Por Luz Helena Cordero Villamizar

Ray Bradbury lo tenía claro. No hace falta quemar libros, basta con hacer que la gente deje de leerlos. Y esto tampoco se logra con la prohibición o el castigo, como ocurre en su novela Fahrenheit 451. La censura de libros y la persecución de escritores es tan antigua como la humanidad misma. Basta mencionar solo algunos ejemplos conocidos: la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, las quemas y ejecuciones hecha por los inquisidores en general, llámense cristianos, protestantes, judíos, islámicos, budistas, regímenes monárquicos, nazis, seudo comunistas, colonialistas, e incluso ha habido censura por razones de género.

En su Historia universal de la destrucción de libros Fernando Báez hace un doloroso recuento de esta práctica común a todos los pueblos y en todos los tiempos, desde la destrucción de las tablillas sumerias hace 5300 años a la devastación de la Biblioteca Nacional de Bagdad, por parte del ejército de Estados Unidos en 2003, donde perdimos más de un millón de libros, incluyendo ediciones antiguas de Las mil y una noches y manuscritos de poetas como Omar Khayyam. La guerra contra la memoria se ha impuesto siempre y, al contrario de lo que creemos, Báez dice que «es un error frecuente atribuir las destrucciones de libros a hombres ignorantes, inconscientes de su odio… cuanto más culto es un pueblo o un hombre, más dispuesto está a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos».

Platón e Hipócrates quemaron obras, lo hizo Moisés, lo hicieron emperadores, ejércitos, conquistadores, monjes, indígenas, revolucionarios, fascistas. Damnatio memoriae [condena de la memoria] llamaron en tiempos del Imperio Romano la decisión oficial de hacer desaparecer cualquier registro de existencia, de eliminar cualquier posibilidad de recordación, borrar toda señal, todo vestigio de existencia del condenado.

Es incalculable el número de obras perdidas por quemas, desastres, guerras. Nos engañamos al suponer que la censura de libros es cuestión del pasado. Ocurre hoy en teocracias, en países con regímenes totalitarios de todo el espectro político e incluso en naciones que se preciaron alguna vez de su democracia como Estados Unidos, donde actualmente varios estados han aprobado leyes que restringen la lectura de ciertos autores, incluidos Mark Twain, Shakespeare, Toni Morrison, Steinbeck, así como de temas que se consideran contrarios a la moral conservadora, o a lo políticamente correcto. Profesores y padres de familia asumen el papel inquisitorial o las mismas bibliotecas escolares censuran ciertos libros por considerarlos “material sensible”. En el país en que nació Bradbury, niños y jóvenes tienen libre acceso a las armas y restricciones para leer. ¿Puede ser más triste e irónico?

El cronista Ryszard Kapuscinski cuenta que el pueblo armenio, víctima de uno de los mayores genocidios ocurridos en el mundo, considera los libros como su reliquia nacional. Ya que siempre fueron vencidos militarmente, los armenios quisieron salvar su cultura mediante sus escritos. Ocultaban los libros bajo la tierra o entre las grietas de las rocas. «La noticia del lugar de escondrijo se transmitía de generación en generación». El scriptorium podía ser una celda, una choza o una cueva en la que se colocaba un atril para el trabajo del copista. Así, dice este autor polaco, nace un fenómeno único en la cultura universal que es el «libro armenio». Los armenios tenían un alfabeto propio y en el siglo VI ya habían traducido todo Aristóteles, en el siglo X a la mayoría de filósofos griegos y romanos, además de cientos de títulos de la literatura antigua. Tradujeron a los árabes, a los persas y a todos los pueblos que los dominaban. Cuenta Kapuscinski:

[Los armenios] debían de contar con fondos bibliográficos inmensos, pues cuando en 1170 los selyúcidas invaden Sunik, destruyen una biblioteca que albergaba diez mil volúmenes… al principio escribían sobre vitela, después ya sobre papel. Hicieron un libro que pesa treinta y dos kilos. Para confeccionarlo se necesitaron setecientos terneros. Pero también tienen menudencias: libritos del tamaño de un escarabajo.

Aunque la novela de Bradbury no abordó un tema novedoso, sí lo fue su estilo. La ironía, el humor, la poesía, el tratamiento desde la ciencia ficción, crean una distopía que el autor considera como alerta y prevención. «La gente me pide que prediga el futuro cuando lo único que quiero es prevenirlo. Mejor aún, construirlo.»

En los años noventa del siglo pasado el novelista controvirtió el sistema educativo estadounidense, defendiendo el libro impreso y las bibliotecas en contra del uso generalizado de los medios digitales. Sin embargo, él tenía claro que esta batalla estaba perdida. Por encima de la censura y de las quemas, veía las nuevas tecnologías como la real amenaza contra los libros.

El tiempo y los desarrollos tecnológicos le darían la razón, aunque no completamente, pues el libro impreso seguirá vigente mientras exista una persona que quiera leerlo. Ni los dictadores, ni los ejércitos, ni los inquisidores, ni los bomberos de Bradbury, a pesar del enorme daño hecho a la memoria de la humanidad, han logrado plenamente su cometido.

La desaparición paulatina de generaciones de lectores puede tener efectos más adversos sobre los libros que la represión o el uso de nuevas tecnologías. Báez llama esta amenaza “indiferencia”, entendida como la ignorancia o falta de interés por autores y textos. Muchos empezamos a leer por influencia de alguien. Sabemos que quien lee, quien comparte el placer de una lectura, puede estimular en otros su práctica. Jorge Luis Borges, refiriéndose al placer de la lectura, cita a Montaigne cuando decía «no hago nada sin alegría». El poeta añade: «no se puede obligar a leer como no se puede obligar a la felicidad».

¿Cómo o por qué pueden desaparecer los lectores o extinguirse el hábito de la lectura? Las respuestas pueden ser diversas y lejos de la consigna conservadora de todo tiempo pasado fue mejor, que no comparto, pienso que algunas razones están en el uso utilitarista del tiempo, la cultura del afán, de la competencia y del menor esfuerzo; la dificultad para fijar la atención, para concentrarse en una tarea; la necesidad de que otros resuelvan nuestras dificultades, el rechazo a la complejidad; la cultura de la inercia, de la desidia; la sobreestimulación con la que nos acechan y colonizan los medios de información, la actitud pasiva frente a la tecnología.

La gente prefiere los videos cortos a la lectura de una noticia. Las editoriales prefieren textos que no excedan cierto número de páginas, por razones comerciales. Los niños, seducidos con pantallas, no logran estimularse con la página de un libro. Es absurdo poner a competir una fuente audiovisual con una escrita. La clave está en la conjugación de los lenguajes, en una formación que permita y celebre la diversidad, el contraste, que elogie el esfuerzo que enriquece y gratifica.

Con frecuencia, escucho comentarios de adultos jóvenes que se refieren al nulo interés de sus niños y niñas por la lectura. En la forma como lo dicen se siente la impotencia, ese no saber qué hacer para sembrar el hábito o para recuperarlo, si es que alguna vez lo tuvieron. Quienes así hablan conservan un recuerdo casi nostálgico de la lectura, pero ya han dejado de leer, o lo hacen rara vez, pues sus días están atorados con múltiples ocupaciones y su tiempo está lleno de obligaciones y agobio. Es lo que dicen, aunque es fácil interpretar que ellos y ellas, sin darse cuenta, perdieron ya el encanto de leer. Y, siendo así, ¿cómo pueden transmitirlo?

Generalmente se asocia la lectura con el tiempo libre. Pero lo que se entiende como tiempo libre es, a medias, un descanso físico, sin plena recuperación; un embutirse en diversiones que no dejan pensar, pues precisamente de lo que se quiere huir es del propio pensamiento. Y si los libros requieren pensar, ¿cómo pedirle a la gente que lea?

«Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos», dice el viejo Faber al bombero Montag. Además, ¿por qué vamos a necesitar los libros si «los libros no dicen nada… hablan de gente que no existe, de entes imaginarios, si se trata de novelas. Y si no lo son, aún peor: un profesor que llama idiota a otro, un filósofo que critica al de más allá. Y todos arman jaleo, apagan las estrellas y extinguen el sol. Uno acaba por perderse», argumenta Beatty, el jefe de bomberos.

En Fahrenheit 451 una de las amenazas son las pantallas de televisión. La sala de «estar» de Montag tiene tres paredes llenas de luces y sonidos, permanentemente encendidas para que Mildred, su esposa, tenga una familia virtual con la que interactúa noche y día. Ella se queja de que la cuarta pared aún está vacía. El mandato es divertirse. Además «el televisor es “real”. Es inmediato. Tiene dimensión. Te dice lo que debes pensar y te lo dice a gritos». No. Aunque la lectura es un placer, no puede competir con este tipo de diversiones. Diría más: leer no es una ocupación de tiempo libre. Se es libre cuando se lee.

Si los libros requieren pensar, imaginar, analizar y hasta memorizar, esto conlleva un esfuerzo mental que cada vez menos gente quiere hacer. La cultura del afán, del facilismo, del hacer continuo, exige que la gente no se detenga. ¿Quién está dispuesto a leer un volumen de novelas de Dostoievski, escritas hace ciento setenta años, de mil setecientas páginas, editado en papel biblia con una letra de cinco puntos y encuadernada con cuero? Solo quien ame la literatura.

En la novela de Bradbury el mejor lugar para almacenar los libros es la memoria. Allí van a parar los libros incinerados y esa es tarea de los desertores y rebeldes que crean una hermandad de lectores. Ocultos alrededor de la antigua vía férrea, se encuentran viejos profesores e intelectuales que memorizaron los libros con la esperanza de que en un futuro indeterminado pudieran ser copiados y editados nuevamente. A diferencia del pueblo armenio, estos personajes no quieren dejar rastro material de los libros, por eso se especializan por autores para que sea posible la recuperación de los textos. «Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí», dice un personaje.

Esto tampoco es ficción si sabemos que poetas rusos como Ana Ajmátova y Óssip Mandelstam en los años de las purgas de Stalin tuvieron que aprender de memoria sus versos, escribir en su cabeza y encargarle a la familia y a los amigos que cada uno aprendiese una parte de los poemas. La memoria era el único lugar en la que podían ser editados. Las evocaciones de Nadezhda Mandelstam, compañera de Ossip, en sus memorias tituladas Contra toda esperanza, son el testimonio de esa aventura de la memoria frente al poder autoritario.

Otro tema que conmueve en esta novela es la reflexión sobre el rol que cumplimos en la vida. ¿Pasamos por aquí sin dejar huella, o nos proponemos hacer algo que cambie positivamente el mundo, por ínfimo o abstracto que sea nuestro aporte? Granger, uno de los maestros desertores, cuenta esto:

Cuando era niño, mi abuelo murió. Era escultor. También era un hombre muy bueno, tenía mucho amor que dar al mundo, y ayudó a eliminar la miseria en nuestra ciudad; y construía juguetes para nosotros, y se dedicó a mil actividades durante su vida; siempre tenía las manos ocupadas. Y cuando murió, de pronto me di cuenta de que no lloraba por él, sino por las cosas que hacía. Lloraba porque nunca más volvería a hacerlas, nunca más volvería a labrar otro pedazo de madera y no nos ayudaría a criar pichones en el patio, ni tocaría el violín como él sabía hacerlo… El abuelo lleva muchos años muerto, pero si me levantara el cráneo, ¡por Dios!, en las circunvoluciones de mi cerebro encontraría las claras huellas de sus dedos. Él me tocó.

Algo así nos ocurre al leer. No somos los mismos antes que después de una novela, un cuento, un poema. Si un libro nos toca, algo en nosotros experimenta un cambio, algún lugar del cerebro genera una conexión, una sinapsis, un estímulo que quizá nos haga sonreír o estremecer, alguna huella que, nadie más que nosotros, puede conocer.

La distopía literaria de Ray Bradbury pudo quedarse corta, en comparación con los desafíos actuales y futuros que nos plantean las veloces transformaciones de los entornos virtuales, la inteligencia artificial y el metaverso. Quizá la clave está en entender que las herramientas tecnológicas están al servicio de nuestra inteligencia, no la sustituyen; del mismo modo en que un libro se abre para ofrecernos un mundo que, para ser posible, requiere nuestra participación, que es único y distinto para cada lector. Como lo dice Joan Margarit, refiriéndose a la poesía: «El poema es una especie de partitura abierta a muchas interpretaciones posibles… el instrumento del lector es su cultura, sus sentimientos, su estado de ánimo, sus frustraciones, sus miedos, su pasado… el poema es interpretado por el lector, o no es».

Este texto es la sustancia de lo que ha quedado en mí después de la inmersión en Fahrenheit 451. Es mi lectura, mi música, mi interpretación.

Marzo de 2024

Ray Bradbury (Imagen de internet)