Por Efrén Piña Rivera

Al final de su vida, la reputación de Mircea Eliade se vio gravemente ensombrecida por cuenta de las acusaciones sobre sus flirteos juveniles con la fascista Guardia de hierro en su país y por la aparente deslealtad con algún amigo suyo que a la postre sería condenado en la Rumania de la posguerra. En medio del escándalo aparece uno de sus últimos escritos, La noche de San Juan, una misteriosa novela sobre el fugaz encuentro de dos amantes, Ileana y Stefan, en medio de las vicisitudes de la Segunda Guerra y la transformación europea del mediados del siglo XX. El gran erudito rumano e imprescindible historiador de las religiones fue un prolífico novelista.

La novela relata el periplo, el viaje del joven protagonista en busca del Tiempo, pero no el tiempo perdido de Proust… “Era otra clase de Tiempo. Aún no lo había vivido, no estaba ligado a mi pasado. Era otra cosa, que parecía venir de otra parte”. Es otro tiempo… “una noche de plenilunio o una tarde de verano, o los cantos de los pájaros” o de los insectos en las diferentes horas del día, la naturaleza “transparente… portadora de valores” que se ven interpeladas por los torbellinos de la dramática historia de Europa oriental.

La noche de San Juan es una disertación sobre lo inexorable del tiempo: el tiempo histórico, el de la guerra y los grandes conflictos vividos en su época. Y el tiempo cósmico, el de “el día y la noche, las fases de la luna, las estaciones… la luna nueva o la luna llena, los equinoccios y solsticios, los crepúsculos matutinos y vespertinos… cada uno de esos fenómenos le revelan un nuevo aspecto del todo, del Cosmos. Le basta con agotar la significación de cada uno de esos acontecimientos cósmicos. De esta suerte, vive en perpetua revelación”. Como trasfondo está, precisamente, la compleja situación de la joven intelectualidad rumana por cuenta de la degradación política y social, la tensión de la entreguerra, que produce tanto la guardia de hierro como el control totalitario de la posguerra con la consiguiente dosis de represión y exilio.

La novela comienza y termina el 23 de junio, aquella noche de las hadas, cuando “se abren los cielos, aunque probablemente sólo se abran para quien sepa mirarlos”. En la tradición europea, para ingleses, españoles y escandinavos, nos dice Eliade, en esta noche se invoca el cielo a través del fuego.

Y es el fuego el gran protagonista, con las orgullosas hogueras que se alzan hasta el cielo y atraen magnéticamente a brujas y niños, a cantores y danzantes. El fuego ahuyenta los malos espíritus y purifica el alma. Siendo una de las noches más cortas del año en el norte es uno de los momentos más esperados. Para algunos es el punto de partida del verano, para otros un momento único en la configuración cósmica.

Los celtas celebraron Alban Heurin, la bienvenida al buen tiempo y la fertilidad. La noche de las hadas es la de los pinos y los fresnos, la de exorcismos, invocaciones y profecías, la de ninots, juanillos andaluces y macarrons catalanes, de magia y misticismo, desinhibición y epifanía, aquelarres y sortilegios.

El solsticio de verano en el norte tiene su espejo en el invierno sureño. Es el momento para ese rito renovador de Occidente que coincide con la fiesta del Sol del inca. Porque en la noche de Ileana y Stefan en la novela de Eliade, la noche de místicos encuentros y desencuentros, es además el tiempo de armonización para pueblos indígenas de América y tanto los viejos poetas beats como los persistentes hippies de la Otra América, obstinados, ávidos de experiencias, responden al llamado del sol.

El solsticio es también en los Andes la ocasión del encuentro cósmico ritual, un nuevo ciclo de vida que reclama su lugar en tiempos de progreso. El Inti Raymi es la celebración y abrazo allende y aquende los mares, en Otavalo y Nueva York, en Cusco, Amantaní y Madrid. En diferentes partes del mundo migrantes andinos ven propicio el momento para insistir en reivindicaciones étnicas, nacionales andinas, peruanas, bolivianas y ecuatorianas, dando cuenta de una temporalidad diferente a la de San Juan. Propician la renovación humano – natural (con lo que pueda significar natural hoy) y su armonización. En Manhattan y en Getafe, con fotutos, flautas y ocarinas marcando el ritmo de las danzas, con hojas de coca, semillas y chicha como ofrendas de abuelos y abuelas, el ritual del sol es un gesto de reivindicación, el llamado de la Pachamama, el desafío a la colonización.

La noche del 23 ahora comienza. Relatos diferentes, de distintos calendarios, confluyen en una misma ocasión. Imagino la experiencia mística del encuentro de quienes aman y se aman, sea en la mitad de algún bosque oscuro europeo, en una plaza española, entre los apus, montañas andinas que hablan, en el comienzo y final de los tiempos, venciendo la hora de la desgracia y saludando el desorden cálido del porvenir. ¡Enciendo el fuego! ¡Que se abran ya los cielos y que muchos seamos capaces de mirarlos!

Danza y música se espera en durante las jornadas en el Inti Raymi