Detalle de “El fantasma Kohada Koheiji” de Katsushika Hokusai, 1831
En las noches, antes de irnos a dormir, papá y mamá se sentaban a hablar con algunos vecinos en el recibidor de la casa. Los amigos venían porque en aquel lugar las noches eran muy brillantes, los árboles danzaban y el ambiente era fresco y acogedor. Pero también venían porque papá tenía fama de conversador y de buen escucha. Prestaba oídos a todas las historias que las personas querían contar, dejando un lugar abierto para el desahogo o el misterio.
Yo también escuchaba con mucha atención lo que decían. Para mí casi todas las historias eran de espantos y terror. Me abrazaba a los pies de mamá y escondía la cara entre sus piernas. Allí había calor y el miedo se hacía más chiquito. Una cosa me llamaba la atención: los fantasmas tenían nombre propio y todos los que escuchaban parecían conocerlos, o por lo menos haberlos visto alguna vez.
Era como si los espantos hicieran parte de la familia, como si cada uno hubiera hospedado alguno en su casa y por eso debieran convivir con ellos y guardarles respeto y consideración. Nadie hacía bromas que pudieran ofender la memoria de quienes, habiendo sido humanos, pasaron al entremundo de las sombras.
– Papá ¿Por qué hay tantos espantos? –le pregunté una noche en la que ya no podía soportar el canto de los grillos.
– Hay tantos espantos como personas en el mundo.
– ¿Y todo lo que cuentan fue realmente cierto?
Se quedó mirándome muy fijo.
– La imaginación es tan cierta como la realidad. Las dos se confunden en la mente del hombre, aunque a veces la realidad supera la imaginación. Hay cosas reales que espantan más que los espantos…
La respuesta me confundió mucho más. En ese momento no entendí nada. Me puso la mano en la cabeza, como queriendo borrarme los pensamientos y me preguntó si tenía miedo. Le dije que no, pero la mentira se me salía por los ojos.
De todos modos aquella noche papá me dejó escuchar los cuentos como de costumbre. Él consideraba que no había unas conversaciones para grandes y otras para chicos. Decía que las palabras son las mismas a cualquier edad, lo que cambia es el sentimiento con el que se dicen o con el que se escuchan. No hay palabra más clara que la misma realidad y ésta no discrimina entre niños o grandes. Los niños pueden oírlo todo, pero sólo escuchan lo que les cabe en el corazón.
Así pensaba mi padre. La imaginación se confunde con la realidad, o tal vez la realidad se confunde con la imaginación. Yo no sé nada. Tal vez hay cosas que, aunque no han ocurrido nunca, las tenemos fijas en la cabeza, y entonces tal vez suceden en alguna parte del mundo que llevamos dentro.
Hay otras que ocurrieron y nos hacen tanto daño que quisiéramos borrarlas y entonces las convertimos en imaginación. Los niños pueden oírlo todo. Pero sólo escuchan lo que les cabe en el corazón.
***