La eterna miseria que es el acto de recordar
Virgilio Piñera
Todos los días lo mismo levantarse
tomar café bañarse vestirse salir
a caminar lo mismo todos los días
lunes martes miércoles la misma
brutal resurrección después de una
madrugada de muerte todos los días…
la inmortalidad del miedo y la rueda dentada
de la repetición todos los días lo mismo
todos los días lo mismo todos los días…
Alberto Rodríguez Tosca
Y como todos los días por las mañanas, salgo a la esquina de la calle veintitrés con cuarta a buscar el taxi que me llevará a la rueda dentada del trabajo, en la que me pierdo y me descabezo tantas veces, hasta que el atardecer me permite sacar del cajón otra vez el rostro que sonríe y contemplar las sobras de la luz roja que la tarde gotea, antes de embutirme de nuevo en el carro que me vomita en la misma calle, que a esa hora ya tiene aroma de espanto, ese que llevan en los ojos y en las manos los transeúntes bogotanos que van deprisa a recuperar el hueco entre su cama, el mismo espanto que cargan a la espalda los habitantes que construyen su cama de sombras en el hueco de la noche. Y en ese ir y venir me tropiezo con Alberto Rodríguez Tosca, que luce como un alma en pena. Lo llamo Albertico, haciendo eco del cubaneo. Sé que somos vecinos pero él elude la referencia. Tiene una sonrisa retraída, casi discordante con esa mirada de brillo tan negro, en la que es difícil saber si se asoma un espejismo o está a punto de llorar. Si no supiera que es poeta me molestaría un poco su silencio cuando le digo que pactemos una cita para conversar, pues ahora la rueda me atropella. Sigue parado en la esquina, no puede leer mi afán o no le importa. Me habla de publicaciones, de amigos cubanos que conozco por ese azar concurrente, menciona historias en las que soy protagonista, sin saberlo. Ríe esta vez con picardía. Delata a un amigo suyo de bohemia al contarme que una madrugada lo acompañó a pararse frente a las torres para gritar su delirio, con la esperanza de que en alguna ventana, en algún piso de los veintiseis, en algún apartamento de los trescientos, yo lo estuviera escuchando. Cuando el taxi me arrebata de su lado le tiro un beso por la ventana y lo veo clavado en la calle como un árbol al que están a punto de talar.
Albertico dice que nos conocimos una noche en la casa de una amiga común. Yo digo que lo conocí a través de sus versos. Pero no cuando leímos juntos en aquel cafetín; no cuando compartimos espacios a donde van los poetas a gorrear una cerveza, a machacar las mismas palabras, a entremeterse los unos en los otros. No lo conocí aquella mañana en que hablamos de escritores cubanos, de la muerte y el destierro; no el día que intercambiamos libros, revistas, evocaciones de esa Habana de ficción y poesía, o el amor por la Cuba hecha cuento y canción. No fue cuando lo vi rodeado de discípulos, copa en mano, boina en cabeza, como cualquier cristo que imparte bendiciones, da consejos, corrige una palabra aquí, suprime un adjetivo allá, anima o reanima al bardo caído, reforzándole los signos de admiración. Tampoco lo descubrí cuando alguien me dijo que era un tremendo poeta, un maestro de la palabra y de la amistad.
Sé que nos conocimos antes. Quizá en Trocadero, en Colón o El Vedado. Una noche caminamos juntos por El Malecón, con el viento en contra, humedecidos de manera intermitente por la brisa y lanzados casi a la desnudez por los brazos de las olas que atraviesan la avenida. Hay señales de precaución pero mi emoción de estar allí es más fuerte que el pudor o el miedo. Es la única vez que le he escuchado una carcajada. Entonces me dejo arrastrar, no hasta un lugar sino hasta un nombre, retrocedemos hasta un tiempo lleno de contenido: el Gato Tuerto, el sitio en el que “hay una noche dentro de la noche”, según Virgilio Piñera. A esa hora el bar está casi vacío. ¿Qué asiento prefieres? ¿El de la felicidad o el de la desdicha? –me pregunta Alberto, parafraseando el poema de Piñera – mientras saca del bolsillo el libro La isla en peso. No es un dilema -respondo- cuando llegue la desdicha dile que no estoy. Porque “hay también el horrendo asiento de la espera” – añade- y hace tiempo lo tengo reservado para mí. Con una risa cómplice hacemos el primer brindis, pero a medida que van llegando más y más gentes “con ojos como prismáticos, con bocas como ventosas, con manos como tentáculos, con pies como detectores”, entiendo que una tristeza profunda lo embarga y después de un parpadeo veo que ya no está allí, se ha fugado del instante y de mi ensoñación.
Vuelvo a verlo en Bogotá, en la Séptima con Jiménez, le pregunto por su isla y saca de su chaqueta nuevamente el libro de Virgilio, y siguiendo el juego verbal, añade que del peso ya no le queda nada. Su humor hace doler un poco. Siento que tenemos la memoria común de un mundo narrado por otros, como esos recuerdos ajenos que a fuerza de escucharlos terminan siendo propios, como esos sueños reiterativos que forman parte de la memoria de lo vivido. Su rostro desencajado revela noches de insomnio, la angustia del día, el hambre, no de pan sino de ese “caballo de coral” que pasa por los ojos del pescador en el cuento de Onelio Cardoso. La barba descuidada, la pátina de su piel, el desgano en el paso, todo en él habla de estar aquí por equivocación, por extravío, preso en el país de las desgracias, errando en la ciudad de la indolencia, aprisionado entre los cerros plomizos, estrellándose “con un muro de gente”. Lleva ese rostro tan amargo como una gota de Silva, también busca su sombra que divaga y sigue sin entender que ninguna calle de esta fea ciudad ha de morir felizmente en El Malecón. O tal vez sí. Quién sabe si cuando camina hacia la Tercera, y en vez de doblar a la derecha por la Jorge Tadeo sigue hacia el Oriente, como poseído por un deseo, se estrella contra una ola gigante que lo sacude hasta las lágrimas y no contra Monserrate. “Quizás volver a caminar sobre las aguas para sentir la sedosa dentellada de los peces amaestrando nuestros pasos con sus torvos venenos”.
Ya no recuerdo cuándo lo conocí. Sé que me impresionan su mirada de niño perplejo, su extrema delgadez, la timidez y esa propensión al silencio que no riman con el cubano locuaz y desenvuelto. Sobre todo me desconcierta su disposición a la escucha y su generosidad con otros escritores, dos cualidades que casi nunca poseen los poetas. La memoria de los amigos guarda ejemplos de estos dones, de los que él nunca presume. Alguien dijo una vez que el cubano se vende, pero Albertico se cierra, se oculta. Tal vez se despliega con su gente pero nunca hasta el punto del protagonismo. “Un hombre tiene derecho a defenderse de un mundo exhibicionista e impúdico que desprecia a quienes descubren en el retiro de una casa la única forma de sobrevivir a la miseria de las calles pudriéndose en su asfalto de momias que se contonean al ritmo del tic tac de un reloj”.
Como sé que ya no volveré a encontrarlo en la calle, bajo por la Veinticuatro hasta la esquina donde sospecho que vive, me paro frente a una edificación semejante a un juego en el que se junta una pieza sobre la otra, sin ton ni son. Sobre una casucha han construido una casa enclenque y arriba de esta armaron otra que no guarda ninguna relación con las de abajo. Parecen partes sueltas, a punto de caer. Las fachadas son tan estrechas que apenas toleran exiguas ventanas. En la del tercer piso hay un remedo de balcón donde muere de tristeza una rama dentro de un tarro de lata. Presiento que Alberto habita este castillo de naipes frente a la venta de pollo, que en las mañanas despide un aroma de hielo y sangre.
Y como sé que ya no volveré a encontrarlo, traspaso la puerta del primer piso donde un hombre vende paquetes de aire con etiquetas de colores. Me hace señas para que continúe por la escalera. Llamo a la puerta del segundo piso y me abre una mujer con un niño en brazos. Le pregunto por el cubano y con el dedo me indica que siga subiendo. Así que vive en el balcón de la triste matera, pienso mientras asciendo por escalones angostos y empinados que terminan en una puerta de hierro. “Sentí como chirriaba, tropecé en algún tronco y miré una ventana encendida, pero la madrugada devoraba las hojas y tú no estabas allí diciéndome que el mundo está roto y oxidado. Entré, subí en silencio las escaleras, abrí otra puerta”. Nuevamente la poesía traspone mundos y tiempos. Esta vez Fayad Jamis se me atraviesa en el camino. Continúo, golpeo la puerta pero nada, allí no hay nadie. “Tocar la puerta equivocada siempre abrir la puerta siempre a la hora equivocada”. Entonces grito: ¡No te escondas! ¡Sigues ahí, tecleando con furia, con dolor, contra el tiempo, como un moribundo! Me doy vuelta y me sostengo en la pared cuando aparece su sombra. Sin miedo la tanteo, la averiguo, la estrujo, le pido de limosna una palabra. Me dice: “No estamos para nadie mi sombra y yo”.
Es inútil recordar cuándo lo vi por primera vez. Qué más da si fue en La Habana, en las Torres Blancas, en La Candelaria o en cualquier cuchitril. Tampoco importa aquel último encuentro en Moros y Cristianos, con el olor del ajo y el tufo del mojito. No había forma de saber que nos iríamos deshaciendo después de las últimas palabras, que no habría otro momento para el abrazo, que el tiempo nos enterraba su puñal de nunca más.
Sí. Lo conocí mucho tiempo después. Ahora, cuando caigo de bruces y me pongo a escarbar, a otear entre sus versos, ahora empiezo a conocerlo de verdad. Hoy que está aquí de alma abierta y se asoma por esos ojos en donde todavía arde la noche y habla con esa fuerza que llevan sus palabras al chocar en la conciencia, “en la inmortalidad del miedo”, en la “rueda dentada de la repetición”, en los días que se suceden unos a otros, idénticos. Vuelvo a encontrarlo en cada esquina. Y si nos conocimos, ya no cuentan ni el lugar ni las circunstancias porque “nada de lo que escribes es real”. Y algo más: el tiempo no puede ser la excusa para la renuncia o la prisa, para el remordimiento o el olvido. Alberto Rodríguez Tosca y su sombra me dicen que no es “ni temprano ni tarde para nada”.
Quiero recuperar el tiempo perdido, restituir
el tiempo ganado, quedarme temporalmente sin tiempo.
Prófugo del tiempo y de mí, hasta que cese la algarabía de
unas manos ajenas huyendo de la tierra con mis manos.
… Me declaro en huelga de tiempo.
Yo también.
(2018)
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