Cuando la profesora nos dijo que al día siguiente haríamos un viaje, el júbilo fue total. La gritería y el parloteo no me dejaron oír hacia qué sitio nos iban a llevar. El anuncio de un cambio de escenario nos provocaba emoción, ganas de saltar, de salir corriendo para contarle a mamá. Esa felicidad provocada por la ruptura de la monotonía y que en los niños siempre es el anuncio de aventuras.

Cursaba segundo primaria en una escuela pública de construcción vetusta, pisos de cemento, paredes húmedas y desteñidas, techo alto con vigas de madera, pupitres desvencijados en los que nos acomodábamos por parejas. Todo lo que mirábamos nos contaba una historia antigua, varias generaciones de niños habían desfilado por estos largos y oscuros corredores en los que nos gustaba gritar para escuchar la voz multiplicada. Para entonces aún no conocía la historia de la ninfa Eco, condenada eternamente a repetir la última palabra. El hecho es que el juego de las voces nos divertía y varias veces nos costó los alaridos de la prefecta de disciplina, una señora pálida de rostro amargo que solo recuperaba la alegría cuando se colgaba de la oreja de algún muchachito hasta hacerlo chillar.

En el patio del fondo estaba la huella de tantas carreras, juegos descompuestos, la cancha de micro con su piso de tierra, la avalancha de recreos con las gotitas de sudor en las cabezas. El tren de los años recorriendo los mismos salones, el patio central de las filas del orden, tomen distancia, no se atropellen, no corran, la campana que gobernaba el silencio.

La profesora nos insistió que para nuestra salida debíamos guardar el juicio y las debidas formas al dejar el salón, caminar en silencio, despacio, con el brazo derecho extendido y tocando el hombro del compañero del frente. Ante el menor desacato, regresaríamos de nuevo y la salida sería cancelada. Algunos preguntamos si debíamos traer lonchera, ella respondió con un no rotundo.

Con la gran expectativa, que era como un revoloteo en el corazón, llegamos al día siguiente. Todo se hizo como estaba previsto. El largo gusano que se bamboleaba de contento inició su lento avance por los corredores de la escuela, pies en cámara lenta, cuerpos enlazados. De pronto hubo un alto para cambiar de dirección. Las negras cabecitas pararon a un tiempo, sin comprender. No nos dirigíamos hacia la calle sino en sentido contrario. El desconcierto nos nubló el entusiasmo. La alta cabeza de la profesora nos guiaba hacia el fondo de la escuela, más allá de la cancha, hacia un lugar vedado y desconocido. La fila penetró por un estrecho pasillo, captó un olor a madera húmeda, se vio envuelta en una repentina oscuridad. A lado y lado, las manos tanteaban el frío de las paredes. Tuve la impresión de que estábamos ingresando a un laberinto. La fantasía trocó mi entendimiento: ¿Y si al fondo se abría el techo y un ser alado nos esperaba para un viaje a regiones desconocidas?, ¿y si al final del pasillo había una gruta llena de enanitos? ¿Qué tal si todos empezábamos a disminuir de tamaño hasta pasar por el ojo de una aguja? ¿Y si la profesora era una bruja que nos llevaba derecho hasta la cueva de un ogro?

El misterio estaba a punto de ser develado. Mis amigos estaban igualmente sorprendidos. Sentí el pellizco de Mariana en la cintura. Me turbé, hasta me pareció escuchar un llanto entrecortado en la cola del gusano. La marcha se detuvo. Vi cuando la inalcanzable maestra se paró ante una pequeña puerta. En sus manos apareció una llave maravillosa, como esas que había visto -lo de ver es un decir- cuando me contaban sobre castillos encantados. Era una llave dorada con cabeza en forma de corazón, tan grande que debía ser sostenida con las dos manos y terminaba en una punta con varios dientes. Cuando se introdujo en el ojo de la cerradura y giró, desprendió unas chispas brillantes como polvo de oro. Estuve a punto de gritar. No sé si mis compañeros vieron lo mismo. ¡Abracadabra! La puerta se movió, crecía a medida que se iba abriendo y del interior nos sopló un aire. Adentro todo estaba sumido en la oscuridad. La maestra entró, se encendió una luz y lo que vimos nunca se irá de mi cabeza.

El recinto era pequeño, cálido, estrecho al ingreso. Por arte de magia, las paredes se ensancharon y ante nuestros ojos se alzaron gigantescos estantes de madera. Algo en el piso silenció nuestros pasos. Estábamos sobre una mullida alfombra roja que despedía olor a cosa nueva, de esas que invitan a tocar y a dar botes. Al levantar la mirada vi que los muebles estaban repletos de libros. Empezamos a vociferar, nos tumbamos en el piso, nos empujamos unos a otros. Ahí fue cuando la profe interrumpió la algarabía.

Ahora ella se hizo pequeña. Sentada en la alfombra nos dijo que ese lugar era un regalo para todos. Nos invitó a recorrer el salón, a curiosear entre anaqueles y rincones, a dejar que el silencio nos envolviera para que pudiéramos oír las voces de los libros, porque ellos estaban vivos, venían de remotas regiones y de lejanos tiempos y solo esperaban el momento de ser abiertos. Que éramos libres para cogerlos, abanicarlos, sentir su olor, meternos dentro de sus páginas y escuchar sus palabras. Cada libro buscaba su lector y eran ellos quienes nos iban a escoger, nos tomarían de la mano para llevarnos a un sitio sobre la gran alfombra. Finalizó diciendo que estuviéramos atentos porque ese día iniciaríamos un viaje maravilloso y tal vez algunos no querríamos regresar. Esto no pude entenderlo y me dio un poco de miedo.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí. Solo sé que no me quedé abajo como la mayoría. Me encaramé porque vi un libro lleno de colores, lo seguí hasta un rincón y en sus páginas se abrió un agujero negro. Pasó una noche tras otra, vinieron días sin sus noches, recorrí madrigueras, hablé con comadrejas y duendes, una niña gigante me enseñó los secretos para cambiar de tamaño, deambulé por jardines con flores parlanchinas, fui a convites con liebres y tortugas, estuve a punto de perder la cabeza. Y cuando pensé volver, se abrieron otros caminos con tantas historias, todas interminables. Me vi en el Templo de las mil puertas, en busca de mi deseo más profundo. Entonces comprendí que nunca encontraría la puerta de regreso a la vieja escuela.

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