Detalle de “Zapatos viejos” de Vincent Van Gogh

Papá era alto como un pino. Tenía piel morena, ojos de un negro renegrido, en la cabeza le alumbraban algunas canas que insistía en que mamá le arrancara. Le ponía la cabeza entre las piernas y se quedaba quieto para dejar que ella le escarbara buscando el blanco para arrancarlo de un tirón. Él no hacía gestos. Yo los miraba y a veces le ayudaba a mamá en el trabajo de la búsqueda.

– Mire! ¡Aquí hay una! ¿Se la arranco?

– Bueno, pero con cuidado.

Halaba muy suave, como si fuera en mi propia cabeza y nunca lograba quitarle una cana. Tenía miedo de que le doliera. Soñaba que a papá se le caía todo el pelo, que estaba calvo, que yo tenía una mata de pelo blanco entre los dedos y él me acusaba de su desgracia. El sueño se repetía una y otra vez.

Papá era el único zapatero de la región. Componía las zapatillas de las señoras que lo buscaban con afán para entregarle tacones rotos, suelas casi transparentes, pedazos de cuero que rescataban de los baúles, con los cuales querían armar sus más preciosos zapatos.

Papá tenía la paciencia del santo Job. Para él nada era imposible: sacaba de la nada tacones, desaparecía agujeros, cosía moños y, al final, las señoras daban un grito de felicidad.

Él siempre usó los mismos zapatos. Porque cuando se estaban quedando viejos volvía a componerlos, haciéndolos eternos.

Yo pasaba tardes enteras viéndolo martillar, coser, pegar. Sus manos se movían rápidamente, a pesar de que no tenía ninguna prisa. Ser zapatero parecía el oficio más lindo del mundo. Pero siempre pensé que cuando fuera grande no sería zapatero. Tal vez porque me parecía un trabajo bastante solitario, porque no soportaba el olor del pegamento, o posiblemente porque presentía el final.

Mientras martillaba me hacía historias interminables de señores de cuello blanco y de señoras de porcelana que habían desfilado por su taller. Conocía en detalle sucesos de la vida del pueblo, mentiras dichas por años, secretos políticos, amores y venganzas.

Una vez vino a su taller un tipo de figura monumental, que daba la idea de ser o haber sido militar. Traía unas botas negras cubiertas de polvo, descosidas de tanto camino. Quería componerlas. Le habían contado que papá era el único zapatero del pueblo. Habló lo necesario. Necesitaba que le cosiera las botas máximo en diez minutos.

– ¿Diez minutos? Pero unas botas descosidas en tantos días no pueden coserse en diez minutos. Es más fácil que se compre otras.

– Es cuestión de vida o muerte.

– Mire, si la vida o la muerte dependieran de unos zapatos, yo, que todo lo compongo, me haría inmortal -contestó papá con aire de burla.

– Allá usted si no me cree, pero necesito tenerlas en diez minutos y ya van siendo dos.

Papá hubiera querido mandarlo a freír espárragos, tuvo deseos de lanzarle las botas por la ventana, pero algo que venía de los ojos del hombre lo hizo contenerse y empezar su labor. Tomó una enorme aguja con la que podrían coserse las llantas de un tractor y se dio a su tarea. El hombre descalzo parecía un niño indefenso. Estaba sentado sobre una butaca y movía las piernas haciendo el sonido de una hamaca. Papá se estaba poniendo nervioso. Quiso ponerle conversación.

– ¿Viene de un largo viaje?

– Es posible que venga, o que vaya para un largo viaje.

Papá no era un hombre de enredos. Le gustaban las cosas claras. Por eso le molestó la respuesta del hombre. Decidió quedarse callado para no entrar en polémica. Coser exigía concentración.

Habrían transcurrido siete minutos cuando la primera bota estaba cosida. Ahora había que echarle un poco de pegamento.

– No la pegue. No voy a tener tiempo de esperar a que se seque.

– Como usted quiera.

Tomó la segunda bota entre las manos. Perforó el cuero con la aguja, dio las primeras puntadas.

– Déjela así. Ya pasaron los diez minutos.

Papá cortó el hilo y le alcanzó la bota. El hombre se la calzó de prisa. Dejó unas monedas sobre el mostrador y salió. No habían pasado dos segundos cuando regresó nuevamente.

– Gracias, hizo un buen trabajo.

Papá no salía de su asombro. Tuvo la impresión de que había hecho una tarea para el demonio. El resto de la tarde estuvo pensando de dónde habría surgido ese hombre y hacia dónde iría. Casi todos sus clientes eran personas conocidas.

Cuando estaba a punto de cerrar el taller, recibió la visita del teniente Martínez, acompañado por el notario del pueblo.

– Pedro, ¿así que quiere meterse en problemas?

No entendió lo que escuchaba.

– Teniente, no me venga con amenazas que está parado en mi taller y no tiene ningún derecho de hablarme en ese tono.

Se enfrentó a los ojos del teniente. El notario intervino:

– Hay un hombre muerto a dos cuadras de aquí y tiene unas botas donde aparecen las huellas de sus dedos. Era un chulo liberal.

No tengo nada que ver con el asunto. Hice mi trabajo y por eso nadie puede ser condenado.

– Usted estaba en el deber de denunciarlo -añadió el teniente.

– No tenía por qué saber que era liberal y aunque lo hubiera sabido, no tenía por qué denunciarlo. Sólo me meto en asuntos de zapatos, zapatillas, botas, botines y todo lo que se arrastre en los pies. Por favor, salgan de aquí, que estaba a punto de cerrar.

Los hombres se fueron con una cara de disgusto. Papá cerró el taller y se fue caminando hacia la casa.

Días después alguien le contó que el hombre muerto a dos cuadras de su taller era Antonio, que se había ido del pueblo hacía varios años, cuando era un adolescente, para unirse a las guerrillas liberales que luchaban contra los conservadores. Su madre, una anciana solitaria, se encontraba postrada por una terrible enfermedad.

Aquel día Antonio llegó al poblado para visitarla. Le habían informado que hacia las tres de la tarde, hora en que la policía se acuartelaba en la estación, las calles se encontraban solitarias y podría atravesar la plaza para dirigirse a la casa de la madre. Eran las tres menos quince y decidió dirigirse al taller del zapatero para no exponerse a la mirada de las gentes. Allí esperó el tiempo necesario. El zapatero no lo reconoció porque la vida del monte le había endurecido las facciones y la voz.

Cuando entró en la casa lo recibieron diez puñaladas. Lo que él nunca supo fue que su madre había muerto hacía varias semanas y desde entonces dos hombres lo esperaban pacientemente.

– ¡Si por lo menos me hubiera contado quién era y a qué venía, yo le habría evitado la terrible sorpresa! -decía papá con un tono de amargura en la voz.

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