Detalle de “Madre y niño” de Oswaldo Guayasamín

El hijo llevaba dos días llorando, como si tuviera en el pecho un eco de lamentos interminables, o como si un dolor muy grande le atravesara el estómago o la alegría. Tenía cuatro años, pero parecía tener dos por su estatura, su extraña delgadez y esa manera desesperada de llorar.

La madre le colocaba paños en el estómago, le contaba un cuento, lo mecía como un bebé, le daba agua de yerbas, pero nada. El niño parecía no verla, no sentirla, no tomar en cuenta sus palabras. Su malestar no tenía nombre ni apellido. Las pocas palabras que había aprendido a pronunciar naufragaban en su mar de llanto.

En la segunda noche de lágrimas, la madre decidió ir a ver a la partera que vivía a varios kilómetros de la casa. Era la misma que había recibido al niño aquella noche lluviosa del 20 de junio, cuando el marido fue en su búsqueda para avisarle que su mujer estaba retorciéndose de dolor en el baño sobre un charco de sangre.

La partera, una mujer gorda y vieja cuyas manos habían dado la bienvenida al mundo a tres generaciones del pueblo, desnudó al niño, le registró todo el cuerpo, y antes de darse por vencida le miró el fondo del ojo, en el momento en que las lágrimas eran menos abundantes. Se lo entregó inmediatamente a la mujer.

– Es mejor que se muera. Ahí veo que nunca será feliz.

Las palabras le cayeron a la madre como arena entre los ojos. Era el único hijo, y aunque hubiera sido uno de docena, no hubiera soportado la idea de su muerte.

– Pero usted fue la primera que lo tocó cuando nació. Usted puede saber qué hacer para que se calme. ¡Esas palabras no se le dicen a una madre!

Lo dijo a punto de llorar.

– Usted tiene razón. Pero no le puedo decir qué hacer. Este niño no quiere vivir.

La mujer se quedó mirándola con tanta tristeza que la vieja sólo pudo agregar:

– Llora todo lo que usted no puede llorar.

Se devolvió con el hijo alzado porque éste ya se negaba a caminar. Durante el trayecto decidió taparle la boca con la misma manta que lo cubría, temiendo que los vecinos salieran al camino para insultarla por el ruido que iba regando en la noche.

Cuando se aproximaba a la vieja casona en la que vivía sola con el pequeño desde el día en que el marido la abandonó, una sombra apareció en medio de la calle y la esperó en el lugar en que debía cruzar la carretera. Al principio tuvo la esperanza de que se tratara de una vecina que quería socorrerla, pero después se dio cuenta que la sombra se iba agrandando a medida que ella se acercaba.

Cuando estaba a pocos metros de lo que debía ser una persona, las piernas no le obedecieron. Ese fue el único momento en el que el niño se calló, aunque ella no pudo darse cuenta, petrificada como estaba.

La sombra se fue transformando en una mujer cuya piel se recogía en interminables vueltas y arrugas grises, el cabello blanco bajaba al piso y le arrastraba como un manto de novia, las uñas, como ganchos de colgar ropa, le nacían de unas manos huesudas, su vestimenta era un muestrario de ropas y olores.

Por un instante la madre escuchó el llanto del niño saliendo por la boca de la vieja. Los lamentos, terribles como puñales, se escucharon varios kilómetros a la redonda. La mujer cayó al piso mientras de sus brazos resbalaba el niño envuelto en un golpe seco.

Minutos después la madre despertó sola en la calle. El niño había desaparecido como por arte de magia. Su angustia se reinició. Pedía socorro en todas direcciones, pero nadie vino en su ayuda. Avanzó hacia la casa, abrió la puerta y encontró al niño durmiendo en su cama.

– ¿Qué había pasado? ¿Quién era la vieja? –preguntaron todos con impaciencia.

Era tan fuerte y tan insistente el llanto del niño, que la llorona en persona fue traída a la fuerza del más allá. Aquella noche el niño durmió tranquilamente hasta la madrugada, pero antes de que amaneciera, reinició su terrible lloriqueo.

La madre despertó angustiada y probó nuevamente todos los remedios: agua de valeriana para los nervios, de manzanilla para el dolor de estómago, de zen para las lombrices, pañitos húmedos por si la fiebre, papas partidas por la mitad por si el dolor de cabeza, pero nuevamente todo fue un fracaso.

La tercera noche, desesperada, la madre sacudió fuertemente al chiquillo y sin pronunciar palabra le deseó la muerte. En ese instante vio que su cabeza, como un fruto, se desgajaba sobre el pecho. El silencio retornó a la casa. Los gritos de la mujer volvieron a romperlo. Alzó al hijo y lo llevó hacia el solar de la casona, en cuyo centro se alzaba un magnífico limonar. Elevó el niño al cielo implorando que le devolviera la vida, pero a medida que avanzaban sus rezos, el frío se apoderaba del pequeño cuerpo.

Hacia la media noche, cansada de suplicar lo imposible, ató el niño a su espalda y decidió trepar a un limonero para acabar con la pesadilla que le había quitado el sueño por tres noches consecutivas.

Al otro día extraños frutos amanecieron colgados en el árbol. La gente del pueblo casi no lo creyó, aunque todos fueron testigos de que las tres últimas noches no habían logrado conciliar el sueño porque un llanto terrible viajaba en el aire. Todos culparon a la llorona del suceso.

Algunas semanas después, los nuevos habitantes de la casa contemplaron la escena que quedaría grabada para siempre en la memoria de todos. A la media noche, una mujer envuelta en una luz color azufre y con un niño cargado en su espalda, daba vueltas alrededor del limonero.

La visión duraba algunos minutos y desaparecía, repitiéndose todos los días a la misma hora por muchos años, con la variedad de que quienes la seguían a través del tiempo contaban que la mujer se hacía cada vez más vieja y el hijo crecía y crecía hasta hacerla encorvar, arrastrándole como una carga pesada a la espalda.

-Desde entonces la llaman la Luz del Limonar y todavía aparece, sobre todo en las noches de luna menguante.

-¿Y qué se hizo la casa?

-La casa ya no existe, pero el limonar sigue dando frutos. Cerca al lugar donde se encuentra ya nadie quiere vivir.

El hombre que contó la historia se quedó en silencio. Todos lo imitaron y quedaron pensativos. Quería preguntar muchas cosas, pero me quedé más mudo que nunca. Me preguntaba si la mujer había matado al hijo en su desesperación o si fue la llorona la que le dio muerte a los dos.

– Hay silencios que matan –dijo papá, mirando hacia un lugar que no pude divisar en sus ojos. Todavía no entiendo por qué dijo eso.

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