Retrato de Anne, Emily y Charlotte Brontë hecho por su hermano Branwell, quien posteriormente borró su propia figura del cuadro. Imagen de dominio público.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Digo Cumbres borrascosas y surge una atmósfera sombría, una cuchillada de hielo, una sensación de inquina e impotencia. Comarcas estériles donde crecen silvestres y se regodean las pulsiones humanas. El viento cabalga las colinas, esparce la escarcha, el silencio cubre los senderos mientras vuelan los tordos hacia la granja donde agoniza Catherine. Relaciones imposibles, hombres rudos y mujeres que acarician con paciencia el destino que alguien ha escogido para ellas. Personajes animados por razones ocultas para quienes narran la historia; móviles quizá sobrenaturales que los lectores tienen la necesidad de descifrar. Y cercándolo todo están la indolencia, la fatalidad.

Patético y complejo mundo el que anida en la cabeza de aquella joven institutriz de ceño adusto, Emily Brontë, que se encubre tras un tal Ellis para enfrentarse al pacato mundo de la era victoriana. La misma historia tantas veces repetida: mujeres a quienes se niega su rol de escritoras y cuyos nombres se esconden con vergüenza, con miedo o rabia, detrás de un seudónimo masculino.

Las hermanas Brontë conservaron la letra inicial de sus nombres y apellidos para no perder del todo la identidad: Ellis Bell para Emily, Currer Bell para Charlotte y Acton Bell para Anne. En sus casos había otra razón poderosa para el ocultamiento: pretendían que sus obras fueran valoradas sin el prejuicio con el que se recibían los textos escritos por mujeres, usualmente tratados con «galantería para sus gratificaciones, lo cual no es un verdadero elogio», o que provocaban «el rechazo abrupto y humillante», en palabras de la propia Charlotte.

La familia Brontë, signada por la muerte prematura de sus miembros, vive aprisa su vida interior, como si sospechara que son precisamente sus obras las que le concederán la inmortalidad. Los libros fueron la herencia y la fortaleza de las hijas de Patrick, el párroco anglicano que les dio su biblioteca como alimento y furtivamente compartió con ellas la alegría de que sus obras llegaran a los lectores, pese a los editores y a la censura. La complicidad del padre le da un lugar en esta historia.

El pueblo de Haworth, según Elizabeth Gaskell, estaba situado en una ladera de una colina muy empinada, en medio de un oleaje de colinas sinuosas coronadas por páramos agrestes. Allí se respiraba un ambiente opresivo, de soledad y encierro. Sus gentes eran hoscas, desconfiadas: «hay pocas muestras de las cosas agradables de la vida entre esta población ruda y violenta. Su acogida es seca; el tono y el acento de su habla, ásperos y bruscos». Con esta atmósfera se adivina la necesidad de acudir a los libros y a la imaginación para crear mundos e historias y así escapar de su tiempo y de aquel condado lúgubre y frío de West Yorkshire en Inglaterra.

Las aplicadas y talentosas hermanas subvierten el orden y el puritanismo rayando sus cuadernos. Junto a su hermano Branwell crean mundos imaginarios, trabajan sus manuscritos en la intimidad, crean personajes que intentan escapar del rigor de la estrechez, del orden casi feudal de Haworth, en el que la juventud era fugaz, la felicidad y el amor apenas un albur y donde todo llevaba a la desesperanza.

Desde su infancia ya vivían en el fantástico mundo de Glass Town que crearon como un juego. Un país hecho de islas autónomas, con historia y geografía, con un sistema de gobierno e incluso con publicaciones periódicas. Las restricciones impuestas por los mayores, Charlotte y Branwell, en relación con las aventuras en la “Confederación de la Ciudad del vidrio”, llevó a la insurrección de las pequeñas y ocasionó un maravilloso cisma. El rebelde mundo de Gondal fue la respuesta de Emily y Anne a las imposiciones de los grandes. Ese fue el reino donde transcurrieron sus aventuras infantiles y donde engendraron personajes que luego tendrían un lugar en la trama de sus novelas y en los tópicos de sus poemas y pinturas. Porque las Brontë también fueron buenas dibujantes. Gondal se pobló de héroes románticos y aventureros e inspiró versos que aludían a la guerra, al amor y a la intriga. Las “Crónicas de Gondal” se perdieron, aunque son mencionadas en los diarios de Emily y de Anne.

A Charlotte Brontë, la mayor, debemos no solo Jane Eyre, ese clásico de las letras inglesas, sino su admirable tesón y su audacia para sacar a la luz las novelas y poemarios escritos por ella y por sus hermanas. Esta mujer admirable confiesa en 1850, en su nota biográfica sobre Ellis y Acton Bell, siendo ya la única sobreviviente, que cuando eran niñas, al vivir en una región tan apartada y con tan escaso acceso a la educación, no tuvieron otro aliciente que los libros ni otro placer y pasatiempos más alegre que componer textos literarios. Publicaron juntas un volumen de poesía que tuvo la fría recepción para la que ya se habían preparado de antemano y, sin cejar su empeño, cada una se concentró en escribir su propia novela. Aunque los críticos no les hacían justicia a sus obras, el fracaso las incentivaba más.

Facsímil con los bocetos de Emily de dos de los documentos de su diario, que la muestran con Anne y Keeper (su perro). Imagen de dominio público tomada de https://www.annebronte.org/

Jorge Zalamea Borda en su sugestivo ensayo “La extraña familia de Patricio Brontë” escrito en 1940, cuyo título contiene algo de negación, algo de ocultamiento de la fuerte identidad de las tres escritoras, hace este retrato de Emily:

El quebradizo cuello, la barbilla indecisa, la boca en que el labio superior sobresale, las pálidas mejillas, el suelto, corto, descuidado cabello, son pueriles y tienen esa irregular belleza que hace llorar de ternura. Pero la nariz fría, fina, cortante, de móviles aletas y los alucinados ojos redondos y la frente imperiosa acusan una vida profunda, una pasión latente, una tensión amenazante del espíritu, del corazón y de la inteligencia.

Como el del poeta colombiano, son múltiples los textos en los que Emily y sus hermanas son retratadas con prejuicio y algo de recelo, como si fueran personajes o caricaturas de sus propias novelas. Se dice que a Emily no se le conoció una relación amorosa, que sus treinta años transcurrieron de puertas para adentro, que fue frustrada e infeliz porque nunca se casó, que de sus labios no salía ninguna revelación sobre el mundo que construía para sus personajes. Y es que a través de ellos expuso no solo sus pensamientos y emociones, sino su versión del contexto en que vivió. Por eso resulta cuando menos injusto considerar que su carácter fue pobre, triste, obtuso, desteñido. Estos juicios desconocen la esencia de su ser y son otra forma de negarla, cuando cada párrafo de su novela muestra su ímpetu y su pasión vigorosa. Su intensidad se lee en cada verso, su vida es inseparable de su literatura. Ese fue el camino que eligió para amar y vivir en medio de valles y páramos y la forma de ser deliberante frente a su época. De nuevo Charlotte es quien describe claramente el tesón y la fuerza de Emily al hablar de sus últimos días:

Mientras su físico se deterioraba, mentalmente se fortalecía más aún de lo que nunca habíamos conocido en ella. Día tras día, al ver con qué fachada hacía frente al sufrimiento, yo me llenaba de una angustia de asombro y de amor al mirarla. Jamás he visto nada igual, pero, ciertamente, jamás he visto nada a su altura en ningún aspecto. Más fuerte que un hombre, más sencilla que una niña, tenía una forma única de ser. Lo más terrible era que mientras rebosaba compasión hacia los demás, consigo mismo era inmisericorde; el espíritu era implacable con la carne: a la mano temblorosa, las exánimes extremidades, los ojos apagados, les exigía el mismo servicio que le habían prestado en la salud.

Cumbres borrascosas habría permanecido en la oscuridad de no haber sido por Charlotte. Es ella quien reconoce el valor literario de la novela y logra su publicación, así como gestiona la edición de su ópera prima Jane Eyre y de la primera novela de Anne, Agnes Grey. Esta intrepidez trasciende y se constituye en un legado para la humanidad. Wuthering Heights, ese referente literario universal, vio la luz en 1847, un año antes de la muerte de su autora, quien no escapó de la enfermedad que había mandado a la tumba a sus dos hermanas mayores, María y Elizabeth, y que luego acabaría también con Charlotte y con Anne. La tuberculosis es otro personaje de su novela. La peste blanca, la peste romántica del Siglo XIX que se pasea por los campos y los más finos salones para subyugar la belleza y el poder, esa “enfermedad de las pasiones frustradas”, según Thomas Mann. La bella palidez de la muerte se interpone para definir giros dramáticos y el destino de todos.

Heathcliff y Catherine rezuman una pasión desaforada, se atraen desde la infancia con un amor furtivo al que no accede el lector, pues apenas se presiente entre los pantanos, dentro de los cuartos, más allá de cualquier mirada, sin que siquiera la autora conozca su intimidad. El niño Heathcliff fue llevado una noche por el señor Earnshaw, el padre de Catherine, y acogido como un hijo adoptivo. Su procedencia es desconocida. Su color de piel, sus ademanes toscos, el brillo de sus ojos, generan resquemores. ¿Foráneo? ¿Negro? ¿Gitano? Todo hace sospechar. Nunca será aceptado por la familia ni por los criados. Tampoco Catherine acepta las emociones que él le provoca. Y cuando el padre muere, sobre su protegido caen los rigores de la soberbia de Hindley Earnshaw, el hermano de Catherine.

El amor tácito de los jóvenes en la hacienda Cumbres borrascosas seguirá creciendo, se confundirá con dolor, violencia, rencor. Catherine comienza un juego de doble filo. Aunque ame a Heathcliff se casará con Edgard Linton, el heredero de la Granja de Los Tordos. Y este acontecimiento marca trágicamente la vida de sus herederos y de otros personajes, hasta tocar el absurdo, hasta la inverosimilitud. En las historias que se desatan entre las dos familias, en sus haciendas, en ese frío campo azotado sin piedad por el viento, hay sufrimiento y deseos desbordados, hay intriga y saña, más allá de la muerte.

Nelly Dean, el ama de llaves, es la narradora central de las múltiples tramas y además participa e interviene en los hechos dramáticos que abarcan unos cuarenta años. Es el alter ego de Emily, los ojos de los lectores dentro de las habitaciones, la que fisgonea, la servidora fiel y muchas veces intrusa y delatora. Ella sabe lo que ocurre entre las penumbras y las almas y da cuenta de hechos ocultos utilizando el relato de otros para completar los hechos. Lockwood, el hombre que inicia y cierra la narración, es apenas un pretexto, pues en la novela predomina la voz de las mujeres. Son ellas las que finalmente definen los desenlaces.

La joven Cathy, hija de Catherine y Edgar Linton, marca el final de la historia, pues además de su belleza y su ternura, es una mujer letrada. Entre las formas de violencia que se ejerce contra ella por parte de los hombres está el negarle al acceso a los libros, quemarle los únicos que tiene a su alcance. Pero vencerá por su fuerza y su inteligencia y así terminará enseñando a leer a Harenton, su rudo primo, víctima también del maltrato de su tío Heatcliff. A través de las letras lograrán acercar sus corazones y fundarán otra historia, que esta vez se presiente apacible y dulce, como consuelo para el estremecido lector.

Paisaje característico de Haworth retratado en la novela Cumbres Borrascosas de Emily Brontë.  Imagen de dominio público.

Top Withens, West Riding, Yorkshire [1944-1945] del fotografo inglés (nacido en Alemania) Bill Brandt. 1904-1983.  © Bill Brandt / Bill Brandt Archive Ltd. Imagen de disponible en internet. 

Se ha dicho que esta no es una novela de amor sino de terror o de venganza. Esto es una reducción para una obra tan innovadora. En sus múltiples tramas emergen tópicos diversos que reflejan los conflictos y la ideología de la época. Los prejuicios y privilegios de clase, el rechazo al foráneo, el sometimiento de la mujer a los hombres, el trato rudo a los niños, la educación como privilegio, la moral puritana, la sumisión ante los amos terratenientes, las creencias en fuerzas telúricas que explican la sevicia y crueldad humanas. Esa mezcla de lo satánico con lo erótico, los fantasmas que reclaman su porción de felicidad, el mundo de las sombras donde los personajes dejan ver su otra cara, en un desafío del maniqueísmo propio de su tiempo. La cópula de lo romántico y lo gótico.

¿Que la novela era tosca y los personajes rústicos y repulsivos en su comportamiento y en su lenguaje? ¿Que la novela ofendía a los lectores acostumbrados a historias románticas o a tramas de enseñanza moral? Eso y más se dijo cuando se publicó. Charlotte quiso mediar, en parte justificando las críticas, casi disculpando a la autora por el mundo que vivió, y, por otro lado, explicando las complejidades que subyacen en la creación literaria, sin duda lo mejor de su razonamiento en favor de la novela. Respondió que era necesario escribir los improperios con las palabras que son, en vez de sustituirlas por espacios en blanco precedidos de la letra inicial, como se estilaba en la época. Argumentó que un autor creador no tiene todo el control sobre la trama ni sobre la psicología de sus personajes, pues estos tienen voluntad propia.

Poco se habla de la obra poética de Emily. Virginia Woolf resaltó su talento así: «A Emily Brontë no le bastaba con escribir unos versos, con proferir un grito, con expresar un credo. En sus poemas lo hizo de manera contundente, y quizá estos poemas lleguen a ser más duraderos que su novela». Aunque hasta hoy este vaticinio literario no se ha cumplido, sus poemas contienen tanta fuerza, dramatismo y pasión como el sentir de los personajes de Cumbres borrascosas. Personajes que, según la misma Woolf, siendo tan distintos y lejanos a lo real, adquieren tal verosimilitud que podemos verlos y sentir con ellos.

Es como si pudiéramos hacer trizas todo aquello por lo que conocemos al ser humano y rellenar estas transparencias irreconocibles con una ráfaga de vida tal que trasciendan la realidad. El suyo es, entonces, el más excepcional de todos los poderes. Era capaz de liberar la vida de su dependencia de los hechos reales; definir el alma que hay detrás de un rostro con unas simples pinceladas y darlas de tal modo que a ese rostro no le haga falta un cuerpo; hablar de un páramo y hacer que sople el viento y que ruja el trueno.

Emily incorpora en su ser el paisaje agreste en que vivió. Es amante de esas alondras salvajes, de las rocas heladas y cenicientas, de las campanillas azules y de esos campos de maíz contoneándose. Es esa niña que tiene la cabeza sobre la almohada, pero su pensamiento vuela muy lejos para divisar los astros, para escuchar «el choque de roca con ola y de ola con roca», aunque se encuentre a gran distancia del mar. Es esa mujer que habita también en «el país de la muerte» donde ya nada preocupa; que vive intensamente, con una turbulencia interior tan desaforada, que apenas se intuye en su rostro inmutable. Es la autora que vuelca todo su ser en la literatura.

Emily Brontë no abandona del todo su fantástico país de Gondal. Mientras lee acuciosamente su época decide morar en su mundo interior, habita la casa de su Imaginación, ese refugio, el único lugar en donde se siente libre, donde es soberana. Porque la Imaginación es su «amiga verdadera»:

Cuando, cansada de las preocupaciones del largo día,
y de la terrenal mudanza de dolor en dolor,
perdida y dispuesta a desesperar,
tu cálida voz me vuelve a llamar,
¡oh, amiga verdadera! ¡No estoy sola
mientras puedas hablarme con ese tono de voz!

Puesto que no hay esperanza en el mundo exterior,
doblemente aprecio el mundo interior,
tu mundo, en que ni el fraude, ni el odio, ni la duda,
ni la fría desconfianza brotan jamás;
donde tú y yo y la Libertad
tenemos soberanía indisputable.

Bogotá, noviembre 2020 año de pandemia y junio 2024.

Abadía de Kirkstall, dibujada por Charlotte Brontë. Imagen de dominio público tomada de: https://www.annebronte.org/