


Casa tradicional campesina / Paisajes de Hallasan en las montañas en la Isla de Jeju, Corea del Sur. Imágenes de dominio público, disponibles en internet.
Por Luz Helena Cordero Villamizar
Hay atmósferas literarias que logran traspasar las palabras y se convierten en sensaciones vívidas. Una suerte de ilusionismo sin más trucos que el peso de las imágenes, que la fuerza de las descripciones y el arrebatador encanto de la escritura al crear mundos y hacer que los lectores vivan dentro de ellos.
En Imposible decir adiós, la novela de Han Kang, el frío se toma mi cuerpo; el castañetear de dientes de una mujer se ha convertido en mi escalofrío; su periplo bajo una tormenta de nieve ha convertido mis pies en bloques de hielo; debo soltar el libro porque mis manos se congelan. Recuerdo entonces una sensación semejante que tuve hace varios años al leer un cuento de Jack London, ese maestro de la narración que nos lleva a experimentar los rigores de la naturaleza en sus textos. En “Encender una hoguera”, uno de sus cuentos inolvidables, viví el frío extremo.
Un hombre sin nombre, al que define como chechaquo, novato en lengua indígena, explora bosques maderables y recorre a pie las nieves del Yukón en Alaska. No sabe a lo que se enfrenta porque, así lo dice London, carece de imaginación. «Cincuenta grados bajo cero se reducían para él a eso… a cincuenta grados bajo cero». Pero el autor nos aclara que la temperatura no era siquiera de setenta y cinco grados bajo cero porque el punto de congelación es de treinta y dos grados Fahrenheit, lo que equivalía a experimentar ciento siete grados bajo el punto de congelación. El hombre ignora lo que su perro esquimal sabe por instinto. Y un hombre no debe viajar solo en esa región con esas temperaturas, le han dicho. Basta con que un pie se hunda en el agua helada. Y eso le acaba de ocurrir.
Debe encender una hoguera o pronto sus pies se convertirán en hielo. Pero hacer una hoguera implica detenerse, saber que el corazón disminuirá sus latidos y, lo que es peor, tener que quitarse las manoplas. Con dificultad logra encender la llama porque «entre su cerebro y las yemas de sus dedos quedaba escaso contacto». Antes de que el fuego se avive una rama deja caer sobre la débil lumbre su carga de hielo. Sus dedos muertos ya no pueden coger las cerillas para intentarlo de nuevo y, después de varias angustiosas tentativas, desperdicia todos los fósforos de azufre que lleva consigo. Ahora solo le queda matar el perro para meter las manos dentro de sus entrañas calientes. Pero las manos son ya cosas ajenas que le cuelgan y no le obedecen. Decide correr sin pies y su desesperado vuelo lo hace caer de bruces sobre la nieve. El perro no entiende nada, hasta que olfatea la muerte y corre hacia el campamento. El cuento avanza de la ironía a la insensatez, del congelamiento a la angustia, del sufrimiento a la impotencia, hasta dejarnos ateridos y desconsolados en las últimas líneas. Un hielo glacial nos recorre el cuerpo.

Un shima enaga (o el carbonero coreano), una pequeña ave esponjosa endémica de Corea y Japón.
Vuelvo a la novela de Kang que está plagada de frío de principio a fin. Su primera frase es: «Caía una nieve rala» y en la última página alguien intenta prender una cerilla en medio de la nieve. Porque la nieve es un personaje central, como lo son Gyeongha e Inseon, las dos amigas que tejen y revelan la memoria dolorosa de Corea. El frío no solo está en la atmósfera; está en los miles de cuerpos anónimos de las fosas comunes, en el estremecimiento que provocan sus relatos, en la pesadilla de Gyeongha y su necesidad de darle forma y voz al espanto.
Son permanentes las alusiones a la naturaleza de la nieve, las descripciones minuciosas y bellas que nos hacen sentirla en la piel, verla brillar, hundirnos y rodar por hondonadas de hielo. ¿Cómo se forma un copo de nieve? Basta una mota de polvo, una partícula de ceniza microscópica, una molécula de agua, para formar un cristal de estructura hexagonal. Un copo de nieve encierra los sonidos y hace brotar el silencio, refleja la luz. La nieve no es etérea, su corazón es como un grano de sal y su peso es el de una gota de agua. Esto nos dice de modo minucioso, delicado.
También son reiteradas las menciones a la nieve como escenario de búsqueda, de miedo y horror.
Mi madre me contó que aquel día aprendió, de una vez y para siempre, que cuando alguien se muere y su cuerpo se enfría la nieve se acumula sobre sus mejillas y la sangre se escarcha.
Gyeongha narra su periplo en la isla de Jeju, camino a la casa de Inseon, para cumplir con un encargo que su amiga le ha hecho. Mientras intenta llegar, rastrea entre la realidad y el sueño, se hunde en la pesadilla, se equivoca de sendero, rueda y cae en un pozo de nieve sin fondo. «La nieve me cubre la cara como si estuviera muerta». Se oye el castañeteo de sus dientes, los copos de nieve entran en sus ojos, no sabe dónde se encuentra ni hacia dónde debe ir. Quizá va al pasado, más de setenta años atrás, cuando asesinaron treinta mil personas, quizá cien mil o un poco más, o cuando tuvo lugar la guerra y fusilaron cientos de personas en la playa, o unos años después, en tiempos de otro terror en que llenaron las cuevas y las galerías de las minas con miles de cuerpos. Este continuo de violencias se superpone, se confunde, se actualiza.
No sé cómo las pesadillas se alejaron de mí. No sé si es que yo gané al fin la batalla, o si es que tras dejarme destrozada, pasaron de largo. Simplemente empezó a nevar debajo de mis párpados. Simplemente la nieve se arremolinó, se acumuló y se congeló.
El estremecimiento no es solo a causa del frío sino de los testimonios, de las voces que narran el pavor, que brotan de las cartas, de las fotografías y de los documentos reunidos por Inseon para sus documentales. Las voces se van desgranando al mismo ritmo de la nieve sobre los párpados, sobre la conciencia de su Gyeongha y sobre los lectores. Las dos mujeres, la escritora y la documentalista, se han propuesto sacar a la luz hechos dolorosos que las presentes generaciones quieren olvidar. La literatura y el arte son la memoria viva de los tiempos oscuros; la llama que derrite la nieve y permite ver lo que permanecía sepultado.
«Yo creía que mi madre era la persona más débil del mundo —dice Inseon—, pensaba que era como un espectro, alguien muerto en vida». La madre arrastra el peso de lo acontecido a tres generaciones y no ha cesado en la búsqueda, en el esclarecimiento de los hechos e Inseon sabe que es su deber continuar su legado. ¿De qué otro modo explicar la tenacidad, la persistencia, la necesidad de nombrar? Gyeongha ha descubierto que su pesadilla coincide con los hallazgos de su amiga. ¿Qué puede surgir de esta amalgama entre la historia real y el delirio?
Han Kang construye una trama enrarecida en la que los lectores la seguimos a ciegas, yertos de frío y expectantes, experimentando el dolor en los huesos, el sofoco, la necesidad de una luz esquiva que no aparece en los senderos ni en la casa solitaria de Inseon, plagada de relatos, de sombras y de espectros. Pero ¿por qué ha ido Gyeongha hasta esa casa solitaria, en medio de una tormenta de nieve, y qué misión le ha encargado su amiga, recluida en el hospital? El motivo parece pueril. Le ha pedido dar agua a un pájaro. Es cuestión de vida o muerte.
Me pregunté cómo estaría el pájaro. Inseon me había dicho que para salvarlo debía darle agua en el día de hoy.
Pero ¿hasta cuándo duraría el día de hoy para un pájaro?
¿Dar agua a un pájaro justifica un viaje de riesgo entre Seúl y Jeju, bajo la ventisca, extraviarse, rodar por una pendiente, terminar casi sepultada bajo la nieve, bajo el peso de relatos y años tan dolorosos? La respuesta que nos da la autora es que sí. El pájaro lo justifica todo y quizá el pájaro es el arte, el vuelo, ese desplegar de alas en busca de todos los sentidos.
Cogí la varita de madera astillada entre los dedos y volví a raspar la cabeza del fósforo contra la cajita. Entonces surgió un fogonazo como un corazón palpitante, como un capullo de flor vibrante de vida, como el aleteo del pajarillo más pequeño del mundo.
Bogotá, febrero 2025

Carátula de la edición coreana original de “Imposible decir adiós”, publicada en diciembre de 2024 por Random House, traducida al castellano por Sunme Yoon. La versión en inglés se titula “We do not part [No nos separamos]”.
