A todo lo que ocurre
sin ser más que eso: algo…
… Al que se acuerda de mí.
Al que me olvida.
Ida Vitale
La creación poética ha generado un universo reflexivo en el que brotan melifluas definiciones y frases incandescentes. Una de las acotaciones más seductoras la hace Jorge Luis Borges cuando dice que la poesía quiere volver al origen mágico e irracional del lenguaje, “sin prefijadas leyes, obra de un modo vacilante y osado, como si caminara en la oscuridad”, al estilo de un “ajedrez misterioso, cuyo tablero y cuyas piezas cambian como en un sueño”. Es seductora porque invita al juego y al deleite de extraviar el camino cierto que conduce de los significantes a los significados, de una expresión verbal a su referente, e incita a romper la cadena que ata un discurso a una realidad. Sugiere crear otro lenguaje, quizá más cercano a la sensación que a la razón. Esa vuelta a la raíz, siguiendo la idea de Borges, implica dejar de creer que los significados de las palabras están en los diccionarios, o que las obras literarias, y el arte en general, tienen sentidos específicos que están ocultos y que es necesario descifrar o interpretar.
El origen del lenguaje nos lleva a la analogía entre las palabras y las cosas, entre los sonidos y el mundo que estos erigen; el poder que se le atribuye al Dios judeocristiano de crear el mundo al tiempo que lo fue nombrando, y la posibilidad infinita que tiene la literatura de desplegar y crear universos. La poesía tiene adicionalmente la facultad de hacer que las palabras y los versos se fundan con los sonidos, la música, para desplegar sentidos y sensaciones que no nacen solo del poeta sino también del receptor. Juan Ramón Jiménez es categórico:
El poeta es un creador. Lo que aparentemente no existe lo crea, y si lo crea es porque sus elementos existen. Si un científico inventa, y a todo el mundo le parece natural el invento, sea práctico o no, ¿por qué no ha de inventar un poeta que puede hacerlo, un mundo o parte de él? Es lo que le acerca al mito divino, que es el del Narciso verdadero, como dije tantas veces; crear a imajen y semejanza. Todo dios es narcisista… Nombrar las cosas ¿no es crearlas? En realidad, el poeta es un nombrador a la manera de Dios «Hágase, y hágase porque yo lo digo»” [La j en el lugar de la g es criterio ortográfico del autor].
El trasfondo de lo que han llamado “evolución de la poesía contemporánea” tiene que ver con la relación que hay entre las palabras y la forma como ellas nombran, elaboran o se liberan del referente exterior. Es el juego entre el yo del poeta, la realidad externa, los símbolos, el objeto estético verbal, el alejamiento de la razón, el lugar de la sensación. De este análisis hecho por los críticos literarios, han surgido los nombres de movimientos poéticos como el romanticismo, el parnasianismo, el simbolismo, el impresionismo, la poesía pura, el suprarrealismo y otros ismos que florecen por doquier y atraviesan fronteras y tiempos, sin que la poesía, que es arcilla, agua, soplo y luz al mismo tiempo, logre dejarse reducir a recetas o se deje empacar en cómodas vasijas para consumo rápido y fácil digestión.
Tal como en la música, en la que la forma es el fondo, hay en la poesía una imposibilidad de separar las palabras de sus sonidos y estos de sus significados, y como hija de la lira se la enmarcó dentro de formatos preconcebidos, que en términos genéricos se conocen como el verso clásico. Paul Verlaine, Stephane Mallarmé, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y el gran Federico García Lorca, revolucionaron el lenguaje poético y han tenido una resonancia trascendental en posteriores generaciones de poetas.
La consecuencia de esta reinvención de la poesía no es solo el verso libre sino la necesaria transformación de las palabras y de las figuras retóricas, el cambio de la relación entre los símbolos y la llamada realidad verdadera, la creación de realidades subjetivas, la fragmentación, la fugacidad y el movimiento, el imperio de la sensación y de la irracionalidad simbólica. El Juan Ramón Jiménez de la llamada poesía pura escribe:
Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas.
Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Por esta vía la palabra crea el mundo, no al revés. De otro lado, esta expresión poética exige un cambio en la forma de recepción del poema porque el autor no se limita a adornar lo que cuenta, o a utilizar la alegoría o los símbolos fácilmente interpretables, sino que borra, esconde, sugiere, transforma, deja el espacio y el tiempo para la imaginación del lector (introduce el silencio, el espacio en blanco), exige su participación creativa y la de sus sensaciones. Este tipo de poesía suprime la anécdota como suceso o historia contada, en ella no hay un antes ni un después, no se cuenta algo de alguien, no pasan cosas concretas, el yo del poeta es una ausencia que convoca, es una mano invisible a la que no nos podemos asir.
Mallarmé dice que el poema siempre debe encerrar enigma, insinuar imágenes que se evaporen, pues nombrar un objeto es destruir el placer que consiste en la “adivinación gradual de su verdadera naturaleza”. De ahí el gusto por la elipsis, la ruptura de la sintaxis, el uso de frases inconclusas, hasta llegar a la fonética poética y al tratamiento de las palabras como una masa que ha de ser trabajada, como una carne (vocales y diptongos) y una “delicada osatura que es preciso disecar” (consonantes).
“Cada palabra debe ser la punta de un iceberg”
Si la palabra oculta más de lo que muestra, si ahonda más de lo que presume, si solo empina su cabeza para sugerir el volumen de su cuerpo, es porque está cargada de un contenido dinámico que viene viajando desde su origen mítico, arrastra toda la carga simbólica que recoge a lo largo de la historia, la imaginación añadida por todas las generaciones y los tiempos, hasta llegar a nosotros plena de sentidos, pero aún deseosa de sinsentidos, sólida en apariencia, incierta, generosa en emociones, ávida de sentimientos y cada vez menos necesitada de razones. La palabra es inacabada y móvil pero de ella nos sostenemos para crear certezas.
En esta atmósfera, con esta carne sensorial está hecha la poesía de Ida Vitale, criada en Uruguay, reposada en México y madurada en el mundo de la literatura universal. Entre sus maestros destaca a Juan Ramón Jiménez y dentro de sus devociones a Mallarmé. Como ellos, cree en el poder de las palabras, afirma que son apenas la punta de un iceberg que esconde “todo su misterio”. Estos versos revelan la primacía que les atribuye:
Ármase una palabra en la boca del lobo
y la palabra muerde.
Entramos al universo de Ida Vitale para dialogar con esa voz que fluye en “procura de lo imposible” e inacabado: “Inacabado es el espacio que uno le da al silencio, que sería equivalente al blanco en la página”. El metalenguaje atraviesa su obra en una continua reflexión que sentimos como propia porque logra abstraer su voz personal para involucrarnos como hablantes, escritores o usuarios de una lengua. Sus versos fluyen de un yo que es cada uno de nosotros para inquirir por el ser y el lugar de las palabras, pues estas parecen haber sido condenadas a la muerte del uso desalmado o a la amputación de los sentidos:
Palabras de mar profundo
a cada instante suben a morir
por cientos, contaminados peces…
Lengua del mundo, acorralada:
cuánta muerte recibes, nos destinas…
Las palabras no desaparecen, mutan: “un breve error / las vuelve ornamentales”. Y para que la sensación de levedad sea gráfica, deja entre ellas espacios en blanco, las convierte en escalera, en flor que se desgaja hacia el fin de la hoja y las llama
airosas,
aéreas,
airadas,
ariadnas.
Como son inseparables de nosotros, corremos el riesgo de desaparecer con ellas, como sucede con la palabra olvido: “Su indescriptible exactitud / nos borra”. Tampoco su uso es azaroso, es el preciso en el instante justo, aunque la palabra instante es tan fugaz que desaparece tan pronto se pronuncia, como es eterna la expresión eternidad: “La palabra infinito es infinita, / la palabra misterio es misteriosa”. El lenguaje es la única ruta de salvación (¿qué otra cosa es la botella para el náufrago?) y si lo desatendemos o descuidamos, algo perderemos para siempre. La figura de Ida Vitale es casi literal:
Perdida en la espesura
del lenguaje,
dejaste caer guijarros mínimos,
signos de salvación,
para que los recogiese el advertido.
No era efímero pan.
Pero, incomibles,
se los traga la tierra.
Como los árboles, las palabras son seres vivos que se alimentan en la profundidad y buscan la altura, pero como todo símbolo es dinámico, rápidamente introduce un contraste: “Son menos que los árboles; pueden tener raíces hacia lo hondo, pero no crecen hacia arriba. En el fondo, les perturba el cielo. Si lo descubren, ya no se sienten nunca más cómodas en la bárbara garganta de los hombres”. En el poema “Reunión” es casi imposible separar lo que se dice del cómo se dice, el continente del contenido:
Érase un bosque de palabras,
una emboscada lluvia de palabras,
una vociferante o tácita
convención de palabras,
un musgo delicioso susurrante,
un estrépito tenue,
un oral arcoiris de posibles
oh leves leves disidencias leves,
érase el pro y el contra,
el sí y el no,
multiplicados árboles
con voz en cada una de sus hojas.
Ya nunca más,
diríase, el silencio.
Como lo dice Juan Ramón Jiménez: “la forma poética perfecta sería, para mí, la que pudiera tener el espíritu si el cuerpo se le cayera como un molde; el agua de un vaso, si el cristal se pudiera separar”.
Hay en la poesía de Vitale un juego verbal que remite al lenguaje mítico y a ello contribuye el uso de figuras retóricas como la repetición de palabras, consonantes y sonidos silábicos, que son una constante en varios de sus libros, y que quizá en una primera lectura pueden parecernos arcaísmos, vocablos automáticos, versos gratuitos, sin lógica aparente. Pero si nos dejamos llevar por su insistencia musical, por su toque juguetón, terminamos poseídos por una suerte de encantamiento, como la sensación que transmite el “Vértigo”:
Varada, velocísima en
tu borde,
veraz de veras,
en vilo, en vela
virando hacia,
en ti guarecida,
guarnecida quiero seguir
imaginando cómo se amanece,
capaz de maullar
por las azoteas del frío
o del ardor final,
feliz naciendo
de la diaria muerte.
Gran parte de nuestro aprendizaje pasa por lo irracional, por la emotiva confusión. En la oscuridad hay lugar para la sensación y el sentimiento. La poeta se refiere a la atracción que produce “la falta de claridad”, porque también entendemos algo “a través de otras formas, del ritmo, o incluso del absurdo”. Refiriéndose a este estilo de escritura dice: “A veces recordamos las metáforas más extrañas porque son las menos obvias, esto también es una tarea de la poesía. Aunque a veces la belleza es obvia, eso no quiere decir que no haya que buscarla de otra manera”.
En enero morimos,
febriles de febrero,
frágiles
frente al fatuo fuego frustráneo
de este tiempo
La música es su gran estandarte: “Aún el árbol engaña. / Sólo la música dice un paraíso”. Por eso se ha dicho que sus poemas vuelven a la era sonora, fonocéntrica: “Al silbo de las sílabas subía / de siete en siete vuelos / hasta alcanzar un cielo”.
En los versos que siguen se muestra el efecto de una repetición que logra calar en el tacto mediante el filo, la dureza, en tanto permanencia, contrastando con la fragilidad y la caducidad generadas por el paso del tiempo. Pero además de la sensación punzante, penetra el sentido trascendental de la afirmación:
Una espina es una espina es una espina
y dura mucho más que la rosa precaria.
Esta necesidad de entrar por los sentidos, de prescindir de la razón, no encarna un interés de confundir al lector, de complicarle su relación con la obra para dejarlo en la nebulosa. Tampoco se trata de alejar el poema del mundo exterior, pues la visión del mundo es intrínseca a la obra y en Ida Vitale no desaparece el referente, la historia que la define y el mundo que la rodea. No se aplica aquí la intención de sustraer los versos de la comprensión popular, de hacerlos más sublimes y elitistas, como lo llegó a plantear Mallarmé desde su torre poética. Mucho menos de entablar un estéril debate entre los ornamentos y la fastuosidad barroca, de un lado, y el verso ligero y fácilmente digerible, del otro.
Es necesario tener presente que la palabra poética no es funcional, que contiene emoción y símbolos que requieren una decantación que pasa por el sentimiento. Se trata de entender, lo dice Ida Vitale a propósito de un verso que se le pide aclarar, que en la creación hay “etapas intermedias”, procesos interiores que no son explícitos ni siquiera para el autor y que conspiran contra la claridad que pide el lector. Aquí interviene su maestro Juan Ramón en una suerte de remate verbal: “La poesía es lo único que se salva de la razón y que salva a la razón, porque es más hermosa y superior que ella, porque la supone, asimilada en lo que de autocrítica de destino lleva dentro de la poesía, y la supera en todo lo demás”.
No nacerá la luz que no miremos.
Y sin embargo, algo
desde el perpetuo barro
ordena la constancia,
juega proposiciones contra el tiempo,
fía en la salvación por la palabra.
“El buey que pesa sobre mi lengua”
Esta obra se solaza en su propia naturaleza de ser aire, sonido, música, arcilla, con el sentido mutante que le da quien la recibe. Hay una constante en los poemas y es la presencia de lo súbito, lo móvil, realidades u objetos inaprensibles, como el agua o la arena entre los dedos, las “manos que no tocan”, una “burbuja que estalla si la rozan”, el “ácaro horrendo”, “el movedizo fulgor del cielo” (dos vocablos inasibles calificados por un adjetivo que también lo es); en ellos se destaca lo mínimo, lo errátil, eso que difícilmente imaginamos y solo logramos sentir cuando el poema lo invoca o lo revela. En uno de los más difundidos y elogiados, “Colibrí”, Vitale parece haber sido tocada por un dios al crear con sus versos esta sensación aérea, esquiva, que vibra por el arte de las palabras precisas:
La resolana que vibra,
un breve sol en el seto,
un ts ts que al aire libra
su peligro secreto
y ya la flor disminuye
ante el prodigio de pluma
que surge y deslumbra y huye
y sólo alcanzo por suma
terca de años, en que presa
del hechizo, sigo en vano
la milagrosa destreza
que lo suspenda en mi mano
y entonces por un segundo
sentir cómo late el mundo.
“Paloma” es el símbolo que escoge para la palabra, no solo por el gracioso encuentro de los fonemas, sino porque es un retorno a la magia del lenguaje al hacer que el significante sea inseparable del significado y el poema como objeto resulta una imagen idéntica a lo que nombra. Aquí vuela algo más que la paloma:
Posada la paloma
en la pared blanquísima
blanca es y reverbera,
es de veras,
es verbo,
nos venga.
Blanca posada pide,
Pasajera.
De pronto es negra.
Vuela.
Esta obra reclama una actitud abierta y creativa del lector. En ella es difícil hallar el yo personal o la anécdota porque su voz no cae en las quejas narcisistas que gustan tanto a los poetas. El poema está por encima de las pretensiones autorreferenciales, se omite el sujeto y se utilizan verbos en infinitivo para que alguien los conjugue en una persona, un espacio y un tiempo abiertos. En “Nuevas certezas” lo reitera:
Poesía
no complace a la historia,
no cuenta cuentos,
no dialoga
con más palabras
que paciencia el que escucha.
No es caricato ni cariátide.
No se produjo nunca.
Muere, en aire indelicado,
crematísticamente organizada.
A lo largo y en lo profundo de sus libros hay contadas excepciones de esta que parece ser la regla poética de Vitale y son bellas singularidades en las que el lector logra vislumbrar una alusión sobre alguna experiencia personal, y ello tiene lugar especialmente en sus primeros libros, sobre los que establece distancia en los prólogos a sus últimas antologías y que recoge con cierta benevolencia. O en poemas como “Mi homenaje”, que es un bella declaración a la vida y una exaltación de lo invisible cotidiano (en una de sus prosas poéticas, Byobu aspira a ser nombrado ministro de “la cartera de conocimientos inútiles”); en “Calesita” recrea la experiencia de infancia en el tiovivo y la sensación de “volar con las manos aferradas / a crines que me sueltan y yo arcilla / que en el horno del aire recupera / su forma quieta, forma del principio, / de ser sola y sin alas”. “Agradecimiento” es una abierta e irónica alusión a su experiencia de exilio:
Agradezco a mi patria sus errores,
los cometidos, los que se ven por venir,
ciegos, activos a su blanco de luto.
Agradezco el vendaval contrario,
el semiolvido, la espinosa frontera de argucias,
la falaz negación de gesto oculto.
Sí, gracias, muchas gracias
por haberme llevado a caminar
para que la cicuta haga su efecto
y ya no duela cuando muerde
el metafísico animal de la ausencia*
*Peter Sloterdijk
No es posible dejar de citar el infaltable en todo gran poeta, el poema de amor y su contrario, “Despedida”: “La piel no dijo adiós; / la mano fue a negar el vacío, / la mirada siguió mirando, / quiso argüir / desesperadamente. / Fue la alondra / o qué pájaro siniestro. / Algo gritó muy lejos de nosotros / y se partió la tierra / En dos mitades”.
A medida que nos internamos en esta obra, más profunda que extensa, nos domina el deseo de continuar, de prolongar el recorrido por este “bosque de palabras”, nos invade la sustancia de su delicada espesura. Estas líneas apenas rozan sus versos y sirven de abrebocas, abreojos, abreoídos, abremanos, abrealma. Siempre quedará un poema por mencionar, un poema flotando “En el aire”:
Un jardín de geranios y su aire.
Junto a su cerca dejo a que paste
el buey que pesa sobre mi lengua
y digo: Aquí te quedas, come
en verde dehesa, pero terrena,
y canta, luego, si puedes,
si nadie escucha,
lo que te queda por no decir.
La obra de Ida Vitale contiene el misterio y la complejidad necesarios, sin rayar con la pedantería o la triquiñuela, acercándose a la idea de Borges cuando se refiere a la suerte del escritor que “al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad”.
(2012)
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