
Había una vez un niño que barría el viento. Barría a contracorriente, como si nada pudiera importarle el frío de acero que agitaba el ser invisible sobre su cara roja y sucia. Las hojas de los árboles hacían una ronda a su alrededor, la tierra le lastimaba los ojos y el niño en su oficio parecía bailar, pues el peso de la escoba y la furia del viento lo sacudían, imponiéndole giros inesperados y algunas veces rítmicos. A quién podía importarle el juego inútil de un chiquillo desa¬fiando al viento.
-¡Qué estúpido! – le gritaban los adolescentes que se dirigían al colegio.
-¡Pobre tonto! No tendrá madre que lo obligue a hacer algo útil en la vida -comentaban las señoras que pasaban por la acera.
Tenía ocho años pero aparentaba seis. Raquítico, de tez amarilla, demasiado bajo para su edad. Sólo una cosa en él daba la impresión de tener muchos años: su mirada, al mismo tiempo aguda y perdida.
El insólito oficio lograba divertirlo. Lo repetía casi todas las mañanas, a la misma hora, y después iba hacia el parque pateando una bola de hojas que ataba con hilos, y que luego lanzaba contra las ramas de los árboles, en busca del vuelo de pájaros perezosos.
Nadie supo qué hacía su madre, cómo se tragaba las lágrimas, ni cómo lo golpeaba en la noche, después de buscarlo en las calles vecinas. Su madre, como una pluma a punto de quebrarse, como una sombra de la noche que nadie esperaba. Salvo él, pequeño niño que no encontraba cómo complacerla, y la lloraba en silencio todas las madrugadas, al sentirla cerrar la puerta para correr a colgarse en un bus, que la llevaría hacia un lugar inalcanzable.
Aquella mañana el chiquillo de la historia fue directamente al parque, aunque con un miedo grande, como de adulto. Trepó despacio, escaló rama a rama el árbol más alto. Cuando estuvo junto a los nidos más oscuros, en el lugar donde más indefensa palpita la vida, se acomodó con las piernas en tijera y pudo sentir con patetismo la fuerza del viento. Entonces pudo hablarle con sus pensamientos:
– Qué tal, viento terrible, manos frías, qué tal si ahora me muestras un poquito de amor. Ahora que no puedo luchar contigo, que me pongo en tus brazos, arrúllame, cántame, llévame a un lugar donde pueda ser grande ya, donde mire sin miedo los ojos de mi madre.
Habló con unas palabras robadas de los cuentos, las repitió muchas veces, incontables veces, lo dijo como una oración, como un canto, y se quedó dormido en los brazos de las ramas.
Cuando despertó, se encontraba en un sitio grande, en medio de un viejo olor a remedios, donde unas señoras blancas, que eran como palomas, iban y venían con mucha prisa. Intentó mover las manos y se dio cuenta que estaban presas entre cartones blancos. Sintió que eran grandes, muy grandes y gruesas, tanto que no podía moverlas. Y sus pies, qué extraño tenerlos tan pegados y lejanos. Tampoco pudo moverlos, era como si su cuerpo fuera ajeno de pronto.
Recordó entonces su oración al viento y sonrió. Seguramente estaba en este lugar para aprender a manejar un cuerpo de adulto. Pero no resultaba muy agradable ser grande, pues todo el cuerpo dolía y para moverse tenía que hacer mucho esfuerzo.
Un día comenzaron las clases en las que le enseñarían nuevamente a caminar. Todas las mañanas una señora blanca, por un corredor de piso brillante y con olor a lavanda, lo hacía levantarse y lo ejercitaba en mover las piernas: lo tomaba por la cintura, le indicaba cómo adelantar la derecha y luego la izquierda, cómo dar la vuelta para regresar al cuarto y luego sentarse al borde de la cama.
Aprendió más rápido de lo esperado. Tal vez si mamá lo hubiera visto, habría sido feliz. Pensaba el chico, mientras miraba por la ventana las decenas de visitantes que llenaban los pasillos. Personas que llegaban presurosas, cargadas de comida y ropa limpia. Un señor de edad avanzada se quedó mirándolo, se acercó y le dio una manzana. El niño la tomó sin decirle nada y la mordió casi mecánicamente. El sólo quería que llegara ella, la de los ojos húmedos, a llevárselo a casa.
En ese lugar conoció muchos niños que cargaban a la madre dentro de una bolsa plástica y la enseñaban a todo el mundo: Mira a mi mamá, es linda ¿verdad? Y luego se iban por el corredor, batiendo rápidamente sus brazos sobre las ruedas de una silla en la que vivían sentados, como en un trono. Y también conoció a otros que nunca hablaban de la madre, preferían sonreír tímidamente y decir dame un caramelo, para no responder a las preguntas.
Como la pequeña Francy, siempre encaramada en su trono, con unas piernas tan cortas que parecían retoños y que no servían para nada. Salvo para decir: estas son las piernas y se usan para caminar. Pero esta niña tenía unos ojos grandes, y en vez de pestañas, llevaba en los párpados alas de mariposa. Cada semana su mamá tenía un nuevo nombre, que ella inventaba, y un nuevo rostro. Pero Francy era extrañamente feliz. Su existencia era como la esperanza que no muere, la posibilidad de que algún día algo pudiera justificar su existencia.
El chiquillo de la historia y la pequeña mariposa triste se hicieron grandes amigos. Se encantaban contándose cosas sobre hechos o personas inexistentes, jugaban a cazar estrellas en los charcos del patio, a competir por el mayor número de empaques de caramelos que recogieran en la visita de la tarde.
Pasaron varios meses y el niño fue solicitado por unas señoras grises. Ellas le contaron que iban a llevarlo a otra casa grande, en donde viviría por un tiempo. El se dejó llevar, mansamente, sin preguntar nada. Algo le decía que eran inútiles las pataletas. Se despidió con el vuelo de sus manos de la niña de ojos de mariposa, y algo como salobre se le atravesó en la garganta, cuando miró por última vez la puerta gigante del sitio donde había aprendido a caminar por segunda vez.
En la nueva casa todo era más oscuro. Desde su llegada hubo oficios, tareas y algunos juegos repetidos que, al poco tiempo, parecían tormentos. El horario para dormir, para comer, y los castigos que no faltaban. A él lo mandaban al patio, a recoger todas las hojas que el viento arrancaba a los árboles y que caían como una lluvia interminable. Allí pasaba muchas horas, pues prefería barrer las hojas, amontonarlas y luego volver a hacerlas volar, para iniciar nuevamente su tarea. En ese lugar recobró otra vez su antigua amistad con el viento.
-Qué quieres, viento? Mándame más hojas ¡quiero más hojas! -gritaba. Y el viento parecía escucharlo, soplaba fuerte, hasta que el chico se llenaba de cansancio y se acostaba bajo el techo de los árboles.
-Este niño va a ser jardinero -comentaban las señoras grises, que lo miraban con ojos de compasión.
Pero un día en el que se dedicaba a su tarea de siempre, el niño trepó a un árbol y ya no volvió nunca a bajar. Las señoras estuvieron toda la tarde, y parte de la noche, dando palazos a las ramas, lo llamaron con todos los nombres que se les ocurrían -porque él jamás les dijo su nombre-, y al otro día fueron a buscarlo por las casas vecinas. Para ese tiempo el niño volaba sobre los tejados, de árbol en árbol visitaba nidos y seguía su pacto con el viento.
Y cuentan que pasados los años, en las noches de luna, se ve la sombra del niño entre las ramas; dicen que en su vuelo se reunió con la mariposa triste que no había podido olvidar, que entre los dos hicieron grandiosos castillos en el aire para tener un lugar donde acunar la felicidad y juntos decidieron adoptar al viento como padre y madre.
La monja me dijo que ella conoció al niño de la historia en uno de los hospicios en los que estuvo trabajando, y que se parecía a mí en la manera como miro hacia el cielo.
Yo quería preguntarle por qué el niño se hizo amigo del viento, cómo es eso de que aprendió a volar y muchas cosas más, pero eran demasiadas preguntas como para que ella pudiera entenderme con señas. Además, el padre vino a decirle que ella estaba para atender a todos los niños y no para dedicarse a uno solo. Entonces tuve que tragarme las preguntas con el agua de panela que nos dieron antes de acostarnos a dormir.
¿Así que uno puede ser amigo del viento?
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