Ese río revuelto de la poesía

“Juegos de agua” del artista plástico y escritor colombiano Octavio Mendoza, 2012. Óleo sobre lienzo. Disponible en http://octaviomendoza.com/

Por Luz Helena Cordero Villamizar

[Versión revisada del texto elaborado como jurado del Tercer Concurso Nacional de Libro de Poesía de la Universidad Industrial de Santander, UIS, Bucaramanga, Colombia, 2012. Fue presentado en el evento de premiación y publicado en la Colección Bitácora Nº 20. Universidad Industrial de Santander en mayo de 2012.]

Un poema es tanto más hermoso cuanto más parecido sea a un caballo.
Por no tener nada de más ni de menos es por lo que un caballo
es el ser más hermoso de la Creación
Mario Quintana (Carta a un joven poeta)

Tenemos una sola cosa que describir: este mundo.
José Emilio Pacheco (Arte Poética I)

Durante un tiempo la Casa de Poesía Silva y el Festival Internacional de Poesía de Medellín fueron símbolos del culto que se rinde a este género en Colombia. En realidad eran las puntas del iceberg poético, como también lo son las antologías, los cientos de publicaciones autogestionadas, o los numerosos eventos poéticos. En la dimensión oculta subyace una enorme afición nacional, no solo por la poesía, sino por la versificación.

Existen análisis semánticos y hermenéuticos, así como trabajos críticos de la obra de los poetas colombianos más reconocidos; se han hecho estudios de la llamada poesía popular; pero resulta interesante indagar en ese gran cuerpo poético que llega a los concursos literarios, que pertenece al espacio privado o a la soledad de quien la escribe y, que en gran proporción, termina siendo literal y literariamente incinerado en los recintos oficiales o en los altares construidos a los ganadores o a los poetas publicitados.

Al referirme al número de libros que debía leer como jurado de un concurso de poesía , cuya extensión total se acercaba a las diez mil páginas, alguien me dijo con ironía: “No te preocupes, casi todos son basura. No olvides que somos un país de poetas”. Entonces quise meterme de cabeza en esas páginas tratando de buscar el más allá, el sentido de esos miles de versos; me propuse persistir, tolerar, traspasar el escollo de mi propia noción de lo bueno y lo malo hasta encontrar luces que me llevaran a entender por qué se escribe, se escribe y se escribe en este país de leguleyos.

Quizá llevamos la doble herencia -el valor de las letras y el valor de las armas- que ha protagonizado la historia de tantas confrontaciones internas y que sigue siendo una disyuntiva nacional. Tal vez el apego a las letras venga de la obstinación por preservar los símbolos de lo que se considera civilizado, en contraposición a una idea deformada de lo salvaje. Sin embargo, el sistema educativo oficial todavía aplica aquella sentencia que dice la letra con sangre entra. Pese a esa educación y en virtud de algún encantamiento sobreviven el amor por las palabras y el gusto por la escritura.

Todavía se encuentran profesores nostálgicos que insisten, cada vez con mayor esfuerzo, en sembrar en sus alumnos el gusto por los versos y las rimas, logrando casi siempre el efecto contrario, que es matar la poesía con tareas escolares absurdas. Quizá la poesía es justamente eso que sobrevive a la destrucción de la palabra en los espacios académicos.

Preguntan los maestros y los padres que tienen simpatía por esta manifestación humana, cuál es el método adecuado, el secreto, para enseñar a sus alumnos o a sus hijos a amar la poesía. Se han dado tantas respuestas a esta especie de aporía, que lo más frecuente es encontrar fórmulas que irremediablemente darán con un amor fallido. ¿Cómo enseñar la pasión?

En 2005 la Unesco preguntó a cincuenta poetas procedentes de veinticinco países y de cinco continentes, cuáles son los “métodos más eficientes para enseñar la poesía a los alumnos” de secundaria. Las respuestas son tan disímiles como la concepción que cada poeta tiene de la poesía. Alguno propone una “feliz contaminación” con la poesía popular; otros dicen que volver a los clásicos para aprender con el ejemplo, jugar con las palabras, hacer diarios, participar en círculos literarios, hacer revistas y periódicos, memorizar versos, declamar, usar métodos audiovisuales (que oigan canciones, que vean televisión, que graben poemas); alguien se escabulle con una solución burocrática (insta a crear “un comité internacional que se ocupe de ese tema”); otro dice: “leer en voz alta, mimando el poema”. Un poeta menos optimista responde de manera categórica: “A mi juicio, los estudiantes actuales están tan lejos de comprender y apreciar la literatura, que no se les puede comparar con sus antecesores de otras generaciones”. Pero muchos de los poetas indagados dejan la respuesta en blanco o sencillamente la responden con un contundente “No”. No hay el método, no hay la fórmula. La poesía escapa a los intentos de reclusión.

En Colombia es frecuente que quien escribe versos sea el personaje que ameniza las reuniones, los entierros y las fiestas. Se sabe que los versos están proscritos de los juzgados, las notarías, los negocios, los trámites, los órganos legislativos y el gobierno, aunque alguna vez el realismo mágico, que hace parte de nuestro folclor, logra filtrar las oficinas y la burocracia. El 7 de mayo de 2010 fue noticia nacional que Wilfredo Rodelo de Oro, trabajador de un colegio del Caribe colombiano, hubiera hecho una solicitud de traslado mediante seis décimas como esta:

Necesito un nuevo ambiente,
buscar un nuevo escenario,
considero necesario
trabajar con otra gente.
Así, respetuosamente,
Recurro a su dependencia,
porque es de su competencia,
reubicar el personal,
para que en lo laboral,
haya mejor eficiencia.

La Secretaría de Educación de Bolívar consideró necesario responder utilizando el mismo estilo de comunicación haciendo cinco décimas como la que sigue:

Peticiones inusuales
como la que se responde,
decidirla corresponde en estrofas decimales.
Y siendo discrecionales
las cuestiones de traslado,
con un acto motivado
del señor Gobernador,
se responde a su favor,
eso que ha solicitado.

El resultado fue un simpático juego verbal que tuvo final feliz (1). Es evidente que la tradición popular de canciones y coplas rompe la estructura acartonada del lenguaje oficial, convoca la sensibilidad y genera otras emociones.

Detalles de “La parábola de los ciegos” de Pieter Bruegel. Flandes, 1568, cosntruidas a partir de la imagen de dominio público disponible en internet.

En días pasados circuló otra noticia que resulta inverosímil: Un narcotraficante paramilitar condenado a varios años de prisión por ser autor intelectual y material de masacres logró rebajar su pena gracias al convertirse en profesor de poesía en una cárcel de Medellín. Dejo las glosas a su capacidad de asombro. Bello país en donde la poesía sirve para todo.

Para otras personas la poesía representa la búsqueda de lo bello contra la cara siniestra de eso que también somos. Al decir del poeta mexicano José Ángel Leyva, “pueblos sensibles a la cultura son también víctimas de la barbarie; el optimismo y la tragedia se revuelven en su historia con semejante furia; la palabra y su contradicción con la realidad nombran la imaginación impresa en su literatura”.

Esta doble condición ha llevado a crear un cliché, según el cual, Colombia es un país de poetas. Para quienes no nos sentimos convocados por el escudo, la bandera ni el himno nacional -emblemas mohosos de una ruinosa conciencia patriotera-, pero tampoco nos identificamos con Shakira, con Juan Valdés o con la selección colombiana de fútbol, esta posible identidad resulta sugerente. Sin embargo, de muchos países en el mundo se ha dicho y se dice lo mismo: México, Portugal, Macedonia, Irán, Nicaragua, Chile, entre muchos otros, han sido llamados tierra de poetas.

¿Se reconocen los colombianos a través de la poesía, al punto que esta haya permeado la noción de identidad? Lejos estamos de responder afirmativamente a esta pregunta, aunque se publiquen muchos libros de poemas, o aunque suceda como en Chile en donde se dice que levantas una piedra y sale un poeta. La poesía trasciende la idea de nación, región o lugar. Si pudiera circunscribirse a una comunidad, solo podría ser una comunidad imaginada; y si tuviéramos que buscarle un espacio, este solo podría encontrarse en las heterotopías o en la insondable utopía.

Esto no niega que en Colombia sucedan fenómenos como el Festival de Medellín en donde la poesía se hace multitud, perplejidad, surrealismo, espectáculo; en donde sobrecoge ver tanta gente agolpada, familias enteras que cargan con sus niños y sus avíos como si se tratara de una función de teatro, de un circo o de un bazar y se disponen a escoger su mejor ubicación para escuchar a poetas de diversos países. A veces se tiene el temor de que esa multitud esté equivocada de plaza o de auditorio, que haya llegado allí por error y cuando las voces de los poetas se tomen la plaza pueda producirse una desbandada imparable que acabe con el silencio necesario para la poesía. Pero no hay equivocación y, al comprobarlo, se ponen los pelos de punta. La gente se amontona, se agarra de las puertas para no quedarse fuera, empuja y protesta si el recinto está lleno, temiendo que se le impida entrar. La contundencia de lo que allí sucede es como un picotazo en pleno corazón. Solo cuando uno ha sido raptado por esa multitud anónima que lo hala del brazo y le suplica que lea un poema en mitad de la avenida; solo cuando uno ha visto esos rostros boquiabiertos, tratando de que no se les escape una vocal en medio del ruido de los pitos y de los transeúntes, solo entonces puede entender que en Medellín la poesía es un milagro, es decir, un fenómeno humano que raya con lo fantástico.

¿De esto se puede concluir que en Medellín la gente tenga más cultura poética? Si bien la lluvia no hace mella en esos rostros que resisten horas y horas las palabras de los poetas, también es cierto que allí se aplaude igual una oda, una diatriba, un panfleto o un gran poema; pues ese público no está allí para clasificar o criticar la poesía. Está allí para asistir a un ritual y lo hace con el mismo fervor con que luego acudirá a una misa, a un desfile de modas o a un partido de fútbol. Hay quienes dicen que la poesía no es para llenar estadios. Yo digo que no hay espacios vedados a la poesía. Añado que tal vez poesía no es lo que leen los poetas en esos grandes escenarios; poesía es el encantamiento, la fuerza de lo que sucede allí, en el alma de la multitud, adentro de cada persona, en ese instante irrepetible.

Medellín es Colombia pero no es Colombia. Esa fuerza convocante de la poesía no existe en Bogotá ni en Bucaramanga. ¿Qué tiene esa ciudad para que sea la tierra en que también la poesía florece? No tengo la respuesta como tampoco la tienen los organizadores del Festival, quienes están convencidos del poder de la palabra poética para transformar realidades y especialmente para cambiar su ciudad. La magia y el poder de la palabra ocurren allí como un paréntesis fantástico a la tenebrosa realidad que llena los titulares y que sigue ubicando a Medellín como una de las ciudades más violentas del mundo. Fuerte paradoja, ciudad oxímoron que simboliza en sí misma lo bello y lo espantoso.

Esta aparente contradicción lleva a la pregunta de siempre: el papel de la poesía en un mundo cruento (cuya raíz debe venir de crudeza y crueldad). Entre las múltiples respuestas optaré siempre por las que enfatizan la ineficacia de la poesía como arma contra la violencia porque ni la poesía ni la literatura tienen como misión combatir ni cambiar nada, pues son en sí mismas la expresión del poder real de la palabra, del símbolo, del lenguaje. Aunque no tengan la función de cambiar nada, sucede que un libro o un poema pueden cambiarnos la vida. La poesía es la fuente, el cántaro, la boca y la sed. La poesía, como la literatura en general, añade algo nuevo al mundo cuando lo nombra; construye y destruye realidades. Y el verbo se hizo carne… dice el texto sagrado.

¿Hay alguien que dude de la existencia de Macondo? ¿Sería igual el mundo si Cervantes no hubiera dado a luz a Don Quijote? ¿Quién, después de haberlo leído, ha dudado de que un día pueda despertarse convertido en un horrible insecto? Machu Picchu no puede ser el mismo antes y después del Canto General.

Piedad Bonnett describe una escena que hemos visto muchas veces en la calle, sin verla, y solo cuando se convierte en poema, entonces vuelve a suceder y algo de esa situación nos hace doler. Frente a un semáforo pasan en fila india unos obreros de construcción, como los ciegos de la parábola de Brueguel. ¿Qué tiene de especial esa imagen que encabeza el hombre más viejo, seguido por uno más joven y por el niño que viene atrás, rezagado, siguiéndolos en su retorno a casa después de una larga jornada de trabajo? ¿Hay algo más cotidiano que esta escena urbana? ¿A quién puede importarle algo que nunca será noticia y que en nada puede conmovernos? He aquí un fragmento del poema “Instantánea”:

Adelante va el viejo.
Sus pasos amplios, dobladas las rodillas, la cabeza inclinada,
como animal que han castigado muchas veces.
En la mano la bolsa,
y no sé adivinar, pero allí pareciera
residir el precario equilibrio de su cuerpo.
Detrás, alto el mentón,
los ojos más allá de esta calle, en otra calle,
un hombre en sus treinta años va montado.
Y el niño atrás, hijo seguramente, tal vez nieto,
apretando su paso detrás de los mayores.
Vienen de levantar casas de otros
cuyos nombres ignoran. Han lavado sus manos,
han intentado acaso sacar la dura mugre de sus uñas,
y sus cabezas
mojadas y peinadas
brillan con el sol perezoso de la tarde.

Cada vez que un poeta nombra un pájaro vemos ese pájaro cruzar por un instante nuestro cielo, y si en nuestra vida cotidiana ocurre algo que no advertimos, el poeta se encarga de que vuelva a ocurrir para que permanezca en la memoria del corazón. La poesía revela lo invisible, combate la indolencia en la medida en que pone su acento en la conciencia de lo humano. ¿No es esto cambiar el mundo?

La poesía es visión por sí misma y gracias a ella no necesitamos ojos para ver ni manos para tocar. Alguna vez me sorprendió ver en un museo de Antigua Guatemala a un joven ciego que recorría con su bastón los salones y parecía observar una a una las pinturas, los objetos, las fotografías, los paisajes, mientras bebía con ansiedad las palabras que le decía su acompañante al oído. Esto no sería posible sin la fuerza, sin la carga imaginativa y representativa del lenguaje, sin el “espesor semántico” de las palabras al que alude Roland Barthes y del que está colmada la poesía. Porque la escritura tampoco requiere oídos: “Óyeme con los ojos”, dice Sor Juana Inés de la Cruz.

Wislawa Szymborska en su poema “La cortesía de los ciegos” cuenta que un poeta lee a unos ciegos y en medio de su lectura empieza a sentir vergüenza porque en sus versos se nombran colores, se describen cosas de la naturaleza que los ciegos jamás han visto, se habla del arco iris, de las nubes, de peces plateados, de rojos tejados, de espejos, de fotografías y gestos de despedida desde la ventana de un tren. Es tal la turbación del poeta que quisiera cortar su lectura pero no puede. Y concluye Szymborska:

Pero grande es la cortesía de los ciegos,
grandes su comprensión y su magnanimidad.
Escuchan, sonríen, aplauden.
Alguno de ellos incluso se acerca
con un libro abierto al revés
pidiendo un autógrafo invisible para él.

¿Será por esa necesidad de nombrar, de sentir, de conmovernos, que nos auto nombramos País de poetas? ¿Será nuestro deseo fundar otro país, otro mundo, a la medida de nuestros sueños? ¿Se trata acaso de una tendencia inconsciente que nos lleva a buscar otras formas posibles de ser y de sentir? ¿Buscan eso las multitudes del Festival de Poesía de Medellín? ¿Quieren eso los cientos de personas que mandan sus libros a los numerosos concursos de poesía que se realizan en Colombia y en el mundo? ¿Cuál es el alma poética que nos habita?

Fotografías sin título de “La gran ola”. Camille Claudel, 1897. Museo Rodin, París-Francia. Escultura en ónice y bronce (62 cm). Disponible en internet.

Pido permiso a los ciento treinta y tantos participantes que no resultaron ganadores en este concurso, algunos de los cuales no habrán sido seleccionados nunca, y quién sabe si lo serán alguna vez (no olvidemos que poetas magistrales nunca ganaron un concurso); pido su autorización porque me he tomado la libertad de pescar algunos de sus versos de ese gran río revuelto de la poesía que va a parar al vacío, al abismo no de los olvidados sino de los ignorados por los círculos y cuadrados de la llamada cultura nacional. A ellos y ellas que representan la creación silenciosa y anónima, el deseo de trascender, de lanzar señales en busca de lectores, en busca de la sensibilidad y el silencio exactos donde encajen sus versos, pido su venia por la cita inconsulta de sus palabras (2).

Ese río arrastra por igual hojarasca, escombros, ángeles sorprendidos, cartas de amor, sedimentos, piedras amargas, cantos, cicatrices, la bilis azul de la soledad, el moho de la nostalgia, el vuelo de lo apenas sugerido, el llanto insufrible, el escándalo de los pájaros y la ternura que dejan en la piel; el ruido, la miel empalagosa de amores trillados, anécdotas, rimas gastadas, sinécdoques con grillos, troncos, manos suplicantes, interrogaciones como garzas, un “corazón de jade negro hecho pedazos”, los girasoles de Van Gogh “que nos miran con asombro”.

En ese río turbulento se agitan blasfemias, los desaparecidos que vuelven por sus nombres, los gritos que nadie oye, ladridos, álbumes de familia, “mariposas del desierto”, rimas que dan grima, los escrúpulos del que pide perdón al lector, aquellos “peces ciegos”, el cansancio que llega como un derrumbe, la risa del suicida, “dioses carroñeros”, el país soñado, la alharaca de feria, sermones, celebraciones, “palabras de carbón en la oscura lengua del lápiz”.

Alguien podría decir que esas mil y una páginas contienen mala poesía. Pero ¿qué es buena y qué es mala poesía? ¿Lo sabemos con certeza o por pedantería? ¿Juicios de valor, escuelas, academia, amistad, pugna, celos, inquina, acceso a lecturas, globalización, oído, cultura? José Emilio Pacheco lo dice de manera tajante en su “Arte poética II” del Cancionero apócrifo: “Escribe lo que quieras. / Di lo que se te antoje: / De todas formas vas a ser condenado”. Y también dice a los poetas que vendrán: “…ojalá piensen / en que la perfección / es para siempre ajena a todo intento humano”.

¿Qué buscan los jurados de poesía en los libros que seleccionan o cómo escogen los ganadores? ¿Juega allí la suerte su carta blanca? ¿O circulan allí mensajeros oscuros que fabrican la llave de la suerte a la medida del escogido? Nunca lo sabremos. En esta materia el criterio más técnico no puede escapar al azar y a la subjetividad. El poeta colombiano Jaime Jaramillo Escobar, X504, en el tono irónico que lo caracteriza, dice que los jurados manejan celos profesionales contra cualquier autor sobresaliente en un concurso y prefieren dar los premios a los segundones porque temen la competencia de los buenos.

A pesar de la maledicencia que rodea los concursos literarios, la gente sigue creyendo en la posibilidad de ser escogida, pues no se explica de otra manera la persistencia en los envíos y el gran número de participantes. Búsqueda de la fama, hábito de comprar la lotería o sencillamente ganas de desprenderse de ese montón de hojas que amenaza con sepultarlos. Después de todo, el escritor genuino no espera recompensas pero sueña con ser reconocido alguna vez.

Entre gustos, sí hay disgustos. El mismo poeta Jaramillo considera que en materia poética “Colombia se resiste aún a salir del XIX. La métrica y la rima están demasiado arraigadas en el oído coplero de sus gentes”(3). Ciertamente, una proporción de los libros que llegan a los concursos están hechos con rimas aceitadas con folclor nacional en las que se elogian el país y sus regiones. Pero también se encuentran versos como estos, escritos a la manera de haikús andinos: “En el abrevadero / las palomas / picotean el cielo”, “El diente de león / pequeño sol / incendiando el pasto”. O elaboraciones como estas: “Ciego el pie / no sabe llorar / la cárcel / del zapato”, “Con apariencia / de roca inmensa / llega al ojo / el grano de arena”.

Nunca faltan los versos eróticos (los hay cuasi pornográficos), picantes y humorísticos, como estas fantasías: “Se me antoja acariciarte con la artimaña del masaje /Y hacer verdaderas tus costillas falsas”; aquellos en los que se juega con la imagen dual de la poesía-mujer cuyos “senos son el alfabeto”, o de nuevo el amor, imagen del hastío y la impotencia: “Y ni así / tirados en el suelo / con las patas de la mesa quebradas / tomamos la decisión de huir”.

Un autor se regodea en el mundo de la mitología, quiere volver a la raíz de una poesía que canta a Prometeo, a Poseidón, a Zeus y de pronto exclama: “Me sueño caballo y en suave trote subo al cielo”. Otros libros exponen la angustia del ser atrapado en la cotidianidad, la pregunta por el sentido de la vida y la muerte; alguien, desde su “Parábola del vacío”, amenaza con lanzarse de un quinto piso, pero antes se aferra a la poesía como su única cuerda de salvación y exclama: “Intento atrapar este puñado de palabras”. Destaco esta breve arte poética: “Como el relámpago / herida de la luz / así el poema”. He aquí una ruptura juguetona con lo real:

En el museo me detuve ante un cuadro anónimo
Era la imagen de unos músicos que bebían en una cantina
Yo estaba parado frente al cuadro
Estábamos frente a frente
Clavé mis ojos en la pintura
Y con mi mirada bebí sus rones
Con mi mirada toqué la guitarra
Y entonces se armó la fiesta.

Uno exalta la poesía como don y llave contra la fatalidad: “Prohibieron al poeta / Ingresar poemas al infierno. / Presienten que su magia / Pueda apagar el fuego”. Otro está convencido de que el poeta debe exorcizar el horror, dar nombre a los ausentes, voz a los anónimos, hacer que su palabra atraviese la coyuntura nacional: “En fin, que la palabra condene / Con la contundencia del rayo / Y sin apelación posible / A la horda de los indignos”. Ardua misión tiene el poema en estos casos, pues es frecuente caer en la queja, componer un cartel o quedarse en la denuncia. Hay poemas donde se plantan bosques con los nombres de los ausentes, con sus trajes últimos, su risa y su estatura.

Finalmente, no faltan los numerosos, los que escriben odas, sonetos, alabanzas, canciones y coplas a la madre, a la esposa, a los amigos; los que escriben despedidas y homenajes; los que no conformes con sus figuras retóricas, adornan el papel con flores, palomas y letras de colores; los que escriben un prólogo para pedir disculpas; los que aparentan modestia y se autodenominan pseudopoetas; los suplicantes que piden una única oportunidad; los que no utilizan seudónimo porque saben que su nombre es su gran anonimato; los que se juegan la vida con sus obras, al estilo de Sergio Stepansky o Gaspar de la Nuit; los llorosos, los irreverentes, los camuflados con disfraz de bufones, los siempre nostálgicos de la patria, los que anillan sus diarios personales, sus cartas, sus gritos y miserias. En fin, de toda esta sustancia está compuesta el alma nacional, que no debe ser muy distinta del alma universal.

No importa cuántos poetas tiene Colombia por metro cuadrado o por millón de habitantes. No importa si hay más poetas “que estiércol” como lo dijo Hernán González de Eslava en pleno barroco americano, refiriéndose a México: “Poco ganaras a poeta… más te valdrá hacer adobes un día, que cuantos sonetos hicieres en un año” (4). No importa si somos o no un país de poetas. Lo que tiene valor en esta ficción es justamente la quimera, el sueño de serlo. Así como rechazamos que los medios internacionales pregonen nuestro parentesco con Caín, debiéramos fortalecer la palabra, rescatar lo sublime y honrar la creación poética sobre el culto masivo de la frivolidad.

En esa lucha por una identidad menos vergonzante la poesía puede tomar su lugar y, aunque no pretenda hacernos mejores, tal vez nos haga mejores. En caso extremo, vale la afirmación de Mario Quintana cuando dice “es preferible para el alma humana hacer malos versos que no hacer ninguno”. Y si se trata del alma, no puedo dejar de convocar aquí las palabras fundamentales de Fernando Pessoa en las Odas de Ricardo Reis, a manera de colofón:

Para ser grande, sé entero: nada
tuyo exageres o excluyas.
Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
en lo mínimo que hagas.
Así la luna entera en cada lago
brilla, porque alta vive.

Abril, 2012.

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Referencias:

(1) “Con poesía, pidió su traslado”. Archivo de El Tiempo, Colombia, 7 de mayo de 2010. P. 1-24. https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-3955755

(2) Los apartes siguientes contienen versos de algunos libros enviados al III Concurso Nacional de Libro de Poesía de la UIS (2011). Provienen de los siguientes poemarios, en paréntesis el pseudónimo de su autor: Memorial de árbol (Alfred Kubin), Vendimias del desierto (Barco en la arena), La eterna nieve nómada (Anturio Grimaldo), Peces ciegos (Jimmy Gator), Los papeles de Ulises (Unomás), Callada escritura (Poeta Zen), Nevin Ra (Nigriagrá), Sublime pornografía (Trigares Bravo), Bocetos para la acontista (Valerie Neuzil), Una tumba para Hélido (Malena), Prometeo del barro y del fuego por siempre… (Jarime Dadumar), Parábola del vacío (Julio Bioy), El tiempo que nos resta (Anónimo González), Las dudas del tiempo (Juan Tierra), De barro y verso (Urielangel) y Vengo a expresar mi desazón (Phillipus Nervia).

(3) Jaramillo, Jaime. Método fácil y rápido para ser poeta. Tomo II. Bogotá: Luna Libros, 2011. p. 228.

(4) Sáinz de Medrano, Luis. Antología de la literatura hispanoamericana: textos y comentarios. Vol. 1. Madrid: Verbum, 2001. p.83.

Pieter Bruegel. “La parábola de los ciegos”. Flandes, 1568. Museo de Capodimonte, Nápoles. Óleo (86 cm × 154 cm). Imagen de dominio público, disponible en internet. 

El mar en la botella

 Detalle de “Pudicizia (la velata)” [o “La Verdad Velada”]. Escultura en mármol del veneciano Antonio Corradini. Cappella Sansevero, Nápoles, Italia, 1751.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

(Publicado en Cuadernos Culturales Nº 6. Universidad Externado de Colombia. Bogotá, 2015).

Cuando mamá negra hablaba del Chocó
le brillaba la cadena de oro en el pescuezo,
su largo pescuezo para beber agua en las totumas,
para husmear el cielo,
para chuparles la leche a los cocos.
Su pescuezo largo para dar gritos de colores con las guacamayas…
…Mamá negra se subía la falda hasta más arriba de la rodilla para pisar el agua,
tenía una cola de sirena dividida en dos pies,
y tenía también un secreto en el corazón,
porque se ponía a bailar cuando oía el tambor del mapalé.
Mamá negra se movía como el mar entre una botella,
de ella no se puede hablar sin conservar el ritmo,
y el taita le miraba los senos como si se los hubiera encontrado en la playa.
Senos como dos caracoles que le rompían la blusa,
como si el sol saliera de ellos,
unos senos más hermosos que las olas del mar.

Parto de una afirmación con la que intento seducir: Mamá negra es un ícono de la poesía universal. No solo porque el poema de Jaime Jaramillo Escobar contiene una de las más bellas descripciones del cuerpo femenino sino porque al penetrar esas imágenes nos encontramos con el erotismo del lenguaje: es un poema que se puede palpar, saborear, chupar. Mamá negra como personaje podría representar la poesía misma por esa actitud de sintonía con el cosmos, por ese pescuezo largo para husmear el cielo, por ese pescuezo largo para chuparles la leche – la esencia, el más allá – a las palabras. De ella – de la poesía – no se puede hablar sin conservar el ritmo. Robando otra imagen del poema, diremos que la poesía está en el lenguaje como el mar entre una botella, agitándose en sus sales, esperando que alguien la vierta para convertirse en marea. Así como estos versos vierten sus colores, sus jugos, su música. Por eso Mamá negra trasciende la representación local para convertirse en un modo de ser y de moverse en el mundo, para beberse el cielo a pico de estrella e instalarse como una realidad universal.

He entrado con estas imágenes y estos versos para recrear una sugestiva analogía que propone Octavio Paz en su libro La llama doble: amor y erotismo (1). Se trata de dos díadas que nos definen y nos rodean como la soga al cuello: de un lado, el amor y el erotismo; del otro, el lenguaje y la poesía. La equivalencia entre estos pares es definida así: mientras que el erotismo es poética corporal, la poesía es la erotización del lenguaje. Esta metáfora cruzada, el erotismo como poética corporal y la poesía como erótica verbal, contiene, según Paz, una transgresión al orden biológico y cultural: si el ejercicio sexual cumple con la función reproductora de la especie, el erotismo transgrede esta finalidad porque busca el placer en sí mismo. Por eso el erotismo es la metáfora del cuerpo. Por su parte, el lenguaje cumple una función comunicativa y la poesía rompe con ese encargo instrumental al trastocar el universo de signos y significantes para crear nuevos significados y múltiples sentidos, para subvertir las palabras y los mundos que ellas crean y recrean:

En el poema, la linealidad se tuerce, vuelve sobre sus pasos, serpea: la línea recta cesa de ser el arquetipo a favor del círculo y la espiral. Hay un momento en que el lenguaje deja de deslizarse y, por decirlo así, se levanta y se mece sobre el vacío; hay otro en el que cesa de fluir y se transforma en un sólido transparente –cubo, esfera, obelisco- plantado en el centro de la página. Los significados se congelan o se dispersan; de una y otra manera, se niegan. Las palabras no dicen las mismas cosas que en la prosa; el poema no aspira ya a decir sino a ser. La poesía pone entre paréntesis a la comunicación como el erotismo a la reproducción.

De aquí se desprende esta bella inferencia: “la poesía erotiza al lenguaje y al mundo porque ella misma, en su modo de operación, es ya erotismo”. Si nos cautiva esta definición de la poesía como erotismo del lenguaje, resulta redundante hablar de poesía erótica o poesía amorosa.

Es necesario hacer aquí una digresión. Este texto pretende explorar algunas manifestaciones de lo erótico y lo amoroso en la poética de algunos autores colombianos. Al hacerlo es casi inevitable caer en lo que algunos teóricos de la sociocrítica llaman la ilusión referencial y la ilusión del texto homogéneo, que es pensar que todo texto siempre es el reflejo de algo, que pertenece siempre a un género y que tiene un único sentido que hay que descubrir (2). Existe la tendencia a suponer que solo los autores y los poemas que tratan explícitamente de lo voluptuoso forman parte de la categoría erótica.

Con base en la propuesta de Octavio Paz podemos ampliar la noción de erotismo al juego verbal sugestivo y sensual de las palabras. Por eso es suficiente con ver brillar la cadena de oro en el pescuezo y ver bailar a Mamá negra al ritmo del tambor del mapalé para sentir el erotismo a flor de piel. Son eróticas las palabras cuando se abren para dar paso a nuevas formas y colores en el plano gris de un lenguaje estereotipado y lineal: El poema no aspira ya a decir sino a ser. El llamado de Vicente Huidobro (3), “Por qué cantáis a la rosa, ¡oh Poetas!/ hacedla florecer en el poema”, es aplicable también al exceso de referencias al cuerpo desnudo en versos que se presumen eróticos.

Si bien se pueden problematizar las categorías poesía erótica y poesía amorosa, no es la intención de este texto entrar en esa discusión. ¿No son también artificiales las categorías poesía colombiana o poesía femenina? La poesía es o no es en sí misma, más allá de que sus autores sean colombianos o mujeres. Esta costumbre de clasificar, de crear categorías para oponerlas entre sí, es un aprendizaje académico, un modo de pensamiento dicotómico propio de la tradición cultural de Occidente. Trazamos líneas imaginarias entre lo bueno y lo malo, entre el antes y el después, entre la realidad y la ficción, para asimilar ese maremágnum que llamamos el mundo, pleno de contradicciones, de ambigüedades, múltiple y diverso en tiempos y situaciones. Y también podríamos cuestionar, a la luz de Michel Foucault o de la teoría queer (4), la noción de autor, los esquemas binarios macho-hembra, masculino-femenino, hombre-mujer, pero eso es tema de otro debate.

“La tentación de San Antonio” de Félicien Rops, Bruselas, Biblioteca real de Bélgica, 1878.

LA SELVA NEGRA Y MÍSTICA FUE LA ALCOBA SOMBRÍA

La erótica y la mística suelen ir de la mano. Paz considera que la peligrosidad de la poesía radica en el erotismo que despliega cuando horada el lenguaje para sembrar nuevos significados y esa es la razón del recelo con que todas las iglesias han visto la poesía escrita por los místicos. Ese mismo poder es el que subraya Fray Luis de León (5) cuando dice que la poesía “saca a la luz la preñez de sentidos”. El traductor del Cantar de los cantares no escapó a la nefasta Inquisición por sus escritos. Su pluma exploraba otros cielos en donde las palabras serpenteaban hacia lo terreno:

¡Ay! por Dios señora bella,
mirad por vos, mientras dura
esa flor graciosa y pura,
que el no gozalla es perdella;
…El amor gobierna el cielo
Con ley dulce eternamente,
¿y pensáis vos ser valiente
Contra él acá en el suelo?”

San Juan de la Cruz (6) quería mantener su fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia, pero sus cánticos gritaban otra cosa:

Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.
Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos,
y el mosto de granadas gustaremos.

También Sor Juana Inés de la Cruz (7) cayó en la tentación de la erótica verbal y se enfrentó a la censura de sus contemporáneos, de quienes se defendía con sus famosos versos a los “hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón”, introduciendo ese juego musical entre el pecar y el pagar.

En la mística criolla tenemos a Francisca Josefa del Castillo (8), quien nombra en sus septetos el placer que emana de un lenguaje sensual:

El habla delicada
del amante que estimo,
miel y leche destila
entre rosas y lirios.
Su meliflua palabra
corta como rocío,
y con ella florece
el corazón marchito…
Tan suave se introduce
su delicado silbo,
que duda el corazón,
si es el corazón mismo…

La sublimación de la experiencia amatoria a través de las metáforas hace el lenguaje exquisito, sutil, semejante a una línea de fuga que sale de la página o a un pescuezo flexible para lucir el habla. En la poesía de los místicos hay una deliciosa mezcla entre el amor celestial y el amor terreno. Pero ¿de qué lado está el amor? ¿Del lado de la poética del cuerpo, o de la orilla erótica del lenguaje? ¿Acaso no se alimenta de este doble vuelo? Hay un puente de niebla que une el cuerpo al amor y este a la poesía, y es la idea del alma, para usar dos palabras que a veces se superponen o se trastocan. Para Octavio Paz esta es la gran paradoja que rompe con el platonismo y con el cristianismo: el amante sueña con la inmortalidad y con la inmutabilidad. “El amante ama al cuerpo como si fuese alma y al alma como si fuese cuerpo. El amor mezcla la tierra con el cielo: es la gran subversión…Y amamos con el cuerpo y con el alma, en cuerpo y alma”. Y en este afán de nombrar el sentimiento, de dar forma a esa sustancia imposible de apresar, es que puede la poesía fundar un Amor constante más allá de la muerte, que confiere a una palabra que simboliza la máxima destrucción (cenizas) un poder sublime (amor) y así Francisco de Quevedo y el que crea en esta misma fuerza universal, se declara en rebeldía contra la muerte: serán ceniza, más tendrá sentido;/ Polvo serán, mas polvo enamorado (9).

De la fusión entre el alma y el cuerpo que se da en la experiencia amatoria, se deriva también su contracara: la escisión entre el goce corporal y el sentimiento de culpa, la pugna entre el deseo de la cópula y el dolor de la separación, el temor a la pérdida del ser amado. De la tradición de Occidente heredamos las cruces y las expiaciones para cubrir el lecho del deseo. Decir erotismo y amor es pasar por la censura religiosa barnizada de educación o de buenas costumbres, llevar el dardo atravesado de la culpa que también explica las formas de referirse al cuerpo y al ansia sexual, las metáforas como ropajes para cubrir la desnudez, el temor y la vergüenza. Expresiones que hoy nos resultan ingenuas, de personajes como la boyacense Gertrudis Peñuela, quien bajo el seudónimo de Laura Victoria se abrió al tema erótico en versos que reflejan casi de manera literal la doble condición de la mujer que, de un lado, arde con el deseo y, del otro, se avergüenza y se esconde entre sus pliegues. He aquí su Dualidad (10):

Yo misma no lo sé, pero vencida,
rendí a su orgullo mi virtud pagana,
y fui por un momento cortesana,
en el sarcasmo de mi propia vida.

Con beso ausente refresqué su herida,
absorta en él me le fingí lejana,
su voluntad despedacé liviana
y su pasión hallome arrepentida.

Fue un instante no más. Placer no hubo.
Pero su boca entre mi boca tuvo
amor y angustia, languidez y olvido.

Sobre el cansancio me tendí cobarde
y fui para su anhelo aquella tarde
tan grande y cruel como jamás lo he sido.

El sentimiento dual que transpiran estos endecasílabos se conserva y se repite a través de los tiempos. Lo leemos en versos formalmente libres y aparece bajo la imagen del miedo al abandono por haber excedido los límites (¿de la moral? ¿del deber ser?). No hablamos en pasado. Los versos saltan y declaran, develan y denuncian. Es también la vivencia trágica y melodramática del amor y el erotismo que pervive en poemas de diferentes épocas y de diversas facturas.

El corpus poético que he tomado como base para esta exploración es una muestra de los libros publicados en la Colección de poesía Un libro por centavos de la Universidad Externado de Colombia, que abarca poetas colombianos (algunos pocos extranjeros) de distintas generaciones e incluye una gama diversa de voces recientes, con la particularidad que de cien libros que lleva la Colección hasta el presente, solo se incluyen veintidós escritos por mujeres (21 nacidas en Colombia). Cuando ha sido necesario, he ido a otras fuentes para destacar versos o poemas emblemáticos, para convocar otros tonos o para recrear algún momento del texto.

Cito versos sueltos extraídos de modo caprichoso:

“Dejo este amor aquí,/ para que el viento/ lo deshaga y lo lleve/ a caminar la tierra./ No quiero su daga en mi pecho,/ ni su lenta/ ceñidura de espinas en la frente/ de mis sueños” (Meira del Mar). “Tanto te amé ese día que la muerte/ voló por la ciudad como mil soles” (Jorge Gaitán Durán). “En cada beso dado me pregunto/ cuánto territorio recorrido por mis labios/ sin que mis manos logren alcanzarte” (Luisa Fernanda Trujillo). “¿Cómo hacer para deshacerme de ti?/ Si por entregarme desaforadamente/ como lo hacen las hembras,/ ¿me perdí y te perdí?” (Claramercedes Arango). “Como una esclava a su faraón/ puedo entregarme,/ deshojarme entre tus brazos,/ quebrar mi corazón” (Catalina González). “Cercada por relampagueantes fuegos/ mi cuerpo irredento se hunde/ en un pavor antiguo./ El miedo como otra inevitable presencia/ que suplanta la piel/ se impone en la estancia” (Amparo Villamizar). “Cualquier tarde que ya nunca olvidarás/ el que desbarató tu casa y habitó tus cosas/ saldrá por la puerta sin decir adiós” (María Mercedes Carranza).

A menudo el amor es visto como una presencia ausente, como algo inalcanzable que se idealiza hasta la cima de la que necesariamente caerá por el peso de lo real y entonces el afán por tenerlo da paso al sufrimiento por su inminente partida. En algunos de estos versos subyace una visión de la mujer como objeto pasivo del amor, del poema y del erotismo: Poesía eres tú. Hay una aparente sumisión, no exenta de ciertas mieles y beneficios frente a su condición de objeto deseado, tan vapuleado como protegido a través de los siglos y, al mismo tiempo, se sigue adivinando en la voz de ellas una vocación de víctima, de doncella que espera la aparición de aquel que traerá el amor.

Ellos también exhalan melodrama en poemas memorables: De las noches dulces de furtivos besos pasan rápidamente a las noches trágicas; y de las desnudeces entre la roja seda van a parar no al fuego del amor sino a la llama de los cirios: “Un crucifijo pálido los brazos extendía/ ¡y estaba helada y cárdena tu boca que fue mía!” (José Asunción Silva). Estos versos de Jorge Isaacs podrían convertirse en vallenato: “Di, ¿no puedes borrar este recuerdo/ Que me oprime tenaz el corazón?…/ Ámame más porque ponzoña tiene/ La copa perfumada de tu amor.”

“Propped [Apoyada]”, de la artista Jenny Saville. Londres, Saatchi Gallery, 1992. Un lienzo de 213 x 183 cm, protagonizado por una mujer de cuerpo desbordante, ajeno a la domesticación y al espanto de la idealización. Imagen disponible en internet.

LOS RÍOS DEL MUNDO ESTÁN EN TU CUERPO

Una ligera exploración de algunas antologías de poemas amorosos y eróticos en Colombia nos lleva a dos conclusiones: la primera es que se limitan a resaltar los versos de varones que se deleitan en las grutas, flores o frutos femeninos. La otra ya fue mencionada por María Mercedes Carranza (11): las figuras literarias o tropos utilizados para referirse al cuerpo femenino y al placer que emana al tocarlo tienen que ver con el mundo vegetal y el paisaje natural: ellas son bosques inexplorados, pozos, frutas, tierra fértil, valles, colinas. Para la muestra unos botones extraídos de Boca que busca la boca (2006) (12), antología de cuarenta y dos poemas, seis escritos por mujeres. He aquí la afinidad de las imágenes:

Venía por arbolados la voz dulce/ como acercando un bosque húmedo y fresco” (Aurelio Arturo). “…la dorada tiniebla de tu piel visible al tacto/ arde como las danzas vegetales” (Óscar Delgado). “…el deseo es vegetal/ pide caminos/ aire/ quiere temblar en fruto/ suspenderse/ pide un cuerpo abonable/ pide un labio/ pide comer y ser comido/ quiere/ entrabarse y gemir con ramas duras… quiere el follaje de su fuerza obscura” (Héctor Rojas Herazo). “…todos los ríos del mundo están en tu cuerpo,/ confluyen en ti en el momento/ en que el animal más bello del bosque/ -el ciervo, por ejemplo-/ bebe de ti y se contempla…/ El otoño se riega en tu cuerpo/ como vino rojo en la mesa” (Eduardo Cote Lamus). “Cada vez te encuentras más cerca de mi bosque:/ perenne, esbelta en tu murmullo caes, danzas./ Eres lo que entonces y siempre relatabas,/ la palabra en el aire como una rosa alada” (Carlos Obregón). “…tus senos latían/ maduros casi para ser acariciados” (José Manuel Arango). “¡Poblar los valles de tu vientre, con mi boca los pliegues de tu piel templada!” (Gabriel Jaime Franco). “Extranjera infestada de vientos más frescos que el agua,/ hembra en la alianza de los frutos” (Fernando Linero). “Más abajo/ el áspero vello/ con su olor de mares repetidos” (Fernando Herrera). “Quizás tu fruto favorito sea el mango/ como para mí es el fruto de tus besos/ como para mí es el fruto de tu cuerpo/ bajo el follaje de los árboles” (Carlos Alberto Troncoso).

¿Cómo nombrar el cuerpo y la desnudez sin caer en lugares comunes? ¿Cómo inventar el cuerpo, hacer que surja y se revele por primera vez a los ojos del poema? A la hora de sentir el amor y de vivir el sexo, así como al momento de volcarlo en palabras, las imágenes y recursos retóricos se repiten y parecen agotarse cuando se han nombrado todos los rincones y los pliegues, cuando los senos son los mismos frutos maduros y las bocas sueltan el mismo gemido, y los vientres se abren y se siembran y las pieles brillan en la oscuridad. Hasta que algo nos saca del sopor de esas imágenes y nos sorprende una nueva forma de conjugar el cuerpo, como en este Soneto a tus vísceras del argentino Baldomero Fernández Moreno que traigo a colación, para provocar y para transmitir la emoción del poema que abre un territorio virgen.

Harto ya de alabar tu piel dorada,
tus externas y muchas perfecciones,
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.

Canto a tu masa intestinal rosada
al bazo, al páncreas, a los epiplones,
al doble filtro gris de tus riñones
y a tu matriz profunda y renovada.

Canto al tuétano dulce de tus huesos,
a la linfa que embebe tus tejidos,
al acre olor orgánico que exhalas.

Quiero gastar tus vísceras a besos,
vivir dentro de ti con mis sentidos…
Yo soy un sapo negro con dos alas.

Pero ¿Qué dicen las poetas sobre el sexo y el amor desnudo, con qué imágenes recrean su propio cuerpo y el cuerpo masculino? Las convoco como una pléyade dispuesta al embate y al orgasmo, plenas de voz, rugientes y dulces. No suplicantes esperando el beso o el pan, no avergonzadas o medrosas. Aquí están, con sus modos de conjugar el amor y el placer, con sus imágenes del sexo visto desde la otra orilla:

Se lo bebió de un trago/ de una sola vez/ sació sus ganas mondando pieles/ lamiendo sudores comiéndose a bocanadas/ su miembro erguido/ lo vio tendido de reojo/ preso a horcajadas de sus piernas/ esclavo en su lascivia/ abandonado de sí/ llena/ la humedad tibia refrescó/ el camino andado de los sexos/ en la búsqueda de prolongar el goce y lo bañó/ lo bañó de sí misma/ y de sí mismo” (Luisa Fernanda Trujillo). “Se amaron en silencio/ otros cuerpos soñaban a su lado/ casi sin aire se barrenan, se auscultan/ desean perdurar en el lugar del combate/ amanecer cada uno con el corazón del otro” (Eugenia Sánchez Nieto).

También sus imágenes confluyen en la misma geografía, a la que añaden categorías metafísicas de una profunda belleza:

falda estrecha y una gran distancia/ entre tus muslos/ un bosque subterráneo y/ el saber guardar silencio/ en la sonrisa/ la muerte por delante./ Nada nuevo” (Tallulah Flores). “Soy la amante/ que estrenas/ la nueva, la eterna,/ la de muslos trigueños,/ columnas seguras/ que se abren perfectamente/ para dar paso/ a tu mar ancho y espeso./ Soy la de paralelas montañas,/ erectas, duras,/ por donde han caminado/ pájaros heridos de amor” (Orietta Lozano).

María Mercedes Carranza logra describir el momento en que una mujer se vuelca hacia sí misma para darse placer y esa intimidad se convierte en un Poema de amor que se conjuga en soledad:

…Y se desviste como para poder tocar
toda la tristeza que está en su carne.
Cuando se encuentra desnuda,
se busca, casi como un animal se olfatea,
se inclina sobre ella y se acecha:
inicia una larga confidencia tierna,
se pide respuestas, tal vez tiene la mirada turbia;
separa las rodillas y como una loba se devora.
Afuera el viento, el olor metálico de la calle.

Podríamos decir que se trata de un poema místico, en el sentido que convoca el misterio, la razón oculta, logrando la conjunción entre la carne y el espíritu (la tristeza está en su carne), pero al mismo tiempo convoca la fuerza del instinto representada en el animal que se olfatea, en la loba que se devora.

Sobre el cuerpo de la mujer hay metáforas universales, como las contenidas en el tantas veces celebrado Cantar de los cantares (14), obra máxima en su género:

Tus dientes como rebaño de ovejas trasquiladas que salen de bañarse,
todas ellas con sus crías, [que] no hay machorra entre ellas…
Tus dos tetas como dos cabritos mellizos, que [están] paciendo entre azucenas

Llama la atención que exista tanta sintonía poética entre la zoología y el erotismo. A propósito de este parentesco, hay una referencia obligada a ciertos poemas de Raúl Gómez Jattin (15), quien se atreve a tratar el tema de manera cruda, de tal modo que para el canon oficial en materia literaria y sexual, sus poemas resultan escandalosos. En ellos se da una transgresión ética cuando la voz poética reclama el derecho al placer corporal por el placer mismo, introduciendo palabras consideradas soeces y “antipoéticas”: “Pero íbamos a gozar el orgasmo/ más virgen El orgasmo de milagroso de cuatro niños/ y una burra Es hermosísimo ver a un amigo culear/ Verlo tan viril meterle su órgano niño/ en la hendidura estrecha del noble animal Pero profunda como una tinaja”.

Los poemas de Gómez Jattin reivindican una sexualidad sin límites porque se puede aspirar a ser Gran culeador del universo todo culeado. Aluden al amor y al sexo entre hombres y tienen momentos de lirismo cuando describen los cuerpos masculinos en el juego sexual: “las columnas de mis piernas, mi centro con su ímpetu, su flor erecta, mi caverna de Platón carnal y gnóstica”. Y el ángel es un símbolo de lo erótico masculino: El ángel tiene en la diestra un airado cuchillo/ con que destroza nubes de mal entendimiento” “…El ángel me somete como a un dios derrocado/ por su rostro más bello que un sol en el otoño/ por su terrible sexo ambiguo y tormentoso/ que el mismo ángel de fuego no quisiera tener”. Al lado de estos poemas, las alusiones al amor homosexual de Porfirio Barba Jacob parecen una cándida plegaria.

Detalle de la obra “Paz Flórez de Serpa” del artista colombiano Ricardo Gómez Campuzano. Óleo sobre lienzo. ca. 1920.

DOS SOLES ROJOS EN UN BOSQUE OSCURO

Colombia puede envanecerse de bellos y memorables versos y poemas que rompen con los estereotipos de la relación de dominación hombre-mujer en la que ella aparece como la ninfa inspiradora, dócil recipiente de pasiones, siempre a la espera de su regreso, mientras él va y viene conquistando el mundo. Se trata de poemas que revelan otra visión de la relación de pareja, en la que los amantes aman a la par y se debaten entre sábanas y conflictos existenciales para nacer otra vez a la claridad.

En su red, como en la falta dos dioses adúlteros./ Enamorados como dos locos,/ Dos astros sanguinarios, dos dinastías/ que hambrientas se disputan un reino” (Jorge Gaitán Durán). “Somos un cuerpo solo luchando contra la muerte” (Eduardo Cote Lamus). “Hoy sabemos que/ no podía ser/ de otra manera. Previsto estaba/ que el amor/ nos alcanzara/ allí donde fuéramos,/ pues uno solo/ es el hilo que anuda/ y arma el laberinto,/ y uno el que también lo deshace” (Elkin Restrepo). “En el motel, de noche,/ tú, clandestina,/ yo, secreto./ Se va la luz/ y los dos nos borramos/ del mundo./ Y en el túnel de negra/ incertidumbre,/ surges desnuda/ para darme luz” (José Luis Díaz-Granados). “Caracol del abrazo/ de dos que suman uno/ línea recomenzando sin principio ni fin/ como un capricho/ trazado por un dios sobre la sábana” (Piedad Bonnett).

La imagen de la entrega de la mujer, dibujada hasta el hartazgo, es inventada nuevamente con versos de una exquisita factura como los de Juan Manuel Roca en su poema: “Muchacha que sostiene otra punta de la lejanía, yo acudo a su noche desde la tercera orilla, que es la orilla del amor./ En esa orilla visito secretos jardines: la flor nocturna que riego debajo de su falda, la orquídea negra que crece en la grieta de sus muslos”; o estos de José Manuel Arango: “sus pechos crecen en mis palmas/ crece su respiración en mi cuello/ bajo mi cuerpo crece/ incontenible/ su cuerpo”, “desnuda eres más alta/ desnuda/ cuando cierras los ojos/ de cara al viento/ esplendes como un cuchillo”. La entrega del hombre, su sublime rendición ante ella, su confesión y su Súplica de amor, también ha sido plasmada de manera sublime en este poema de Héctor Rojas Herazo:

Por mi voz endurecida como una vieja herida;
Por la luz que revela y destruye mi rostro;
Por el oleaje de una soledad más antigua que Dios;
Por mi atrás y adelante;
Por un ramo de abuelos que reunidos me pesan;
Por el difunto que duerme en mi costado izquierdo
Y por el perro que le lame los pómulos;
Por el aullido de mi madre
Cuando mojé sus muslos como un vómito oscuro;
Por mis ojos culpables de todo lo que existe;
Por la gozosa tortura de mi saliva
Cuando palpo la tierra digerida en mi sangre;
Por saber que me pudro.
Ámame.

Y nos queda tatuada en la piel esta revelación de William Ospina:

En la punta de la flecha ya está, invisible, el corazón del pájaro.
En la hoja del remo ya está, invisible, el agua.
En torno del hocico del venado ya tiemblan, invisibles, las ondas del estanque.
En mis labios ya están, invisibles, tus labios.

Jorge Zalamea abre un mundo pródigo de imágenes sensuales y suculentas:

¿Y si me da la gana de hincar los dientes en la fruta,
en la pulpa de la niña o en el hombro de mi enemigo?
¿Y si me da la gana de llevar a la mozuela al lugar en que el bosque canta?
¿Y si me da la gana de oler sus axilas entre las altas hierbas?
¿Y si me da la gana de husmear su sexo asaltado por las escolopendras?
¿Y si me da la gana de bailar con ella la nocturna danza del amor?
¿Y si me da la gana de escuchar su dulce queja?
¿Y si me da la gana de que los gallos salvajes se esponjen en torno nuestro?
¿Y si me da la gana de que en los largos pezones de la niña se posen
[las luciérnagas?

A modo de contraste, convoco a Matilde Espinosa con su delicadeza y su fuerza en las imágenes para describir la otra cara del amor (17) :

En qué momento, amor,
se oscureció tu calle
y tu casa fue el blanco
de la sombra?
Una ola de polvo
lloroso y amargo
se estableció en la hora.
Desde entonces el tiempo
madeja silenciosa
va corriendo sus hilos
para la dura tela
que defiende mis lunas
secretas.
Lentos trascienden los días
a donde sólo llega
el temblor de la luz
en el vacío.

Algunos poemas podrían ser considerados los clásicos del amor y el erotismo, no solo por su calidad poética sino porque han ganado un lugar en la memoria colectiva. Señalo cuatro ejemplos:

Amantes de Jorge Gaitán Durán, con esos soles que se incendian en la oscuridad y esas bocas eternamente abiertas al deseo.

Desnudos afrentamos el cuerpo
Como dos ángeles equivocados,
Como dos soles rojos en un bosque oscuro,
como dos vampiros al alzarse el día,
Labios que buscan la joya del instante entre dos muslos,
Boca que busca la boca, estatuas erguidas…
…En tu cuerpo soy el incendio del ser.

Los Poemas de amor de Darío Jaramillo Agudelo y entre ellos los emblemáticos, los que se han convertido en una oración y sobre los que el poeta ya casi ha perdido su autoría:

Ese otro que también me habita,
acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este cuerpo ajeno o de ambos,
ese otro a quien temo e ignoro, felino o ángel,
ese otro que está solo siempre que estoy solo, ave o demonio
esa sombra de piedra que ha crecido en mi adentro y en mi afuera,
eco o palabra, esa voz que responde cuando me preguntan algo,
el dueño de mi embrollo, el pesimista y el melancólico y el inmotivadamente alegre, ese otro,
también te ama.

El Escrito en la espalda de un árbol de Miguel Méndez Camacho , fascinante por lograr que una práctica popular (el grabé en la penca de un maguey tu nombre de la ranchera) se convierta en una sublime metáfora, por darle vuelo al amor y al desamor a través de esa trasposición entre el cuerpo del árbol y el alma de los pájaros:

No recuerdo si el árbol
daba frutos o sombra,
sólo sé que dio pájaros.
Que era el centro del patio
y de la infancia
que en la madera fácil
tallé tu nombre encima
de un corazón flechado.
Y no recuerdo más:
tanto subió tu nombre con el árbol
que pudiste escaparte
en la primera cosecha que dio pájaros.

Orietta Lozano es la voz poética que sobresale por su elaboración del sentir femenino sexual y erótico, por esa capacidad para sintetizar en imágenes contundentes, sin caer en la sensiblería barata, el ser de la mujer que no solo desea sino que va en busca del placer, la hembra dadora y receptora de goce, la que no espera sino que cobra el amor, la que afina su lengua como pájaro terrible para cantar su canción más luminosa. Orietta habla por todas las mujeres condenadas o amparadas en el silencio, las invita a beber su agua santa, su brebaje de esperma y sal marina:

Cien caballos galopando permanecen en mi gruta,
cien caballos desbocándose en mi abismo,
cien señales terribles que me tocan;
el silencio huye y huyen los sonidos,
todo va más allá cuando tu rojo pez
nada en mis aguas
y suavemente se tiende en mis orillas.

Rupturas y sorpresas en el modo de contar el amor y el cuerpo se encuentran en las voces de Gonzalo Arango y Jotamario Arbeláez, quienes desacralizan el ritual y abren las costuras para ver el ridículo que Fernando Pessoa endilgaba a las cartas de amor y a las criaturas que nunca escribieron cartas de amor. Gonzalo Arango (20) juega en el Poema de los amores inventados con 166 mujeres sin rostro y olvidadas, cuyos nombres figuran en el directorio telefónico y hace de Tu ombligo la capital del mundo, en un poema insulso que tiene momentos suculentos como este: “Te abrazas a tus senos como al remordimiento/ y en tu cuerpo ultrajado me quedo/ como quien pierde el último tren/ que parte a la estación del frío/ y al barrio de los hospitales”.

Jotamario Arbeláez dice que Dos seres que se besan no pesan nada y el sexo es el camino más corto de un corazón a otro y en su mamagallismo poético se vanagloria de ser un Enamorado converso que sería monógamo de mil amores. “… Y volver a hacer el amor hasta hacer del amor el acto más bello, la canción sin palabras. Rehacer el amor hasta deshacernos”.

Carnaval en vez de ceremonia, carcajadas en lugar de la solemnidad habitual que sublima el amor hasta ponerle guantes y elevarlo a la vocación de los ángeles. Es el caso de Francisco Díaz-Granados – natanael – cuando describe el acto amoroso entre mujeres:

Sus círculos y sus medios círculos
sus curvas y blanduras
sus humedales
las noches enclavadas de sus noches
sus anos y grupas agrupadas
sus florestas acuáticas
sus trajes vanidosos y trigales

No es por la mención de lo genital que nadan estos versos en el mar del erotismo. Son las palabras las que se regodean en el juego musical formando espirales y recordándonos que el amor sigue siendo barroco.

Omar Ortiz nos dice que Siempre el amor está en el poema y La palabra inútil, nada nombra. Si el amor está siempre en el poema, es redundante pretender escribir un poema de amor. Por eso vale como poema de amor el que Horacio Benavides escribe al zorro y vale también como erótica de la palabra:

Avanza entre líneas
el zorro

La brisa de su cola
en los bambúes
nos abanica el alma

Su ondular en el agua
nos deja una estela
de frescura
en el rostro

El fuego
que inicia en el bosque
quema la página

Al final de este ejercicio debo reconocer que después de haber agitado el mar dentro de la botella, me ha sorprendido un paisaje exuberante de versos y poemas. Y quisiera seguir cayendo en tentación, seguir ilustrando las líneas ondulantes del lenguaje, pero debo apagar aquí con un soplo, de manera súbita, esta llama que seguirá ardiendo de manera infinita en todos los libros que cierro, en los que no he nombrado, en los que vendrán a reclamar su lugar y su tiempo. Mamá negra flamea como la llama o la bandera y seguirá mostrando ese pescuezo largo de la poesía para chuparles la leche a las palabras. Ese mar de la poesía que se agita dentro de la botella y que espera ser liberado para crecer en sentidos y en sin sentidos, como el amor y el erotismo.

Bogotá, marzo de 2014

Referencias

  1. Paz, Octavio. La llama doble Amor y erotismo. Seix Barral, Barcelona, 1993.
  2. Altamirano, C. y Sarlo, B. Literatura/ Sociedad. Buenos Aires: Hachette, 1983
  3. Huidobro, Vicente. Poema “Arte poética”.
  4. Foster, D. W. Producción cultural e identidades homoeróticas. Teoría y aplicaciones. San José de Costa Rica: Universidad de Costa Rica, 2000.
  5. Fray Luis de León. Poesía completa. Barcelona: Edicomunicación, 1995.
  6. San Juan De La Cruz. Poesía completa. Barcelona: Edicomunicación, 1994.
  7. Sor Juana Inés De La Cruz. Poesía lírica. Barcelona: Edicomunicación, 1994.
  8. Francisca Josefa del Castillo (Tunja 1671-1742). En: http:/ / www.banrepcultural.org/ blaavirtual/ literatura/ apoeta/ apoeta14.htm. Consultado el 6 de marzo de 2014.
  9. Francisco de Quevedo. Poema “Amor constante más allá de la muerte”.
  10. Laura Victoria. Poema “Dualidad”. En: http:/ / www.latino-poemas.net/ modules/ publisher2/ article.php?storyid=1667. Consultado el 27 de febrero, 2014.
  11. María Mercedes Carranza. “Sexo y erotismo en la poesía colombiana”. En: http:/ / www.eltiempo.com/ archivo/ documento/ MAM-238203. Consultado el 20 de febrero de 2014.
  12. Juan Manuel Roca (comp). Boca que busca la boca. Antología de la poesía erótica colombiana del siglo XX. Bogotá: Taller de edición, 2006.
  13. Baldomero Fernandez Moreno. “Soneto a tus vísceras”. En: http:/ / literatura.lacoctelera.net/ post/ 2005/ 11/ 23/ soneto-tus-visceras-baldomero-fernandez-moreno. Consultado el 27 de febrero de 2014.
  14. “Cantar de cantares de Salomón”. Traducción de Fray Luis de León. Javier San José Lera (Ed. lit.)
    http:/ / bib.cervantesvirtual.com/ servlet/ SirveObras/ p268/ 12147297718948273987213/ p0000001.htm#I_2_ Consultado el 13 de febrero de 2014.
  15. Gómez Jattin, R. Retratos, Amanecer en el Valle del Sinú, Del Amor. Tríptico Cereteano. Bogotá: Fundación Simón y Lola Guberek, 1988.
  16. Zalamea, Jorge. Poema “Imprecación del hombre de Kenya”. En: Cantos. Instituto Colombiano de Cultura: Bogotá, 1975.
  17. Espinosa, Matilde. Poema “Un día sin nombre”. En: http:/ / www.eldigoras.com/ eom03/ 2004/ 2/ aire31mes01.htm Consultado el 5 de marzo de 2014
  18. Jaramillo Agudelo, Darío. Libros de poemas. México: Fondo de Cultura Económica, 2003.
  19. Méndez Camacho, Miguel. Instrucciones para la nostalgia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009.
  20. Gonzalo Arango. “Poema de los amores inventados” y “Tu ombligo capital del mundo”. En: Antología del nadaísmo. Romero, Armando (comp). Sevilla: Sibila. Fundación BBVA, 2009.
  21. Jotamario Arbeláez. Poemas “Enamorado converso” y “Hecho y deshecho del amor”. En: Antología del nadaísmo (Op. cit.).
  22. Díaz-Granados, Francisco. –natanael-. De par en par. Bogotá: Trilce Editores, 2013.

Poemarios de la Colección Un libro por centavos de la Universidad Externado de Colombia, en orden de cita:

N° 5 Jaime Jaramillo Escobar. Los poemas de la ofensa. / N°30 Meira del Mar. Alguien pasa / N°81 Luisa Fernanda Trujillo. Trazo en sesgo la noche / N°78 Catalina González. Una palabra brilla en mitad de la noche/ N°59 Amparo Villamizar. La frontera del reino / N°6 María Mercedes Carranza. Antología / N°98 Clara Mercedes Arango. En la memoria me confundo / N°4 Jorge Gaitán Durán. Amantes y Si mañana despierto / N°9 Eduardo Cote Lamus. Antología / N°11 José Asunción Silva. Antología poética / N°15 Jorge Isaacs. Antología / N°93 Eugenia Sánchez Nieto. Visibles ademanes / N° 40 Tallulah Flores. Voces del tiempo y otros poemas / N° Orietta Lozano. Resplandor del abismo / N°37 Elkin Restrepo. La visita que no pasó del jardín / N°66 José Luis Díaz-Granados. La fiesta perpetua / N°20 Piedad Bonnett. Nadie en casa / N°8 Juan Manuel Roca. Ciudadano de la noche / N°47 José Manuel Arango. Fe de erratas / N°16 Héctor Rojas Herazo. Antología / N°28 William Ospina. Una sonrisa en la oscuridad / N°34 Omar Ortiz. Un jardín para Milena / N°96 Horacio Benavides. Como acabados de salir del diluvio.

La colección Un libro por centavos de la Universidad Externado de Colombia, durante más de dieciocho años publicó obras de poesía a través de 181 ediciones (entre octubre de 2003 y agosto del 2021) con tirajes entre 8.000 y 13.000 ejemplares por título, de distribución mensual y gratuita en bibliotecas públicas, casas de cultura, colegios, universidades, cárceles y organizaciones gubernamentales y no gubernamentales de Colombia. Un admirable trabajo con pocos antecedentes en la historia editorial de la poesía en español. Las versiones digitales de este gran proyecto son de libre acceso en https://www.uexternado.edu.co/decanatura-cultural/un-libro-por-centavos/

“Vida y destino” o la ubicuidad del escritor

 

Vasili Grossman, imagen de dominio público.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

(Texto publicado en la Revista Literariedad el 31 de mayo de 2015)

El don de la ubicuidad debe tener costos muy altos. Quizá el dolor o la ansiedad de contemplar el mundo y los fenómenos humanos sin poder hacer nada para cambiar el azar, el fluir de la vida o el destino. Ser testigo de lo que ocurre en todas partes de manera simultánea, tener ojos infinitos para ver como transcurren los hechos en el tiempo, saber que cada cosa está sucediendo sin nuestro consentimiento ni participación, o tal vez con nuestra venia y nuestro silencio como motores de lo bello y lo terrible. Se dice que la ubicuidad solo es privilegio de Dios, supremo hacedor, observador y testigo, con su dudosa apariencia de bondad y esa incomprensible sabiduría.

Tal como Prometeo robó el fuego enfrentándose a la ira de Zeus, el don de la ubicuidad ha sido robado a Dios por otros hacedores de la vida, por los creadores de historias, narradores y poetas. El escritor o escritora ha decidido reaccionar ante la pasividad humana respecto al poder supremo que dirige o guía sus actos y hacerse artífice de historias, dueño de la conducta de los mortales, inventor y creador de vidas y azares, con un poder superior al divino porque no solo puede estar en todas partes al mismo tiempo sino que se atreve a narrar lo que sucede con todas las voces que sean necesarias. Hemos aprendido a aceptar el poder del escritor sin reparar en este don, al mismo tiempo encantador y siniestro. Es posible que le concedamos, sin asombro, el poder que tiene sobre un mundo que juzgamos imaginario y ficticio. Igual que no le hacemos caso al niño cuando inventa sus juegos, en ocasiones macabros, con el argumento de que eso en nada se parece a la realidad. El niño y el escritor toman su material de la vida y logran transformarlo haciéndolo parecer un tema ingenuo. Oscar Wilde diría que se trata de una inocencia no desprovista de maldad porque la vida también imita a la literatura. De acuerdo con ello podemos decir que la vida plagia la literatura y tendríamos que inventar un nuevo término como antónimo de mimesis (imitación de lo real por parte del arte) que describiera la imitación del arte por parte de la vida (¿vivesis?).

Por este camino tenemos que poner en discusión también el concepto de realidad (que no necesariamente es antónimo de ficción), las ideas sobre la verdad y la mentira, así como la contraposición entre historia y literatura. Existen realidades físicas y realidades psíquicas, ficciones verdaderas, historias que mienten y novelas históricas. La ubicuidad no puede limitarse al mundo de los hechos reales porque la realidad subjetiva también produce acciones y los mundos interiores, a diferencia de los exteriores, pueden ser infinitos. Nuevamente la diada cuerpo y alma, esta vez referida a la realidad psíquica formada por pensamientos, recuerdos, ideas, imaginación, sentimientos, miedos, emociones y demás.

De acuerdo con Paul Ricœur, la historia y la literatura se entrecruzan porque las dos hacen uso de la narración y de la imaginación para contar el pasado, complementándose entre sí para articular el tiempo vivido, el tiempo humano. Desde este punto de vista la ficción y la imaginación no son antípodas de la historia y esta última no es sinónimo de realidad, si sabemos que la realidad también es múltiple y ubicua, imposible de encasillar en un único relato, ni siquiera en el que pudiera hacer Dios, si decidiera ser escritor. La ficción puede añadir verdades a la dimensión oscura de la historia y de ese modo puede completar la realidad . La novela narra el mundo subjetivo de los personajes y esta otra realidad amplía el universo de los hechos, crea en el lector una forma de entender la vida y la historia y convoca la inteligencia de ese lector activo, quien a su vez puede generar transformaciones en el mundo “real”. De este modo la ficción y la realidad se interconectan, se intercambian y alimentan mutuamente.

Aunque dentro de la historia existen corrientes que rompen con los constructos sobre la verdad y la mentira e incursionan en una historia interpretativa, en la llamada “historia total”, e incluso existen técnicas historiográficas conocidas como la microhistoria, la historia biográfica o la autobiografía histórica (modalidades que algunos califican de literarias) , la disciplina histórica en general se atribuye técnicas y recursos que se pretenden científicos (y la ciencia tampoco es sinónimo de objetividad), lo cual no le permite incursionar con holgura en esa otra realidad constituida por el sentir, el pensar o el imaginario de los sujetos históricos, sean personajes con nombre y apellido o sujetos colectivos. El historiador utiliza constructos teóricos y hace uso del acervo documental proveniente de fuentes primarias o secundarias que tiende a considerar objetivas. Posiblemente pretenda hacer uso de la ubicuidad aplicada al pasado pero no tiene la posibilidad de explorar el mundo interior de los personajes con toda la autoridad que le es permitida al novelista, y menos aún, crear personajes, escenarios o hechos ficticios para contar las otras caras del pasado. A la literatura pertenece ese reino y ese privilegio. Es claro que no todos los escritores utilizan este don y no todas las novelas muestran múltiples mundos, pues esto depende de la intención del autor, de la técnica narrativa y de los temas abordados. Digamos que el escritor elige la clase de dios que quiere ser.

Este preludio ha sido necesario para hablar de Vida y destino, la novela del ruso Vasili Grossman, recientemente publicada en español y considerada una de las joyas novelísticas ocultas de mediados del siglo pasado, una suerte de obra cumbre a la altura de obras universales como las escritas por Tolstoi, Dostoyevski, Joyce o Proust. Se trata de una obra de mil ciento cuatro páginas compuesta por tres partes, las cuales contienen en su conjunto doscientas una secciones numeradas. Las secciones no siempre tienen un orden temporal lineal, puesto que en ellas se desarrollan tramas distintas o paralelas que el lector debe ir ordenando en su cabeza.

La novela de Grossman fue censurada y mutilada en la Unión Soviética y se cuenta que un editor oficial, a quien el escritor ingenuamente se la presentó para su publicación, le dijo que esa novela no podía ser publicada en los próximos doscientos años, mientras existiera el régimen comunista. Como siempre suele suceder (los escritores tienen sus hadas madrinas o sus demonios protectores), alguien la sacó del país, la sometió como a los buenos vinos a un largo proceso de crianza para que el tiempo acentuara su valor literario y el sentido que le había sido negado en el momento histórico en que fue engendrada. Grossman murió en 1964 sin sospechar que hoy estaría en nuestras manos, que sus palabras atravesarían las cortinas de hierro ideológicas y los prejuicios de la crítica sobre la supuesta irrelevancia de otra novela sobre los campos de concentración alemanes y rusos. Su novela trascendió, no solo porque el tiempo hizo crecer su riqueza temática sino por su gran valor como artefacto literario.

Grossman es el supremo autor-narrador, ubicuo y omnisciente, que enfrenta al lector con mundos disímiles, distantes entre sí, con tramas simultáneas que suceden en espacios geográficos que abarcan diferentes puntos de la desaparecida Unión Soviética y algunos lugares de Alemania. El tiempo de la acción se sitúa entre 1942 y 1943, siendo la batalla de Stalingrado el foco y el eje temporal, aunque el tiempo narrado abarca varios años de la historia de Rusia y de la Unión Soviética. Pero no es solo en la capacidad de narrar este espacio y este tiempo en donde reside la maestría de Grossman. Es justamente en los mundos paralelos que desarrolla a través de ciento sesenta personajes principales (algunos de ellos históricos), cientos de personajes secundarios e incontables anónimos, pues la historia y la ficción se entrecruzan en el relato para narrar hechos que implicaron a millones de personas en la primera mitad del siglo XX. El tiempo histórico se entrelaza con el tiempo vivido o sentido por los personajes, así como los lugares reales se mezclan con espacios ficticios.

Esta novela es el paradigma que explica por qué la literatura hace crecer el pasado, añadiendo las tramas que suceden en la dimensión subjetiva, íntima, abstracta, en el mundo interior de los personajes, pero que es a todas luces verosímil y verdadera, si creemos en las verdades simbólicas. El escritor hace uso de un narrador omnisciente que no solo traspasa la conciencia de sus personajes sino los alambrados de los campos de concentración alemanes, la puerta de acero de la cámara de gas, las barracas de prisioneros políticos en los campos de concentración rusos, las paredes de la temida cárcel de la Lubianka en Moscú, la estepa rusa, las trincheras rusas y alemanas junto al Volga, el bunker donde Hitler afila sus pensamientos, el edificio donde Stalin imparte sus órdenes, el bolsillo donde el niño judío palpa la caja de cerillas en la que esconde una crisálida marrón oscura. De vez en cuando surge otra voz que hace reflexiones políticas, filosóficas y éticas sobre los fenómenos que están sucediendo, que podría corresponder a la conciencia del autor. Pero estas “intromisiones” en las tramas son sutiles y breves, permitiendo al lector que vaya tejiendo sus propias cavilaciones a través de los hechos, de los pensamientos y sentimientos de los personajes.

El autor no se limita a narrar sucesos históricos como la batalla de Stalingrado, la ocupación de las tropas nazis en las márgenes del río Volga, los movimientos del Ejército Rojo hasta su victoria sobre los alemanes, o la llamada “purga” adelantada por Stalin de la que fueron víctimas millones de rusos, temas que desarrolla con el rigor de un historiador. Grossman deja que sean los personajes los que cuenten aquellos pedazos mudos del pasado, hace posible que la vida cotidiana pase a formar parte de la trama histórica, que el pasado adquiera la vida necesaria para que siga doliendo la herida que la historiografía ha dejado fosilizar en los anaqueles.

La sigla GULAG (acrónimo ruso utilizado para referirse a la Administración Principal de Campos de Trabajos Correccionales) se utilizó para designar los campos de concentración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y luego también se utilizó para referirse no sólo a la reclusión y campos de trabajos forzados sino también a toda la maquinaria represiva de la URSS.

Por el arte y el poder supremo de la literatura es posible conocer los miedos y las dudas de los generales rusos y alemanes, los sueños de los soldados, escuchar las conversaciones prohibidas por el régimen estalinista en los cuartos y las cocinas, las discusiones sobre literatura rusa que pueden engrosar los expedientes para condenar la libre expresión (para la ideología soviética Dostoyevski es un reaccionario que debe caer en el olvido), oír los pensamientos de los rusos judíos que son conducidos a los campos de exterminio alemanes o que están siendo perseguidos por el mismo régimen comunista, conocer los diálogos entre prisioneros políticos soviéticos, saber qué piensan los cautivos encargados de operar las cámaras de gas, qué ha dicho Stalin en una llamada telefónica a un científico, oír el interrogatorio hecho a un prisionero político que de todos modos sufrirá la pena de muerte en manos de la misma revolución que ha defendido.

Llovizna en la frontera entre Prusia oriental y Lituania. Un hombre de estatura media tiene ganas de respirar aire fresco, de estar solo. Ese hombre es el Führer, el monstruo de la historia, a quien Grossman, con cierto grado de ironía, le imprime una naturaleza humana: “De repente Hitler sintió deseos de gritar como cuando era niño; deseaba llamar a su madre, cerrar los ojos, correr”. “Por primera vez, al pensar en el fuego de los hornos crematorios sintió un terror humano”. Naum Rozemberg, un prisionero judío de cuarenta años es contador y realiza sus cálculos habituales, esta vez contando los cadáveres que día por día se apilan en las fosas del campo de concentración. El soldado alemán llama “figuras” a los cadáveres. Pero Rozemberg en voz baja los llama “personas, hombre asesinado, niño ejecutado, viejo ejecutado…” y les musita obstinadamente: “Niño, no te agarres de tu mamá con las manos, os quedaréis juntos, no te irás lejos de ella”. Mientras cava su propia fosa el contable no para de hacer sus cálculos, de contar el número de asesinados, la cantidad de leña que se consume por persona, el tiempo medio de combustión de cada cuerpo, tiene que presentar un balance anual y “de pronto durante la noche, en sueños, lágrimas ardientes brotan y le arrancan la costra que le cubre el cerebro y el corazón”.

Sofía Ósipovna Levinton es una médica rusa judía que está dentro de la cámara de gas. Dispuesta a morir, toma de la mano a David, el niño solitario que ha conocido en el vagón. La narración de este pasaje espeluznante hila lo que sucede afuera y lo que va pensando y sintiendo Sofía en sus últimos segundos de vida. El narrador tiene la inteligencia y la sensibilidad necesarias para convertir este momento en una reflexión universal sobre la contundencia de la muerte:

Sus ojos que habían leído a Homero, el Izvestia, Las aventuras de Huckleberry Finn, a Mayne Reid, la Lógica de Hegel, que habían visto gente buena y mala, que habían visto gansos en los vastos prados de Kursk, estrellas en el observatorio de Púlkovo, el brillo del acero quirúrgico, La Gioconda en el Louvre, tomates y nabos en los puestos del mercado, las aguas azules del lago Issik-Kull, ahora ya no eran necesarios. Si alguien la hubiera cegado en ese instante, no habría notado la pérdida de la visión.

Estos hechos “irreales” e imaginarios no pueden ser objeto de la historiografía pero no por ello dejan de tener un sentido de realidad que trasciende hasta el lector provocando su participación, consciente o inconsciente. Se trata de un pasado posible y por tanto verosímil que Grossman ha creado como un valioso testimonio que busca alimentar la memoria de la humanidad sobre lo que vivieron millones de hombres y mujeres cuando se llevaba a cabo la ocupación alemana a la Unión Soviética y lo que ocurría dentro de esta unión de repúblicas bajo la dictadura de Stalin. El miedo y la desconfianza mutua cunden entre los amigos. La lengua está imposibilitada para expresar desacuerdos con decisiones políticas, económicas, o incluso domésticas. Se tortura a los disidentes para forzarles a hacer confesiones que llevan a la aplicación de la pena de muerte. Circulan rumores sobre miles de fusilados pero hay una resistencia a creer que esto pueda ser cierto dentro de la dictadura del proletariado. Hay conflictos éticos entre los artistas y los científicos que deben optar por la mordaza, el ostracismo, o la muerte. Este es el caso de Víctor Shtrum, un físico connotado a quien se le incita a firmar una carta contra algunos de sus colegas y su drama interior ocupa varias páginas en la novela:

Esas acusaciones apestaban a oscurantismo medieval… ¿A quién podían beneficiar esas calumnias sangrientas? Las cazas de brujas, las hogueras de la Inquisición, las ejecuciones de los herejes, el humo, el hedor, la pez hirviendo… ¿Qué tenía que ver eso con Lenin, con la construcción del socialismo, con la guerra contra el fascismo?

Es evidente que el autor conoce términos y tácticas de guerra, domina conceptos científicos, datos históricos, nociones filosóficas, obras y autores de la literatura rusa. A esto se añade el manejo de aspectos psíquicos y emocionales que dan profundidad a sus personajes, no importa si se trata de un soldado, de un teniente coronel, de un científico, de una mujer humilde o de un niño.

Grossman es además un maestro en el manejo de los tiempos verbales para conectar al lector. Aunque predomina la narración en pasado, el autor utiliza también el tiempo presente para hacer que una afirmación o una acción se constituyan en algo inacabado, en un hecho que debemos sentir que sigue pasando, aunque haya ocurrido hace muchos años. Como cuando dice: “El aire está lleno de los gritos y los gemidos de los torturados. El cielo se ha vuelto negro, el sol se ha apagado en el humo de los hornos crematorios”.

Pero el autor también acude a la poesía, no solo en el lenguaje que usa para excavar en la naturaleza humana o para pintar un paisaje que pasa por la subjetividad de quien lo observa, sino en el sentido profundo de la novela, que es la vida histórica transcurriendo a través de las actuaciones y sentimientos de seres humanos con identidad, ideales, sueños y deseos. Tan disímiles escenarios, personajes, puntos de vista, reflexiones y acontecimientos históricos conforman una novela polifónica (para usar la expresión de Bajtín) en la que todas las voces y hechos se entrecruzan, dialogan y en ciertos casos se contraponen, de tal modo que el lector tiene la impresión de estar leyendo una novela total.

Podemos considerar esta obra como un tesoro hallado en el fondo del mar, proveniente de alguna embarcación de guerra que navegaba por el Volga a finales de 1942, cuando el río se convirtió en una serpiente de fuego y un camposanto de agua. Ahora la magia de la literatura lo ha hecho emerger para nuestro regocijo humano y literario. Descanse en paz Vasili Grossman por este legado a la humanidad.

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Referencias:

Grossman, Vasili. Vida y destino. Barcelona: Galaxia Gutemberg, 2007. 1111 p.

Ricœur, Paul. Tiempo y narración. México: Siglo XXI, 2004.Vol I, II y III.

Cordero, L. H. “La ficción en la historia y la historia en la ficción: Vínculos y rupturas entre dos relatos históricos y dos novelas sobre el bogotazo”. Tesis para optar al título de Magistra en Literatura. Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2007.

Agulhon, M. “Algunas reflexiones sobre lo verdadero y lo falso”. Certidumbres e incertidumbres de la historia. Gadoffre, Gilbert. Bogotá: Ed. Universidad Nacional, 1997: 251-259.

Требуем мира! [¡Exigimos la paz!] es una escultura ubicada en Moscú en el parque Muzeon (Parque Monumento a los Caídos), realizada por Vera Mukhina y su equipo creativo. Tres figuras -un hombre negro, un chino y un ruso- caminan con las manos entrelazadas detrás de banderas. Simbolizan a las naciones que luchan por la paz. Completan la escena un inválido de guerra ciego con un uniforme raído y una madre con un niño muerto. Delante de todas hay una joven con un niño. De sus brazos extendidos vuela una paloma, símbolo de la paz. Tomado de: https://muzaart.ru/great-sculptures-vera-mukhina/

Ni calladas ni ausentes

 

“Retrato de Anna Akhmatova”, Natan Altman. Óleo sobre lienzo, 1915.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

(Una versión anterior de este ensayo fue publicada en Hojas Universitarias. Universidad Central. Nº 84, 2022)

¿Hubiera podido Beatriz escribir como Dante,
o Laura glorificar las penas de amor?
Yo instauro el estilo para el verbo de la mujer.
¡Dios me ayude a callarlas de nuevo

Anna Ajmátova

Se siguen derrumbando los escombros de una sociedad sorda al verbo de las mujeres. Ellas siempre han escrito, aunque su voz no siempre fue escuchada, aunque fueron excluidas de antologías y de la historia de la literatura. Ciertamente, vivimos mejores tiempos para la escritura de las mujeres. Hoy, como nunca, el número de poetas crece. Son tantas y tan diversas, que su poesía es ya un frondoso árbol que horada la tierra hacia las profundidades del ser colectivo. Y sucede precisamente en tiempos aciagos para todos. ¿Cuáles tiempos no lo son?

Reflexionar sobre la poesía escrita por mujeres nos lleva a mirar hacia atrás para reconocer escritoras, para preguntarnos por las razones que llevaron a que muchas fueran ignoradas o excluidas. También nos obliga a un diálogo con las autoras de hoy. Unas y otras son contemporáneas. Ellas van y vienen de la memoria al humo del café, del amor al bocado, recorren los caminos del cuerpo, redefinen el coraje, la queja, la protesta; ungen al desconocido, escudriñan temas existenciales, la soledad, la muerte, renuevan el canto por la vida y la belleza. Son elocuentes y protagonistas, indóciles, renuentes a ser vistas como esquemas o figurines. Mutantes, militantes de la vida, tiernas o belicosas, cuando es necesario. Se sintonizan con el sentir de los sin voz, construyen una estética del pensamiento y el sentimiento. Muchas tienen claro que la poética y la política se entrelazan. La palabra poética de las mujeres es tan vasta, diversa, sorpresiva y sorprendente, que no resiste clasificaciones o lecturas esquemáticas bajo el rótulo de «lo femenino». Por el contrario, el vasto corpus obliga a hacer lecturas singulares.

En este texto se proponen algunas ideas y preguntas a partir de mi experiencia y raciocinio como mujer escritora, lectora y poeta, siempre en busca de interlocución. “Ni calladas ni ausentes” es mi voz para ese diálogo urgente y continuado.

Razones para mirar atrás

En el relato bíblico sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra, la mujer de Lot no tiene nombre. La llamaremos Ella, la que debe seguir obedientemente a su marido con sus hijas, por mandato de un Dios severo que acaba de destruir su ciudad. Ella sigue al hombre mansamente, pero en su cabeza hay rumores, recuerdos, inquietud, cosas que le pesan más que las advertencias y no puede dejar de mirar hacia atrás. Entonces se convierte en estatua de sal. Muchos autores han hecho sus propias versiones de este relato. Se habla de imprudencia, de descuido, se explica la desobediencia por una suerte de debilidad o torpeza que caracterizaría a las mujeres. Quiero resaltar las versiones poéticas de la historia que han hecho dos mujeres, quienes le dan a Ella la voz que le fue negada en el Génesis. Aquí una estrofa de Anna Ajmátova:

Y el justo seguía al enviado de Dios,
inmenso y claro, por la negra montaña.
Pero la angustia le hablaba en voz alta a su esposa:
aún no es tarde, aún puedes mirar
las torres rojas de tu natal Sodoma,
la plaza donde cantabas en el patio, donde hilabas,
las vacías ventanas de la alta casa,
donde a tu querido esposo le pariste hijos…
Y estos versos de Wislawa Szymborska:
Tal vez miré hacia atrás por curiosidad.
Pero además de curiosidad pude tener otras razones.
Miré hacia atrás porque me dio tristeza la escudilla de plata.
Por distracción: amarrándome el cordón de la sandalia.
Para no mirar más la nuca justa
de mi marido, Lot.
Por la seguridad repentina de que si yo muriera,
él no se detendría.
Por la desobediencia natural de los humildes.
Escuchando cómo nos perseguían.
Conmovida por el silencio, pensando que Dios cambiaría de idea…
… Miré hacia atrás por soledad.
Por la vergüenza de huir a escondidas.
Por las ganas de gritar, de regresar.
O porque justo entonces se soltó el viento,
desató mi pelo y me levantó el vestido.
Sentí que me veían desde los muros de Sodoma
y se morían de risa, una y otra vez.
Miré hacia atrás llena de rabia.
Para gozar plenamente su ruina.
Miré hacia atrás por todas las razones mencionadas.
Miré hacia atrás sin querer…

La poesía permite hacer infinitas conjeturas y convertir todas las razones en verdaderas. El relato poético se abre a la imaginación del lector. Mirar atrás es saber que hay una historia, un origen, algo que forma parte de nosotros y que no puede borrarse con solo cerrar los ojos o bajar la cabeza. Mirar atrás es conocer, desentrañar ideas y pasiones que nos permitan entender lo que somos y lo que seremos. Porque entre ayer y mañana solo hay un largo hoy; entre lo que dejamos atrás y lo que tenemos por delante estaremos por siempre en ese continuo fluir que es la vida.

Abordar la poesía escrita por mujeres empieza por echar una mirada a la historia. Procedemos de una larga tradición que nos perfila, nos talla, nos fortalece. La obra literaria de muchas mujeres, de distintas épocas y culturas, es nuestro legado. Enheduanna, la sacerdotisa mayor del Imperio Acadio en la antigua Mesopotamia, veintitrés siglos antes de nuestra era, es considerada la primera autora y poeta conocida (Vallejo, 2021). Si tenemos en cuenta que en aquel tiempo primaba el anonimato de las obras artísticas, el hallazgo es sorprendente, pues se trata de la primera obra con autoría. Los himnos y poemas de esta mujer a sus deidades se encontraron tallados en tablillas de arcilla y su enigmático rostro está labrado en un disco de alabastro.

También fue una mujer japonesa el primer novelista con nombre. Se trata de Murasaki Shikibu quien vivió hacia el año mil y escribió La novela de Genji que consta de cuatro mil doscientas páginas. Cultivó además el género waka, una forma de poesía japonesa. Clara Janés, traductora catalana y también poeta, en su libro Guardar la casa y cerrar la boca hace una panorámica a través de todos los tiempos y las culturas, en la que saca a la luz el nombre de muchas creadoras que desconocemos. Ellas siempre han escrito, pese a la misoginia, a la sociedad patriarcal, a los períodos de esclavitud y al oscurantismo extremos. Desde la tradición oral, mediante cantos y nanas; con sus diarios, cartas, novelas, obras dramáticas y textos críticos; mediante el sijo o alfabeto de las mujeres en Corea; utilizando el kana o escritura femenina en Japón; con los tebrae, cantos o poemas amorosos hechos por las mujeres africanas… Sacerdotisas en Asia o el Egeo, monjas en los Alpes, los Pirineos, los Andes o los Apeninos, cortesanas en castillos y palacios, geishas japonesas o heteras griegas, afganas cuyos cantos o breves poemas llamados landay se oyen bajo las burkas; escritoras árabes y sus sobrecogedores libros de testimonio; poetisas de las diferentes culturas indígenas americanas…

Ir a la poesía de las mujeres exige tomar el riesgo de mirar hacia atrás, como la mujer de Lot. Me veo obligada incluso a desandar los pasos para exclamar con la poeta boliviana Adela Zamudio: «¡Permitidme que me asombre!»:

Si alguna versos escribe,
de alguno esos versos son,
que ella sólo los suscribe.
(Permitidme que me asombre).
Si ese alguno no es poeta,
¿Por qué tal suposición?
¡Porque es hombre!

Y así aparecen las preguntas: ¿Por qué buenas escritoras no figuran en los numerosos tomos de la literatura universal? ¿Por qué solo aparece un puñado de ellas en algunas antologías? ¿En dónde están? ¿Quién las borró? Las respuestas están en la historia, en sus autores y en el modo en que esta ha sido contada.

Es una verdad a gritos lo que nos dice Janés: durante siglos, de manera sistemática, deliberada e injusta, la voz literaria de las mujeres ha sido acallada e ignorada. Sin duda es cuestión de poder: dioses y sacerdotes, filósofos y políticos, historiadores y guerreros, padres, hermanos, hijos y esposos, incluso ángeles, han hecho de Ella una estatua de sal o sal evaporada. Su cuerpo, donde germina la vida, ha sido convertido en celda, objeto para el abuso, lugar para el tormento, motivo de exclusión. Su mente, zona de redención, ha sido sometida mediante códigos, símbolos y poco sutiles amenazas que todavía la avasallan.

Fray Luis de León, el traductor del sublime Cantar de los cantares, esos versos en donde se ensalza tanto a la mujer, lo dijo de este modo: «Porque así como la naturaleza […] hizo a las mujeres para que, encerradas, guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca».

Y es que las mujeres no fuimos confinadas al espacio doméstico únicamente en la vida real. No solo hemos sido encerradas en cocinas. En el devenir de las civilizaciones también nos hicieron cautivas y objeto de estigmatización en los espacios simbólicos. Sucede en obras de arte en general, en dramas, novelas y poemas en particular. «Mujer poeta es una contradicción de términos», expresaba algún crítico literario de la época victoriana, a propósito del trabajo poético, abierto y apasionado de Elizabeth Barrett Browning. En el libro La loca del desván. La escritora y la imaginación literaria del siglo XIX, Sandra Gilbert y Susan Gubar (1998) hay un extenso y complejo análisis que lleva a conclusiones lacerantes. Tan sugerente como el título del libro, tomado de la novela de Charlotte Brontë, Jane Eyre, así de provocativa es la pregunta que sirve de punto de partida de las autoras: «¿Si la pluma es un órgano fálico, con qué órgano escribe la mujer?»

Durante mucho tiempo, dicen Gilbert y Gubar, las mujeres fueron encadenadas en estrofas, encasilladas en textos en los que ellas representan la pasiva belleza, el sometimiento, el silencio. La novela o el poema se escriben para un modelo de mujer evanescente, idealizado. En el caso de la poesía en castellano esto nos hace pensar en versos como «Poesía eres tú», «Me gusta cuando callas porque estás como ausente», «tus frescuras de virgen y tu olor de reseda»… y muchos más.

En tanto la mujer fue convertida en arte, prosiguen las autoras, también fue anulada como hacedora de arte. En la sociedad inglesa de los siglos XVIII y XIX se consideraba que las novelistas eran reporteras y sus novelas eran útiles porque divertían a sus lectoras que también eran señoras. Sin embargo, no era bien visto que escribieran poesía porque esta se asociaba con una iluminación divina que solo podía ocurrirles a los hombres. Más adelante se aceptó que escribieran versos porque era como dibujar, tocar el piano o bordar. Los modelos femeninos ideales como «el ángel de la casa», la virgen, la santa, construyeron un «eterno femenino» que niega y rechaza la realidad de una mujer íntegra y libre; en contraposición, quien no respondía al modelo preconcebido, pasaba a ser la bruja, la loca o la puta.

Gilbert y Gubar afirman que a lo largo de la historia de la literatura los ataques misóginos han sido un común denominador. Muchas escritoras han sido subvaloradas, calumniadas o convertidas en objeto de burla. Esto también se aplica a la crítica, cuando los libros escritos por mujeres se reseñan como literatura «de y para señoras», género menor o literatura feminista, que ubica a las autoras en una «subcultura literaria». Así mismo, si un hombre carecía de poder literario lo consideraban eunuco o mujer.

Lo anterior nos hace pensar en la expresión poetiso, que torpemente se utiliza para referirse a un mal poeta, a partir de la estigmatización de la palabra poetisa, misma que en lengua castellana se aplica al género femenino y que puede usarse de manera intercambiable con el sustantivo poeta. Desde mi punto de vista, la hondura y mutación del lenguaje exigen romper con la acepción peyorativa del femenino, pues rechazar la palabra poetisa es aceptar y extender el prejuicio.

Finalmente, en el libro citado se sostiene que muchas escritoras de los siglos XIX y XX asumieron pasivamente e imitaron los patrones y roles que trazaron los hombres escritores, imitándolos. Otras han practicado el «sublime arte de la resistencia», al crear personajes que cuestionan los estereotipos, mediante la parodia, la rebelión o la transfiguración imaginativa.

Christine de Pizan (1368—1430), la veneciana que vivió la época de Boccaccio y de Juana de Arco, un día se preguntó cuáles podrían ser las razones que llevaban a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados y si el criterio de «tantos varones ilustres podría estar equivocado», Así comienza su libro La Ciudad de las Damas, en el que expone sus ideas sobre la condición femenina, interpelando a los caballeros que, como Bocaccio, consideraban que las damas eran viragos, esto es, varones fallidos. De Pizan habla a las mujeres de su época y a las de hoy, lo que la destaca como una precursora de la modernidad, pese a que durante siglos fue ignorada.

La misma convicción tuvo hace un siglo Virginia Woolf cuando descubrió la cantidad de libros que se escribían cada año sobre mujeres, en los que se abordaban sus experiencias y deseos, incluso su sexualidad, todos ellos escritos por hombres que no eran expertos en el tema, y cuyo único mérito era no pertenecer al sexo femenino. Ella los llamó «novelistas de pluma ligera». En su muy conocida y lúcida conferencia Una habitación propia, Woolf dice que en todas las épocas las mujeres han figurado como «faros» en obras masculinas, cuando en realidad eran encerradas bajo llave, les pegaban y las zarandeaban por la habitación. Esta escritora imaginó un personaje llamado Judith, hermana ficticia de William Shakespeare, quien a pesar de tener talento habría sido una poetisa fallida debido a las circunstancias precarias que vivían las mujeres en su época. La autora inglesa soñó que un siglo después las mujeres lograríamos independencia y podríamos darle vida a Judith, pues ella solo necesita la oportunidad para nacer, recobrar su cuerpo, su espacio y dar vuelo a su palabra.

Otra inglesa, Margaret Cavendish, autora de poemas, obras de teatro, novelas y desafiantes ensayos, filósofa y duquesa, fue la primera mujer en las reuniones de la Royal Society de Londres. Hacia 1667 criticó los trabajos de Robert Hooke y compartió con autores como Thomas Hobbes o René Descartes. Su obra New Blazing World tiene el mérito de ser una novela precursora del género de ciencia ficción, en ella narra un viaje a un mundo oculto en el interior de la tierra al que se accedía desde el Polo Norte. Esta es la primera novela firmada por una mujer en toda Europa. A pesar de sus aportes científicos, filosóficos y literarios, la noble inglesa fue objeto de burlas y desprecio. La llamaron loca, no figura en la historia de la literatura y cuando se habla de ciencia ficción la referencia inmediata de un precursor es Jules Verne. En cierta ocasión Cavendish afirmó: «Las mujeres viven como murciélagos o búhos, trabajan como bestias y mueren como gusanos…»

En la Inglaterra del siglo XIX, uno de los críticos y autores más destacados fue George Eliot. Pocos sabían entonces que ese era el seudónimo empleado por Mary Ann Evans con el afán de garantizar que su literatura fuera tomada en serio, o bien, para desmarcarse de los populares pero poco acreditados trabajos de otras féminas. La misma estrategia la usaron otras inglesas como las reconocidas hermanas Brontë, o Aurore Lucile Dupin, conocida como George Sand en Francia, entre muchas. En 1856 Eliot escribió un artículo punzante y muy lúcido titulado “Las novelas tontas de ciertas damas novelistas”, en el que analiza y caracteriza los estilos de las obras de ficción producidas por mujeres de la época. Con su crítica mordaz se refiere a tramas superficiales de personajes de la élite, cargas doctrinales mezclada con cursilería, incidentes absurdos, personajes estereotipados, farragosos contenidos morales y filosóficos, y poses intelectuales con resultados soporíferos y artificiales.

El valor de esta crítica, que aplica también para el caso de la poesía, es el llamado de atención hecho por una mujer para suprimir las indulgencias ligadas a la condición femenina, como si el hecho de escribir fuera de entrada un mérito particular, independientemente de su resultado; como si la escritura no exigiera un dominio técnico y tuviéramos que ser tolerantes con la mediocridad, tan solo porque la autora es mujer. No es difícil estar de acuerdo con George Eliot en que tales concesiones desvalorizan, no solo a la literatura escrita por mujeres, sino a la literatura misma.

En España la historia de la literatura escrita por mujeres está llena de nombres de precursoras y guerreras de pluma que cuestionaron el bajo perfil que las forzaron a mantener, bajo la dictadura de las cruces y de las cortes, que algunas inclinaron a su favor, como es el caso de escritoras religiosas como Santa Teresa, de otras sores que componían alabanzas en las que brillaba su pluma, o de damas de la corte que creaban obras de teatro y hasta novelas de caballería. Los nombres que se destacan surgieron de aquella minoría que podía acceder a la educación como María de Zayas (1590—1661) quien, como De Pizan, preguntó: si las almas no son hombres ni mujeres «¿Qué razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no podemos serlo?». La época de la llamada Ilustración solo favoreció a las mujeres de clase alta. Las condesas, marquesas y duquesas patrocinaban actividades literarias y artísticas y las damas poderosas empezaron a interesarse por la educación de las niñas.

Ana Sofía Pérez-Bustamante (2009) dice que en España el peso de la tradición católica hizo más lento el acceso de las mujeres a las corrientes de emancipación. No obstante, el Romanticismo «propició la escritura femenina porque rindió culto al sentimiento, a la intuición, a la inspiración». Se registran mil doscientos nombres de literatas entre 1832 y 1900. Una sobresale y trasciende hasta el presente: la gallega Rosalía de Castro (1837—1885) con su hondo lirismo al que añade la dimensión social y la denuncia del centralismo castellano, por lo que deslumbra con sus poemas en gallego. Los cambios sociales que trajo el siglo XX propiciaron la escucha de la voz de las mujeres, el surgimiento del anarquismo y del feminismo, aunque las actitudes misóginas no daban tregua. Solo hasta 1978 ingresó la primera mujer a Real Academia Española de la Lengua. Se trató de la poetisa y narradora Carmen Conde (1907—1996), la que siente su alma como «tigre encarcelado». Luego vendría la disruptiva Gloria Fuertes (1918—1998), con su humor, su imaginación, su música. Lo que sigue hasta la actualidad es una catarata de mujeres poetas que imponen su voz, reclaman su lugar y su tiempo, sin abandonar las luchas de sus precursoras contra los arquetipos patriarcales, que siguen pesando.

La española Laura Freixas, quien ha investigado sobre la recepción de la literatura escrita por mujeres, analizó el contenido de los comentarios y reseñas de libros de mujeres publicados en España en años recientes y concluyó que la situación actual no cambia mucho con respecto a la de siglos anteriores. Mientras la literatura escrita por hombres no merece comentarios sobre el manejo de «lo masculino» y la crítica se centra en los temas o estilos de sus obras, los comentarios sobre los libros escritos por mujeres destacan su «mirada femenina» o la posición feminista de la autora. Esto se ha encontrado, independientemente del género de quien haga la reseña o la crítica. ¿Por qué los criterios técnicos o estéticos para valorar las obras escritas por mujeres no son los mismos que se utilizan con las de sus pares hombres?

En América Latina la situación no es diferente. Aunque varias naciones se autoproclaman «país de poetas» y las mujeres siempre han participado activamente en dicho arte, no obstante, durante mucho tiempo se mantuvieron inéditas, anónimas o invisibilizadas. Me detengo en Colombia: Al echar un vistazo a las antologías poéticas del pasado nos encontramos con la permanente y sospechosa ausencia de autoras. Entre los pocos nombres que se mencionan están Sor Josefa del Castillo y algunas mujeres del llamado Parnaso Colombiano como Agripina Montes y Mercedes Flórez. Hacia el primer cuarto del siglo XX el número de mujeres reseñadas, aunque siempre en aumento, no correspondía con el volumen de autoras que habían publicado ya sus primeros poemarios. En un importante trabajo al respecto, los poetas Guiomar Cuesta y Alfredo Ocampo (2014) encontraron que la justificación de tal omisión eran los criterios de calidad de las obras. Una mirada retrospectiva deja grandes dudas, pues la valoración de muchas poetas fue tardía y algunas de las excluidas son hoy referentes importantes de la poesía colombiana. Es elocuente, por el contrario, que muchos nombres masculinos antologados en esas décadas, hasta ahora no ocupan un lugar especial en las letras nacionales. Una de las conclusiones de Cuesta y Ocampo es contundente: la razón de la ausencia femenina en las antologías poéticas es que el canon de la poesía colombiana fue hecho por varones que no leyeron la poesía escrita por mujeres.

Una breve digresión: ¿Hijas de una pesadilla?

Al buscar referentes de valoración progresista de la condición femenina en Colombia, ninguna mujer alcanza un lugar tan destacado como la bogotana Soledad Acosta de Samper (1833–1913), novelista, cuentista, cronista e historiadora, que nos dejó interesantes documentos que dan cuenta de la actividad literaria femenina. En su libro La mujer y la sociedad moderna hace un recuento de mujeres que se dedicaron a la literatura, al arte y a la ciencia en la tradición occidental. En la Introducción escribe: «Las mujeres pueden tener talento, inteligencia, más perspicacia generalmente que los hombres, pero el genio creador es extraño a su naturaleza: comprenden, entienden, penetran, pero rara vez crean». Y en sus notas críticas interiores es usual que destaque a las escritoras por su «inteligencia varonil». Son muy curiosas estas afirmaciones, pues contradicen su extenso trabajo en el que reseña gran cantidad de escritoras y menciona una diversidad de obras notables.

Doña Soledad, educada en París, diplomática y gestora cultural, políglota y cosmopolita, fue una mujer pública de gran talante, considerada como pionera del feminismo en Colombia, aunque su arraigada fe cristiana la llevó a dar a la mujer el papel de «moralizadora» de la sociedad hispanoamericana, mediante los roles de madres, maestras y escritoras. Ella no hablaba de los derechos sino de los deberes de las mujeres. Para ella las poetisas debían ser señoras «de su casa» y producir obras con mensajes morales e instructivos. Consideraba que solo las féminas de «la aristocracia criolla» debían tener acceso a la educación clásica y, por el contrario, «las hijas del pueblo» debían ser formadas en oficios manuales y labores domésticas al servicio de las élites.

Su cuento “Una pesadilla. Bogotá en el año 2000”, fechado en 1872, es una joya para el tema que nos concierne. El protagonista masculino despierta en la Bogotá del siglo XXI y con perplejidad encuentra que las «hijas del pueblo» estudian ciencias naturales, matemáticas, psicología y filosofía en la Universidad Nacional, que son «sabias y políticas… finas, ilustradas y sabiondas», y que además profesan la doctrina de la igualdad entre hombres y mujeres y entre los ciudadanos. Las advenedizas son partidarias de la completa emancipación de la mujer, del derecho al sufragio y del amor libre. Todo este horror constituye su mal sueño. Más de un siglo después, muchas de nosotras, «hijas del pueblo», hijas de la universidad pública, escritoras y defensoras de todos los derechos que horrorizaban al protagonista del cuento, y quizá también a su autora, debemos celebrar que esta pesadilla se haya hecho realidad.

“Sorpresa del trigo” Maruja Mallo. Óleo, 1936

El verbo de las mujeres

Sin el propósito de hacer inventarios o antologías, sin pretensiones canónicas, sin ínfulas de crítica, traigo aquí una mínima muestra de autoras que revelan y contienen la fuerza de las voces de muchas mujeres. En la historia no contada de la literatura abundan las escritoras que heredaron obras inmortales a la humanidad y que tardaron muchos años, a veces siglos, en ser reconocidas. Una de ellas es la ya mencionada Anna Ajmátova (1889–1966), quien junto a grandes poetas que ha dado la literatura rusa, enfrentó el régimen soviético y es hoy símbolo de dignidad y fuerza, gracias a la potencia de sus palabras y a sus hechos de vida. El suyo fue un ejercicio de resistencia, rasgo inherente a la poesía. Cuando la obra de Ajmátova fue eliminada de bibliotecas y librerías, su poesía empezó a circular en su cabeza y en la de sus amigos. Anna dio su voz a todas las mujeres que no podían nombrar la hondura del dolor. En 1940 en el prólogo a su “Réquiem” cuenta:

En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me “reconoció”. Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja):
-¿Y usted puede describir esto?
Y yo dije: -Puedo.
Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.

En la expresión «describir esto» está una de las claves de la literatura. Quien escribe da cuenta de lo que ocurre en su tiempo porque la realidad en la que está inmerso es inherente a la experiencia poética y su voz ha de ser escuchada siglos después. Ese contar pasa por la sensibilidad y por hacer una lectura crítica del mundo que vivimos. Tener conciencia del momento presente es el modo de ser contemporáneos. Porque la literatura no envejece ni es local. Tiene el poder de trascender las fronteras temporales y espaciales y así las voces de todos los tiempos dialogan, nos interpelan y nos señalan una condición común: la insatisfacción con cada época. Giorgio Agamben atribuye a los poetas la capacidad de tener fija la mirada en su tiempo «para percibir no las luces, sino la oscuridad». Quizá por eso es usual que un poeta tenga una percepción incómoda de su presente y es posible afirmar que todas las épocas han sido convulsas para las mujeres y su verbo.

La también rusa Marina Tsvietáieva (1892–1941), quien renace con más fuerza cada día luego de que su nombre fue ignorado por mucho tiempo, escribió así a quien la leería un siglo después:

A ti, que nacerás dentro de un siglo,
cuando de respirar yo haya dejado,
de las entrañas mismas de un condenado a muerte,
con mi mano te escribo.
¡Amigo, no me busques! ¡Los tiempos han cambiado
y ya no me recuerdan ni los viejos!
¡No alcanzo con la boca las aguas del Leteo!

Y justamente esto dijo sobre la contemporaneidad:

En el futuro no habrá fronteras —en el arte ya se ha realizado, se ha realizado desde siempre. Obra universal es aquella que en la traducción a otra lengua y a otro siglo (en la traducción a la lengua de otro siglo)—pierde menos— no pierde nada. Después de haber dado todo a su siglo y a su país, otra vez lo da todo a todos los países y a todos los siglos. Después de haber mostrado al máximo su país y su siglo muestra ilimitadamente todo lo que es el no-lugar y el no tiempo: el para siempre.

Sigo sus palabras sobre el no lugar y el no tiempo, sobre la universalidad y la contemporaneidad en la literatura, para sustentar una idea que me resulta poderosa: El tiempo en el arte no es lineal, las obras del pasado son contemporáneas cuando dialogan de manera incesante con el presente. Cervantes es nuestro contemporáneo cuando vamos a él para buscar respuestas aplicables a hoy; las obras de Juan Rulfo o de Clarice Lispector están vivas cada día; Ajmátova nos interpela y conversa con cualquier lector, con cualquier poetisa de hoy. Si bien los autores se ubican en una época, sus obras literarias trascienden su tiempo y se actualizan, se reinterpretan en un eterno presente. Aunque contamos con predecesores, estos nunca serán superados por los escritores y escritoras actuales, ni viceversa. El diálogo de la literatura y el que se da en la cultura en general discurre en otra forma del tiempo, ni lineal ni progresivo, pues todo el corpus constituye la riqueza, el patrimonio de la humanidad y no pierde vigencia.

Con algunas excepciones, a partir de este punto orientaré mi mirada hacia autoras preferentemente latinoamericanas y colombianas. La muestra no puede ni pretende ser exhaustiva ni sistemática, pues se nutre de mis lecturas y afinidades poéticas, siempre incompletas, que junto a las limitaciones de espacio en este escrito me llevan a mencionar muy contados temas y nombres entre la impresionante pluralidad de obras escritas por mujeres. Entrecruzo autoras y versos rompiendo fronteras y tiempos para establecer un coloquio entre generaciones, en el cual busco que el verbo de las mujeres se expanda, se teja con muchas voces, se complemente y así su alcance se amplifique.

Sabemos que durante siglos las mujeres no tuvieron acceso a la educación y su posible talento quedó para siempre sepultado en la nada, como le ocurrió a Judith, la invención de Virginia Woolf. Los privilegios de clase favorecieron a algunas, la condena social marcó a otras, el oficio religioso fue propicio para que se acercaran a los libros y lograran reconocimiento o tristemente quedaran clausuradas. Entre los escasos nombres de poetisas del continente que figuran en las antologías de siglos pasados hay una referencia común: la Décima Musa, Sor Juana Inés de la Cruz (1648–1695), la voz más destacada del barroco por estas tierras. Ella es un buen punto de partida para este ejercicio. Nacida en Nepantla, México, en un hogar de bajos recursos, hija «natural» o «hija de la iglesia», se refugió en la biblioteca del abuelo, al no poder ingresar a la universidad disfrazada de hombre. Su vocación de monja, más que un llamado divino, respondió a razones prácticas por preferir los libros y el conocimiento frente a la familia y el matrimonio. Gracias a la escritura se permitió acariciar, rozar y vivir el amor corpóreo. Pues, aunque también escribió textos religiosos, su literatura no puede clasificarse como ascética. Sus romances hablan de amor profano y de amistad amorosa. Hay en su poesía una explícita alabanza del cuerpo femenino, un enaltecimiento del ser mujer. La ausencia del contacto físico la lleva a crear representaciones vívidas, a hacer giros verbales que distorsionan o alteran la naturaleza de las sensaciones y que resultan en bellas imágenes poéticas:

Óyeme con los ojos,
ya que están tan distantes los oídos
y de ausentes enojos
en ecos de mi pluma mis gemidos;
y ya que a ti no llega mi voz ruda,
óyeme sordo, pues me quejo muda.

Tan mexicana y universal como Sor Juana, Rosario Castellanos (1925–1974) perfiló la escritura de las mujeres, así como sus derechos en el campo de la educación y la política. Su obra es profusa, llena de preguntas, de reflexiones y evaluaciones del mundo. En ella la escritora pone acentos en la condición femenina, se expone con su historia, con su «linaje». Es crítica con el papel que han tenido las mujeres como musas o personajes de la literatura. En un memorable poema, Rosario pone en cuestión aquel famoso verso «Poesía eres tú» del romántico Gustavo Adolfo Bécquer, con el que las niñas del siglo XIX se sonrojaban de contento. La autora dice: «Poesía no eres tú» y apuesta por el equilibrio, la pareja, la voz, «reclama el oído del que escucha». También son célebres sus bellos poemas de desamor:

Desconfía del que ama: tiene hambre,
no quiere más que devorar.
Busca la compañía de los hartos.
Ésos son los que dan.

“Meditación en el umbral” es un poema enfático en el rechazo del papel de la mujer como musa pasiva y objeto de un amor sinónimo de sufrimiento. La poeta trae a colación personajes literarios femeninos y escritoras célebres y reclama para todas «otro modo de ser humano y libre»:

No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
No concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen,
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson,
debajo de una almohada de soltera.
Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.

En la obra poética de muchas mujeres se busca interpelar tanto a mujeres como a hombres, hay una forma de insurrección frente al canon y se plantea una conversación. A la bogotana Emilia Ayarza (1919—1966) le debemos el coraje de la palabra que irrumpe en un mundo hostil. Hostilidad proveniente no solo de sucesos que caracterizaron su momento histórico sino de condicionantes sociales de género, por lo que significaba ser escritora, mujer pública, deliberante en Colombia, en tiempos en que la condición femenina se marginaba al espacio de la familia y se identificaba con actitudes de pasividad y sumisión. Vigentes y pertinentes son sus desgarradoras preguntas sobre si Colombia «es la Gran Capital de las Tinieblas». Urge también el énfasis que pone en su ser femenino. Su confrontación nos cae hoy en el centro del dolor e ilustra la vigencia de la palabra poética que cuando dice hoy también logra decir mañana o siempre.

Les quiero hablar a los hombres que nunca hicieron nada.
Y tengo tantas cosas que decirles
que al pensar en el tiempo
veo un tramo de arena en la memoria
como un pueblo amarillo y numeroso
rodando por las odres del vacío…

Hombres que nunca hicieron nada:
Respondan uno a uno
a dónde se columpia la tarántula del tiempo
en qué sitio se desnudan las naranjas
cómo se canta el memorándum del pobre,
cómo se metió la lengua en el sabor del mundo
y en qué momento se instaló el rocío
entre la hierba genital y obrera.

La fuerza de Ayarza, su discrepancia permanente con el mundo que la rodeaba y que quiso ignorarla o silenciarla, es un legado de honor para las poetas de hoy y para las venideras. Ese llamado suyo a la sororidad, a la solidaridad entre mujeres, es necesario hoy más que nunca. Si con algo podemos retribuirla, si de algún modo podemos agradecer la trocha que abrió, es a través del conocimiento y la valoración de su obra. La idea sugestiva de Jorge Luis Borges, según la cual, hay autores que crean a sus antecesores, nos lleva a pensar que algunas poetas actuales han logrado dar nuevamente a luz a Emilia Ayarza, con sus versos y con sus apreciaciones críticas. Carolina Dávila (1982) encuentra ironía y «fuerza meteórica» en su voz. Fátima Vélez (1985) destaca la poética política, lo múltiple, su palabra «impura, contaminada». Francia Goenaga (1964) encuentra en ella la totalidad del ser femenino, «la alquimia entre la naturaleza y la palabra».

La construcción del sujeto femenino, la afirmación de muchas artistas como mujeres, constituye otro de los universos temáticos de esta poesía. Asuntos como la relación entre amigas, las relaciones homoeróticas, la maternidad, el parto, la vivencia de la anatomía corporal femenina, la menstruación, el aborto, pertenecen a su materia y a su metafísica. Estas diferencias con lo masculino, al decir de Clara Janés, son «una verdadera riqueza a la que no debemos renunciar». Son espacios y temas que están en construcción constante. En estos temas hay diálogos intergeneracionales. La colombiana Fadir Delgado Acosta elabora poéticamente la atmósfera de un hospital, la sala de partos, la sala neonatal, la vivencia de una mujer en tal situación:

Aquí adentro solo es el día de la sangre
de la carne abierta
del dolor que se come a sí mismo.

La uruguaya Cristina Peri Rossi (1941) es transgresora y provocadora, sus poemas carecen de retórica, adornos o lenguaje cifrado. El amor es una constante en su poesía, un amor lésbico, entre iguales, entre hermanas. De paso trastoca los símbolos, redefine una cultura en función de lo humano del deseo, dejando un espacio a la perplejidad. Es una autora que no concede, que se afirma en cada verso, que despoja la vergüenza y que, además, es un referente en el espacio político y estético de lo femenino.

fetiches de mi deseo tu lujuria
tu clítoris, tu vagina
fetiche cebado tu bárbara matriz
oscuro túnel de mi deseo
fetiches tus nalgas, lunas paralelas
fetiches tus labios blancos
fetiche tu orgasmo desgajado
raíz del fondo de la tierra…

Carilda Oliver (1922–2018), orgullosa de su cubanía, no tiene recatos para nombrar el amor con todas sus letras, sus carnes y sus garras. De esencia erótica, hizo de su poesía una forma de vida: «me desordeno, amor, me desordeno… te toco con la punta de mi seno y con mi soledad desamparada». La nicaragüense Gioconda Belli (1948) junto a su compromiso social asume sin tapujos temas propiamente femeninos como el rol de esposa, la menopausia, los estereotipos de belleza corporal, la visión del varón, la realización como mujer. Sus versos afirman una identidad femenina plural. Su palabra escueta, desnuda, rompe esquemas, taras. A veces troca la poesía en proclama.

Mujeres danzan a la luz de mi lámpara.
Se suben a las mesas.
Dicen discursos incendiarios.
Me sitian con los sufrimientos.
Las marcas del cuerpo.
El alumbramiento de los hijos.
El silencio de las olorosas cocinas.
Los efímeros, tensos, dormitorios.
Mujeres enormes. Monumentos me circundan.
Dicen sus poemas. Cantan. Bailan.
Recuperan la voz.

Una voz femenina en lengua inglesa es afín con este sentir: la estadounidense Diane Di Prima (1934–2020) que también sembró su palabra irreverente, reivindicando su papel de hembra libre en una sociedad patriarcal:

El día que hicimos el amor, el dios pan
volvió a la Tierra, Eisenhower dejó
de jugar al golf. Los supermercados
vendieron mariguana. Y Apolo leyó
poemas en el parque Union Square.
El día que retozaste en mi cuerpo
las bombas se disolvieron.

Son muchas las formas de irrumpir para construir, sea a partir de la fuerza personal, de la oportunidad que conlleva la sororidad, o desde la rebeldía e irreverencia en el ámbito público y privado. Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814–1873), forjó su vida literaria en España y utilizó como seudónimo «La peregrina». Esta escritora cubana, fue reconocida como la primera poetisa del Parnaso español, aunque nunca fue admitida en la Real Academia de la Lengua por ser mujer. Con sus poemas de estilo clásico, sus novelas y sus obras dramáticas expresó críticas sobre la situación de inequidad y sometimiento de las mujeres, y puso en tela de juicio la cultura de «los barbados». Escribe elegías, odas a personajes de la época, aborda temas históricos, sus textos recuerdan el sentido perenne de la poesía: enviar un mensaje, celebrar la memoria, la alegría, vencer el olvido, dar cuenta de la vida, denunciar los absurdos, las sinrazones y desafueros, conjurar los silencios cómplices. Otros poemas suyos son mordaces y jocosos. En “El porqué de la inconstancia” le dice a un amigo: «Contra mi sexo te ensañas / Y de inconstante lo acusas; / Quizá porque así te excusas / De recibir cargo igual». Para exaltarla, José Martí prefirió borrar su género, escribió que en su poesía no se manifestaba una mujer, pues su ánimo era «potente y varonil», su palabra «ruda y enérgica», así como su cuerpo «alto y robusto». Tula, como la llamaban, escribe este “Romance” en el que da cuenta de su afirmación como escritora:

Canto sin saber yo propia
lo que el canto significa,
y si al mundo, que lo escucha,
asombro o lástima inspira.
El ruiseñor no ambiciona
que lo aplaudan cuando trina…
que yo al cantar solo cumplo
la condición de mi vida.

Pocos años después vendría Rosalía de Castro desde Galicia (1837–1885) a poner de presente la voz de una colectividad y de una lengua acalladas, irrumpiendo con la fuerza de su lirismo cantaría y contaría su tierra, saudade hecha poesía, reivindicación del descontento, del reclamo por la dignidad y la justicia, pues si no hubiera protesta — dice “En las orillas del Sar”— caeríamos en la «helada indiferencia», el silencio es «hermano de la muerte»:

… y yo no quiero que mi patria muera,
sino que como Lázaro, ¡Dios bueno!,
resucite a la vida que ha perdido;
y con voz alta que a la gloria llegue,
le diga al mundo que Galicia existe,
tan llena de valor cual tú la has hecho,
tan grande y tan feliz cuanto es hermosa.

Muchas poetisas latinoamericanas, aunque no han trascendido sus fronteras locales, han marcado derroteros para otras que las sucederían en su país. Cecilia Meireles (1901–1964) jugó un papel clave en los debates sobre el rol de la mujer en la sociedad y luchó por una educación laica en su Brasil natal. En los versos que siguen la autora da cuenta de ese rostro transformado y trastornado por la fuerza de un sometimiento. Su poesía fue estigmatizada como «etérea», en referencia a su lirismo. Estamos en deuda con su palabra, con su imagen.

Yo no tenía este rostro de hoy,
tan calmo, tan triste, tan delgado,
ni estos ojos tan vacíos,
ni este labio amargo.
Yo no tenía estas manos sin fuerza,
tan detenidas y frías y muertas;
yo no tenía este corazón que ni se muestra.
Yo no advertí este cambio,
tan simple, tan cierto, tan fácil:
¿En qué espejo se perdió mi imagen?

La salvadoreña Margarita del Carmen Brannon Vega, quien publicó bajo el seudónimo Claudia Lars (1899–1974), trazó una estela. De su poesía se ha dicho que es íntima, serena, escrita con el brillo de su alma. Sus temas se han estereotipado como producto de su «ser femenino», tales como la maternidad, el sufrimiento pasivo del amor, la renuncia. Pese a su limitada difusión, se afirma como un estandarte dejando bien alta su palabra:

Poeta soy… y vengo, por Dios mismo escogida,
a soltar en el viento mi canto de belleza,
a vivir con más alto sentido de nobleza,
a buscar en la sombra la verdad escondida.
¡Y las fuerzas eternas que rigen el destino
han de volverme polvo si equivoco el camino!

Aunque ellas nunca han callado, «dicen que silenciosas las mujeres han sido…» escribe Alfonsina Storni (1892–1938) en una clara y bella referencia a la herencia de sumisión y al deseo de liberación que surgió en las generaciones siguientes. Esta argentina también se manifestó poéticamente acerca de la condición femenina. En el poema “Pudiera ser” combina la impotencia de algunas y las oportunidades heredadas de otras:

…A veces en mi madre apuntaron antojos
de liberarse, pero se le subió a los ojos
una honda amargura, y en la sombra lloró.
Y todo esto mordiente, vendido, mutilado,
todo esto que se hallaba en su alma encerrado,
pienso que, sin quererlo, lo he libertado yo.

Muy próxima en varios sentidos, y en la orilla contraria del delta del Río de la Plata, vivió y murió la uruguaya Delmira Agustini (1886–1914), víctima de feminicidio a sus veintiocho años y con tres libros publicados. La poetisa que sucumbió «en un lecho como flor de muerte», en manos de un «amor sombrío», escribió:

Yo muero extrañamente… No me mata la Vida, no me mata la Muerte
No me mata el amor;
muero de un pensamiento mudo como una herida.

Rubén Darío la llamó «deliciosa musa» y añadía que «por ser mujer, dice cosas exquisitas que nunca se han dicho. Sean con ella la gloria, el amor y la felicidad». Elocuente homenaje del maestro del modernismo a la poetisa que protagonizó una lamentable tragedia en pleno apogeo de su poesía. El esposo fue su asesino. Hay quienes no soportan en una mujer el poder que da la palabra, esa conjunción de libertad y belleza.

“Judit decapitando a Holofernes”. Artemisia Gentileschi,  pintura al óleo, 1620.

En tierras americanas, del Centro, del Sur, del Caribe, del Amazonas o los Andes, las escritoras del siglo XIX y las de comienzos del XX tienen algo en común y es el oficio del magisterio. Durante mucho tiempo aquellas poetas que lograban ser conocidas pertenecían a las élites urbanas, fundaron instituciones educativas, abogaron por elevar la instrucción de las mujeres y sus obras iban dirigidas a la enseñanza de las niñas. Entre las connotadas está Adela Zamudio (1854–1928), boliviana librepensadora, quien enfrentó al poder clerical y al fanatismo religioso, disparó sus Ráfagas poéticas, en una clara apuesta rebelde por la emancipación de las mujeres. En “Nacer hombre” se evidencia su palabra irónica y su abierto inconformismo con el trato discriminatorio a la mujer:

¡Cuánto trabajo ella pasa
por corregir la torpeza
de su esposo, y en la casa!
(Permitidme que me asombre).
Tan inepto como fatuo,
sigue él siendo la cabeza,
¡Porque es hombre!
………………………
Una mujer superior
en elecciones no vota,
y vota el pillo peor.
(Permitidme que me asombre).
Con tal que aprenda a firmar
puede votar un idiota,
¡Porque es hombre!

En los poemas de Zamudio hay fuertes críticas a su contexto, así como reflexiones existenciales sobre la vida, la muerte y el amor. La potencia de su voz y de su personalidad lograron finalmente un reconocimiento nacional. La chilena Gabriela Mistral (1889–1957) fue también pedagoga y, como Zamudio, cumplió un importante papel en la educación de las mujeres latinoamericanas. En 1906 Mistral escribió:

¿Por qué asegurar que la mujer no necesita sino una instrucción elemental? En todas las edades del mundo en que la mujer ha sido la bestia de los bárbaros y la esclava de los civilizados, ¡cuánta inteligencia perdida en la oscuridad de su sexo!

La obra poética de Mistral ha sido reducida a los temas evocadores de la infancia y a lo que se ha llamado «sublimación de la maternidad», lo que le resta importancia a los contenidos sobre la identidad americana, la valoración de la cultura indígena, los paisajes de Chile, los «elementos naturales» y sus poemas de amor.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.
Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

En Colombia Maruja Vieira White (1922) vivió obstáculos y afrentas cuando quiso ingresar al mundo literario, para entonces androcéntrico. Fue defensora de los derechos de las mujeres, activista política, periodista y gestora cultural. Su obra tiene un acento lírico, dulce, nostálgico, elegíaco. Deja en sus versos la memoria de otros. Sus temas son diversos y universales, los de todo poeta que ama, a quien le duele el mundo, el fluir de la vida y la dictadura ineluctable del tiempo. Acaba de cumplir un siglo y, por fortuna, Vieira insiste «en seguir descaradamente viva»:

Pero insistimos en seguir descaradamente vivos.
No son nuestros ojos, es la luz la que se debilita
cuando queremos leer.
No son nuestros oídos, es la voz de los otros
la que ya no tiene sonido.
Son las calles las que se han vuelto
demasiado largas y las escaleras demasiado altas.
Pero seguimos descaradamente vivos.

Mujeres públicas, muy reputadas, mujeres modestas con poco reconocimiento, e incluso mujeres fantasmas, anónimas, hay todo tipo de experiencias en las escritoras de habla hispana. Uno de los casos más elocuentes es el de la misteriosa Amarilis, hija del Virreinato de la Nueva Castilla, hoy diríamos Perú, de finales del siglo XVI. Su nombre sigue siendo una incógnita, aunque hay pintorescas conjeturas al respecto. Lope de Vega publicó su único poema conocido, pues se dijo que ella lo había escrito para él. En sus versos destila el zumo de amor imposible, relata sucesos de la patria y de su vida.

El sustentarse amor sin esperanza
es fineza tan rara, que quisiera
saber si en algún pecho se ha hallado
…………………………………
y así quiero hacer una reseña
de amor dificultoso,
que sin pensar desvela mi reposo,
amando a quien no veo y me lastima:
ved qué extraños contrarios,
venidos de otro mundo y de otro clima.

El amor y la belleza siempre serán temas universales y ellas los cuentan y los cantan. En los versos de Meira Delmar, seudónimo de Olga Isabel Chams (1922 – 2009), dichos asuntos son parte de lo sagrado. La muy recordada barranquillera también poetiza la nostalgia, la memoria, la trascendencia, la muerte, la naturaleza, y dentro de esta el Mar, con mayúsculas, llenándolo todo, universo en sí mismo, su gran Amor y su gran metáfora. En la obra de Meira Delmar hay una materia corporal que florece en lo incorpóreo, lo carnal se sublima, se hace vuelo. El aire está lleno de ausencias que tocan sus palabras: «Donde estuvo la casa / queda el aire. / No se sabe por qué».

Se me murió el olvido
de repente.
Inesperada-
mente,
se le borraron las palabras
y fue desvaneciéndose
en el viento.

Y si viajamos por el erotismo, podemos imaginar un exquisito diálogo entre la colombiana Orietta Lozano (1956) y la costarricense Eunice Odio (1919–1974). La voz singular de Lozano expresa un sentir femenino, carnal y erótico, contundente, afina su lengua como pájaro terrible para cantar su canción más luminosa e invita a beber su agua santa, su brebaje de esperma y sal marina. Eunice, por su parte, es ardiente y apasionada en la búsqueda de la belleza; obsesionada por tocar lo divino, lo sagrado, mediante la estética de la palabra y del arte en general. Orietta describe el cuerpo sin tocarlo, lo convierte en cosmos, en un «recinto sagrado»:

Este recinto perfecto
de túneles profundos
se declara ebrio y puro,
chispa incesante de fuego.
Este recinto sagrado,
donde surge el poema,
donde la angustia sorprende;
este movimiento cósmico
de virajes indecisos
y temblores asaltantes,
expuesto a la luz del día,
al ruido abismal del mar
se declara con fatiga y miedo.

De forma semejante, cuando Eunice Odio saca a flote su aguda, su profunda y sublime poesía, que fue para ella un «destino implacable», lo erótico también se hace uno con lo místico. Escarba en las metáforas hasta hallar la precisa, la que condense su deseo, su pensamiento, su emoción. Esta poeta vio opacado su nombre por un entorno ciego y sordo, por su indocilidad, su palabra enfática, sus posturas políticas, por prejuicios machistas, por la soledad como elección, por calladas razones.

Estoy sola,
muy sola,
entre mi cintura y mi vestido,
sola entre mi voz entera,
con una carga de ángeles menudos
como esas caricias
que se desploman solas en los dedos.

De historias en clave de miedo, de la lucha por ser reconocidas, de amores imposibles a la conquista del ser erótico, entramos al tema de la violencia que está presente en poetisas de todos los idiomas. Algunas zurcen el aire roto, tejen la memoria, dan luz a otras mujeres que no tuvieron una oportunidad, que perdieron su nombre, que fueron despojadas de sus casas, de su tiempo. La violencia en general y la dirigida hacia mujeres y niñas en particular, la vivencia del ser femenino ante la degradación de lo humano, la segregación, la cuota de sufrimiento ligada a su rol de cuidadoras de la vida y también la solidaridad con sus contemporáneos. La gran poeta portuguesa María Luisa Almaral (1956—2022) decía que «Toda gran poesía es ética. Tiene una obligación con los que no tienen voz. Con las mujeres, los refugiados, los niños, los ancianos, los animales, con el mundo de los colonizados».

Cómo no pensar aquí en las poetas afganas que son símbolo de resistencia. Algunas han sido asesinadas o inmoladas por escribir, como le ocurrió a Nadia Anjuman (1980–2005), quien así lo dejó consignado: «Ay, el festín del opresor / me ha tapado la boca». Por supuesto que el opresor es el hombre, la sociedad y el dogma que les niega la voz.

El «señor de la guerra» es causa triste de miles de versos en los que ellas denuncian asesinatos y tropelías. La británica S. Gertrude Ford, de quien no se tienen datos biográficos, escribe sobre el dolor de las madres en la Primera Guerra Mundial:

“Las mujeres valen poco”
dijeron los señores de la guerra…
No era más que el corazón de una mujer
lo que tomaron y rompieron.

Hay cosas que no cambian con mudanzas ni con el devenir de los tiempos., en las tristes guerras se alza la voz de los derrotados. Pues ningún ser humano puede decirse ganador de una guerra. Y en Colombia hay mucho por decir. Mery Yolanda Sánchez (1956) desentraña el presente, sus poemas son crónicas del espanto que calan hondo, su palabra nombra lo sensible colectivo, hace afirmaciones tajantes que duelen. Se vale de la ironía y convoca la inteligencia para descifrar los elementos, los símbolos, las imágenes poderosas que emplea. La suya es una poesía palpitante y terrible, como el mundo al que alude.

Regaste las semillas que crecían en los cráneos y viste las niñas que volvían para cambiar de ropa a sus muñecas y acariciar casitas de algodón. Te fuiste con el susurro de las matas de plátano y no alcanzaste las faldas de la anciana que volvió para terminar de amasar el pan. Sabrás que ahora nadie se quiere ir y que por pedazos retornan las sombras para acomodarse otra vez, pero no encuentran dónde poner los pies.

Poetisas que no fueron registradas por la historia, como la mexica Macuilxochitzin (1435), al contrario del cliché que existe acerca de la separación de temas según el género, compuso cantos de guerra:

Las flores del águila
quedan en tus manos,
señor Axayácatl.
Con flores divinas,
con flores de guerra
queda cubierto,
con ellas se embriaga
el que está a nuestro lado.

La violencia es un cuño que ha marcado nuestra vida y nuestra obra. Este sino hirió en la médula a la bogotana María Mercedes Carranza (1945–2003), quien hizo de la palabra un lugar de revelación, de denuncia, tanto de su ser más íntimo como de esa realidad política y social que le pesaba y que nombraba sin cortapisas, sin evasiones. Esta poeta quería estar «patas arriba con la vida». Con su ironía y su desparpajo derribó las estanterías de las buenas maneras, de la hipocresía, se burló de los símbolos patrios. Para ello supo afilar sus versos como las armas más agudas. Sus versos nombran el olor a podrido, la amargura, el asco. Y cuando alude a hechos execrables, las palabras gotean, dejan espacios en blanco y la tierra cubre el dolor.

El viento
ríe en las mandíbulas
de los muertos.
En Ituango,
el cadáver de la risa.»

Nuestra poesía interroga la realidad política y social. Se trata de una poética multivocal que necesita elaborar los acontecimientos dolorosos del país y de aquellos que permean la vida cotidiana. Voces de épocas y entornos distintos confluyen, como ocurre con los versos de Beatriz Vanegas Athías (1970), hija de La Mojana en las tierras bajas, y los de Matilde Espinosa (1910–2008), nacida en el Macizo Colombiano. La poesía de Beatriz está habitada por personajes sencillos, por sucesos cotidianos, por un paisaje que va y viene del árbol de mango a los escalones de un bus, o a una carretera con rastros del horror:

A orillas de la carretera
que conduce a Ovejas
los viajeros esperan.
Saltan a horcajadas
sobre el reciente asfalto
tapizado de ausentes.
Sus zapatos se salpican
su equipaje ya no existe
abordan un nuevo bus
y agradecen a la vida
la oportunidad de seguir en ella.

Todos hemos visto esta escena desde hace décadas, siglos quizás. La vivió entre Huila y Cauca la misma Matilde Espinosa cuya historia se parece a la de nuestro país: de origen mítico y violento, bañada por ríos turbulentos, pródiga en pájaros, con trabajos y años fatigosos, venida del dolor, de la muerte, fortalecida por los sueños, atravesada por tristes noticias, bruñida por el tiempo, moldeada por la tierra, con sus leyendas, sus nevados, sus montañas azules. Llena de luchas y dispuesta a afilar su voz, a entonar su música. Espinosa canta a sus raíces, presta su voz a quienes forjaron el presente, a quienes no han tenido una oportunidad. Su entereza, su rebeldía, son la pugna por el derecho a la vida en un mundo hostil, por enaltecer y visibilizar el rol de las mujeres como forjadoras de cultura. Por sus poemas corren ríos, palabras cristalinas, criaturas vegetales, murmullos de los muertos, música, quejidos de la profundidad. Por ellos pasa el viento.

No fue la noche
ni fue la madrugada
el ala temblorosa,
ni menos fue la muerte,
la simple muerte
que viene “tan callando”.
Ni fue la tormenta
el fuego desbocado.
Era el pavor, la palabra
perdida, la inútil súplica
la esperanza y la vida,
todo una misma llama.

Hay consonancia y contraste con los temas de Eugenia Sánchez Nieto (1953) quien hace postales urbanas en las que retrata los matices de luces y sombras de Bogotá. Sus versos revelan los rumores nocturnos, el acecho, la multiplicidad de los espejos y los rostros de lo terrible. El país duele en la distancia y en su certidumbre cotidiana, lacerante, se atraviesa en los versos, se fragmenta, se transfigura. Lauren Mendinueta (1977) hace preguntas existenciales con una mezcla de hondura reflexiva y sencillez, cautela y transparencia, sin poses artificiales. Así fluye en un río de asombro:

Ese país ya no es mío.
Tierra de nadie
Atrás quedaron el jardín y la casa,
ese territorio irremplazable,
ese país que ya no es mío,
mi única patria…
el pasado me visita con la delicadeza de un látigo.
¿Dónde he de tender mi manta para recostarme a leer?
En mi pecho el corazón se abre y se cierra
como una flor espléndida en tierra de nadie.

En los últimos años en Colombia han surgido múltiples voces innovadoras, versátiles, que han hecho rupturas estilísticas con sus antecesoras, que apuntan a vertientes temáticas locales, reelaboran las preguntas por el contexto y por la situación de la mujer. Lo hace Yorlady Ruiz López (1979) que al nombrar estremece y denuncia; Fátima Vélez (1985), con un estilo desenfadado e irónico; Yeni León (1987) con su palabra vegetal, en proceso de germinación. También es el caso de la poesía estremecida de Sthefhany Rojas Wagner (1994), quien da su voz a quienes la perdieron y eleva plegarias al «Señor de los asesinos».

Otra vertiente es la reflexión sobre el oficio de la escritura, que muchas poetas enfrentan abiertamente, trazando su cartografía verbal, haciendo de las palabras el objeto de asombro. En la obra de la uruguaya Ida Vitale (1923) resuena el metalenguaje. La autora hace una continua reflexión que sentimos como propia porque logra abstraer su voz personal para involucrarnos como hablantes, escritores o usuarios de una lengua. Sus versos fluyen de un Yo que es cada uno de nosotros para inquirir por el ser y el lugar de las palabras, pues estas parecen haber sido condenadas a la muerte del uso desalmado o a la amputación de los sentidos. El lenguaje se solaza en su propia naturaleza de ser aire, sonido, música, arcilla, con el sentido mutante que le da quien la recibe. En sus poemas se destaca lo mínimo, lo errátil, eso que difícilmente imaginamos y solo logramos sentir cuando el poema lo invoca o lo revela.

Expectantes palabras,
fabulosas en sí,
promesas de sentidos posibles,
airosas,
aéreas,
aireadas,
ariadnas.…

La colombiana Sandra Uribe (1972) reflexiona sobre los usos de las palabras con trazos agudos y precisos, con elaboración metódica. Su arte poética es un andar certero sobre el papel que nos conduce al filo de su lucidez:

Al poema se le agota el tiempo para escribirse.
El poeta se está durmiendo sobre la página.
Que el poema venga y se acomode para que el poeta descanse.
Que el poema no tiene toda la vida para ser escrito.
Que el poeta no tiene toda la muerte para esperar.

La bogotana María Tabares (1958) le apuesta a versos sugerentes, suspendidos, implícitos en el poema, que abarcan el rumor de lo no dicho: «Escarbo adentro / adentro / extraigo puñados de aire / para poder entrar». Otra colombiana, Yirama Castaño Güiza (1964), considera que el verbo habita el silencio, que la palabra hace malabares y la escritura es una profanación. Ella misma es equilibrista entre el adentro y el afuera, se desliza en cavidades, da su voz a quien no tiene nombre, pero lo nombra todo. Acaricia las palabras para lanzarlas como un soplo:

Opuesto a lo que algunos
puedan pensar o escribir,
la poesía sirve para profanar.
Y este verbo es mucho más
que sacar la tierra de los muertos,
o llegar hasta el tú después de excavar en el yo,
o espiar por la rendija del paraíso.
Profanar es habitar el silencio
para darle forma de boca roja.

La voz de Piedad Bonnett (1951) ya ha trascendido a nivel global. Nacida en un pueblo de Antioquia, enciende su voz para articular «lo innombrable» con toda su carga de dolor. Su obra es inclasificable en temas. Puede decirse que su poética es urbana, social, coloquial, introspectiva, cotidiana, que tiene los pies en la tierra y simultáneamente un soplo metafísico, lírico. Es poesía del todo y de lo mínimo. En sus versos se conjuga la hondura de su conciencia terrena y etérea. Ella hace de las palabras sustancia maleable, sorprendente y objeto mismo del poema:

Ya he comido mi sopa de clavos mi pan de munición,
pan con zarazas,
ya tragué mi ración de raíces y venenos
y mastiqué juiciosamente todo lo que pusiste en mi plato.
Mira qué buena soy. Ya me he comido todo.
Por mi garganta en sangre comienza ya a subir
un borbotón de palabras hinchadas.

“Máteme a mí que yo ya viví”. Beatriz González, óleo sobre lienzo, 1996.

La palabra que nombra universos surreales, la exploración en la irrealidad, en los sueños, en el misterio, en la agonía y la urgencia existencial, caracterizan otras voces poéticas. Es el caso de la argentina Olga Orozco (1920–1999), cuya vasta e inescrutable obra posee vuelo y magia envolventes. De sí misma dice que amó la soledad, «el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas», fue amante del misterio, de las magias y los ritos, incursionó en la astrología y en el surrealismo. Fue multifacética, utilizó varios estilos de escritura.

Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al corazón,
y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia en el lomo.
Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,
y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los hombres
un aterciopelado veneno de piedad que raspa en las entrañas.
He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:
he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,
y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.
Pero ¿quién vence en mí?
¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la sábana del sueño?
¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis propios dientes?

Orozco es de esas poetisas a cuya obra se le otorga un valor expandido, más allá del país y del castellano en el que escribieron. Aquellas que son nuestras interlocutoras permanentes, contemporáneas y universales. Por ese diálogo poético intergeneracional creemos oír un coloquio entre Orozco y la colombiana Lucía Estrada (1980), que fluye sosegada como agua nocturna que penetra en las raíces para extraer símbolos, sentidos, la savia de todo lo invisible. La palabra de Estrada se yergue «frente a lo incierto», transcurre, se torna hermética, se empina a intervalos, para mostrar su rostro más profundo.

Nos dieron el revés de las cosas
nos obligaron a permanecer despiertos
en el último cuarto de la estancia.
Sin puertas aparentes, sin cerrojo,
salvo los cuervos, allá afuera,
esperando por nuestra vigilia.
Hemos pasado ya tantas lunas entre los muertos
que nada puede resultarnos distante.
Todo lo real está del lado de la sombra.

Peruana de nacimiento, Blanca Varela (1926–2009) es otra poeta universal. Siembra su voz como un río subterráneo, «crea grutas y pasadizos», emerge, se precipita, estremece los cimientos. Por momentos es críptica. Su poesía rompe moldes y ha sido definida como «mineral», elocuente, lírica, sangrienta, radical, dialógica, densa, turbulenta. No le basta con nombrar. Debe ver, tocar, sentir, soñar, morir con las cosas para traerlas a la vida. De ella dijo Octavio Paz que en sus primeros poemas habla un yo masculino y a medida que penetra en el mundo exterior, ese yo poético se revela como mujer. Por eso la consagró como «un poeta, un verdadero poeta». Cabe otra interpretación de su voz: ese género masculino no lo es en sentido estricto. Su imaginación es desbordada y el yo poético se transmuta, habla por todos. En su “Vals del ángelus” la voz viene desde una pintura, al fondo de una galería. Su reclamo se dirige al que administra catástrofes «en la inmensa marmita celeste».

Ve lo que has hecho de mí, la santa más pobre del museo, la de la última sala, junto a las letrinas, la de la herida negra como un ojo bajo el seno izquierdo.
Ve lo que has hecho de mí, la madre que devora sus crías, la que se traga sus lágrimas y engorda, la que debe abortar en cada luna, la que sangra todos los días del año.
Mira mi piel de santa envejecida al paso de tu aliento, mira el tambor estéril de mi vientre que sólo conoce el ritmo de la angustia, el golpe sordo de tu vientre que hace silbar al prisionero, al feto, a la mentira.
Escucha las trompetas de tu reino. Noé naufraga cada mañana, todo mar es terrible, todo sol es de hielo, todo cielo es de piedra.
¿Qué más quieres de mí?

Otra interlocutora, coterránea y amiga de Olga Orozco, que sigue irradiando hondura y desazón, con su poesía existencial y perturbadora, es Alejandra Pizarnik (1936–1972). Nombrarla es sentir su estremecimiento, su aleteo de jaulas, ese sol negro, ese carbón incandescente atravesado en la garganta. Ella y su incesante coloquio con la muerte, extraviada en su espejo de silencio mientras una loba la destruye a dentelladas. Lila que se deshoja, «sapiencia de lo oscuro».

Recuerdo mi niñez
cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la alegría
les destruía el corazón
Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos
Señor
la jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas
Señor
la jaula se ha vuelto pájaro
qué haré con el miedo.

Aquí hay una voz desgarradora que se entona y se bate frente a lo amargo y ofrece su voz a Pizarnik: la colombiana Ela Cuavas (1977) busca tierra para sus huesos y unge a los poetas muertos –es un decir– con un bálsamo de ardiente poesía.

Leo sin ojos mis poemas,
me las arreglo para que sea memoria mi boca…
Ahora debo inventar un nuevo lenguaje para nombrarme.
Intentaré un canto de ave,
pero aquí no hay aves, tendré que inventarlas. Pero primero inventaré el bosque.

Por esos confines también transita la palabra de otras colombianas como Tallulah Flores (1957) que confronta, desmiente, cuenta el dolor y lo refresca con la brisa del Caribe. Habla con poetas sin tiempo, dialoga con los muertos y se pregunta «¿Qué haré si estoy viva?». Se siente la afinidad con voces intimistas como la de Amparo Osorio (1951) o la de María Clemencia Sánchez (1970). Osorio tiene una voz poética reflexiva que indaga la memoria y la muerte. Se oye su «oscura música», su elocuente ceniza. Sánchez habla con «voces extrañas», con personajes que su imaginación y su palabra vivifican, evoca paisajes para iluminarlos y transformarlos con su sensibilidad: «He sido la amanuense del fenecer de los siglos / Recolectora de veranos vacíos / Bajo un olmo fértil que no existe».

La creación de otras mujeres mantiene un coqueteo armónico entre el mundo del afuera y del adentro. Entran y salen de sí mismas, de los espacios que les destinaron o que consiguieron, llámense casa, jaula, familia, patria, cuerpo, historia, hoja en blanco. Y resulta sorprendente encontrar voces que, sin importar el lugar desde el que hablan ni la generación a la que pertenecen, parecen conversar. Como ejemplo traigo la voz de la colombiana Andrea Cote (1981) que encuentra otra forma de contar y combinar la geografía, la memoria, el estremecimiento:

Si supieras que ese río corre
y que es como nosotros
o como todo lo que tarde o temprano
tiene que hundirse en la tierra.
Tú no sabes,
pero yo alguna vez lo he visto
hace parte de las cosas
que cuando se están yendo
parece que se quedan.

Y la argentina Graciela Maturo (1928) parece decirle o responder desde el pasado, o desde el no tiempo:

Resido en un país
de altos acantilados.
La tierra cruje como una bestia herida.
Caen pájaros muertos
se oyen gritos de naufragio.
Levanto un puñado de palabras nacientes
como azucenas manchadas de mi sangre.
Habito las altas torres del aire.
Todo lo que hemos amado permanece.
No morirán las palabras temblorosas
ni el aire que susurra entre los álamos.

Es inevitable nombrar a la estadounidense Emily Dickinson (1830–1886), quien quiso ser invisible a su época y su encierro fue voluntariamente asumido como forma de resistencia frente a ese rol impuesto a las mujeres que ella tenía terror de cumplir. Vivió su casa como un espacio de libertad porque «el cerebro tiene pasillos incomparables / a los lugares comunes», porque sus pensamientos revoloteaban como petirrojos y en su interior había un volcán dormido. Entrar en su poesía es derribar un alto y sólido muro para invadir su intimidad, para dejarnos sorprender, más por sus espejismos que por su realidad. Pese a la contundencia y originalidad de su obra, un personaje dijo de ella que «escribió infatigablemente, como otras mujeres cocinan o hacen punto». Su obra empezó a ser interpretada más de un siglo después y hoy se siente muy cercana.

Se necesita un trébol y una abeja
Para hacer una pradera,
Un trébol y una abeja,
Y soñar.
Soñar es más que suficiente
Si las abejas son pocas.

Dickinson tiene sentidos inagotables y se encuentra con versos de muchas poetas, entre ellas dos colombianas más: Camila Charry Noriega (1979) repasa sus dudas, afila sus certezas, deja que las palabras recorran sus ángulos y se hagan humo en su boca, exhalen un sabor a misterio, degusten un secreto que la quema. Hay vértigo en sus sílabas y en su modo de nombrar lo que se esfuma.

Yo guardo secretos, madre, que me matan.
Esta fugacidad
es una manera de nombrarlos:
tanto deseo de todo
y la nada ya tan dentro.

Luz Mary Giraldo (1950) compone sus versos con temperada paciencia, nombra el ruido y su sombra, las palomas que se llevan en los ojos, el gato que caza el agua. Ella traza con delicada pluma el vuelo del silencio y todo el asombro que es la poesía:

Como el gato
el poema se niega a la caricia.
Juega
camina caprichoso
busca el lugar más elevado
salta
rechaza el sitio inhóspito
desciende
Husmea
escarba
aleja la carroña
las cenizas
deja en silencio la soledad
y busca la palabra.

Cierro este paneo con Dulce María Loynaz (1902–1997), «la dama de la poesía cubana», considerada por sus contemporáneos como un «mito viviente». El mito se dio no solo por el enigma, por ese halo misterioso y evanescente de su obra, sino por la atmósfera secreta que rodeaba su vida. Su voz emerge como el agua de un peñasco. De su “Canto a la mujer estéril” extraigo estos versos donde la belleza y la fuerza se atrincheran contra las embestidas del deber ser:

Nada vendrá de ti: Ni nada vino
de la Montaña, y la Montaña es bella.
Tú no serás camino de un instante
para que venga más tristeza al mundo;
tú no pondrás tu mano sobre un mundo
que no amas… Tú dejarás
que el fango siga fango y que la estrella
siga estrella…
Y reinarás
en tu Reino. Y serás
la Unidad
perfecta que no necesita
reproducirse, como no
se reproduce el cielo,
ni el viento,
ni el mar…

Dentro de Los poemas náufragos se recogen textos en prosa de honda reflexión que conjugan narración, crónicas, evocaciones, introspecciones, lirismo desmedido que se vierte en poemas emblemáticos como La novia de Lázaro, bello y desgarrador: «Yo esperé un siglo sin esperar nada. ¿Y tú no puedes esperar un minuto esperándolo todo?» Hablar a Lázaro, como a todo lo imposible que amamos, con la certeza «que es la felicidad la que no espera. Hora es de ser feliz y habrá que serlo o no serlo ya nunca». O su “Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen”, esa sublime forma de vencer a la muerte y al tiempo que es la poesía misma:

Por esos ojos tuyos que no podría entreabrir con mis besos, daría a quien los quisiera, estos ojos míos ávidos de paisajes, ladrones de tu cielo, amos del sol del mundo.

Ya lo hemos experimentado. Los nombres y las voces de las mujeres poetas de todos los tiempos son interminables. A esta hora resuenan en cualquier rincón del mundo. Aunque sus nombres no se hayan pronunciado, ellas deben saber que su verbo está aquí representado. Ya nadie ha de callarlas. Nadie ni nada las detiene. Como lo escribe la española Rebeca Baceiredo (1979): «Caminé / resuelta / sin convertirme en estatua de sal».

Mirar atrás y caminar hacia adelante

Actualmente vivimos mejores tiempos para la escritura de las mujeres, ya sea por las corrientes filosóficas de mediados del siglo XX sobre la emancipación femenina, por los vientos del pensamiento liberal, por las oportunidades de la apabullante industria editorial, gracias a las luchas y a la fuerza de las precursoras. Lo cierto es que se han venido derrumbando los escombros de una sociedad sorda a su verbo. Hoy como nunca el número de poetisas crece cada año.

En los últimos años, tanto en Hispanoamérica como en Colombia, se han publicado numerosas antologías de poesía escrita por mujeres, se hacen encuentros y se publican revistas y libelos que visibilizan nombres y voces. Ejemplo de ello es el fanzine colombiano La trenza, que reúne poesía, crítica literaria y arte gráfico de mujeres, en un diálogo que evidencia las diferencias, los matices, los lazos intergeneracionales. Debemos destacar también la reciente publicación de la Biblioteca de Escritoras Colombianas que incluye autoras de todos los géneros y épocas.

Las poetas hoy mantienen un alto nivel de interlocución y proyección en la vida pública y en la cultura de sus países. Deliberan, gestionan, vibran, se sintonizan con el sentir de los sin voz, construyen una estética del pensamiento y el sentimiento. Muchas tienen claro que la poética y la política se entrelazan. Ellas se abren a la diversidad sin cortapisas, sin temores, se expanden, deliberan y crecen, extienden su follaje y, como William Blake, ven la inmensidad en un grano de arena.

Ni calladas ni ausentes. Elocuentes y protagonistas. Indóciles, renuentes a ser vistas como esquemas o figurines. Mutantes, militantes de la vida, tiernas o belicosas, cuando es necesario. Están en todas las regiones, ya no son solamente las herederas del poder de la palabra, también son las «hijas del pueblo» que sin pedir permiso estallan sus versos, no pagan peajes, se toman las revistas, los periódicos, lanzan libros por doquier. Ellas, las cantarinas, las ruidosas, las firmes, las impertinentes, las sin vergüenza. Las que encontraron, al decir de Rosario Castellanos, «otro modo ser humano y libre».

Su palabra salta del lecho a la plaza, de la raíz al caos, de la angustia a la armonía planetaria. Ellas van y vienen de la memoria al humo del café, del amor al bocado, recorren los caminos del cuerpo, otras se internan en vivencias propiamente femeninas, muchas redefinen el coraje, la queja, la protesta; ungen al desconocido, escudriñan temas existenciales, la soledad, la muerte, renuevan el canto por la vida y la belleza. En la poesía de las mujeres hay variedad temática y estilística, y por supuesto, como ocurre con todos los poetas, desigualdad en calidad. Ir a sus obras es encontrarse con un entramado de ramas y follaje en busca de luz; raíces que atraviesan la oscuridad; hay un verdor de versos recién germinados y de frutos maduros que llaman a los pájaros; hay también flores transitorias, brotes sorpresivos, versos que dejan un aroma fugaz; en otros casos se da un trémulo balbuceo de palabras, viento, semillas fallidas, agitación de hojas…

Más allá del número de mujeres o de poemarios escritos por ellas, serán el tiempo y la solidez de sus obras los que se encargarán de decantar nombres y voces. Se requiere una crítica con criterios técnicos y estéticos, que valore las obras en su singularidad, sin prejuicios de género. La palabra poética de las mujeres es tan vasta y diversa que no resiste clasificaciones o lecturas esquemáticas bajo rótulos. Por desgracia, esta visión sigue apareciendo en prólogos y comentarios literarios. Igualmente, es fundamental retomar y hacer contemporáneo el llamado de atención hecho por George Eliot de suprimir cualquier tipo de indulgencia con la escritura de las mujeres.

Si miramos atrás reconoceremos las vertientes de la poesía que han construido miles de escritoras que se jugaron su vida y su reputación por dedicarse al oficio. Venimos de aquellas que escribieron a escondidas, de las que fueron asesinadas, se suicidaron o murieron en la miseria y la soledad; de las que se ocultaron bajo un nombre masculino; de aquellas a las que llamaron locas, putas, brujas y fueron quemadas en la plaza pública; de todas las que consolidaron una obra y brillaron con luz propia, pese a la sombra que les proyectó su entorno. Nos debemos a todas las que desarrollaron su talento a contracorriente.

Marina Tsvietáieva lo tenía muy claro:

En el arte es imposible llegar tarde… no importa de qué se nutra, ni qué busque resucitar, el arte es por sí mismo avance…en el arte no hay retorno… es movimiento continuo, es… irreversible… También es posible caminar con los ojos cerrados —con un bastón de ciego— y aun sin bastón. Las piernas por sí solas nos conducen, aunque con el pensamiento nos encontremos al otro lado del mundo. Mirar hacia atrás y caminar hacia adelante.

Con nuestra voz la esposa de Lot recuperará su nombre. Como Ella, miraremos atrás, aunque no para detenernos. Lo haremos para dialogar con nuestras predecesoras y proseguir nuestro propio camino buscando la interlocución con las que vendrán. Nunca estuvimos calladas ni ausentes. Quizá también hoy todas seamos Judith Shakespeare resurgida.

Bogotá, julio de 2023

Referencias

Acosta de Samper, S. (1895). La mujer y la sociedad moderna. Garnier Hermanos.
Cuesta, G. y Ocampo, A. (2014). Poesía colombiana del siglo XX escrita por mujeres (tomo II). Apidama Ediciones.
De Pizan, C. (2013). La ciudad de las damas (Marie-José Lemarchand, trad.). Siruela.
Eliot, G. (2012). Las novelas tontas de ciertas damas novelistas (Gabriela Bustelo, trad.). Impedimenta.
Freixas, L. (octubre de 2020). Las mujeres y el canon (conferencia). Biblioteca Nacional de España. https://www.youtube.com/watch?v=o3rjZdzt3No.
Gargallo, F. (coord.). (s.f.). Antología del pensamiento feminista nuestroamericano. Tomo I. Del anhelo a la emancipación (edición digital). Recuperado de: shorturl.at/AEMO1
Gilbert, S. y Gubar, S. (1998). La loca del desván. La escritora y la imaginación literaria del siglo XIX (Carmen Martínez Gimeno, trad.). Cátedra.
Janés, C. (2015). Guardar la casa y cerrar la boca. Siruela.
Pérez-Bustamante Mourier, A. (2009). Mujeres desde contextos espaciales y temporales dispares. Una visión interdisciplinar sobre el género y la condición femenina. Ed. De Laura Triviño.
Tsvietáieva, M. (2006). El poeta y el tiempo (Selma Ancira, trad.) Anagrama.
Vallejo, I. (2021). El infinito en un junco. Siruela.
Woolf, V. (2008). Una habitación propia (Laura Pujol, trad.). Seix Barral.

“Viajes”. Alicia Leal. Acrílico sobre lienzo, 2017.

Juan Manuel Roca, una conversación inagotable

Imagen tomada del muro de Facebook del poeta Juan Manuel Roca

Por Luz Helena Cordero Villamizar

(una versión editada de este texto fue publicada en la Revista Ulrika 71 septiembre 2022 y en el libro “Juan Manuel Roca. Textos críticos sobre su obra”. Biblioteca Libanense de Cultura. Bogotá, 2023)

Un hombre vaga como un alma en pena por los canales del viejo Petersburgo. Empleado modesto, apocado, solitario espectador de su fracaso. Quisiera sacar a bailar a «la reina de la noche», pero solo puede deambular en medio de la niebla, con ese rostro que uno imagina prófugo de un delirio. De repente descubre que tras él va corriendo su doble, entra a su casa, se alimenta de su comida, sigue todos sus movimientos, le usurpa su lugar en la cama, le adivina el pensamiento. «Algo de inquietud, de humildad y de espanto traslucían todos sus gestos; de suerte que, si es lícita la comparación, asemejaba en aquel instante un hombre que, careciendo de ropa, se ha vestido la ajena». ¿Qué hacer para estar en paz con su doble? Permitir que le robe su nombre, que lo sustituya en la oficina, que se gane las palmaditas del jefe, que lo borre del mapa, que ignore sus cartas. Dostoievsky apellida Goliadkin a ese pobre diablo. Lo dejaremos recorriendo la Avenida Nevsky una mañana de 1846 en esa bella y agraviada ciudad.

Los siameses, los dobles, ese otro que nos habita, el que sueña mientras el otro duerme, el que nos sigue a todas partes y nos mira del otro lado del espejo. Esta dualidad presente en tantos cuentos y novelas, las de Edgar Allan Poe, Robert Louis Stevenson, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, entre otros, también ronda la poética de Juan Manuel Roca y en su voz adquiere un sello muy particular. Es necesario manifestarlo de una vez: a Roca hay alguien que lo sigue a todas partes. Alguien lo asedia, lo espía agazapado, se oculta tras su espalda, se alía con su sombra para raptarle las palabras. Esas que el poeta atesora, tibias, apenas entretejidas entre la bruma de los versos. Las palabras que apenas presiente y que el otro le arrebata antes de poder rasguñarlas al silencio. Roca sospecha que quien lo espía es su cuerpo.

Mi cuerpo, como en una novela negra, me persigue. Donde voy, va conmigo… Una noche me lo encuentro a boca de jarro al doblar una esquina y me resulta imperioso saludarlo como a un viejo conocido. Debo aceptar que me siga a todas partes.

Su cuerpo es leal a su estatura y a sus años, carga con sus afanes y sus huesos, se encarga de llevarlo y de traerlo. Ese otro que lo gobierna, que lo habita, puede ser Nadie. «Ese Nadie que tanto lo estremece y tal vez lo encandila», como presintió Gonzalo Rojas. Ese Nadie, «pequeño cónsul del olvido», que le habla por todos los costados, sobre todo por los que más le duelen. «Puede ser el viajero de sí, / el nómada de sí mismo…» Y puede ser también la página en blanco. Es ese ángel remiso quien lo visita para dictarle sus insólitos poemas. El mismo que lo sofoca, lo suplanta en reuniones tediosas, en talleres, en clases que lo agotan, para luego cobrarle su prestigio, los aplausos, su mesada.

La sombra de Nadie acaso se oculte en la de Alguien.

Ese Alguien llamado Juan Manuel Roca no es solo el hombre afable, de aguda sensibilidad, que siempre está jugando con las palabras y que sabe ser áspero con quienes le disgustan. No es solo el dueño de su palabra mordaz, de la ironía, de la crítica permanente, ni de la belleza que nombra lo amargo y lo terrible. También son los otros que lo habitan y la presencia de su doble:

Soy dos.
El que quiere partir
y el que se queda.

A uno de los dos lo vemos caminando por su barrio. Porque hace un tiempo largo y memorioso que pertenece a esas calles bogotanas que atraviesan Teusaquillo, entre La Soledad y El Recuerdo. Ese lugar que en sus orígenes fue construido con nostálgico aire inglés, con sus antejardines, casas enormes de ladrillo rojo a la vista, marcos blancos, techos en punta con tejas de barro, chimeneas sin humo, mansardas con fantasmas cautivos. Pero el barrio también tiene su doble: envejecido, desteñido, sus casas perdieron familias y degeneraron en sedes de partidos políticos, oficinas de seguros, sedes bancarias y aquellas empresas que administran el miedo. Vemos fachadas amputadas, jardines cementados, proliferación de rejas, la estética del adefesio.

Por sus calles rotas deambulan el poeta y su doble como peces en el agua, en conversación con vivos y muertos, en medio de árboles y cosechas de colibríes, al lado de perros que sacan a pasear a sus dueños, junto al solitario deportista que envejeció persiguiendo su éxito y ahora apenas puede con sus piernas. Es este el territorio de Roca y de su Nadie cuando andan y desandan el Parkway, como Goliadkin y su doble por la Nevsky. Pueden ir rumbo a la Universidad Nacional, al encuentro de amigos, o quizá se dirigen a su más reciente guarida: el Espantapárrafos. Lo que pueda suceder allí es asunto de la imaginación.

Imagen tomada del muro de Facebook del poeta Juan Manuel Roca

¿A cuál de los dos he conocido? ¿A Roca o a su doble? Tanto tiempo juntos hace que cueste palabras distinguirlos. A veces le preguntamos al uno y nos responde el otro. Sin advertirlo, a menudo se suplantan. ¿Cómo saber cuál es el que repite los chistes y cuál el que se ríe de ellos? ¿Quién invoca voces de poetas idos y quién viaja al país de los lotófagos? ¿Cuál es el que escribe cartas para ponerlas en «el buzón del viento» y quién recibe «sobres y postales dirigidos a Nadie»? ¿Cuál se empeña en el monólogo y quién se obliga a escuchar? ¿Quién dibuja al otro con trazos cándidos y cuál se ríe de nosotros agazapado en su sombrero?

Me pregunto si el doble frecuenta los mismos amigos del poeta, o quizá tiene otros que guarda con celo. Si tiene sus preferencias o sus formas de impedir que Roca los cautive. Quizá los intrusos pasean por los aposentos como Juan por su casa. Tal vez algunos nunca han pasado de la antesala, o apenas atisban por las ventanas y Nadie les dice que el poeta duerme o se encuentra de asueto. El teléfono repica y nunca sabré quién deja de responder mi llamada y cuál me saluda con tanto cariño. ¿A quién estoy leyendo ahora y con cuál inicio esta conversación?

—Juan Manuel, un libro tuyo se titula El gallo canta tres veces. Se me antoja seguir esta ruta, pues es un nombre cargado de significados. Según la cábala judía, esa expresión alude a la llegada del ángel de la muerte. En el Zohar o Esplendor se habla de Rigor, un gallo negro que canta tres veces y que solo es audible para el agonizante, a quien también le es dado ver y escuchar a sus muertos queridos. Al primer canto se inicia la separación entre alma y cuerpo. Pregunto: escuchado este primer canto ¿a quiénes quisieras encontrarte?

Pienso en amigos. Para mí la única religión que existe es la amistad y un solo dogma que se llama fidelidad. Encontrarme con un amigo fiel, un amigo de la infancia. Se llamaba Álvaro García. Nací en Medellín —nadie es perfecto—, y vivía en un barrio llamado La Floresta. Era lo que aquí llaman potreros, unas mangas llenas de pomares y nuestra profesión era robar pomas. Con él también jugamos fútbol, empezamos las primeras lecturas, solíamos caminar las calles, íbamos a los bares, a los sitios prohibidos, a un barrio extraordinario llamado Guayaquil, que era como un muelle sin mar. Me encantaría volver a ver a ese gran amigo, pero no con un carácter nostálgico. Yo odio la nostalgia. Eso de que todo tiempo pasado fue mejor, no es cierto. Todos los tiempos pasados han sido horribles. Además, encontrarse uno un muerto y decirle qué cuenta de nuevo…

Se ha dicho que los amigos son la única patria. Y Roca mora en ese territorio. Casi siempre tiene a su lado los camaradas de vida, cómplices de mil y un proyectos, esos que lo acompañan hace ya varias décadas. Su rostro se ilumina cuando los ve llegar. Además, están los otros, los que llegan de ultramar, «el amigo muerto que vive / abriendo una ruidosa botella de vino / y que tintinea un vaso de cristal / en el mesón de la cocina», el que suelta palabras húmedas, abandonadas hace años, y tantos otros que penetran a cada rato su silencio. Lo invaden también esas legiones de poetas de todos los tiempos y lenguas. Los siempre vivos y que son su imprescindible compañía. Es momento de reiniciar el ritual, de continuar la tertulia inacabable, de saborear el primer trago.

—¿Y cuál poeta quisieras ver al escuchar ese primer canto?

De los muchos que he conocido, me gustaría encontrarme con Antonio Cisneros, el poeta peruano. Porque su vitalidad está a prueba de muerte. Yo creo que uno se encuentra con él y de inmediato hace un chiste. Lo que seguiría es un trago y otro y otro. Tenía esa incansable capacidad de querer a la gente. También quisiera ver a otro poeta que quise mucho: Gonzalo Rojas. Un viejo disruptivo, valiente, transgresor. Nunca fue boca de partido, no perteneció a nada, era muy libertario. Para mí es el más grande poeta de Chile. Y encontrarme con un tío que fue poeta: Luis Vidales. El único defecto que tenía es que era estalinista.

No hay tristeza en su mirada cuando trae historias de ausentes. Habla de ellos como si acabara de despedirlos en la esquina. Su recuerdo es vívido y juguetón. «Dicen que están muertos. / Irremediable y porfiadamente muertos. / Sin embargo / Me tropiezo entre los transeúntes / con el más sedentario de ellos… Otro me llama por teléfono / Y se queda suspendido en el silencio…»

…Finalmente, me gustaría encontrar una mujer: María Luisa Mejía. Una periodista muy brillante a quien amé mucho. Iba a hacer un reportaje en el Chocó sobre unas tortugas que se estaban suicidando. Salían y se despeñaban. Y la que se despeñó fue ella en una avioneta… Me gustaría que me contara un poco ese episodio de las tortugas.

«Una noche, una noche toda llena… de murmullos» vi por primera vez a Juan Manuel Roca. Para ese momento todavía no lo acompañaba Nadie. O eso creo. Fue a mediados de 1988 cuando Álvaro Marín y yo nos inscribimos en un taller de la Casa de Poesía Silva. Eran los tiempos en que las paredes y rincones de la antigua casona susurraban, sus corredores y salones eran tomados por poetas consagrados y novicios, por escuchas de poesía y por algún loquito de los que suelen habitar La Candelaria. María Mercedes Carranza me recibió en ese despacho oscuro, bajo la tenue luz de una lámpara —esa «emisaria del día en plena noche»—, en medio de ese mobiliario antiguo, de anaqueles llenos de libros viejos y con esa atmósfera de otra época en la que imaginaba a José Asunción encogido de frío y melancolía. El ambiente era propicio para el embrujo poético. Después de preguntar por las razones para querer unirme a esa cofradía, María Mercedes, mirándome por encima de sus anteojos como solía, con su mesura y ese aire de maestra y matrona, palabras más, sonrisas menos, me dio la bienvenida. La bella Casa era un amable refugio y una o dos veces por semana se saturaban sus salones con un público ansioso de escuchar versos a las finas hojas, a las buenas yerbas, a las gotas amargas; cualquier verso para el hambre de los visitantes. No faltaban los canelazos y con frecuencia los recitales continuaban en corrillos en cualquier cuchitril cercano.

La noche del primer taller crecieron los murmullos y casi hubo «música de alas». Al entrar a la biblioteca vi al poeta Roca de perfil, oficiando, sentado ante uno de los laterales de la mesa. Desde entonces, todos los viernes de seis a ocho durante seis meses, ese lugar fue mi albergue. Allí conocí a quienes serían mis amigos por varios años: Luis Fernando Baquero, Jaime Muñoz, Víctor López, Julio Betancourth, Ricardo Sánchez… No olvido los autores convocados en esa primera sesión: Federico García Lorca, Nazim Hikmet, Henri Michaux, Yannis Ritsos, Jacques Prevert… Menos Federico, todos desconocidos para mí. Así inició una etapa de intensa y productiva lectura, de crítica a veces implacable. La bohemia movía pasiones y fortalecía vínculos que perduran hasta hoy. Experiencia y aprendizajes que ninguna academia puede ofrecer. «Tomad un círculo, acariciadlo, ¡se volverá vicioso!» decía Ionesco. Y deliciosamente vicioso se volvió aquel círculo de poetas en ciernes.

Este episodio del pasado me resulta tan mío y al mismo tiempo tan ajeno, que es como si otra lo hubiera vivido. La otra que fui. Quizá aquella colegiala ávida de mundo que un día de 1978 encontró los poemas de un tal Juan Manuel Roca en un suplemento dominical, y que luego siguió buscando su nombre entre folletines y revistas, al sentir que esa palabra poética le ayudaba a descifrar algo turbio que se respiraba en el ambiente. Seguía el rastro de un nombre antes de tener un rostro. Tal vez esa poesía le daba alas a aquella muchacha para enfrentar el país al que recién despertaba, cargado de noticias insoportables, torturas, desapariciones, terror, el alimento diario nacional. ¿Era otro país o es el mismo que estrena cada día sus viejos tormentos y «surcos de dolores»?

—Entre voces y murmullos, continuemos con la cábala. Cuando el gallo canta por segunda vez, el protagonista es conducido por el ángel de la muerte ante el tribunal celestial, donde debe pasar por una columna de tres colores que sube hasta la puerta de la Justicia. Por fortuna, no ha de ser la puerta del relato de Kafka y su insuperable guardián. Esta imagen me remite a algo más terreno y es el combate entre la memoria y el olvido. La literatura y todo arte luchan contra el olvido y aspiran a trascender. Juan Manuel, enfrentado al tribunal de la memoria colectiva ¿cómo quisieras ser recordado?

Hay una frase de Quevedo que habla del Narciso como alguien ahogado en el agua de su propia imaginación. Y siempre nos imaginamos mejores de lo que somos. Quisiera ser recordado como la persona que intentó traducirse a sí mismo para traducir a los demás. No escribo poesía por una ambición ególatra, ni por autorreferenciarme. Quisiera verme como parte de una colectividad. Como alguien que intentó explorar algo de sí mismo para entender a los otros. Todo lo demás son bagatelas. No ser recordado como un sabio, ni como un prohombre. Ser recordado por dos o tres huellas y más nada..

Ser recordado por «dos o tres huellas», o como se lo dijo Gonzalo Rojas, el Heráclito chileno: «Todo lo más dejaremos siete líneas como los griegos inmortales». ¿Cómo se ha de recordar a Juan Manuel Roca? ¿Cómo escrutar los caprichosos designios de la memoria colectiva? ¿Quién tiene acceso al oráculo y a sus misterios?

Tomado de la imagen:  Juan Manuel Roca y Juan de Jarro en el muro de Facebook del poeta.

De pocas personas puede decirse, como de Juan Manuel, que envejecen solo de apariencia. Por sus ojos se asoma el mismo gesto de ingenio y picardía, ese aire amistoso y de constante observación que lo acompaña. Bajo su sombrero anidan imágenes, se confabulan palabras y conmociones, revolotean gracejos, se cuecen los poemas y se asoman sus canas. Quizá se ha hecho más pesado su cuerpo, aunque avanza con garbo y diligencia, excepto en sus «etapas góticas». El tiempo no doblega su espíritu impetuoso, ni resquebraja su obra.

El poeta nunca ha ido a la guerra, ni falta que le hace, pero desde niño sabe que ya está en ella y denuncia su jerga salvaje y su danzón de las pistolas. Teje sus versos con la magia del asombro, ve el alma de las cosas y de ese país en el que «crecen la rabia y las orquídeas por parejo». Como si no le bastara con desentrañarnos, le escribe al pobre diablo, imparte lecciones ácratas, se aleja de los tibios, es «apátrida como los sueños» y dice que de grande aspira a ser anarquista.

No reivindica el anarquismo de falsos practicantes, o de consignas vacías. Asume una posición insumisa, en armonía con su quehacer imaginativo y creador, de suyo libertario. Imposible situarlo en contubernio con partidos o incondicional con el poder político. Devoto y camarada de Nadie, «francotirador de la noche», dice ser ciudadano de un país que va sobre una bicicleta estática, o que pedalea hacia atrás. Su alianza es con el indócil, no con quien maneja los hilos del poder o su urdimbre. Está con quien traba el mecanismo o enreda los hilos. Es evidente su desprecio por los lamedores de suelas, por señores y señoras de pacotilla que —así lo dice— no tienen amigos sino escalones para ascender. Es notoria su antipatía por las cortes de aplausos y genuflexiones, su repudio a monumentos y estatuas encumbradas, su oposición al gregarismo, venga de donde viniere. No transige frente a los escritores que callan, los que se «arrebañan», «ceden al canto de sirenas del facilismo propuesto por el mercado editorial», los que «se pliegan al mejor postor —que casi siempre es el mayor impostor— o hacen de la meta del éxito su único destino».

Juan Manuel hace costuras en el agua, conversa con estatuas mutiladas, se debate en «batallas de papel», cuida «con esmero el jardín de los amigos muertos», regala flores «cuya belleza radica en que no existen», levanta un «monumento a los desaparecidos» que, como los días y como Dios, se esfuman en el aire. Descubre que hay una ciudad escondida dentro de otra y nos describe su «repertorio de sombras», visita la tumba del aguafiestas, es capaz de «construir la ruina antes que la casa», de soplar el humo antes de prender la chimenea, de exprimir las piedras… Y es que la poesía todo lo hace posible. Es subversiva e infractora. Según Roca, la poesía es la araña que trepa la escoba que la barre, es arena y no aceite en las maquinarias ideológicas, resistencia espiritual contra el miedo y frente a la zozobra, es inseparable de la libertad. Y «la anarquía quizá sea la más poética de las concepciones políticas del hombre… puede llegar a ser una decantada política de la imaginación».

El poeta también desdibuja las fronteras entre las artes para liberarlas de los yugos académicos. Así, hace deliciosos paseos por poetas del pincel y pintores de la palabra, revela su placer por la «cromofagia», por esos cielos que estallan de amarillos y rojos, por rostros que desde el lienzo escrutan el paso del tiempo y son más vívidos que los pobres mortales que los vemos. Nos lleva ante Madame Ginoux, presa desde 1888 en una pintura de Gauguin, sentada ante una mesa, de espaldas a un billar y a fantasmas que conversan animadamente, mientras ella nos mira desde el cuadro con un aire de recelo e ironía. Es el poeta quien le da voz para que vaya describiendo la escena, contando la historia, mientras ve pasar a los mirones y a los engreídos visitantes de un museo parisino.

—Juan Manuel, uno puede sentir a lo largo de tu obra la textura del lienzo, el aroma del óleo y la acuarela. Cito la Fábula de Picasso: «Se dice / Que por las noches / El cielo / Dormía entre sus frascos». A Vincent Van Gogh también lo apasionaba la relación de lo poético con lo pictórico. En una de las cartas le dice a Theo: «Me parece siempre que la poesía es más terrible que la pintura, aunque la pintura sea más sucia y lo llene a uno de mugre». ¿Qué le respondes a Van Gogh?

Lo bueno de responderle a Van Gogh es hacerlo por la oreja que le faltaba, para que no tenga que soportar las naderías que se le ocurren a uno. Van Gogh es un pintor poeta o un poeta pintor. Me emociona una frase de él en las cartas a Theo que es: «por las tinieblas hacia la luz». Esto es lo que hace la poesía, iluminar. Lo mismo en la pintura en la que todo tiene movilidad. Lo que se podría agregar a Van Gogh es que la poesía que él más leyó fue la de los simbolistas y la pintura que él hacía es una pintura terrible. Solo un ejemplo es su «Ronda de los presos». Yo creo que esa frase es un homenaje que le hace a la poesía porque fue gran lector de poesía y Theo, su hermano, también lo fue. Y Gauguin era un poeta extraordinario, no solamente en la pintura sino en sus poemas. Los dos son pintores poetas. Basta ir a Goya para pensar que la poesía nunca ha logrado ese grado de confusión interior acerca de lo terrible, lo inaprehensible, lo teratológico, lo monstruoso… Yo lo único que le agregaría a la frase es la hermandad entre la poesía y la pintura. Son hermanas siamesas.

En varias ocasiones le he escuchado decir que se siente un pintor frustrado. En realidad, no lo es tanto, pues Roca suele pintar y sorprendernos con sus autorretratos y caricaturas en viñetas. En ellas se presenta en las más variadas y jocosas situaciones que acompaña de greguerías o de cortos poemas. Es otro juego, otra forma de desdoblamiento. Quien haya tropezado con Juan Manuel Roca sabe de sus juegos verbales, de su sarcasmo y sus chistes —repetidos sin cansancio— que cuestionan, ponen el dedo en la llaga común, alertan, desnaturalizan esta condición en que vivimos los nativos de Catatonia. Y es que el humor forma parte indisoluble de su irreverencia. Es también un arma contundente contra la solemnidad de la muerte. Ya tiene escritas las palabras para su funeral:

Ahora cuidarás de un rebaño de silencios,
Apagarás la voz
Como calla las velas un oscuro sacristán…
Si pudieras ver el paso lento del cortejo,
Si lo pudieras ver
A punto de irse de bruces con tu féretro real…
De tener habla,
Serías el primero en hacer befa de ti mismo.
Pido que comprueben que estés muerto,
Que estés legítima, decididamente muerto…

¿Y qué será de Nadie o de su doble? Continuará vagando, tal vez será el ángel que envejece en el papel. Como el retrato de Dorian en el desván, cargará con los años del poeta.

Se ha hecho mundano mi ángel,
me dobla en edad
y es un tanto sibilino…
Me conmueve saber que envejece su luz.

—¿Cuál es tu verso final?

—“No estoy para Nadie”. Todos somos Nadie, el Nadie antes de nacer y el Nadie después de morir.

Más allá de todo lo que ha escrito, de todos los premios y reconocimientos que ha recibido por su obra, de lo único que en verdad se siente complacido es de lo que no es. Son sus palabras reiteradas. Y si algún despistado intentara erigirle una estatua al poeta, llevaría el rostro de Nadie. En torno suyo se reunirían escritores que nunca escriben, sombreros, aprendices de tartufo, «mujeres y hombres a la espera de un milagro», feligreses de academias, flautas, desaparecidos, caballos de sombras sin jinetes, algún cura vergonzante, lectores de espejos, pobres diablos, apátridas, charlatanes, «una banda de fracasados», «antihéroes de cantina»… y todas esas «malas compañías».

Vuelvo atrás y pienso que ha pasado toda una vida desde aquella primera noche de la Casa Silva. Desde entonces la historia nacional ha seguido acrecentando su cuota de muerte, desfachatez, horror, descaro, amnesia. Álvaro Marín ya no está. Sin esperar el correo de las abejas nos dejó, así, como si nada. Hay aquí algo de su aroma. Celebramos juntos el primer libro que nos regaló Roca, que aún conservo. La segunda edición de País secreto, en formato cuadrado de media página. Allí conocí «la mujer que lava el agua», por sus versos pasea un tigre eructando misionero, se recorre «un hermoso país sin mapa». Después vendría esa sucesión de obras que aún continúa y que constituyen un cosmos poético, una «revolución estética», siguiendo a Hölderlin.

¿Cómo escrutar los caprichosos designios de la memoria colectiva? ¿Cómo recordar a Juan Manuel Roca? Quizá como un maestro en metáforas y analogías, un jugador e inventor del lenguaje que recrea, desnuda y confronta el momento histórico que nos correspondió vivir. Como el creador que da voz a ese imaginario, a ese sentir plural. Muchos de sus versos están tatuados en la piel de las generaciones, como aquellos de las mujeres que «son capaces de coserle un botón al viento», como tantos monólogos, parábolas y testamentos, como la estatua de bronce al asesino, la invitación a la cena de César Vallejo, la canción del que fabrica los espejos y que agrega más horror al horror, «más belleza a la belleza»… «Y otra cosa: me hubiera gustado escribir muchos de sus textos». Hago mías estas palabras de Gonzalo Rojas.

Ha llegado el momento del tercer canto de Rigor, el gallo negro de la cábala. Y con el ángel se anuncia el momento del veredicto, que corresponde a los lectores, los de hoy, los que vendrán, los que no han nacido.

En poesía hay eterno retorno y esta nota recomienza aquella «noche toda llena de murmullos…» sin música y sin alas. Más de treinta años después, con la pasión poética, la amistad y el asombro intactos, he reunido algunos trozos de recuerdos, versos, diálogos, naderías, para construir esta semblanza. Se sabe que la memoria es siempre caprichosa, juguetona. En este caso es una ofrenda, no una añoranza. Es necesario repetirlo: Roca odia la nostalgia.

La obra poética prosigue su recorrido en el tiempo, crece, potencia sus sentidos. Entre tanto, Juan Manuel Roca y su doble, en coloquio inagotable, seguirán recorriendo las calles de esta Bogotá agraviada y ciclotímica. Van en busca de «la gloria de Nadie».

Bogotá, agosto de 2022

Imagen tomada del muro de Facebook del poeta Juan Manuel Roca