“El monaguillo” de Agim Sulaj 

La iglesia tenía el piso de piedra, sus columnas y muros eran blancos con ribetes dorados, el altar modesto estaba presidido por la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, enmarcada con un estilo barroco. Cuatro velones, un cristo de mármol y dos búcaros con gladíolos reposaban sobre la mesa, vestida con un viejo mantel blanco.

A las cuatro y treinta de la mañana dos agudos campaneos hacían saltar del lecho a la mujer, quien casi dormida se levantaba para espantar los sueños de Luis. El muchacho se movía a uno y otro lado, batallando con un enemigo invisible. Agredía, se quejaba hasta que abría los ojos y allí estaba su madre, ordenándole ponerse de pie.

– Ya van a tocar los tres cuartos. Levántese que el Padre se pone bravo.

Como un autómata, Luis se sentaba en la cama. Con los ojos cerrados se colocaba las medias, se dirigía al cuarto de baño, cepillaba sus dientes y cuando despertaba ya iba trotando camino de la iglesia.

– Ya llegué, Padre. No me vaya a regañar.

Encontraba al padre Fermín en la sacristía, arrodillado en el reclinatorio, su mano derecha sostenía la Biblia, el marcador de cinta roja señalaba el evangelio del día. De prisa Luis se colocaba el hábito de monaguillo, tomaba la campanilla y salía al altar, anunciando con varios toques el comienzo de la ceremonia.

Los feligreses de todos los días, ancianos en su totalidad, se acomodaban en las bancas de siempre. El clérigo aparecía cojeando, mientras musitaba oraciones o plegarias que nadie lograba descifrar. Luis se arrodillaba detrás del padre y esperaba el momento del sermón para cerrar los ojos e hilar nuevamente los sueños, bruscamente interrumpidos por la voz de su madre. En varias ocasiones el padre Fermín se había visto forzado a sacudirlo para que tocara el inicio de la elevación.

En la misa de seis aumentaba la audiencia y el sol penetraba por las claraboyas, lo que hacía más difícil a Luis clavar la cabeza sobre el pecho.

De no ser por las súplicas de la madre, el sacerdote habría despedido al muchacho desde el segundo día de su contrato como acólito. Siempre llegaba tarde para ayudarlo a vestir, olvidaba peinarse, no ponía las cosas en su lugar, y para colmo de males, se quedaba dormido a la mitad de la misa. Los diez pesos que ganaba por cada día de trabajo ayudaban a su madre con los gastos de la casa.

A las siete, después de cerrar las puertas de la iglesia, Luis subía al comedor y junto al padre tomaba el desayuno. Era la única ocasión que tenía para conversar con el sacerdote, pedirle favores o transmitirle algún encargo de su mamá. Igualmente era el momento en que el padre Fermín le dejaba saber la programación del día.

– Hoy, a las tres de la tarde tenemos que celebrar la misa de cuerpo presente de doña Hermencia y a las cinco tenemos que ir a la cárcel.

La cárcel le producía una sensación entre desagradable y atractiva. El penal de mujeres estaba situado a la salida del pueblo, ocupaba una manzana grande, tenía un patio central amplio, corredores oscuros y las celdas se encontraban situadas en el segundo piso de la edificación.

Cincuenta y tres mujeres pagaban su condena, la mayoría de ellas venidas de regiones distantes. Entre el lavado de ropas, tejidos a croché y costuras por encargo, transcurría su vida de penas y privaciones.

Todos los martes a las cinco de la tarde el padre Fermín celebraba una misa en el patio de la cárcel, después de atender confesiones y repartir perdones y penitencias a diestra y siniestra. El monaguillo lo acompañaba con los ojos muy abiertos, contemplando el desfile de mujeres, que con los ojos inclinados y las manos cerradas sobre el pecho, recibían la santa comunión.

Mientras Luis sostenía la patena bajo el mentón de las presas, las examinaba una a una, cuando sacaban su lengua rosada para recibir el cuerpo de Cristo. Con quince años y dos meses, se sentía un privilegiado al contemplar aquel íntimo espectáculo de sensualidad y devoción. La ceremonia religiosa era un momento de fuga espiritual para las mujeres.

Allí conoció a Lucía, de veintitrés años y ojos pícaros e intensamente negros. Una tarde en que Luis esperaba a que el padre terminara las confesiones, se apareció la mujer con un delantal húmedo que dejaba ver la ligera redondez de su vientre.

-¿Cómo te llamas, precioso?

No supo si contestarle o no, si decirle su nombre o inventarse cualquier otro. Sintió un calor que le subía a las mejillas. Era la primera vez que una mujer se dirigía a él de esa manera. Imaginó que quien le hablaba era una asesina de niños y recobró el valor para responderle, aunque sin mirarla a los ojos.

– El padre no me permite hablar con presidiarias.

– Yo soy Lucía y no soy una presidiaria. O mejor dicho, sí, pero no soy lo que tú te imaginas.

– Está presa y eso es suficiente.

– No es suficiente, porque estoy loca por ti.

No soportó más. Se fue del lugar donde se encontraba, caminó hacia la capilla y se sintió más tonto que nunca.

Después de lo sucedido, la visita a la cárcel le producía dolor en el estómago. Se debatía en la lucha por esquivar a la mujer y, al mismo tiempo, la buscaba desesperadamente en la fila de las que comulgaban todas las semanas. Ella nunca aparecía entre las devotas.

En uno de los desayunos se atrevió a preguntarle al padre:

– ¿Todas las presas son culpables?

– Eso hay que dejárselo a la justicia de los hombres. Ante los ojos de Dios pueden ser inocentes. Dios todo lo perdona.

Las palabras del padre le sonaron como una bendición.

A partir de aquel momento, Luis se dedicó a buscar a Lucía entre las concurrentes. La veía haciendo su trabajo, sacudiendo rítmicamente su cuerpo sobre el lavadero, empinándose para tender las sábanas o moviendo sus manos como una bailarina mientras tejía un mantel para una mesa desconocida.

Una tarde ella asistió a la misa con un vestido azul que marcaba su hermosa figura. Luis no le quitó los ojos de encima durante la ceremonia, hasta lograr que entornara los ojos. Entonces se sintió vencedor. Antes de partir, se acercó al lugar donde se encontraba y le dijo en voz baja:

– Me llamo Luis.

Ella le respondió con una sonrisa.

Desde aquel momento ya no hubo reposo en su cabeza ni en su pecho. La ansiedad por ir a la cárcel le quitaba el sueño. Comenzó a cuidar su peinado y a ensayar su sonrisa.

Lucía se transformó en una devota repentina. Mientras recibía la comunión depositaba en los bolsillos de Luis papeles perfumados que contenían palabras cariñosas, frases sensuales, cartas de amor, flores disecadas. Un día le dejó una fotografía donde aparecía su rostro como salido de la bruma.

El corazón del acólito había sido poblado por los ojos de una mujer. Las clases se transformaron en ruidos ininteligibles, dejó de oír los rezos del padre Fermín y de necesitar la ayuda de su madre para despertarse en las madrugadas. Antes de llegar a la iglesia, corría hasta los linderos de la cárcel y daba tres silbos para anunciar su presencia. Lucía, desde algún lugar le respondía con un canto, su voz se elevaba sobre los muros como un pájaro en libertad y llegaba hasta él, dulce, suave, enamorada.

El sacerdote, que era capaz de leer más allá del silencio, le preguntó una mañana:

– ¿Qué le pasa, muchacho?, tiene los ojos un poco más claros.

Podía mentirle a todo el mundo, menos al padre.

– No sé Padre, es que…

– No me diga que está enamorado.

– Sí, Padre.

– ¿Puedo saber de quién se trata?

– No, mejor dicho, sí, pero… ¿me deja que se lo diga como en una confesión?

– Está en confesión, hijo.

– De Lucía. Una pre… una muchacha de la cárcel.

De no ser porque el padre estaba bajo palabra de confesión, hubiera reaccionado bruscamente, echando inmediatamente al monaguillo de su cargo. No tuvo más remedio que responder:

– Debe tener mucho cuidado, hijo, no se vaya a enterar su mamá. Ese amor no tiene futuro.

– Pero tiene presente, Padre. Eso es lo que importa.

La frase del muchacho lo dejó mudo. Hizo la señal de la cruz y le mandó rezar tres avemarías y tres padrenuestros, no si antes repetirle que tuviera cuidado con las tentaciones de la carne.

Luis cumplió la penitencia con devoción y salió de la iglesia liviano, como si fuera un globo de colores.

Esa tarde se mandó hacer una foto y la guardó dentro de una carta para Lucía. El martes siguiente llegó a la cárcel y, aprovechando que la fila de la confesión era más larga que de costumbre, fue directamente hacia los lavaderos para buscar a la mujer. Allí la encontró, húmeda y sonriente, le entregó la carta y sintió que ella lo halaba de la sotana. Miró para todos lados, cerró los ojos y se atrevió a darle un beso en la mejilla. Ella volteó la cara y entonces sintió sus labios chocando contra los suyos, calientes y temblorosos.

Aquella noche no pudo dormir. Besaba una y otra vez los labios de Lucía, de mil maneras, más fuerte, más despacio, más húmedo, más largo. Imaginaba encuentros, citas clandestinas, formas de liberarla, lugares para el amor. Comprendió que no tenía salvación. Ya había caído en la tentación de la carne.

Quince días después, una madrugada en que se preparaba para salir hacia la iglesia, su madre se le interpuso en el camino.

– Se acabó. Usted ya no es monaguillo. No va a ir a ninguna parte.

– ¿Qué dice? El Padre me está esperando.

– El padre Fermín me lo contó todo. Entre los dos vamos a salvarlo. Esa mujer es una bruja. Todas las noches siento cuando llegan los chulos, revolotean en el patio y se meten en su cuarto. Mírese el cuerpo ¡Está lleno de moretones por todas partes!

Luis observaba sus brazos, su pecho, no entendía lo que decía su madre.

– Yo leí todas las cartas. Usted le dio una foto y ella le hizo un trabajo de brujería.

Lloraba con desesperación.

– Pero mamá…

– ¡Nada! ¡No volverá a verla! ¡Nunca más!

Luis logró zafarse del brazo de su madre y salió a la calle, corriendo hacia la iglesia. La encontró abierta. Cuando entró en la sacristía, otro monaguillo ayudaba a vestir al padre.

El sacerdote lo miró con tristeza.

– Su mamá le encontró las cartas. Vino a preguntarme. No pude negarle nada. Le prometí que le voy a ayudar a buscar un nuevo trabajo.

– Pero, Padre, usted sabe que ella no es una bruja -estaba a punto de llorar.

– Yo no sé nada, hijo. Su mamá ha visto cosas raras.

Luis se quedó como petrificado en la sacristía. Cuando el padre Fermín inició la misa, las lágrimas le salieron espesas, abundantes.

El martes siguiente estuvo parado detrás del muro que daba a los lavaderos de la cárcel. Silbó tres veces y nadie le respondió. Esperó la llegada del sacerdote y con un gesto de súplica, le entregó un papel.

– Yo no puedo hacer eso, muchacho.

– Es la despedida, Padre, hágalo por mí.

– Está bien, que Dios me perdone.

Aquella tarde la sesión de confesiones fue muy corta. Las mujeres tuvieron miedo de acercarse al confesionario después de ver las lágrimas de Lucía cuando abandonaba la capilla. El sacerdote parecía venir hoy más implacable que nunca.

Después de ese día Luis rondaba por la cárcel todas las noches, se paraba detrás del muro de siempre, silbaba tres veces y esperaba. El canto de Lucía le respondía, aunque su voz parecía un cántaro quebrado. Semana tras semana el hilo de su voz se fue haciendo cada vez más débil hasta que una noche dejó de escucharse.

La madre de Luis entraba en su cuarto para rezar el rosario, colocaba debajo del colchón unas tijeras abiertas en forma de cruz y en las mañanas revisaba el cuerpo del muchacho.

– Anoche volví a escucharlas volar. Esas brujas son tercas. Mire los moretones que tiene.

Era tal la convicción de su mamá, que Luis empezó a desear que fuera cierto lo de las brujas que se convertían en gallinazos, revoloteaban en el patio, se metían en su cuarto y le recorrían el cuerpo con sus picos siniestros.

– Sí, mamá. Anoche vinieron, eran muchas. Las brujas no me dejan en paz.

A pesar del silencio que brota de la cárcel hace varios meses, Luis continúa su ronda nocturna, se detiene en el muro indicado y da su señal acostumbrada. Espera. Entonces ve que un ave negra, enorme, sale volando del penal, se alza sobre él, llega a su cuarto y atraviesa su corazón.

La noche en que escuché este relato estuve sin dormir hasta la madrugada. Pensaba que si Lucía era realmente una bruja y se transformaba en un chulo para ir hasta la habitación de Luis, por qué no hacía lo mismo para escaparse definitivamente de la cárcel. Entonces los dos hubieran podido ser felices. El amor tiene sus misterios.

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