Cuando papá abuelito murió no me di cuenta. Sólo él y yo estábamos en la casa. Lo sentí ir hacia el baño con sus pasos lentos, llenos de un cansancio definitivo. No le hice caso cuando pasó por mi lado, porque estaba bastante ocupada con mis pepas de cristal. Se llevaba a cabo un campeonato entre la roja, la verde, la plateada y la café. Las impulsaba a todas hasta la meta con mi dedo índice, aunque yo quería que ganara la plateada porque era la más bonita y se merecía el premio. Justo cuando el abuelo pasó por mi lado, estaba a punto de coronar la roja y tuve que hacer trampa para que no ganara. Total, nadie me estaba viendo y afortunadamente mi hermano estaba en la escuela. Así no iba a pelearme porque la roja era de él.

Pedro se llamaba el abuelo. Era muy alto y aprendió a caminar encorvado cuando me llevaba de la mano a la tienda para comprarme caramelos. Encorvado era cercano a mi estatura. Así podía escuchar lo que yo le contaba. Mi mano entre la suya era como un pez preso. Apretaba fuerte y yo sentía su sangre muy caliente y un cosquilleo entre los dedos, como si mi mano estuviera a punto de ahogarse. Era lindo ver caer la tarde sobre sus piernas. No había escudo más fuerte que sus brazos.

Por mi culpa el abuelo se ganó muchos regaños. Era la lámpara encantada, el mago, el genio de la botella. Gracias a su presencia el almuerzo podía transformarse en chupeta, las palmadas en sueños. Sin su amor yo era como una fruta sin cáscara. Un día le oí decir que cuando muriera me llevaría con él. Mamá tuvo terror de sus palabras.

Cuando me disponía a iniciar la premiación, escuché un golpe fuerte que venía del baño y me asusté por un momento. El corazón me hizo como el tambor de la banda de guerra. Seguí su ritmo. Me pareció buena idea que la premiación se celebrara con tambores y todo. Terminó la ceremonia y me sentí un poco aburrida. Miré hacia el baño y lo que vi me pareció muy raro. La puerta estaba abierta y los pies del abuelo estaban tendidos, como cuando dormía. Vi sus alpargatas, sus pies color tierra, pero inicié otro campeonato. Esta vez prometí que iba a ganar la roja.

Cuando llegó mamá, no quise mirarla. Seguí en el patio muy ocupada y todavía de cara a la pared. Oía su llanto y las palabras de la vecina que no la consolaban. Le ayudaba a cargar al abuelo hacia la pieza. Cuando pasaron por mi lado miré de reojo y me pareció ver un tronco que arrastran para hacerlo leña y llevarlo a la hoguera. Esta vez la plateada se quedó rezagada en la carrera, pero ya no me importaba.

Por la noche la casa se llenó de gente. Colocaron al abuelo en la mitad de la sala y todos pasaban a mirarlo. Desde mi altura sólo veía el vidrio. Nadie se dio cuenta de esto ni me preguntaron si quería verlo. Tanto mejor porque no hubiera dejado que me alzaran. Estaba muy ocupada ayudando a llevar café a los visitantes, al tiempo que contaba chistes a un hombre que estuvo sentado toda la noche en el sofá. Mis carcajadas interrumpían los rezos. Fue una de las noches más felices de mi vida porque nadie me mandó a dormir.

Al otro día se llevaron la caja en un carro negro y con paredes de vidrio. Como todo estaba lleno de flores, se veía bonito. Me hubiera gustado viajar con el abuelo y hacer adiós a todas las personas de la cuadra que miraban la cabalgata.

En el cementerio me encontré con Isabel, una niña que vivía en la esquina. Era algunos años mayor que yo y siempre llevaba la ropa sucia. Mamá nunca me había dejado hablar con ella porque no estudiaba y se la pasaba en la calle. De su casa salía un olor raro. Su madre también era sucia y despeinada. Isabel me tendió la mano y aprovechando que todos estaban muy ocupados frente a la tumba, me llevó corriendo a ver los peces en una pileta que había al final del cementerio. Esto fue lo mejor de aquel día. Saltamos por todas las tumbas, reímos hasta que ya no pudimos más y nos tendimos en la grama a jugar a las nubes.

Yo vi al abuelo que me llamaba desde el cielo: Marysol, Marysol…. Pastoreaba muchas ovejas, parecía volar y me invitaba a seguirlo. Quise irme con él, pero me pesaba el cuerpo. Pedí ayuda a Isabel para que me ayudara a subir. Ella logró colocarme sobre una estatua blanca que parecía un ángel. Tendí mi mano hacia arriba como si me encontrara en un pozo y quisiera que alguien me halara, pero cuando casi lo lograba, el abuelo despareció en el azul.

Tardamos mucho para encontrar el camino de regreso. Al llegar, la gente se había dispersado y mamá me buscaba desesperada. Cuando me vio, en vez de alegrarse, me pellizcó muy duro y me separó de Isabel. Mientras volvíamos a la casa, empecé a sentir un dolor en el pecho porque no volvería a jugar con mi amiga. Las lágrimas se me salieron y mamá me dijo que ella también estaba muy triste, pero que Dios se había llevado al abuelo al cielo. No le dije nada.

Pasaron muchos días y no volví a ver a Isabel. En su casa permanecía su madre, sus hermanos, el mismo olor, pero de ella no había rastros. Era como si la tierra se la hubiera tragado.

Cada semana íbamos a la tumba del abuelo a cambiarle las flores marchitas por otras rojas y frescas. Yo aprovechaba para colocarle en la lápida una palomita de papel. Un día, mientras mamá se distraía lavando en la pileta el jarro de las flores, aproveché para ir al sitio en que habíamos jugado con mi amiga. Al mirar la estatua del ángel, comprobé asustada que la niña blanca que me había servido de escalera para llegar al cielo tenía el rostro de Isabel.

Cuando murió el abuelo yo no sabía qué cosa era la muerte. De haberlo sabido, habría levantado la casa a gritos y nunca hubiera podido jugar con Isabel.

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