Lenguas silenciadas
Por Luz Helena Cordero Villamizar
«Lenguas silenciadas» para las que no tenemos oídos y tampoco labios, olfato, piel, conciencia. Sonidos y palabras ante los que somos ciegos, desmemoriados, fatales por ignorancia, mudos por desdén. Nuestra razón ignora la savia, apenas respira aromas empacados, frutos recién intervenidos, colores apetitosos para el mercado. Nuestros bosques y selvas son lindos en fotografías.
Me interno ahora en el Bosque desovando, el poemario de Selnich Vivas Hurtado, recientemente publicado por Sílaba, que da voz a eso que pulula, que nos rodea, nos contiene y nos puebla. A la fertilidad, a la sabiduría de plantas, animales y humanos; a la tierra y al agua, al «tejido de la vida». Quienes estuvimos en la presentación en la Feria del libro de Bogotá, logramos sentir esa «experiencia mística que brota de poéticas ancestrales». Porque este bosque que desova no es solo un libro. Es un ritual en el que Selnich es el oficiante, el médium, el traductor de esas lenguas en las que viaja la energía vital, las visiones y cantos tradicionales, la dinámica de la creación y la destrucción.
En estas imágenes y sentidos poéticos resultan absurdas las dicotomías civilización-salvajismo, cultura-naturaleza, que se establecen a partir de la imposición del poder y que legitiman tantas formas de sometimiento del otro, de lo distinto, al llamado mundo culto o civilizado. Relaciones bipolares que están presentes en La Vorágine y que exhiben la ideología vigente en el contexto histórico en el que “la novela de la selva” fue escrita. El mismo José Eustasio Rivera, autor-creador, nos presenta su mirada crítica al respecto, en algunos relatos y en el discurso de algunos personajes. Por los hechos narrados en la novela, por la explotación inmisericorde de los caucheros, por la forma de resolver los conflictos, comprendemos que la violencia y el maltrato forman parte de la «civilización» misma y que es urgente resignificar «lo salvaje».
La vorágine, esa novela nacional, tan difundida y poco conocida en profundidad, que quizá nos obligaron a leer en el colegio, cuyo centenario se celebró en la Filbo en medio de multitudes, entre tanto bombo y ruido, requiere del silencio y la soledad para volverla a leer, para ser entendida en su contemporaneidad.
Al contrario de lo que ocurre con Arturo Cova, quien habla a la selva con desesperación: «¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde?»; en contraste con quien sufre porque está a merced de los ríos, de los nativos, de los caminos oscuros que lo conducen a la nada, en la voz poética de Selnich Vivas hay comunión con la selva. En sus versos escuchamos «el conjuro del abejorro», «las lenguas silenciadas que se esconden en la piedra enmohecida» y las palabras nos conectan a la rana, a la semilla, a la ceiba. Porque
Lo que no decimos en letras
brota y florece en sembríos
de albahaca, bleo y pringamoza.
Estamos al mismo nivel del armadillo, del canasto, de la mota de algodón, de la montaña. Hay un llamado a la conciencia mediante sensaciones poéticas, pues la naturaleza no es esa extensión que nos rodea; somos parte de ella, la llevamos en nuestro ser, en lo material y en lo inmaterial. A ella retornamos porque venimos «desde el fondo de la mar». No solo somos un grano del cosmos, también lo contenemos; nuestras venas son ríos, «los vientres del cosmos proveen los tonos del afecto». ¿Sabemos que «las aves y las nubes se aparean» y que «un cometa anida en la mirada del lagarto»?
La conjugación en femenino no es gratuita. Para Selnich la voz de la vida es energía femenina. La voz se dirige a una segunda persona que es Ebuiño, la hermana de una mujer en la lengua mɨnɨka del pueblo murui-muina.
Los vientres mujeriles son retornos gozosos al inicio,
cada embarazo es el comienzo del cosmos.
Del pico de un ibis cuelgan cuatro lobulillos de oro
Y una vaina atrapada en los extremos.
El soplo no puede ceder al fuego.
Ventea entre las grietas de unos cráneos.
Unas plumas suspendidas se aman
antes de caer al agua y olvidarse.
Y hay lenguas silenciadas que se esconden
en la piedra enmohecida;
morderla no hace daño, estimula las sinapsis.
Una expresión de la cultura ha pretendido separarnos del agua y de la tierra, pero adentro llevamos el origen del mundo. Raíces, cortezas, micelios, hiedras y tatuajes en los huesos, los pies ya tienen «memoria del territorio» «y el estómago se satisface con aromas».
Para ellos el bosque trastorna;
Para nosotras, retorna.
Cárcel verde, le llaman.
Este bosque desova en cada línea, en cada página. Agradezco a Selnich Vivas esta poesía que nos conecta con el origen, con lo mínimo del todo y, además, su don para enseñarnos a percibir las lenguas silenciadas por el mal llamado “mundo del progreso”, ese que nos despoja de aquellos sentidos y significados y nos induce a ejercitar «los músculos del olvido».
Hay amaneceres invisibles a la cuantía de los créditos.
Flores de papas desconocidas en los bulevares hambrientos.
Quinuas de texturas y ríos de colores
ocultos al hombre que navega por las redes.
Venimos de la sabrosura del bosque
y en ella volveremos a germinar.
Respiramos el mismo aire de las abuelas del pleistoceno.
La que te canta entre los cepos, dijiste,
sigue trastornada por el látigo.
Recibe, Ebuiño, mi mano en la tuya.
Dancemos abrazadas a la madre del afecto.
Bajo el bosque desovando
resuena el amanecer del cosmos.
¡Despierta, no hagas esperar al misterio de tus fibras!
***
El difunto se siembra en el mismo lugar de su placenta.
Ninguna boca letrada alcanza para tales oficios.
Ninguna, Ebuiño, habla como tus manos de huerta.
De nuevo los caucheros y su venta de siringa;
los amos esclavistas y sus goletas negreras;
las tuberías y sus pozos de petróleo.
Nosotras de repente atrapadas en el termitero.
Nos hundimos en el agua del pozo.
El ruido taladra en el lomo de las crías.
La grieta crece en el estantillo
y el oído se pasma de miedo.
Bogotá, mayo de 2024