Imagen de Baldomero Romero Ressendi

Yo arriba, en el infierno.
Este infierno es raro: en vez de abajo,
en lo profundo, es arriba, bien arriba.

Alberto Pineda Vanegas

 

JUEVES 23 DE ENERO DE 1986. Ellos irrumpen de madrugada en la casa que dormita en silencio, a la hora en que las ratas roen su mejor bocado de sombras y papel. Él sueña con pasos de agua, con una roca a punto de estallar. Una voz de tono bajo y firme lo hace saltar del lecho: “¡Buenas noches, señora, perdone la molestia, esto es un allanamiento!”. Ya está sobre las tejas rojas, junto a la camada de los ratones que hace meses construyeron su guarida al abrigo de la luna y que ahora se ven forzados a desperdigarse sin ton ni son. Por un instante sus ojos se encuentran con los de un ratoncito asustado que antes de pasarle por entre las piernas lo mira con terror. Una teja se ha roto y unas manos lo sujetan con violencia. Ahora envidia la maestría de los roedores en su estampida. Mientras un hombre lo doblega, el otro lo invita a bajar para asistir a la fiesta de su humillación. Cartas de amor, letras de canciones, el dulce cuerpo de la flauta, los libros de filosofía, los teoremas, los planos de electricidad, la caja de herramientas… todo está bajo sospecha. Evita los ojos de la madre y de los hermanos que ya están en la sala, como recién entrando a una pesadilla. Con las manos maniatadas, el frío de la calle le hiere la cara. Es un amanecer brutal, piensa. Arriba del camión se abre el infierno. Las voces pausadas se transforman en rugidos. Siente que ha llegado el fin.

Recuerdo su risa bajo el movimiento del bigote y el brillo negro de sus ojos juguetones. Siempre sus carcajadas celebran lo cotidiano, la alegría del encuentro. De esos labios sale música, anécdotas sentidas, convicciones. La fuerza de su ímpetu tiempla las fibras de sus músculos. Al final de la tarde siempre lo encuentro en el gimnasio de la UIS. Mientras yo ensayo mis timoratos esquemas en el piso, él está arriba, trepado en las argollas, aguantando, resoplando para sostenerse erguido y con los brazos extendidos, o montado en el potro, alternando sus manos, balanceándose con el ritmo y la fuerza que tensan todo su cuerpo. Es muy bajo de estatura y lo que le falta de talla le sobra de ganas y coraje, digo para mis adentros. Con la misma energía erige su pensamiento y afina las cuerdas de su voz. De tanto vernos allí, empezamos a sentirnos familiares. Una tarde me pregunta qué carrera estudio. Quiero mentirle pero algo me dice que su pregunta no es trivial. Algo en su mirada me comunica que no será un encuentro pasajero. Le digo que ninguna, que soy una infiltrada, apenas estoy terminando el bachillerato en El Pilar, me he inscrito en un curso de extensión que se hace los sábados y me he tomado el derecho de entrar al mundo universitario y de colarme tres tardes por semana al gimnasio. Cumplo ahora con una rutina de ejercicios con el auspicio de un profesor que me imagina estudiante de la Universidad y ha querido entrenarme en el abc de la gimnasia olímpica y prepararme para que un día sea parte del equipo. El profe adivina que desde niña tengo muchos sueños y uno es convertirme en gimnasta, pese a que mis piernas y mis reflejos no ayudan. Aunque no logro pararme de cabeza, no me doy por vencida. Me mantengo en la rutina por mi terca disciplina.

En su diario resume cincuenta y ocho horas de golpes y terror en la Quinta Brigada del Ejército. Estar en el filo de la espada, al borde del abismo, en brazos del espanto. La sinfonía de los trinquetes, la venda en los ojos, las manos atrás, tan lejos de su alcance, a punto del cercenamiento. Las lágrimas se funden con el sudor, los gritos y los hijueputazos tiemplan el acero de sus convicciones. Está seguro de que lo van a matar. Siente que el frío le traspasa la médula. “¡Qué joda tan arrecha! ¡Por poco me cago del horror!” escribe. Lo niega todo, lo niega una y otra vez porque no es cierto. Solo acepta su militancia política. Se siente orgulloso cuando grita que es miliciano ¡de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Ejército del Pueblo! En los intervalos del espanto se arrellana en el metro cuadrado, llora un poquito por su padre. En la segunda mañana cesan las torturas, le quitan la venda y puede ver a quienes lo han acompañado en el concierto de gritos y madrazos. Los conoce de la Universidad, pero nunca ha hablado con ellos: Orlando, Javier, Carlos, Gustavo, Antonio, la sardina Yaneth y Rosa. Son ocho estudiantes marchando escoltados por los torturadores. En el Juzgado 109 Yaneth es forzada a leer un panfleto con voz trémula. Él se consuela pensando que son mentiras firmadas por ocho. No está en condiciones para preocuparse porque una mentira repetida por más de uno pueda llegar a convertirse en verdad. Después de la legalización de la captura los transportan en una panela de la Policía y ríe pensando en la irónica sensación dulce que hasta ese momento le representaba esa palabra. La primera parada es para dejarlas a ellas en la cárcel de mujeres y luego los reseñan en La Modelo. Son pocas cuadras entre uno y otro penal. Alcanza a ver el mediodía perezoso del sábado, el sudor de la gente que camina por la Novena y mira el vehículo sin ver a sus ocupantes. Ha empezado a convertirse en fantasma.

Ya soy experta en los rollos hacia adelante y hacia atrás, me paro en las manos pero nunca logro caer con la suavidad que exige la técnica y todavía no logro hacer bien las medialunas o laterales. Pese a esto monto un esquema sencillo y me atrevo a participar en una competencia interna haciendo un pálido debut sobre la alfombra azul. No me importan las medallas sino la alegría del atrevimiento. De ese momento recuerdo mi emocionada frustración y conservo una foto con mi traje azul que deja al descubierto mis piernas porque no llevo trusa debajo. La foto fue tomada por Alberto Pineda. Así me ha dicho que se llama. Se ríe todo el tiempo con los ojos y suelta una carcajada cuando le confieso lo de la infiltración. Dice que vive en el barrio La Joya y que me ha visto en el Alfonso López, cuando va en el bus hacia la Universidad. Le digo que el bus pasa enfrente de mi casa, pero que esto de venir al gimnasio es un secreto, que en casa nadie sabe de mis prácticas de calistenia, papá me daría un sermón, me prohibiría volver. Suelta otra carcajada de complicidad que me da confianza y siento ganas de seguir compartiéndole secretos: yo también he leído obras de Marx, Engels y Lenin; mi sueño era irme a estudiar a Moscú pero siendo un imposible he tenido que cambiarlo por viajar a Bogotá para estudiar en la Universidad Nacional; yo también creo en la revolución, escucho música andina y escribo poesía. Entonces entendemos que no hay azar, que todos los caminos nos llevan a ser amigos.

El ingreso a La Modelo es agobiante por los tiempos de espera, las mismas preguntas una y otra vez, la toma infinita de huellas dactilares, la perorata de una mujer que se encarga de la recolección de datos y que se atreve a darle clases de urbanidad y catequesis, las mil requisas y tocatas de piano… Al fin en la celda de recepción, se siente en el paraíso porque la Quinta Brigada simbolizaba la muerte. Allí ven llegar los visitantes del sábado por la tarde que son los padres, los hermanos, los hijos, los amigos. En la fila presurosa de hombres alcanza a ver algunos conocidos. Sabe que nadie pregunta por él pero se le van los ojos tratando de localizar alguna figura que logre acercarse y verlo. Están incomunicados y solo son sombras tras las rejas. Esa noche conocen las delicias de la gastronomía carcelaria. Les traen un balde con lavazas que comen con ansiedad y aprenden a fabricar una cuchara con restos del tubo de pasta de dientes. Cuando termina la visita los sacan al patio y allí tiene lugar la fiesta de recibimiento, la silbatina, los aplausos, cientos de ojos que los miran y en coro gritan ¡Copetrán! ¡Copetrán!, como anunciando la llegada de un bus que trae nuevos reclusos. Uno de los internos hace de jefe de protocolo y se acerca para darles la mano. Los demás exclaman: ¡Son los estudiantes! ¡Los de Bucarica! ¡Los de la UIS! Otros ríen diciendo ¡Los que encontraron con la dinamita! Finalmente llegan los presos políticos y les dan la bienvenida.

A veces me acompaña en el viaje de regreso a casa, ha empezado a visitarme por las noches, hablamos por varias horas parados en la puerta, hasta que papá apaga la luz de la sala, anunciando que es hora de que se vaya, joven. No para de contarme sus pasiones. Me habla en tono bajo, como si hubiéramos hecho un pacto de complicidad. Me cuenta sobre La Múcura, el grupo musical universitario en el que hace sus solos de flauta, me canta El negro José, ríe recordando sus aventuras en el Nevado del Cocuy, me habla de Diana Amparo, su novia, de la vida universitaria y de sus clases de ingeniería eléctrica. Muchas ocupaciones y grandes pasiones a sus veintiún años. Pronto comprendo que todo lo asume con el mismo grado de seriedad y de disciplina. Los encuentros se repiten, se espacian en el tiempo, vienen los años en los que solo hablamos cada vez que estoy en Bucaramanga de vacaciones. Una noche en el patio de mi casa, en el mismo tono clandestino, me revela otra de sus facetas: su activa militancia política.

Habían salido en la página judicial de Vanguardia y eso los hace sentirse famosos. En la Revista Semana mencionan a Carlos, el estudiante de medicina de la UIS, dicen que él junto con su esposa y los demás detenidos planeaban hacer explotar a Bucaramanga. Nada más absurdo y alejado del sentido común. Alberto ríe al mencionarlo. ¡Explotar a Bucaramanga, nosotros, los enamorados del pueblo, los hinchas del Atlético, que adoramos a la familia, que soñamos con la felicidad colectiva, los que vamos a clase y hacemos arengas para que el gobierno no maltrate a la gente, los que tocamos y cantamos música andina y también lloramos con la poesía y con el pobre Negro José!

Por su jovialidad, ese don que tiene para tratar a todo el mundo con cariño y ganarse la confianza, le han abierto las puertas de mi casa. Me cuentan que hace visitas nocturnas, se entera de los pormenores de mi familia, da consejos, y de paso pregunta por mi vida en Bogotá. En las vacaciones o en los cierres de la Universidad volvemos a encontrarnos. Me hace informes de sus últimas aventuras y descalabros. En uno de los trabajos que asume para tener algún ingreso y ayudar a los suyos, ha sufrido una descarga eléctrica. Lo cuenta con risa nerviosa. Sus manos tienen marcas y callos porque trabaja desde muy joven. Sus padres son campesinos, gente hecha a pulso, a gritos y privaciones. Son doce hijos en casa. Doce para repartir los rincones y buscar el mejor sitio para el sueño, doce para bañarse en las mañanas y salir los domingos a misa, doce para repartir lo poco que tienen, para lavar la ropa, para hacer las tareas y tomarse la sopa. Cada uno tiene que buscar rápidamente un oficio, dejar de soñar y acomodarse la cabeza. Solo él logra entrar a la universidad y torcer el camino que le está destinado.

Ir a la universidad significa conectarse con la sociedad, deliberar, participar en los actos públicos, hacer arte, pronunciar discursos en La Gallera, sentir que le duele el mundo, que tiene un papel en su transformación, soñar con cambios y provocarlos, convertirse en un ser político, exigirse al máximo, entregarse.

No tienes ninguna pena, al parecer
pero las penas te sobran, negro José
en el baile tú las dejas, yo sé muy bien
amigo negro José…

La flauta le suena, la flauta le suena dulce, le dicen los compañeros. Y “su camisa endiablada quiere saltar” de alegría, pues es muy feliz cuando hace música, todo su cuerpo ríe. Muy temprano en las mañanas sale a trotar con su gringa, así la llama desde el principio. Le gustan sus crespos rubios, sus pómulos rosados y toda ella que se ha convertido en su compañera de juegos y deporte. Me los cruzo un domingo por la tarde cerca al estadio. Van en una bicicleta muertos de risa, ella de medio lado, sentada sobre la barra, él con los brazos tensos en el manubrio. Son felices y van de paseo. Es la primera vez que lo veo acompañado y todavía no puedo saber en qué circunstancias tendré que involucrarme con ellos.

El domingo 26 de enero experimenta intensas emociones. La visita de las mujeres lo carga de energía. Ve a su madre y siente la tristeza y la ternura que lo convierten en niño, toma en sus brazos a Diana Amparo y el cuerpo de la mujer lo retiene, lo abarca, lo llena, lo libera. También van sus hermanas y sus amigas. La dicha lo hace olvidar el sitio en que se encuentra. Se pasea por lo corredores de la cárcel casi con alegría, saluda y presenta sus mujeres a los compañeros. Nos lleva a la celda y nos muestra el muro que ha empezado a llenar con poemas y consignas, el piso de cemento donde duerme. Escribo unas líneas en el muro, le digo que la poesía lo hará libre: “Aquí se halla preso un hombre… una conciencia… un pueblo”.

Ya hemos ganado tanta complicidad que ahora se atreve a contarme algunos detalles sobre su vida de militante. El trabajo ideológico y el estudio de la coyuntura lo combinan con entrenamiento físico y tareas puntuales que se cumplen a modo de pruebas y desafíos. Se requiere templar los nervios y la conciencia. Con agobio me relata un episodio que le pesa. Le han encargado que le comunique a una joven simpatizante la necesidad de que acuda a un acto ficticio. Él debe ir hasta el salón de clases y hacer que lo acompañe de inmediato. Sabe que ella está a punto de presentar un examen que le es fundamental para aprobar la materia y sin embargo su rol es presionarla para que suspenda el examen y abandone la clase. Así se prueban las convicciones, justifica. Entiendo las razones pero reprocho el método.

30 DE SEPTIEMBRE DE 1985. SURORIENTE BOGOTANO. Las fuerzas de seguridad del Estado asesinan a once militantes del M-19 que asaltaron un camión repartidor de leche. Quieren distribuirla entre la gente de un barrio deprimido. Son jóvenes que apenas pasan de los veinte años, en su mayoría estudiantes de la Universidad Nacional. Una es Isabel Cristina, mi compañera de sexto semestre de psicología. A ella, a su novio y a tres jóvenes más los hacen tenderse en el piso con las manos atrás y allí, delante de todo el mundo, los acribillan por la espalda. A otros que han querido escapar los masacran dentro de un bus. Durante tres días hierve la Universidad. Nos movilizamos en la protesta y la denuncia. Alguien prende fuego al bus que acabo de abordar. Al tratar de huir de las llamas, caigo. Lo demás son petardos, gases lacrimógenos y la conciencia de un hueso que duele.

En las vacaciones de diciembre Alberto me ve cojeando y se entera de lo que me ha ocurrido. Se conduele y se enternece. Cuando salimos a caminar trata de protegerme, quiere evitarme otra caída. Ese día me pide algo que suena desproporcionado. Me dice que, no importa lo que ocurra, le prometa que no voy a sufrir por él. Su ruego es incomprensible. “Mira a los tuyos con mi alegría –me escribe-, traspasa poco a poco mi nombre a tus apuntes. ¡Ssshh… pero hazlo en secreto! Que tus libros, cuando la distancia nos separe, respondan con todo ese entusiasmo a tus formas hermosas de escribir… No te abandonaré. Quisiera vivir la eternidad contigo… Hoy no terminará nunca”.

En la noche de ese primer domingo en la cárcel se abalanza sobre el cuaderno para consignar sus emociones. Anhela que su sufrimiento contribuya a lograr “una nueva patria”, ruega que sus ojos puedan ver algún día “la luz de la libertad, la grandiosa luz de la verdadera democracia y justicia”. Sus palabras hacen pensar en el héroe romántico, en el mártir por el sueño de la felicidad colectiva, en el hombre que desde la celda echa a volar los pájaros y se regocija con ese acto de generosidad hacia los otros.

Mientras él espera con ansiedad las visitas, su gringa y yo desesperamos por hacerle llegar lo básico para su estadía en la cárcel. Ahora conformamos un equipo de rescate emocional. Que duerma sobre una colchoneta, que tenga un radio, sus implementos de aseo, una cobija, algunas cosas de comer y que no le falte la poesía. Las provisiones deben pasar una inspección minuciosa de los guardias, las cartas deben atravesar la inteligencia canina y la censura de un mandamás que generalmente está privado de la primera, a juzgar por la forma como desliza los ojos por los renglones, por las preguntas que hace cuando se topa con una metáfora o se tropieza con una palabra que no entiende y de la que, por tanto, debe sospechar. Respondo sus preguntas con altivez, casi con arrogancia, pues es la primera vez que me enfrento a este tipo de interrogatorios y mi ingenuo comportamiento provoca la ira del sabueso. Si pudiera, me colocaría los grilletes o me daría una paliza por altanera.

La primera semana en prisión es descrita en su diario como “una hermosa semana de experiencias”. Se divierte con los chistes de Calavera y Ovidio, trabaja en el mural de su celda, lee poemas de Eduardo Carranza y de Miguel Hernández, agradece los envíos que le hacen sus compañeros de estudios, su familia y amigos. También toca guitarra, pide al director que le permita dar clases, asiste al centro lírico, escucha noticias, hace gimnasia, se queja de la tos y del dolor que le han dejado las torturas. La alegría está al final de la espera incesante del fin de semana cuando volverá a ver a las mujeres. Antes de la visita completa el mural con los versos de Miguel Hernández:

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Son humillantes las requisas a las que debemos someternos las mujeres para entrar a la cárcel. Primero hacemos una larga fila en la calle. Allí tiene lugar un comercio informal que se alimenta de las desgracias ajenas: alquiler de chanclas, faldas, bolsas para guardar los artículos personales que no nos permiten entrar, venta de guantes desechables, advertencias y comentarios que incrementan la tensión y la zozobra. Pasamos la primera requisa de los perros con sus guardias, luego entramos una a una para ser manoseadas por ásperas guardianas que nos arrebatan el guante y nos auscultan entre las piernas de manera violenta. Quien tenga la menstruación es automáticamente rechazada y vuelve a la calle con cara de vergüenza y desolación. No es solo que estemos bajo sospecha, es el hecho de no mirarnos a los ojos, la ausencia de humanidad, el gesto agresivo y los gritos. Se siente rabia y ganas de llorar.

Para la segunda semana está lleno de proyectos y tareas. Además de leer y escribir, aprende a tejer, va a la biblioteca, solicita la cancelación del semestre en la UIS, recibe la visita de un abogado pero rechaza su gestión, pues cree que solo está interesado en el dinero. Su piel ha tomado un tinte amarillo, propio de quienes pierden la energía del sol, tose con frecuencia y no ha logrado que lo vea el médico. Cuando lleva tres semanas lo cambian de celda. Todo vuelve a comenzar: otro espacio, un nuevo compañero, el ambiente de bazuco, graves advertencias sobre las visitas, chinches que lo devoran.

LUNES 17 DE FEBRERO, SEIS DE LA TARDE. Estoy en cualquier punto de la casa y escucho que llaman a la puerta. Voy hacia allá, extraviada en mi propia cabeza, convertida en una sombra que se diluye a medida que alcanza la luz de la sala. Por entre los resquicios de la persiana veo la extraña aparición. Eso que está allí es un fantasma, pienso. Un fantasma que me hace gritar de conmoción. Es Alberto que sale de una pesadilla, como quien huye del infierno y viene a pedir un vaso de agua. Abro la puerta y nos abrazamos. No sé si estoy viendo a un prófugo o a un alma en pena. Tiene olor a humedad, las manos vacías y los ojos desorbitados. Lo hago entrar, lo atropello con preguntas, tengo miedo de que vengan tras él. Digo que no entiendo nada. Lo han dejado en libertad condicional. La noticia alegra pero en un país de escuadrones de la muerte, de torturas y desapariciones, no hay razón para un final feliz. Los temores, la paranoia, la zozobra, se roban la felicidad. Hay un algo que corroe, que perturba la tranquilidad. Al otro día, de nuevo en su casa, escribe: “Hoy es libertad, a medias. Lo grito en voz bajita”.

Los días que siguen se pierden en la memoria. Nos vemos un par de veces antes de mi regreso a Bogotá. Me promete que irá a mi fiesta de cumpleaños. En los treinta y cuatro días que tiene para reencontrarse con su mundo, ha querido seguir sus rutinas, pasar las hojas, retomar sus clases. Permanentemente se le precipitan las imágenes del cautiverio, las torturas, la reafirmación de las ideas, la reiteración de la utopía. Se jacta de haberlo resistido todo sin delatar a nadie y le brillan los ojos. Son más las cosas que calla y piensa que las que dice o vive. Finge que todo está bien. ¿Qué pasa con sus camaradas? ¿Nadie se responsabiliza de su seguridad? ¿De repente se ha quedado solo? Algo está ocurriendo. Por esos días va al mar y experimenta la sensación de libertad. Si se hubiera quedado extraviado contemplando el azul, persiguiendo una ola, acostado sobre la arena, prófugo del destino, si no hubiera regresado nunca del mar…

21 DE MARZO DE 1986. Aquella mañana sale muy temprano, visita a su novia, le da el mismo beso ardiente y le dice que viajará. Llegará a mi fiesta de cumpleaños. El Juez 9 de Instrucción Criminal promete investigar los hechos. La Kawasaki azul PCC-10 ha seguido su camino. Hay unas monedas cerca a tu mano, las otras han rodado sin control. El bus de La Joya que va por la carrera 27 acaba de pasar. No querías asustar a los niños, no querías que el perro ladrara e hiciera correr al viejo del bastón. Hubieras hecho todo por evitarles esa horrible visión, el mal recuerdo, la prisa inútil a la enfermera que acaba de salir de la clínica. Apenas tienes tiempo de ver el arma que sale de la mano del hombre. Solo un segundo antes le has visto el rostro y lo has comprendido todo cuando el ruido del motor se acercó tanto a la acera. Al principio no adviertes la moto. Tu mirada hace un repaso de la calle pero el pensamiento vuela lejos, descubre otros lugares, busca unos ojos. Sientes que algo salta en el corazón, un loco anuncio de cosas bellas por vivir, un nombre que tienes atravesado en la garganta, en el estómago. Al lado tuyo caminan varios niños que van hacia el colegio en su barullo de gritos y cuadernos. Por la acera de enfrente un viejo con bastón pasea con su perro, una enfermera se dispone a salir de la Clínica San Luis. Te has puesto tu camiseta de rayas y estás sudando. Subes por la calle 48 con tu caja de herramientas, se ve que tienes prisa por la forma como apresuras el paso, es casi mediodía y hace calor. A las dos de la tarde sale el bus hacia Bogotá.

¡Feliz cumpleaños! Todas las voces se mezclan en un solo grito, las palabras y las risas se precipitan, es obligado celebrar la vida, chocar las botellas, cantar en coro, bailar. ¡Feliz cumpleaños! Las manos se tienden en cadenas rosadas, los brazos me atrapan, no hay excusa para apartarse de la celebración. Pero yo estoy esperando tu arribo, tu aparición intempestiva en mitad de la fiesta. Me has dicho que llegarás, aunque sea a media noche. ¡Feliz cumpleaños! Y las horas avanzan sin ti, las voces vuelven a convocarme, me arrastran, me halan al círculo, me preguntan en dónde estoy, por qué voy hacia los rincones, por qué me demoro tanto en el baño, por qué me lanzo hacia la puerta cuando escucho un llamado. En la calle todo es viento helado, oscura soledad ambulante, nada. Y tú sin llegar, y tú sin hablar. ¡Feliz cumpleaños! Y al mediodía tu pensamiento ha viajado para decirme algo y no puedo escucharlo. Vuelves a pedirme que no sufra por ti, me prometes que no me olvidarás. ¡Feliz cumpleaños! Tienes frío, estás solo con tu alegría rasgada que escapa ahora por esa flor roja que tienes en la espalda. Estás solo con esos sueños que comienzan a congelarse. ¡Feliz cumpleaños! Y tus manos han dejado escapar las caricias que apenas iban a nacer. Tu sonrisa ha quedado presa entre tus labios apretados y las palabras no dichas se hacen aire. Me dejas tu cuerpo sin ti como el regalo más triste. Sabía que vendrías de todos modos. ¡Feliz cumpleaños!

4 DE FEBRERO DE 2017. Cerca de seis mil doscientos guerrilleros de las Farc salen de la selva para concentrarse en los lugares donde han de dejar las armas. Arriban a veredas de Córdoba, Nariño, Antioquia, Putumayo, La Guajira, Meta, Guaviare, Chocó, Tolima, Arauca, Norte de Santander… llegan en chalupas, en camiones, en chivas, en camionetas, a pie. Vienen llenos de barro, con atados al hombro, con ollas, sonríen, se reencuentran, se abrazan, preguntan, sueñan. Traen sus nutrias, sus pericos, sus perros, sus hijos en los vientres y en los brazos. Vienen de cincuenta años de combates y de huidas, han caído miles de veces, han muerto y resurgido de la tierra, del odio, del dolor. Ahora creen en el tiempo de la paz, se afanan por llegar, no tienen más destino que la voluntad de otros, otra razón que confiar en los demás. Esto no podías haberlo imaginado. Tampoco habría pasado por tu cabeza lo que supe varios años después: que las purgas internas, que la paranoia… y aquellas palabras como un puñal que todavía me hiere: “¡Con el compañero se cometió un error!”.

No hubo tal sociedad de la libertad, no se implantó el sueño del hombre nuevo. La patria sigue siendo un trapo de colores desteñidos, un himno que exalta la guerra, montañas y selvas cada vez más desoladas, la riqueza despojada y mal repartida, los afanados consumidores en los centros comerciales, la desconfianza en las calles, el puñado de ilusos y soñadores de siempre, pero con distintos nombres; los mismos hampones de apellidos ilustres; el hombre devorando al hombre. Tus comandantes no solo han pactado la entrega. También borraron tu rostro y el de miles que soñaron que su sangre abonaría una sociedad justa. El olvido es otra muerte que no quiero para ti.

(2017)

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