Detalle de “Vista de Toledo” de El Greco

He comenzado a encariñarme con Humberto porque me trata bien y se comporta como si quisiera ser mi padre o mi maestro. Cuando está haciendo algo siempre me explica, quiere que yo aprenda las cosas que hacen los hombres, me da lecciones sobre la naturaleza y la vida, me pasa la mano sobre el hombro y siento un peso en mi espalda que debe ser el peso bonito del cariño.

Alicia tiene algo en la boca que la hace estar siempre sonriendo aunque no quiera. La comida que prepara tiene un sabor especial. Parece hecha con todas las yerbas del campo. Cuando uno se la come, siente como si todo el bosque se le entrara por la nariz y la boca: los cabellos del maíz, las hojas de los plátanos, las raíces de la yuca, los ojos perfumados de la piña, el olor de la vaca con mugido y todo. Un día me pareció sentir el picoteo de los pájaros sobre las frutas que ella me pone en el plato. Si no fuera por esto, la comida se me atoraría en la garganta.

Humberto y Alicia se han acostumbrado a mis juegos con las estrellas. Cuando hay noches llenas de luces en el firmamento me dejan quedarme hasta tarde pescando en el agua. Alicia me regaló una estampa de la virgen y me enseñó a verla en el cielo. Hay que mirarla fijo mientras se cuenta hasta cien e inmediatamente hay que mirar para arriba. Entonces la virgen aparece enorme entre las nubes, lo mira a uno sonriente y hasta parece que lo invita a subir. Después desaparece con el movimiento del cielo y hay que repetir la operación.

Ayer lo hice veinte veces y terminé con el cuello dolorido de tanto mirar para arriba. Por eso probé en el agua donde nadan las estrellas y ahí apareció también la virgen, aunque un poco más desteñida.

Este juego me divierte. Hoy probé con las caras de papá y mamá. Como no tengo ningún retrato suyo cerré los ojos, me concentré, los recordé con tanta fuerza que los vi claritos en el pensamiento. Cuando los tenía bien grabados en algún lugar de la frente, abrí los ojos y entonces los vi aparecer en el cielo, con el pelo del color de las nubes, alborotado por el viento, me miraban y se reían de verme tan chiquito, igual que una hormiga sobre la tierra.

– ¡Hola! ¿Es que no piensan venir por mí? – les sacudí mis manos como si se tratara de dos pañuelos blancos en un desfile de carrozas.

Ellos no hicieron ningún caso a mi pregunta, se quedaron entre las nubes por un tiempo más y luego se fueron desparramando y destiñendo, como cuando le cae agua a un dibujo de acuarelas.

No sé qué hacer para volver a echarles color. Cierro los ojos y hago fuerza para encontrar sus ojos. De pronto aparecen fresquitos, como recién acabados de levantar, y en el momento en que quiero abrazarlos se me desaparecen como los dibujos animados. Por eso estoy a punto de morirme de pena moral. Lucero, ayúdame para que tu cariño me sirva de remedio.

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