa resina en la que viajan milenios, noticias, insectos… memoria cautiva, alianza de dureza y ternura…

Enero de 2025

Vásquez, Juan Gabriel. “Los nombres de Feliza”.  Alfaguara, 2024. [Carátula del libro]

Minicuentos autores universales 51

Minicuentos para arrullar gigantes 

Episodio 51

 Selección y voz: Luz Helena Cordero Villamizar

  Edición: Efrén Piña Rivera

   Imagen: Sticker fin film. 

Tema musical: “Greeny”, interpretada por John Mayall & the Bluesbakers. Autor: Peter Green. Del álbum: “Cruzade (Deluxe edition)”, Prod. Mike Vernon,  UMC, Decca, 2007.

JUAN CARLOS GARCÍA REIG (Mar del Plata, 1960 – 1999).
Sus cuentos han sido incluidos en libros de texto para la enseñanza de una literatura de factura perfecta y sorprendente en la que cada palabra se escoge como una piedra preciosa. Fue un escritor de género fantástico que apostó por una narrativa breve de gran calado, que lo ha trascendido. Fue corta su existencia. Quizá no alcanzó a terminar su último cuento.