“La muerte de Chatterton” de Henry Wallis (1856). Dominio público.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

¿Quién puede detener a un hombre
que lleva un suicidio en el ojal?
ANDRÉ BRETÓN

Después de algunos meses de tenerlo entre la vigilia y el sueño, como sucede con los libros que aguardan sobre la mesa de noche, después de muchas pesadillas sobre la muerte, al fin logré ajustarme estas Alas de cemento. Por fin pude calzarme nubes para sobrevolar sus páginas, para sortear tanta historia que duele. Cada poema es un ser y un mundo. Poetas atormentados, poetisas que no caben en su tiempo, ángeles adolescentes como Thomas Chatterton, que hizo de su final una insignia y una fuente de arte. Jaime Londoño es el oficiante, nos conduce a la intemperie para sentir las tempestades de la poesía. A través de estos poemas seguimos las vibraciones de las voces, los sacudones frenéticos de un tren ciego que recorre los siglos, las guerras, que atraviesa los cuartos, las cocinas, el rincón más triste de la noche.

¡Qué dolorosas son estas alas de cemento! Jaime experimenta la compasión, ese sentir compartido, y enaltece esa última hora de vida, ese último segundo de los poetas. Nos lleva a escanciar los jugos de la melancolía y, al mismo tiempo, el arrebato fulminante de la dicha. Porque cada poema es una celebración y un sentir fraterno, desde la carne, desde el zumo y el espíritu de cada escritor. En estos versos probamos «la flor del veneno», la embriaguez del silencio y de la sombra, vestimos «el abrigo de grava» para sumergirnos en el río, vemos nuestro rostro en la carta del suicida, surcamos el tiempo en un navío de hiel y queremos patear el futuro.

Entre verso y verso, entre poema y poema, hay abismos, historias hondas que el autor bebe y destila con su ser y sentir, con su propio cansancio, con su sangre en ebullición, y en ese proceso surge la luz con que teje sus versos. He sentido esos «alfileres de hielo» de Ana Cristina Cesar; he visto a Celan cómo sube hacia abajo, mientras Berrymann asciende por la lluvia; he contemplado el vuelo de Deleuze en pos de la inteligencia, el modo en que el ahorcado saca la lengua a la rutina. Me he llenado los ojos con todos los colores con que el poeta pinta los «ángeles de la muerte». «El ocaso azul entre los rieles», el amarillo y el ocre con que Van Gogh viste el sol antes que Tamiki Jara logre que el astro se recueste a llorar. He alucinado con el azul insistente de las olas que se empeñan en salvar a Kariotakis, en contra de sí mismo; me han trastornado los trazos violetas en las manos de Sylvia Plath.

Y ese travieso, ese genial embustero, Chatterton, aún sigue en su lecho, intoxicado de heterónimos y diciendo «perdonen este último acto de miseria». ¿Qué hacer, José Asunción, si hasta las rocas se hacen trizas pensando, si los armarios «de dos lunas solo reflejan sombras, deudas y cansancio»? Con ironía Londoño denuncia que los psiquiatras son antimotines de las dendritas, del yo, del ello, «como si ignoraran que la supuesta cura no empieza donde uno ya no es uno».

Estremece confirmar que los nombres y el material para un libro como este son incontables. Algunas historias nos harían reír, si no fueran tan trágicas, como aquella de José Zorrilla, quien gracias al suicidio del escritor español Mariano José de Larra, ha sido hasta hoy el único poeta sacado en hombros de un cementerio. En el “Suicidio de Papus”, aunque no es claro quién ha tomado la decisión de arrojarse desde el piso 17, el poema canta la ironía, parodia lo cotidiano, los instantes del ridículo, la perra que ladra al oler la caída, las horas tediosas del portero que al fin tendrá algo nuevo para anotar en su cuaderno.

Alas de cemento no es solo un bello homenaje a tantos poetas suicidas. Después de sorber, degustar, inhalar, sofocarse, volar y sumergirse en cada poema, tenemos la sensación de haber experimentado estas muertes y, al mismo tiempo, de amar cada una de esas vidas. Y, claro, sentimos la necesidad de penetrar en las obras que nos legaron. Es como si el poeta Jaime Londoño también hubiera muerto y renacido, y ahora nos entregara una dolorosa expansión, una dosis de hondura, desazón y belleza, que es en últimas la esencia trágica y sublime de la poesía.

(Sobre mi lectura del libro de Jaime Londoño “Alas de cemento” publicado por la Editorial Tanto Sur Airoso, 2023)

Febrero de 2024

Nerval en diario roto

A las cinco deshuesa fragmentos de ensueño
que se abren heridos como rosas de cristal.
A las seis cena el alma
nudos ciegos
y masculla praderas de pesadilla.
A las siete los trancos finos
que recorren su memoria
dejan de corretear,
se echan con dulzura sobre el tapete
del cénit estrellado.
A las ocho canta lunas ebrias
y empieza a obedecer,
día eclipsado por día eclipsado.
A las nueve, con ínfulas bizarras,
espanta almas acechantes.
A las diez nombra astros que echa a rodar,
como gorriones de piel en la locura.
A las once se balancea feliz
atado al poste que lo ilumina.

Letras de metano

Ya declina el bullicio
en la tarde que se extiende
con trazos violetas
hacia las manos de Sylvia Plath,
metanos de belleza en la inclemente noche.
Y las bellas sombras azules,
desde el borde oscuro del horno,
se lanzan a bailar entre los objetos
como pensativos suspiros.
Más allá de la alborada
la oigo flotar recordando en el zaguán
seres que partieron en submarinos de pino.
Frente a la mesa somnolienta la saludo.
Ella dibuja con su dedo azul
el dolor que guarda en sus entrañas.

Kostas Kariotakis

Escucha, es el mar de ópalo
que se aproxima,
viene a recordarme con trizas griegas mi vida
ambulante de ventanas pasajeras
hubiera tomado el revolver infalible.

Lascivas olas me golpean
con su marea espesa,
pero no hunden mi presagio y mi deseo;
ahora, como a un viejo tronco de balso,
la marea me hace tornar hacia la nada,
maletín vacío de viajero sin rumbo.
Lo dejé dormido en el ropero junto a las polillas.

Otras horas llegan y se quedan
largamente azules en su quietud,
como vestidas de brisa festiva.
Recuerdo su cacha de nácar.

Las olas luchan por salvarme
entonando susurros.
Así se abre la muerte que naufraga.

Lo tuve entre mis manos,
amigo mío, amigo mío, me decían sus balas,
nunca postergues nada.

“Tarde de vacaciones de Chatterton”. Grabado de William Ridgway a partir de una fotografía de W.B. Morris [1875]. Dominio público.