Imagen tomada del muro de Facebook del poeta Juan Manuel Roca
Por Luz Helena Cordero Villamizar
(una versión editada de este texto fue publicada en la Revista Ulrika 71 septiembre 2022 y en el libro “Juan Manuel Roca. Textos críticos sobre su obra”. Biblioteca Libanense de Cultura. Bogotá, 2023)
Un hombre vaga como un alma en pena por los canales del viejo Petersburgo. Empleado modesto, apocado, solitario espectador de su fracaso. Quisiera sacar a bailar a «la reina de la noche», pero solo puede deambular en medio de la niebla, con ese rostro que uno imagina prófugo de un delirio. De repente descubre que tras él va corriendo su doble, entra a su casa, se alimenta de su comida, sigue todos sus movimientos, le usurpa su lugar en la cama, le adivina el pensamiento. «Algo de inquietud, de humildad y de espanto traslucían todos sus gestos; de suerte que, si es lícita la comparación, asemejaba en aquel instante un hombre que, careciendo de ropa, se ha vestido la ajena». ¿Qué hacer para estar en paz con su doble? Permitir que le robe su nombre, que lo sustituya en la oficina, que se gane las palmaditas del jefe, que lo borre del mapa, que ignore sus cartas. Dostoievsky apellida Goliadkin a ese pobre diablo. Lo dejaremos recorriendo la Avenida Nevsky una mañana de 1846 en esa bella y agraviada ciudad.
Los siameses, los dobles, ese otro que nos habita, el que sueña mientras el otro duerme, el que nos sigue a todas partes y nos mira del otro lado del espejo. Esta dualidad presente en tantos cuentos y novelas, las de Edgar Allan Poe, Robert Louis Stevenson, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, entre otros, también ronda la poética de Juan Manuel Roca y en su voz adquiere un sello muy particular. Es necesario manifestarlo de una vez: a Roca hay alguien que lo sigue a todas partes. Alguien lo asedia, lo espía agazapado, se oculta tras su espalda, se alía con su sombra para raptarle las palabras. Esas que el poeta atesora, tibias, apenas entretejidas entre la bruma de los versos. Las palabras que apenas presiente y que el otro le arrebata antes de poder rasguñarlas al silencio. Roca sospecha que quien lo espía es su cuerpo.
Mi cuerpo, como en una novela negra, me persigue. Donde voy, va conmigo… Una noche me lo encuentro a boca de jarro al doblar una esquina y me resulta imperioso saludarlo como a un viejo conocido. Debo aceptar que me siga a todas partes.
Su cuerpo es leal a su estatura y a sus años, carga con sus afanes y sus huesos, se encarga de llevarlo y de traerlo. Ese otro que lo gobierna, que lo habita, puede ser Nadie. «Ese Nadie que tanto lo estremece y tal vez lo encandila», como presintió Gonzalo Rojas. Ese Nadie, «pequeño cónsul del olvido», que le habla por todos los costados, sobre todo por los que más le duelen. «Puede ser el viajero de sí, / el nómada de sí mismo…» Y puede ser también la página en blanco. Es ese ángel remiso quien lo visita para dictarle sus insólitos poemas. El mismo que lo sofoca, lo suplanta en reuniones tediosas, en talleres, en clases que lo agotan, para luego cobrarle su prestigio, los aplausos, su mesada.
La sombra de Nadie acaso se oculte en la de Alguien.
Ese Alguien llamado Juan Manuel Roca no es solo el hombre afable, de aguda sensibilidad, que siempre está jugando con las palabras y que sabe ser áspero con quienes le disgustan. No es solo el dueño de su palabra mordaz, de la ironía, de la crítica permanente, ni de la belleza que nombra lo amargo y lo terrible. También son los otros que lo habitan y la presencia de su doble:
Soy dos.
El que quiere partir
y el que se queda.
A uno de los dos lo vemos caminando por su barrio. Porque hace un tiempo largo y memorioso que pertenece a esas calles bogotanas que atraviesan Teusaquillo, entre La Soledad y El Recuerdo. Ese lugar que en sus orígenes fue construido con nostálgico aire inglés, con sus antejardines, casas enormes de ladrillo rojo a la vista, marcos blancos, techos en punta con tejas de barro, chimeneas sin humo, mansardas con fantasmas cautivos. Pero el barrio también tiene su doble: envejecido, desteñido, sus casas perdieron familias y degeneraron en sedes de partidos políticos, oficinas de seguros, sedes bancarias y aquellas empresas que administran el miedo. Vemos fachadas amputadas, jardines cementados, proliferación de rejas, la estética del adefesio.
Por sus calles rotas deambulan el poeta y su doble como peces en el agua, en conversación con vivos y muertos, en medio de árboles y cosechas de colibríes, al lado de perros que sacan a pasear a sus dueños, junto al solitario deportista que envejeció persiguiendo su éxito y ahora apenas puede con sus piernas. Es este el territorio de Roca y de su Nadie cuando andan y desandan el Parkway, como Goliadkin y su doble por la Nevsky. Pueden ir rumbo a la Universidad Nacional, al encuentro de amigos, o quizá se dirigen a su más reciente guarida: el Espantapárrafos. Lo que pueda suceder allí es asunto de la imaginación.
¿A cuál de los dos he conocido? ¿A Roca o a su doble? Tanto tiempo juntos hace que cueste palabras distinguirlos. A veces le preguntamos al uno y nos responde el otro. Sin advertirlo, a menudo se suplantan. ¿Cómo saber cuál es el que repite los chistes y cuál el que se ríe de ellos? ¿Quién invoca voces de poetas idos y quién viaja al país de los lotófagos? ¿Cuál es el que escribe cartas para ponerlas en «el buzón del viento» y quién recibe «sobres y postales dirigidos a Nadie»? ¿Cuál se empeña en el monólogo y quién se obliga a escuchar? ¿Quién dibuja al otro con trazos cándidos y cuál se ríe de nosotros agazapado en su sombrero?
Me pregunto si el doble frecuenta los mismos amigos del poeta, o quizá tiene otros que guarda con celo. Si tiene sus preferencias o sus formas de impedir que Roca los cautive. Quizá los intrusos pasean por los aposentos como Juan por su casa. Tal vez algunos nunca han pasado de la antesala, o apenas atisban por las ventanas y Nadie les dice que el poeta duerme o se encuentra de asueto. El teléfono repica y nunca sabré quién deja de responder mi llamada y cuál me saluda con tanto cariño. ¿A quién estoy leyendo ahora y con cuál inicio esta conversación?
—Juan Manuel, un libro tuyo se titula El gallo canta tres veces. Se me antoja seguir esta ruta, pues es un nombre cargado de significados. Según la cábala judía, esa expresión alude a la llegada del ángel de la muerte. En el Zohar o Esplendor se habla de Rigor, un gallo negro que canta tres veces y que solo es audible para el agonizante, a quien también le es dado ver y escuchar a sus muertos queridos. Al primer canto se inicia la separación entre alma y cuerpo. Pregunto: escuchado este primer canto ¿a quiénes quisieras encontrarte?
—Pienso en amigos. Para mí la única religión que existe es la amistad y un solo dogma que se llama fidelidad. Encontrarme con un amigo fiel, un amigo de la infancia. Se llamaba Álvaro García. Nací en Medellín —nadie es perfecto—, y vivía en un barrio llamado La Floresta. Era lo que aquí llaman potreros, unas mangas llenas de pomares y nuestra profesión era robar pomas. Con él también jugamos fútbol, empezamos las primeras lecturas, solíamos caminar las calles, íbamos a los bares, a los sitios prohibidos, a un barrio extraordinario llamado Guayaquil, que era como un muelle sin mar. Me encantaría volver a ver a ese gran amigo, pero no con un carácter nostálgico. Yo odio la nostalgia. Eso de que todo tiempo pasado fue mejor, no es cierto. Todos los tiempos pasados han sido horribles. Además, encontrarse uno un muerto y decirle qué cuenta de nuevo…
Se ha dicho que los amigos son la única patria. Y Roca mora en ese territorio. Casi siempre tiene a su lado los camaradas de vida, cómplices de mil y un proyectos, esos que lo acompañan hace ya varias décadas. Su rostro se ilumina cuando los ve llegar. Además, están los otros, los que llegan de ultramar, «el amigo muerto que vive / abriendo una ruidosa botella de vino / y que tintinea un vaso de cristal / en el mesón de la cocina», el que suelta palabras húmedas, abandonadas hace años, y tantos otros que penetran a cada rato su silencio. Lo invaden también esas legiones de poetas de todos los tiempos y lenguas. Los siempre vivos y que son su imprescindible compañía. Es momento de reiniciar el ritual, de continuar la tertulia inacabable, de saborear el primer trago.
—¿Y cuál poeta quisieras ver al escuchar ese primer canto?
—De los muchos que he conocido, me gustaría encontrarme con Antonio Cisneros, el poeta peruano. Porque su vitalidad está a prueba de muerte. Yo creo que uno se encuentra con él y de inmediato hace un chiste. Lo que seguiría es un trago y otro y otro. Tenía esa incansable capacidad de querer a la gente. También quisiera ver a otro poeta que quise mucho: Gonzalo Rojas. Un viejo disruptivo, valiente, transgresor. Nunca fue boca de partido, no perteneció a nada, era muy libertario. Para mí es el más grande poeta de Chile. Y encontrarme con un tío que fue poeta: Luis Vidales. El único defecto que tenía es que era estalinista.
No hay tristeza en su mirada cuando trae historias de ausentes. Habla de ellos como si acabara de despedirlos en la esquina. Su recuerdo es vívido y juguetón. «Dicen que están muertos. / Irremediable y porfiadamente muertos. / Sin embargo / Me tropiezo entre los transeúntes / con el más sedentario de ellos… Otro me llama por teléfono / Y se queda suspendido en el silencio…»
—…Finalmente, me gustaría encontrar una mujer: María Luisa Mejía. Una periodista muy brillante a quien amé mucho. Iba a hacer un reportaje en el Chocó sobre unas tortugas que se estaban suicidando. Salían y se despeñaban. Y la que se despeñó fue ella en una avioneta… Me gustaría que me contara un poco ese episodio de las tortugas.
«Una noche, una noche toda llena… de murmullos» vi por primera vez a Juan Manuel Roca. Para ese momento todavía no lo acompañaba Nadie. O eso creo. Fue a mediados de 1988 cuando Álvaro Marín y yo nos inscribimos en un taller de la Casa de Poesía Silva. Eran los tiempos en que las paredes y rincones de la antigua casona susurraban, sus corredores y salones eran tomados por poetas consagrados y novicios, por escuchas de poesía y por algún loquito de los que suelen habitar La Candelaria. María Mercedes Carranza me recibió en ese despacho oscuro, bajo la tenue luz de una lámpara —esa «emisaria del día en plena noche»—, en medio de ese mobiliario antiguo, de anaqueles llenos de libros viejos y con esa atmósfera de otra época en la que imaginaba a José Asunción encogido de frío y melancolía. El ambiente era propicio para el embrujo poético. Después de preguntar por las razones para querer unirme a esa cofradía, María Mercedes, mirándome por encima de sus anteojos como solía, con su mesura y ese aire de maestra y matrona, palabras más, sonrisas menos, me dio la bienvenida. La bella Casa era un amable refugio y una o dos veces por semana se saturaban sus salones con un público ansioso de escuchar versos a las finas hojas, a las buenas yerbas, a las gotas amargas; cualquier verso para el hambre de los visitantes. No faltaban los canelazos y con frecuencia los recitales continuaban en corrillos en cualquier cuchitril cercano.
La noche del primer taller crecieron los murmullos y casi hubo «música de alas». Al entrar a la biblioteca vi al poeta Roca de perfil, oficiando, sentado ante uno de los laterales de la mesa. Desde entonces, todos los viernes de seis a ocho durante seis meses, ese lugar fue mi albergue. Allí conocí a quienes serían mis amigos por varios años: Luis Fernando Baquero, Jaime Muñoz, Víctor López, Julio Betancourth, Ricardo Sánchez… No olvido los autores convocados en esa primera sesión: Federico García Lorca, Nazim Hikmet, Henri Michaux, Yannis Ritsos, Jacques Prevert… Menos Federico, todos desconocidos para mí. Así inició una etapa de intensa y productiva lectura, de crítica a veces implacable. La bohemia movía pasiones y fortalecía vínculos que perduran hasta hoy. Experiencia y aprendizajes que ninguna academia puede ofrecer. «Tomad un círculo, acariciadlo, ¡se volverá vicioso!» decía Ionesco. Y deliciosamente vicioso se volvió aquel círculo de poetas en ciernes.
Este episodio del pasado me resulta tan mío y al mismo tiempo tan ajeno, que es como si otra lo hubiera vivido. La otra que fui. Quizá aquella colegiala ávida de mundo que un día de 1978 encontró los poemas de un tal Juan Manuel Roca en un suplemento dominical, y que luego siguió buscando su nombre entre folletines y revistas, al sentir que esa palabra poética le ayudaba a descifrar algo turbio que se respiraba en el ambiente. Seguía el rastro de un nombre antes de tener un rostro. Tal vez esa poesía le daba alas a aquella muchacha para enfrentar el país al que recién despertaba, cargado de noticias insoportables, torturas, desapariciones, terror, el alimento diario nacional. ¿Era otro país o es el mismo que estrena cada día sus viejos tormentos y «surcos de dolores»?
—Entre voces y murmullos, continuemos con la cábala. Cuando el gallo canta por segunda vez, el protagonista es conducido por el ángel de la muerte ante el tribunal celestial, donde debe pasar por una columna de tres colores que sube hasta la puerta de la Justicia. Por fortuna, no ha de ser la puerta del relato de Kafka y su insuperable guardián. Esta imagen me remite a algo más terreno y es el combate entre la memoria y el olvido. La literatura y todo arte luchan contra el olvido y aspiran a trascender. Juan Manuel, enfrentado al tribunal de la memoria colectiva ¿cómo quisieras ser recordado?
—Hay una frase de Quevedo que habla del Narciso como alguien ahogado en el agua de su propia imaginación. Y siempre nos imaginamos mejores de lo que somos. Quisiera ser recordado como la persona que intentó traducirse a sí mismo para traducir a los demás. No escribo poesía por una ambición ególatra, ni por autorreferenciarme. Quisiera verme como parte de una colectividad. Como alguien que intentó explorar algo de sí mismo para entender a los otros. Todo lo demás son bagatelas. No ser recordado como un sabio, ni como un prohombre. Ser recordado por dos o tres huellas y más nada..
Ser recordado por «dos o tres huellas», o como se lo dijo Gonzalo Rojas, el Heráclito chileno: «Todo lo más dejaremos siete líneas como los griegos inmortales». ¿Cómo se ha de recordar a Juan Manuel Roca? ¿Cómo escrutar los caprichosos designios de la memoria colectiva? ¿Quién tiene acceso al oráculo y a sus misterios?
De pocas personas puede decirse, como de Juan Manuel, que envejecen solo de apariencia. Por sus ojos se asoma el mismo gesto de ingenio y picardía, ese aire amistoso y de constante observación que lo acompaña. Bajo su sombrero anidan imágenes, se confabulan palabras y conmociones, revolotean gracejos, se cuecen los poemas y se asoman sus canas. Quizá se ha hecho más pesado su cuerpo, aunque avanza con garbo y diligencia, excepto en sus «etapas góticas». El tiempo no doblega su espíritu impetuoso, ni resquebraja su obra.
El poeta nunca ha ido a la guerra, ni falta que le hace, pero desde niño sabe que ya está en ella y denuncia su jerga salvaje y su danzón de las pistolas. Teje sus versos con la magia del asombro, ve el alma de las cosas y de ese país en el que «crecen la rabia y las orquídeas por parejo». Como si no le bastara con desentrañarnos, le escribe al pobre diablo, imparte lecciones ácratas, se aleja de los tibios, es «apátrida como los sueños» y dice que de grande aspira a ser anarquista.
No reivindica el anarquismo de falsos practicantes, o de consignas vacías. Asume una posición insumisa, en armonía con su quehacer imaginativo y creador, de suyo libertario. Imposible situarlo en contubernio con partidos o incondicional con el poder político. Devoto y camarada de Nadie, «francotirador de la noche», dice ser ciudadano de un país que va sobre una bicicleta estática, o que pedalea hacia atrás. Su alianza es con el indócil, no con quien maneja los hilos del poder o su urdimbre. Está con quien traba el mecanismo o enreda los hilos. Es evidente su desprecio por los lamedores de suelas, por señores y señoras de pacotilla que —así lo dice— no tienen amigos sino escalones para ascender. Es notoria su antipatía por las cortes de aplausos y genuflexiones, su repudio a monumentos y estatuas encumbradas, su oposición al gregarismo, venga de donde viniere. No transige frente a los escritores que callan, los que se «arrebañan», «ceden al canto de sirenas del facilismo propuesto por el mercado editorial», los que «se pliegan al mejor postor —que casi siempre es el mayor impostor— o hacen de la meta del éxito su único destino».
Juan Manuel hace costuras en el agua, conversa con estatuas mutiladas, se debate en «batallas de papel», cuida «con esmero el jardín de los amigos muertos», regala flores «cuya belleza radica en que no existen», levanta un «monumento a los desaparecidos» que, como los días y como Dios, se esfuman en el aire. Descubre que hay una ciudad escondida dentro de otra y nos describe su «repertorio de sombras», visita la tumba del aguafiestas, es capaz de «construir la ruina antes que la casa», de soplar el humo antes de prender la chimenea, de exprimir las piedras… Y es que la poesía todo lo hace posible. Es subversiva e infractora. Según Roca, la poesía es la araña que trepa la escoba que la barre, es arena y no aceite en las maquinarias ideológicas, resistencia espiritual contra el miedo y frente a la zozobra, es inseparable de la libertad. Y «la anarquía quizá sea la más poética de las concepciones políticas del hombre… puede llegar a ser una decantada política de la imaginación».
El poeta también desdibuja las fronteras entre las artes para liberarlas de los yugos académicos. Así, hace deliciosos paseos por poetas del pincel y pintores de la palabra, revela su placer por la «cromofagia», por esos cielos que estallan de amarillos y rojos, por rostros que desde el lienzo escrutan el paso del tiempo y son más vívidos que los pobres mortales que los vemos. Nos lleva ante Madame Ginoux, presa desde 1888 en una pintura de Gauguin, sentada ante una mesa, de espaldas a un billar y a fantasmas que conversan animadamente, mientras ella nos mira desde el cuadro con un aire de recelo e ironía. Es el poeta quien le da voz para que vaya describiendo la escena, contando la historia, mientras ve pasar a los mirones y a los engreídos visitantes de un museo parisino.
—Juan Manuel, uno puede sentir a lo largo de tu obra la textura del lienzo, el aroma del óleo y la acuarela. Cito la Fábula de Picasso: «Se dice / Que por las noches / El cielo / Dormía entre sus frascos». A Vincent Van Gogh también lo apasionaba la relación de lo poético con lo pictórico. En una de las cartas le dice a Theo: «Me parece siempre que la poesía es más terrible que la pintura, aunque la pintura sea más sucia y lo llene a uno de mugre». ¿Qué le respondes a Van Gogh?
—Lo bueno de responderle a Van Gogh es hacerlo por la oreja que le faltaba, para que no tenga que soportar las naderías que se le ocurren a uno. Van Gogh es un pintor poeta o un poeta pintor. Me emociona una frase de él en las cartas a Theo que es: «por las tinieblas hacia la luz». Esto es lo que hace la poesía, iluminar. Lo mismo en la pintura en la que todo tiene movilidad. Lo que se podría agregar a Van Gogh es que la poesía que él más leyó fue la de los simbolistas y la pintura que él hacía es una pintura terrible. Solo un ejemplo es su «Ronda de los presos». Yo creo que esa frase es un homenaje que le hace a la poesía porque fue gran lector de poesía y Theo, su hermano, también lo fue. Y Gauguin era un poeta extraordinario, no solamente en la pintura sino en sus poemas. Los dos son pintores poetas. Basta ir a Goya para pensar que la poesía nunca ha logrado ese grado de confusión interior acerca de lo terrible, lo inaprehensible, lo teratológico, lo monstruoso… Yo lo único que le agregaría a la frase es la hermandad entre la poesía y la pintura. Son hermanas siamesas.
En varias ocasiones le he escuchado decir que se siente un pintor frustrado. En realidad, no lo es tanto, pues Roca suele pintar y sorprendernos con sus autorretratos y caricaturas en viñetas. En ellas se presenta en las más variadas y jocosas situaciones que acompaña de greguerías o de cortos poemas. Es otro juego, otra forma de desdoblamiento. Quien haya tropezado con Juan Manuel Roca sabe de sus juegos verbales, de su sarcasmo y sus chistes —repetidos sin cansancio— que cuestionan, ponen el dedo en la llaga común, alertan, desnaturalizan esta condición en que vivimos los nativos de Catatonia. Y es que el humor forma parte indisoluble de su irreverencia. Es también un arma contundente contra la solemnidad de la muerte. Ya tiene escritas las palabras para su funeral:
Ahora cuidarás de un rebaño de silencios,
Apagarás la voz
Como calla las velas un oscuro sacristán…
Si pudieras ver el paso lento del cortejo,
Si lo pudieras ver
A punto de irse de bruces con tu féretro real…
De tener habla,
Serías el primero en hacer befa de ti mismo.
Pido que comprueben que estés muerto,
Que estés legítima, decididamente muerto…
¿Y qué será de Nadie o de su doble? Continuará vagando, tal vez será el ángel que envejece en el papel. Como el retrato de Dorian en el desván, cargará con los años del poeta.
Se ha hecho mundano mi ángel,
me dobla en edad
y es un tanto sibilino…
Me conmueve saber que envejece su luz.
—¿Cuál es tu verso final?
—“No estoy para Nadie”. Todos somos Nadie, el Nadie antes de nacer y el Nadie después de morir.
Más allá de todo lo que ha escrito, de todos los premios y reconocimientos que ha recibido por su obra, de lo único que en verdad se siente complacido es de lo que no es. Son sus palabras reiteradas. Y si algún despistado intentara erigirle una estatua al poeta, llevaría el rostro de Nadie. En torno suyo se reunirían escritores que nunca escriben, sombreros, aprendices de tartufo, «mujeres y hombres a la espera de un milagro», feligreses de academias, flautas, desaparecidos, caballos de sombras sin jinetes, algún cura vergonzante, lectores de espejos, pobres diablos, apátridas, charlatanes, «una banda de fracasados», «antihéroes de cantina»… y todas esas «malas compañías».
Vuelvo atrás y pienso que ha pasado toda una vida desde aquella primera noche de la Casa Silva. Desde entonces la historia nacional ha seguido acrecentando su cuota de muerte, desfachatez, horror, descaro, amnesia. Álvaro Marín ya no está. Sin esperar el correo de las abejas nos dejó, así, como si nada. Hay aquí algo de su aroma. Celebramos juntos el primer libro que nos regaló Roca, que aún conservo. La segunda edición de País secreto, en formato cuadrado de media página. Allí conocí «la mujer que lava el agua», por sus versos pasea un tigre eructando misionero, se recorre «un hermoso país sin mapa». Después vendría esa sucesión de obras que aún continúa y que constituyen un cosmos poético, una «revolución estética», siguiendo a Hölderlin.
¿Cómo escrutar los caprichosos designios de la memoria colectiva? ¿Cómo recordar a Juan Manuel Roca? Quizá como un maestro en metáforas y analogías, un jugador e inventor del lenguaje que recrea, desnuda y confronta el momento histórico que nos correspondió vivir. Como el creador que da voz a ese imaginario, a ese sentir plural. Muchos de sus versos están tatuados en la piel de las generaciones, como aquellos de las mujeres que «son capaces de coserle un botón al viento», como tantos monólogos, parábolas y testamentos, como la estatua de bronce al asesino, la invitación a la cena de César Vallejo, la canción del que fabrica los espejos y que agrega más horror al horror, «más belleza a la belleza»… «Y otra cosa: me hubiera gustado escribir muchos de sus textos». Hago mías estas palabras de Gonzalo Rojas.
Ha llegado el momento del tercer canto de Rigor, el gallo negro de la cábala. Y con el ángel se anuncia el momento del veredicto, que corresponde a los lectores, los de hoy, los que vendrán, los que no han nacido.
En poesía hay eterno retorno y esta nota recomienza aquella «noche toda llena de murmullos…» sin música y sin alas. Más de treinta años después, con la pasión poética, la amistad y el asombro intactos, he reunido algunos trozos de recuerdos, versos, diálogos, naderías, para construir esta semblanza. Se sabe que la memoria es siempre caprichosa, juguetona. En este caso es una ofrenda, no una añoranza. Es necesario repetirlo: Roca odia la nostalgia.
La obra poética prosigue su recorrido en el tiempo, crece, potencia sus sentidos. Entre tanto, Juan Manuel Roca y su doble, en coloquio inagotable, seguirán recorriendo las calles de esta Bogotá agraviada y ciclotímica. Van en busca de «la gloria de Nadie».
Bogotá, agosto de 2022
Imagen tomada del muro de Facebook del poeta Juan Manuel Roca