Lo extraño y lo salvaje, naturaleza y realidad. Como entrelazar hilos pasándolos unos sobre otros, alternadamente, apretándolos, como una trenza.
¡Que empiece el tejido! La imagen del salvaje, el “buen salvaje” digamos, es un tema clásico. Tiene un largo recorrido en el cine y la literatura, en la ciencia y la filosofía. Entre muchas opciones elijo la referencia de un libro que también es película. Ambos desconocidos o casi olvidados, por lo menos en nuestro contexto. Esta breve nota es una invitación, un homenaje y una provocación. Dersú Uzalá es un clásico ruso entre las novelas de viajes. Su autor es Vladimir Arséniev. Fue llevado al cine por Akira Kurosawa. Se cuenta que el proyecto de una épica cinematográfica del maestro japonés fue aplazado varias veces y solo felizmente llevado a cabo con el apoyo de la Unión Soviética, en los inicios de los años setenta. La película fue reconocida con un Óscar en Hollywood, en plena guerra fría. No conozco detalles de cómo fue posible aquello, no sé si hay casos semejantes, pero eso también la hace interesante.
Dersú Uzalá se basa en los diarios de viaje del explorador Arséniev por el territorio del Ussuri, la taiga del “Lejano Oriente” ruso, más cerca del Pacífico que del Báltico o el Mar Negro. Kurosawa se desplaza al lugar y graba en exteriores “naturales”. Ambos, novela y película, describen la inmensa, exuberante y seguramente muy hermosa taiga, desde la mirada de un grupo de cosacos liderados por el protagonista de la película, un geógrafo y militar que irrumpe por la espesura del bosque, atravesando ríos y montañas. A comienzos del siglo XX, precisamente en tiempos de la guerra ruso- japonesa, y para gloria de la Madre Rusia, el “capitán” intenta capturar la naturaleza con sus instrumentos, reducir lo natural para recogerlo en mapas. Es inevitable la analogía de esta epopeya con los westerns, las historias y mitos del hombre de frontera del lejano y viejo Oeste americano, tan importantes para Kurosawa.
Un cruce de hilos y un apretón. Y como en Don Quijote de Cervantes, el relato cobra una especial significación a partir del momento en el que emerge la voz y se asoma la mirada de alguien más. Como alter-ego de Arséniev, entra a escena un anciano cazador del pueblo hezhen-gold, un “hombre natural”, Dersú, un anónimo tan universal, personificación arquetípica de la experiencia humana en la frontera. Pequeño y extrañamente ataviado, este hombre surge una noche de la nada para convertirse en el guía de la expedición científica y, de paso, en el espejo a través del cual el emisario del zar observa y se pregunta por el porvenir de la naturaleza en tiempos de progreso.
El solitario Dersú es un gran anfitrión. Se muestra sabio y cuidadoso, curioso y generoso. Arséniev contrasta su mundo e interpela la civilización en cada diálogo con el homo sylvestris: «Cuanto más observaba de cerca a ese hombre, más me gustaba -dice Arséniev-. Cada día descubría en él nuevas cualidades. Anteriormente pensaba que el egoísmo es especialmente característico del hombre salvaje y que el sentido de la humanidad, la filantropía y la atención para con el prójimo solo eran inherentes en los europeos. ¿No estaría equivocado?». Desde el inicio el cazador es leal al capitán de la expedición, a quien llama su amigo y para quien lee las señales del camino, los mensajes de los árboles.
El leitmotiv de la novela y de la película es el cruce de percepciones de la realidad, otra vez Don Quijote en medio de la naturaleza. En la literatura y el cine, una y otra vez se repite la misma trama, aunque cambie el contexto. Es un tema universal. Lo encontramos en los Andes y la Amazonia, en la taiga rusa, en el desierto árabe o en la selva africana, y en el Oeste norteamericano. Pero la pregunta por la naturaleza inquieta. Es belleza inhóspita, fuente de recursos, en ocasiones inaccesibles, espacio refractario de lo humano, en ocasiones campo virgen, provocador, disponible para el abuso y para la invención del mito, en ocasiones también un desafío a la omnipotencia de Fausto.
Póster de la película Dersú Uzala, dirigida por Akira Kurosawa, URSS, 1975.
Otro hilo alternado y un nuevo nudo. Hace mucho dejó de considerarse la naturaleza como aquel mundo físico y biológico, el entorno circundante que envuelve algo que somos y que no sabemos qué es, eso “que no ha sido creado por la intervención humana directa”. Con tal definición un “hombre natural”, sylvestris, digamos Dersú, es simplemente un absurdo oxímoron. No parece una buena definición. Si se indaga un poco en los antecedentes de la cuestión, es claro que se trata de un lugar, pero establecer las fronteras de lo natural es discusión de vieja data. Lo natural versus lo cultural, antítesis de lo artificial, opuesto a lo humano. Todo lo anterior y mucho más. Ojalá fuera así de simple la cuestión. Pero no. Ni siquiera se pueden homologar los términos cultura, artificio o humanidad, como antípodas de la naturaleza. Estas tres oposiciones son incomparables entre sí, ¡Qué lábil y escurridiza se ha tornado una noción que antes parecía tan firme! Y cuando la naturaleza connota una entidad sagrada o reverenciada, fuente de inspiración artística, espiritual y científica, la cuestión resbala hasta el fondo en la maraña.
En estos tiempos, de una exacerbada sensibilidad ambiental, con apuestas por la existencia de derechos para la naturaleza, cuando se exige un nuevo “contrato natural”, como lo propusiera Michel Serres, sin que se haya conseguido; en tiempos en los que la virtualidad ha actualizado los viejos debates epistemológicos sobre realidad y anti-realidad, monismo y dualismo, materialismo e idealismo, sin haber sido resueltos; en esta tercera década del siglo XXI la pregunta por la naturaleza nos ubica en medio de un campo minado. Y el uso de la metáfora tiene aquí varios sentidos, como zona límite, como incertidumbre, riesgo y peligro.
La imagen de Dersú recuerda cierto arquetipo: es a un tiempo médium, traductor y tejedor de realidades múltiples. Recibe el consejo del viento, habla con las estrellas, el sol y la luna, discute con leños ardientes, a través de ellos mantiene contacto con sus muertos. Y su gran sensibilidad, su asombrosa erudición, está ahora al servicio de la amistad. Su nobleza y disposición poco a poco se tornan en trampa. Las circunstancias llevan al viejo a desafiar a Kanga, el espíritu del bosque, el orden cósmico natural. Él contribuye de alguna manera con el “fin de la naturaleza”, de su propio lugar. Es imaginable la encrucijada y, al menos, un final desconcertante. Es claro que estos encuentros casi nunca terminan bien. Otro clásico en los relatos sobre la condición humana.
Una vuelta más y un nuevo nudo. Estamos ante la experiencia de un mundo sin antecedentes, asfixiantemente ilimitado, hasta hace muy poco inimaginable, pero que se asoma de manera intimidante, sin que comprendamos aún de que se trata. Un mundo que ocupa el nuestro y que llegó para quedarse. Hablemos del neologismo que lo define: el metaverso. ¿Debería usar el plural de esta palabra?
Algoritmos, experiencias inmersivas, inteligencia artificial. La tecnología moderna, los conceptos y procesos de simulación, modelación y sistematización aportan nuevos entornos y experiencias a lo humano: la manera de percibir el mundo es otra. Empezamos a devenir en creaciones digitales y algunos de nuestros vecinos ya lo son, y apenas nos estamos dando cuenta. ¿Quiénes son los creadores y quiénes las criaturas? Nuevas percepciones, nuevos procesos cognitivos, nuevas interpretaciones refundan la experiencia del mundo real. ¿Naturaleza? Nueva realidad o artificio. ¿Ideología, reificación, pseudo-concreción? Estamos en los tiempos en que lo virtual es más real que lo natural, si es que alguna vez lo natural lo fue. Compartimos la sofisticación de la verdad y la experiencia sensorial. Y no es ficción.
Virtualidad, realidad aumentada, los ambientes de la Web 3.0. ¿En qué consistirá la versión 4.0.? Los entornos virtuales tridimensionales e interactivos, el metaverso y las experiencias inmersivas cada vez más extendidas redefinen lo humano y, como correlato, la naturaleza huida. Control y despersonalización, manipulación y exclusión, creación de mundos, realidades alternas y automatización. ¿Qué es ahora el hombre natural? Ya está dicho: un oxímoron. Pero ahora la dialéctica hombre-naturaleza parece perder su soporte. Desaparece.
En el remate de la trenza… Quienes orgullosamente venimos de “atrás”, de otro lugar, pretendiendo ser más reales que los habitantes del metaverso o de la taiga de Dersú, estamos fatalmente arrastrados hacia una tragedia. Nuestra incomprensión de las realidades virtuales, del tiempo y espacio versión 3.0., hace inaudible nuestra voz en los nuevos espacios. ¿Somos el remanente de una naturaleza, en el que se reflejan otras experiencias de cultura, de civilización, de humanidad?
Más vale movernos en el borde y a punto del desborde, saliendo del engaño que afirmaba que las fronteras habían dejado de existir. Leer las memorias de Arséniev o ver el cine de Kurosawa hoy, tan lejos y tan cerca de las frías guerras de hoy, invita a escribir y cantar las nuevas crónicas viajeras para los habitantes de otras realidades. Relatos y trovas en los que se describa un mundo que está ahí para ser tomado y los rezagos de un mundo perdido que hoy es nuestro y que de forma indefectible vemos fenecer.
Estamos obligados a la exploración: a explorar y a ser explorados. Como Arséniev, echamos mano de lo mejor de nuestros recursos para trazar mapas, ampliar fronteras y domesticar lo extraño. Y como Dersú, el advenimiento de otros mundos nos exigen ser guías dispuestos a enseñar sobre un mundo que está por perderse: el nuestro. Noveles observadores, para quienes quizás seamos primitivos, allende las fronteras del mundo, en el metaverso, ese sí un mundo real, quizás vean con curiosidad en nuestro rostro lo que una vez fueron, lo que extrañan o no quieren ser. Reconocerán en el reflejo del espejo su propia cultura, su humanidad, en contraste con nuestra naturaleza.
Como Dersú extraviado fuera de la taiga, con sus delirios solitarios, me resisto a pensar que en las versiones del mundo por venir no haya literatura escrita, ni crónicas de viajes ni algo semejante a las novelas históricas, con relatos del pasado en los que perviva la memoria. Quiero imaginar la existencia de seres o conciencias humanas en el metaverso, o lo que pueda llamarse mundo, obsesionados con el salvaje ante el espejo. ¿De qué manera se representarán las sensaciones y emociones en medio de páramos y desiertos, los paisajes, el viento y la nieve, las mareas y el rumor de los ríos, cuando ya nada de eso esté? ¿De qué manera estimarán nuestras prioridades e inquietudes sobre el insulso presente que será para ellos un pasado algo ingenuo, algo tosco y solo admirable para unos pocos?
Mientras repaso la trenza acabada, me asomo al metaverso como el salvaje Dersú, estupefacto, confinado en una estrecha habitación y preguntando: “¿Cómo pueden los hombres quedarse encerrados en una caja?”