La escuela es como una vieja alta, con la piel blanca y un olor a tierra mojada. Las paredes están pintadas con cal y llevan un zócalo de esmalte verde. Arriba se le ven grietas que conforman el croquis de un mapa. Las puertas, gigantescas, también son verdes con viejas cerraduras de llaves perdidas. El techo de vigas muestra la humedad y la carcoma de los años. Cuatro corredores enmarcan el patio de baldosas de piedra. Unos pilares, igualmente verdes, dividen los corredores y el patio. En el centro de éste, una pileta con una estatua de la virgen en yeso. Lleva en brazos un niño y sonríe mirando al cielo. La pileta está llena hasta el medio con un agua verde y pueden verse algunos peces pequeños en el fondo. Por el agua navegan palomitas de maíz, pajaritas, uno que otro barco de plástico y un avión rojo clavado en el fondo.

Los salones son amplios y con el piso de cemento. Los pupitres grandes, algunos con cuatro y otros con tres puestos; un olor a goma de borrador, a tinta azul, a papel caliente, a cachorro recién bañado; los cuadernos reposan sobre los asientos. Algunos abiertos todavía, registrando la prisa de manos que dejaron una palabra a medio escribir; dibujos recién iniciados y sin color; en el tablero, la palabra silencio escrita en mayúsculas e iniciada con la letra “c”; al lado, el esquema de muchas operaciones matemáticas enumeradas, trazadas con una letra fuerte y bien delineada.

A lo lejos, el murmullo de gritos, risas, voces, como el sonido de un río feliz. De pronto, una campana rompe el bullicio y el silencio es un tren que crece y amenaza con descarrilarse. El tren se acerca, toma los corredores y desemboca en los salones, en donde se convierte en una algarabía. El recreo ha concluido.

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