Caída… a la americana

Por Efrén Piña Rivera

“América… ¿Cuándo vas a desnudarte?

¿Cuándo vas a mirarte a través de la tumba?”

Allen Ginsberg

Hace un par de semanas el New York Times convocó a algunos de sus columnistas a elegir una serie de televisión, una canción, una película o un texto literario que dieran cuenta de la pregunta: ¿Cómo se ven a sí mismos?, ¿cómo entender América? No entraré en el debate sobre lo que es o no América, ni en detalles sobre las diecisiete respuestas publicadas, las referencias que se usaron, o sobre su grande o exiguo valor. Subrayo sí que no faltaron las referencias a Avatar, a El gran Gatsby, a Breaking Bad y a Survivors, reflejos de su imagen propia ante el espejo, las más comentadas, por lo menos hasta el momento de mi consulta.

Es interesante reconocer algunas coincidencias entre las propuestas publicadas. Y aunque admito que mi lectura tiene un sesgo, me dejo llevar por el impulso de hablar aquí sobre las visiones cruzadas que los gringos tienen de su país, su gente y su gobierno. Llaman la atención, en primer lugar, esa mezcla entre zozobra, incertidumbre, inocencia y desaprensión que traslucen las conclusiones de los breves artículos, al lado de sugerentes preguntas sobre lo que viene siendo esa realidad “americana” en tiempos de polarización, de exaltación del trumpismo, de la arrogancia frente a sus aliados europeos en tiempos de guerra con Putin, frente a árabes e hispanos, así como el obstinado afán de justificar su preponderancia militar, política y cultural en todo el planeta y el advenimiento de nuevas y viejas tensiones por la sombra que avanza desde Oriente, desde China particularmente.

Más allá de la elección hecha por los escritores consultados, es sugerente ver que varios apuntan al final del individuo, su “caída”, parafraseando una expresión muy usada en títulos de ensayos, cuentos y novelas: la del hombre natural de Pagden, la del hombre público de Sennett, la de un gran imperio, Roma o Constantinopla, con Gibbon o, también, la de aquella fascinante Casa Usher de Edgar Allan Poe. Aquí se trata de la caída del individuo, que a juicio de opinadores del New York Times, es la señal de estos tiempos americanos. Por supuesto no es cosa menor, pues es un anuncio fúnebre para la más genuina y significativa institución de la cultura americana: el individuo. Se trata, por tanto, del declive frente a la incómoda e inatajable imposición totalitaria del colectivo, representado por las mareas veleidosas del trending topic y sus influencias, tan evidentes como anónimas. A decir verdad, el asunto no parece ser algo muy novedoso, pues la idea de la ruptura de la dualidad individuo/colectivo es un lugar común en los debates de las ciencias sociales. Es un trending topic en sí mismo, una persistente amenaza que justifica de forma recurrente el siempre impetuoso estilo americano.

Hasta ayer seguía siendo común observar en la figura del cowboy, del hombre de la frontera, la fundación del mito americano. Ese héroe oscuro, sin pasado ni historia, recreado una y otra vez, con matices, en la novela negra, en westerns, en musicales y comedias románticas, en las historias de jueces y reclusos, de mafiosos y superhéroes, policías y ladrones, vengadores, deportistas y políticos que pueblan las obras literarias, cinematográficas y series de televisión. Una y mil variantes de la misma figura masculina, casi siempre arrojada, de armas tomar —y no es un decir— que se mantiene, aunque ya no incólume. Ahí están los adolescentes protagonistas de las recientes matanzas de colegios y malls, los asesinos en serie, mezcla de John Wayne con American Psycho, de Indiana Jones y Frank Underwood, figuras para consumidores y soñadores del siglo XXI.

Hay que decirlo: quien se atreve a conocer a los Estados Unidos, lee su historia de más de dos siglos, se acerca de forma crítica a su literatura, a su cine, o recorre algunas de sus ciudades, debe admitir que “América” ha sido el referente de múltiples ideales culturales para habitantes de todo el planeta. Estados Unidos ha sido sinónimo de refugio y generosidad, de pragmatismo e hibridación. Fue el soporte ejemplar de la promoción de valores de humanidad y democracia durante muchas décadas. Encarnó para europeos y asiáticos, y sigue inspirando para muchos migrantes del sur y de todas las formas posibles del Sur, un proyecto, una apuesta en la dignificación de sus vidas. El viejo mito americano incluye otra serie de rasgos, como la del país de las oportunidades, el american dream o el excepcionalismo como hipótesis. No tengo prevención alguna frente a lo que fue la gran nación americana, al carácter de sus gentes, por el contrario, me resulta fascinante.

¿Es que acaso aquella manida fórmula del american style, del individuo como referente de la definición cultural ha dejado de funcionar? Ahora ese sueño americano da cuenta de una distopía, ha devenido en pesadilla. La profusión de las redes sociales con su odiosa transparencia, la exposición sin ropajes, sin escrúpulo, parecen dejar al descubierto, a través de las rendijas o de par en par, otra triste realidad… la de la soledad, el consumismo desenfrenado e irracional y la ignorancia inocultables; el miedo y la agresividad, la indolencia y la intolerancia, señales de una descarada deshumanización… Es lo que se trasluce en el mensaje de algunos columnistas de NYT. ¡Incomodo asunto!

Y es que hay otros mensajes llamativos en la publicación. Alguien pregunta: ¿Acaso, estamos listos? Y se refiere a la “América del futuro” ante el sorprendente desarrollo de las llamadas inteligencias artificiales, y las oportunidades que tiene la sociedad norteamericana de asumir los retos de las IA. Habría que corregir al autor, pues no se trata de tecnologías que estén por llegar, es que ya llegaron. Mediante las dudas expuestas se reafirma ese sentimiento de triste soledad e incertidumbre, pues no queda claro qué es lo que está llegando ni qué es aquello para lo que se deben alistar.

Otros exponen con cierta inocencia e ingenuidad su molestia respecto a la manera como es percibido su país afuera, otro lugar común en la autorreferencia de la cultura americana. Parecen desconcertados del inmenso antiamericanismo que perciben por todas partes, cuando insisten en que ellos son los legítimos defensores de la justicia y los gendarmes de la democracia. Con lentes de provincianismo ven en sus deportistas, sus políticos y artistas el avatar del héroe, del triunfador, del mecenas de la civilización universal. Simulacro y telerrealidad.

Hay otros comentarios destacables que exaltan una extraña continuidad en la cultura americana, que va desde lo frívolo que cobra fuerza y densidad hasta convertirse en una propuesta cultural en sí misma. Desde lo más simple e insulso se reivindica la esperanza a la manera americana, o al menos se mantiene la expectativa sobre un posible mundo mejor. Y aunque parezca ingenua me resulta estimable dicha actitud frente al escepticismo cínico del que nada espera y se hace insoportable por reaccionario. Con mi propia incredulidad frente al porvenir, no dejo de forzarme una y otra vez a creer en el que cree.

Una reflexión más. Después de una breve y punzante autocrítica sobre la desdichada herencia que esa América va dejando en el resto del planeta, algunos autores especulan por la oportunidad de una “segunda edad dorada”. La sola idea de una “edad de oro americana” ya tiene el tono molesto del escapismo y la ilusión vana, como un juego conveniente de una memoria arreglada para soportar lo insufrible del presente y lo incierto del futuro, que en gran medida es consecuencia de las decisiones “americanas” que acaban un mundo que nunca se han atrevido a ver.

Admito que extraño la vieja imagen de aquel gringo, no el cowboy, el de la hospitalidad, la irreverencia y la dignidad. No el del consumo desaforado y la arrogante ignorancia, no el que mira afuera con un gesto de vergüenza, o el que cierra los ojos y actúa con desvergüenza, sino el gringo rebelde y disruptivo, el político ejemplar, hombres y mujeres, artistas, músicos y escritores, que nos han enseñado la desobediencia e inconformidad y, a la vez, las oportunidades y sueños posibles, con gran ingenio y creatividad.

Al final, lejos del afán de los comentaristas del diario neoyorquino, no me preocupa tanto si habrá otro chance para el sueño o el estilo americano. Lo inquietante es sabert si el planeta y quienes lo habitamos tenemos aún alguna oportunidad. Estoy seguro de que, si aún existe, esta depende de nuestra capacidad de aprender de la impresionante experiencia gringa y de los estragos que hemos heredado desde su norte.

Fotograma de la película “El hombre que mató a Liberty Valance” de John Ford (Estados Unidos, 1962).

La noche de San Juan

Por Efrén Piña Rivera

Al final de su vida, la reputación de Mircea Eliade se vio gravemente ensombrecida por cuenta de las acusaciones sobre sus flirteos juveniles con la fascista Guardia de hierro en su país y por la aparente deslealtad con algún amigo suyo que a la postre sería condenado en la Rumania de la posguerra. En medio del escándalo aparece uno de sus últimos escritos, La noche de San Juan, una misteriosa novela sobre el fugaz encuentro de dos amantes, Ileana y Stefan, en medio de las vicisitudes de la Segunda Guerra y la transformación europea del mediados del siglo XX. El gran erudito rumano e imprescindible historiador de las religiones fue un prolífico novelista.

La novela relata el periplo, el viaje del joven protagonista en busca del Tiempo, pero no el tiempo perdido de Proust… “Era otra clase de Tiempo. Aún no lo había vivido, no estaba ligado a mi pasado. Era otra cosa, que parecía venir de otra parte”. Es otro tiempo… “una noche de plenilunio o una tarde de verano, o los cantos de los pájaros” o de los insectos en las diferentes horas del día, la naturaleza “transparente… portadora de valores” que se ven interpeladas por los torbellinos de la dramática historia de Europa oriental.

La noche de San Juan es una disertación sobre lo inexorable del tiempo: el tiempo histórico, el de la guerra y los grandes conflictos vividos en su época. Y el tiempo cósmico, el de “el día y la noche, las fases de la luna, las estaciones… la luna nueva o la luna llena, los equinoccios y solsticios, los crepúsculos matutinos y vespertinos… cada uno de esos fenómenos le revelan un nuevo aspecto del todo, del Cosmos. Le basta con agotar la significación de cada uno de esos acontecimientos cósmicos. De esta suerte, vive en perpetua revelación”. Como trasfondo está, precisamente, la compleja situación de la joven intelectualidad rumana por cuenta de la degradación política y social, la tensión de la entreguerra, que produce tanto la guardia de hierro como el control totalitario de la posguerra con la consiguiente dosis de represión y exilio.

La novela comienza y termina el 23 de junio, aquella noche de las hadas, cuando “se abren los cielos, aunque probablemente sólo se abran para quien sepa mirarlos”. En la tradición europea, para ingleses, españoles y escandinavos, nos dice Eliade, en esta noche se invoca el cielo a través del fuego.

Y es el fuego el gran protagonista, con las orgullosas hogueras que se alzan hasta el cielo y atraen magnéticamente a brujas y niños, a cantores y danzantes. El fuego ahuyenta los malos espíritus y purifica el alma. Siendo una de las noches más cortas del año en el norte es uno de los momentos más esperados. Para algunos es el punto de partida del verano, para otros un momento único en la configuración cósmica.

Los celtas celebraron Alban Heurin, la bienvenida al buen tiempo y la fertilidad. La noche de las hadas es la de los pinos y los fresnos, la de exorcismos, invocaciones y profecías, la de ninots, juanillos andaluces y macarrons catalanes, de magia y misticismo, desinhibición y epifanía, aquelarres y sortilegios.

El solsticio de verano en el norte tiene su espejo en el invierno sureño. Es el momento para ese rito renovador de Occidente que coincide con la fiesta del Sol del inca. Porque en la noche de Ileana y Stefan en la novela de Eliade, la noche de místicos encuentros y desencuentros, es además el tiempo de armonización para pueblos indígenas de América y tanto los viejos poetas beats como los persistentes hippies de la Otra América, obstinados, ávidos de experiencias, responden al llamado del sol.

El solsticio es también en los Andes la ocasión del encuentro cósmico ritual, un nuevo ciclo de vida que reclama su lugar en tiempos de progreso. El Inti Raymi es la celebración y abrazo allende y aquende los mares, en Otavalo y Nueva York, en Cusco, Amantaní y Madrid. En diferentes partes del mundo migrantes andinos ven propicio el momento para insistir en reivindicaciones étnicas, nacionales andinas, peruanas, bolivianas y ecuatorianas, dando cuenta de una temporalidad diferente a la de San Juan. Propician la renovación humano – natural (con lo que pueda significar natural hoy) y su armonización. En Manhattan y en Getafe, con fotutos, flautas y ocarinas marcando el ritmo de las danzas, con hojas de coca, semillas y chicha como ofrendas de abuelos y abuelas, el ritual del sol es un gesto de reivindicación, el llamado de la Pachamama, el desafío a la colonización.

La noche del 23 ahora comienza. Relatos diferentes, de distintos calendarios, confluyen en una misma ocasión. Imagino la experiencia mística del encuentro de quienes aman y se aman, sea en la mitad de algún bosque oscuro europeo, en una plaza española, entre los apus, montañas andinas que hablan, en el comienzo y final de los tiempos, venciendo la hora de la desgracia y saludando el desorden cálido del porvenir. ¡Enciendo el fuego! ¡Que se abran ya los cielos y que muchos seamos capaces de mirarlos!

Danza y música se espera en durante las jornadas en el Inti Raymi