Detalle de “La Paye des moissonneurs” de Léon L´Hermitte (1882)
Humberto es el segundo marido de Alicia. La mujer estuvo casada con un hombre que la quería de una manera extraña. Se llamaba Silvio y era teniente de la policía. Todas las noches llegaba a la casa buscando alguna razón para reñir con ella. El sabor amargo de alguna fruta, unas partículas de polvo sobre las mesas, la escoba puesta en un lugar inusual, una sombra en el rostro de ella, una palabra desacostumbrada. Pero lo peor del hombre eran sus continuos ataques de celos.
Se dedicaba a pedirle cuentas de lo que había hecho durante el día, con horas, minutos, segundos, pelos y señales. Si ella olvidaba algún detalle, la golpeaba salvajemente. Siempre estaba imaginando visitas, salidas furtivas, pactos para burlarse de él. Cualquier cosa encendía su furia. La tomaba por los cabellos y la arrastraba por toda la casa. Los golpes del hombre y los gritos de la mujer se escuchaban más allá de los límites de la casa.
Alicia pensó mil veces en abandonarlo, pero tenía miedo de que la buscara por el mundo para vengarse. Los vecinos estaban advertidos. Si un día veían a la mujer alejarse más de lo acostumbrado, inmediatamente debían avisarle a Silvio. Alicia estaba presa en su propia casa.
Por la época en que se recrudeció la violencia en aquella región, Silvio fue enviado a patrullar unas tierras por varias semanas. Antes de irse a cumplir su misión, compró provisiones para un mes, alistó fuertes candados para las puertas y ordenó a Alicia que por nada del mundo saliera de la casa.
Obediente y temerosa, la mujer se resignó a ser recluida en nombre del amor una vez más. Pasada una semana, varios hombres llegaron preguntando por el marido. Alicia, a través de la ventana, respondió temblando las preguntas que le hicieron sobre él: hacia dónde se fue, cuántos hombres lo acompañan, cuándo regresa.
Silvio llegó a la madrugada siguiente, mucho antes de la fecha señalada. Inicialmente la mujer pensó que su regreso se debía a otro de sus acostumbrados ataques de celos, pero pronto comprendió que venía desencajado, desarmado y muerto de miedo.
– ¡Alicia! ¡Alicia! ¡Me están buscando para matarme!
Su expresión, habitualmente hosca, se había transformado en un gesto de súplica y desamparo. Se tendió a sus pies. La mujer no alcanzaba a entender. Lo cobijó entre sus brazos como si se tratara de un niño desvalido.
– Tranquilo, tranquilo, nadie le va a hacer nada.
El hombre no dejaba de gemir como un ternero próximo a la muerte.
– ¡Vienen para acá! ¡Vámonos de aquí!
Alicia recordó los hombres de la tarde anterior.
– No, ya vinieron. Les dije que usted no estaba, que no volvería más, que me había abandonado…
– ¡Volverán! Todo el mundo sabe que yo nunca la abandonaría.
– ¡Pero si usted es un teniente de la policía! ¿Por qué tiene miedo?
Le dijo con una voz fuerte, como una madre que reprende al hijo, pero al mismo tiempo trata de darle valor.
– ¡Es que los mataron a todos! ¡Nos desarmaron, no queda nadie que me apoye!
El frío se trepó por los pies de la mujer. Lo único que se le ocurrió fue buscar un lugar dónde esconder a Silvio. En la despensa encontró el sitio perfecto. Lo hizo doblarse en el piso, le puso todas las provisiones encima, borró toda posible huella y esperó el momento.
Hacia la madrugada llegaron tumbando la puerta de la casa, estaban armados de machetes y cuchillos. Alicia cerró los ojos.
– ¡Les dije que no está, que no ha venido! ¡Me abandonó, no regresará nunca más!
– ¡Mentira! Está aquí. Sabemos que vino para acá.
La tomaron por los cabellos y gritaron que si él no salía de su escondite, la matarían. Nadie respondió. Buscaron por todas partes, pero no se detuvieron en la despensa. Repitieron que la iban a matar. Entonces Alicia se atrevió a gritar:
– ¡Aunque me mataran, no aparecería! ¡Me pegaba, me golpeaba mucho! ¡Yo le tenía miedo, lo odiaba! Yo misma lo maté hoy, cuando llegó desarmado. Lo enterré en el solar. Llévenme con ustedes. ¡Quiero irme lejos de aquí!
Los hombres se negaban a creer lo que escuchaban, pero conociendo los antecedentes del matrimonio y al ver que la mujer les suplicaba que la llevaran con ellos antes de que vinieran los refuerzos de la policía y descubrieran el crimen, terminaron por convencerse de su relato.
En dos minutos Alicia preparó su maleta y se fue con los hombres. Uno de ellos la subió a la grupa de su caballo. Cuando amanecía, la cabalgata se detuvo en una casa para tomar alimento. La mujer no quiso entrar. Tan pronto se vio sola echó a correr y no paró hasta la tarde siguiente cuando llegó a otro pueblo más grande. Allí buscó trabajo como empleada interna.
Alicia le salvó la vida a Silvio, al tiempo que pudo librarse de él. Ella es muy dulce, pero de vez en cuando algo amargo se le atraviesa en la garganta. Todavía en sus ojos tiene la huella de aquellos días.
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