Eco de las sombras
Poesía. Ediciones Exilio. Bogotá, 2019
Contenido
[Epígrafe]
“Carretas vacías, remoliendo el silencio de las calles.
Perdiéndose en el oscuro camino de la noche.
Y las sombras. El eco de las sombras.”
JUAN RULFO
35 – 40
***
“Recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara
con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos
como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras.”
JUAN RULFO
[Cuando el padre levantó la primera piedra]
saltó una rana cantando su desalojo
y la tierra supo que algo más temido
que un terremoto
estaba a punto de ocurrir.
La casa fue aparejando sus estacas,
en cada golpe tendía los ladrillos,
inauguraba la penumbra, la muerte de la lombriz.
En venganza, la tierra soltaba sus aguijones,
enlodaba la fiesta,
retornaba con sus hierbas en cualquier agujero.
Chinches y tiniebla se aliaban para intimidar.
Hubo vuelos inquietantes sobre los cartones del techo,
los matorrales ventilaron su descontento,
los aguaceros ablandaron la cubierta,
las tablas vencieron a los clavos,
la intemperie quiso regresar.
Pero las manos vencieron al barro
y finalmente la casa se entregó a sus habitantes.
Unos y otra completan más de medio siglo de camino.
Hoy la casa naufraga en la ciudad
y cuando los edificios se alían para ahogarla,
ella estira su cuello de árbol y acoge a los pájaros
que buscan su último refugio.
Vieja y hermosa, se abre como un álbum
y exhibe el solar para contar su historia.
[Se tiende el sol a esperar]
El jardincito es como un día de fiesta
en la pobreza de la tierra.
Jorge Luis Borges
Se tiende el sol a esperar el inicio del día,
el leve movimiento de la hoja,
la sorpresa violeta que asoma su corola,
el chasquido de la cigarra,
el ejército de hormigas que todo lo puede
sin fatiga ni altercados.
El limón expande sus ramas y reparte sus frutos
a todo el vecindario. Ahora es buen amigo
de la mata de plátano.
Más allá se solazan las flores del sauco
y extiende su panza el siamés.
Tierra por doquier con sus milagros,
brotes inesperados, la maleza que no lo es,
el miedo retorcido de la oruga,
la espléndida libélula, oronda por su nombre,
el picaflor como un delirio,
el ardid de la telaraña.
Cuando irrumpen los niños y sus juegos
el solar despliega su mejor brillo.
No hacían falta la catequesis ni las lecciones
de biología. Bastaba con tender
una escalera al cielo
y desde allí contemplar el génesis.
[Y fuimos acomodando ladrillos]
como quien arma la quimera
que mueve pasiones y montañas.
Unos sobre otros, hasta alcanzar la altura
indispensable para tocar la inmensidad
como repitiendo el antiguo ritual,
la Babel infinita, Sísifo terco, niño, ciego.
Y cuando estuvimos arriba,
sobre las techumbres y azoteas del barrio
descubrimos el encanto de la visión inédita:
fisgoneamos los patios, las ropas chorreantes
en pilas de paredes verduzcas,
el aroma humeante en las cocinas,
gritos indescifrables, sonidos ascendiendo
hasta volverse aire, vapor de palabras.
El redoble penoso de campanas
que anuncian el adiós a los difuntos,
improperios hiriendo las hojas del manzano.
A lo lejos, el patio de la escuela como una boca abierta
exhalando el eco del recreo.
Se acercaron las torcazas averiguando
por nuestra procedencia.
Por primera vez la totalidad patas arriba,
el horizonte desparramado
y nosotros como los puntos del tablero.
Después de componer las nubes,
de divagar con gigantes de espuma
que mudan su apariencia al ritmo del deseo,
luego de contemplar el sol con sus venados,
quisimos habitar las alturas.
Ser a un tiempo gorriones, felinos,
ángeles pasmados, ladrones de secretos.
Todo,
menos los niños quejosos
que después de abarcar el cielo
se vieron forzados a arrastrar los pies sobre la tierra.
[Un gato sigue a otro y el recuerdo]
y se enreda en los algodones de sus patas,
en los huesos elásticos de tibio manoseo,
en ese ronroneo que viene bajando por el cuello
para atravesar la víscera y el pensamiento.
No hay sombras ni recovecos
en donde no hayan pernoctado estos seres
de aire y pelo rutilante.
Sus ojos de cristal imposible
han escrutado la vergüenza y la risa,
todo temor ha sido medido por sus colas
en un ir y venir de lo hago no lo hago
y cuando se encaraman al techo en estampida
es como si huyeran de algo
que aflora en nuestro aliento.
Lucero
Tobita
Archi
Mono
Princesa
Nieve…
no son nombres de gatos.
Son esa forma de conjugar cuchilla y caricia,
silencio y orfandad, cortejo y huida.
Entre ruinas siguen buscando su comida,
meando los muebles, las camas,
la cara de la virgen, la cocina.
Ofenden con sus olores,
reclaman su ración de madrugada
y son nuestra excusa
para seguir hurgando en los rincones.
Nos ocupan, nos perturban,
se cagan en la herida,
nos rescatan y no nos dejan caer
cuando estamos a punto de sumirnos
en un hondo maullido.
[Pesada, heroica, honda y escandalosa]
como un animal octogenario,
la carretilla irrumpe en el recuerdo
con su carga de arena, relatos y cemento.
Quien escuchó su rueda trepidante
supo de su temple y diligencia.
Transitaba sin pausa,
lenta de ida, oronda en el regreso.
La pala siempre fue su azote
pero su aguante es legendario.
No se arredra con nada,
solo el tiempo la ha puesto a temblar.
La pátina carcomió su esqueleto
y lleva medio siglo estacionada.
¿A dónde irá cuando reinicie su trajín, socavada,
raspando la tierra con su herrumbre,
expatriada, vacía y sin retorno?
¿A dónde va, arcaica, sucia de abandono,
sin brazos ni alegatos que la salven?
Solamente puede llegar aquí.
Viene a cargarse de adjetivos
para luego volcarlos contra el tiempo.
Es su modo de perdurar.
[Hubo un tiempo en que importaba]
y el reloj ocupó el lugar central en la pared.
Pesado y redondo, marcaba el ritmo de la casa
desde su pálpito monótono
hasta su odiada estridencia de las cuatro de la mañana
cuando habríamos querido romper sus campanas,
reventar la cuerda, la tramoya
que estropeaba los sueños
y nos lanzaba al día, descalzos,
con el agua chorreando y la rabia
de perseguir un fantasma llamado porvenir.
Ese reloj, como un tirano,
tuvo su hora grandiosa,
su celda y su sordina.
También marcó el minuto del encuentro,
el instante de la felicidad.
Pronto llegó el momento
en que el tiempo perdió sus rigores
y los cuartos se llenaron de relojes diversos,
baratijas, colores y sonidos,
cada cual con su ritmo, su luz, su disparate,
cada quien con su desatino.
Qué lenta se ha hecho la prisa.
Echado en la puerta, con su cola quebrada,
dormita el porvenir.
[Y ese martillo, ¿por qué calla?]
¿Dónde ha dejado su brío,
el afán de penetrar las paredes,
lo frágil, lo blando, la conciencia?
Tanto ímpetu y alarde,
tanta demostración de fuerza
han hecho de él un réprobo
corroído azote que cae.
No hay mano que lo abrace.
Expande sus orejas
y no encuentra clavos ni muros,
dedos ni fuerza para ajustar
el placer desvencijado,
los días quebrados
en el infinito fluir del pensamiento.
Parece reír el agujero
del que no cuelga nada.
Quieto el martillo, sin oficio,
siente cómo le pesa la cabeza.
Igual que aquellos déspotas
tendrá el juicio final del paredón.
[Estoy en el patio]
mientras baja la luna por mis pies.
Tengo los dedos sucios y desnudos
y las piernas apenas cubiertas por la falda.
Me recojo, me alargo sobre la mecedora.
El cuaderno desparramado
mientras el lápiz raya las hojas.
Todos se han ido a dormir.
En la penumbra, entre el resplandor de los helechos,
el vuelo de un insecto negro
con la forma exacta del espanto,
un tic tac a lo lejos,
un ladrido cortando la quietud.
En el cuaderno la luna traza sus señales,
sus rasguños de mundos por venir,
la mano secunda y obedece.
Desde arriba alguien dicta el albur
y aquí abajo quiero borrar, cambiarlo todo.
Tengo hambre de futuro
y con las palabras preparo la escapada.
[Sumergidos los dedos]
hacia esa ruta apenas presentida.
Las cinco puntas de una estrella
en busca de un mar de fábulas.
Las migas de pan en su lento descenso
alimentan seres invisibles.
El reflejo de las ramas del limón
es un espectro que hurga lo profundo.
El vuelo detenido de una mariposa diminuta
que ha confundido el brillo de la hoja.
El sedimento vegetal en los bordes
empieza a ser removido por los dedos.
La suma de la arena de tantos días
ha formado un depósito en el fondo.
De pronto la travesía del galeón
y los colores del cuaderno palidecen.
La tarea de geografía alcanza ahora su sentido
navegando por océanos recónditos
donde acechan piratas traviesos.
La inmersión súbita de un pie
que es ballena, submarino, gozo, combate.
Tiene lugar la algazara. Se ha mojado la risa.
Todo terminará arriba, cuando se abra el grifo
y el planchón con la ropa comience su agitación
de mugre, espuma y descontento.
Cuántas reprimendas se requieren para olvidar
que la alberca es el mar del viaje primigenio.
[Todavía se le nota su decoro]
su nobleza de esmalte blanco,
su armazón de caballero destronado
en donde encajan bien las cucharas
y el brillo del mediodía.
Unas sobre otras, las vasijas intercalan los sabores:
Abajo la sopa tibia, sobre ella el arroz, las boronas,
la porción de carne o algo que la sustituye;
más arriba la misma tajada dulce,
cualquier cosa que reconforte bajo el sol
cuando el padre se sienta con las uñas sucias
y sorbiendo el sudor, saca uno a uno los tazones
sin notar que en cada cucharada
también están las manos de ella,
capaces de aderezar el disgusto, la escasez.
Allí está el hueso, el sabor de la rabia y el coraje.
Él mastica con prisa y recobra la fuerza que requiere
para golpear la penuria
y le alcanzará hasta la noche para los puñetazos,
hasta el grito de ella, amarga paradoja.
El agua enjuaga el rostro, el esmalte, el rencor.
Recuperados su nombre y su blancura,
el portacomidas es ahora una pieza del museo familiar
en busca de narración.
[De su traqueteo porfiado]
Aquí hay cielos absolutamente desnudos
y mujeres encorvadas al pedal de la Singer
Juan Manuel Roca
De su traqueteo porfiado
pueden dar fe los hilos y la tarde.
La aguja picotea izando las horas y las telas,
vuelan las manos en el negro cabezote,
mascarón que avanza hacia la posteridad.
Abajo van los pies y llegan lejos.
Alicia comanda la travesía,
inventa la camisa, la colcha,
el vestido que luciré en la navidad.
Mi estatura debajo de la máquina,
atraída por el sube y baja del mecanismo,
por el zigzag de un mundo que recién descubro.
El tajamar y la tijera implacables,
mis ojos bogando en el pedal
reclaman un tiempo zurcido a mi medida,
que hoy me queda corto, estrecho,
que me pruebo y trato de modelar
ante el bastidor oxidado de la Singer,
nave encallada que me trae de vuelta a la perplejidad.
[No está hecha de troncos ni de ramas]
pero de ellos prestó su nombre
que suena a zarandeo, a hojalata.
Los gajos del guayabo la sacuden,
da cobijo al comején y a la torcaza,
el viento le tiene su sentencia de agujeros
y qué decir del gozo de la lluvia
cuando enciende su orquesta.
La ramada es apenas un calco de techumbre
hecha para el alborozo de los gatos,
los terrores nocturnos y el vuelo de las brujas.
Su urdimbre es territorio para el sueño.
La veo desde arriba y me lanzo
con mi peso de pajarraco falto de firmamento.
Abajo está el solar que me acoge entre las sombras.
En el silencio resuenan mis pezuñas.
[Y si estaba ahí]
era para que yo la adivinara,
tan alta y lejana en mi gateo.
Tampoco conocía las palabras
pero no hacían falta para tocar
esa luz rebosante de adjetivos:
tibia
azul
quieta
sosegada,
fulgor plateado, la luna en el patio.
Tantear,
rozar apenas,
atrapar ese ovillo de sueño,
ocultarlo detrás de la mirada
y despertar con un círculo
en el lugar del corazón.
[No sé si fue la pesadilla]
o la sombra del dolor adherida a la piel.
En el pabellón del hospital veo la habitación
en la que grito tu nombre, una y otra vez,
el llanto, el miedo al abandono,
un largo corredor que termina en el descanso de la escalera
a donde voy saltando con mi único pie
para esperar el arribo de un rostro conocido.
Las monjas traen muñecas de ojos desolados,
llegan las damas grises con su dosis de lástima,
me dejan los dulces, la manzana, su expiación.
El mejor regalo está en el cuarto de los niños.
No puedes incorporarte, pero tu voz me da sosiego
y en tu cama tiene lugar el prodigio:
la bacinilla, el termómetro, el ungüento,
la atmósfera lúgubre, la aflicción del instante,
todo se trueca en aventura.
Un tren rojo recorre los vendajes de tus piernas,
los pasajeros presurosos alborotan en la estación
y cuando están a punto de subir,
todo lo deshace la enfermera con su cresta de hielo.
De nuevo el frío pasillo, la penumbra, la orfandad.
La huella de esos días sigue estampada en mi piel,
arriba del calcetín que estrenaba ese domingo
en el que fuimos bautizados por el fuego,
sentados junto a la lumbre,
esperando la ración de fantasía.
Te vi correr mientras crecían las antorchas de tus piernas,
quise alcanzarte, pero sentí la mía, crepitante.
Me izaron entonces los brazos del abuelo.
De aquel tiempo me quedan un largo corredor,
el apremiante sonido de tu nombre,
el peso del zapato de plomo.
Para Eduardo
[La ropa reposa en los cajones]
se ahorca en los armarios,
suelta el aroma de lo concluido,
espera ser tocada para recuperar sus colores
y lucir su olvidada vanidad.
Se estremece con el roce del aire,
quiere llenarse de sustancia.
Alguien sueña con ella
y recupera su cuerpo.
Por esa condición de quimera
trasciende la materia.
Su ondular en el espacio,
ese baile del ir y venir.
La ropa nos adopta,
nos extraña y sustituye.
Suele quedar deshabitada
hasta que alguien la sacude.
La arrojamos a la calle
para que mude sus huesos.
[Dices su nombre]
y la mecedora se mueve incesante
con los días y la lluvia,
entre las tardes y la risa de un niño,
sobre las baldosas y el miedo del zapato.
Fue creada para el sopor y la ofrenda.
En las noches, cuando nadie la cabalga,
se percibe su lento balanceo.
En ella un cuerpo, otro y otro se embisten;
vuelven las manos del recluso
que tensaron el hule de la silla
con los colores del secreto o de la furia;
el estribillo, el desvelo,
la porfiada canción, el pasquín.
En su andamiaje todo se confabula.
A esta hora, la mecedora y su nombre
siguen en medio del jardín
en donde pronto se desplegará el juego de parqués.
Sabes que el vaivén sigue en la retina
y seguirá después de este punto.
[El mar llega hasta la esquina de la casa]
y la piel toma el color imposible del sol.
El agua penetra un abismo
y mis ojos zozobran.
El caracol que trancaba la puerta
se ha dejado arrastrar,
allá va el susurro
que solíamos retener en la oreja.
Puedo dibujar la esquina de la infancia en la oscuridad
sin errar un ángulo, una ventana.
Siempre estuvo muy lejos del mar
pero hoy el oleaje está allí,
calando todo con su lengua de arena.
Esa esquina por la que todavía corro a comprar el pan
es el sueño que horada en el sueño,
después de tantos años de escepticismo.
Madre, hoy no he encontrado pan,
traigo un enjambre de algas en mis dedos.
[Al esculcar los cajones]
cortauñas, frascos con retazos y encajes,
oraciones con ángeles famélicos junto a las pomadas,
linternas, el remedio para la tos,
mantas, bisutería, la loción para las picaduras,
boletas de rifas sin fecha, monedas, botones,
tiquetes de viajes, caracolas robadas a una playa,
piedras de quién sabe qué caminos,
velas de cumpleaños con pabilos quemados,
recortes de periódico, anécdotas,
montañas de fotografías, el pequeño ataúd,
destornilladores, puntillas, estampas de santos,
su olor impregnado en todos los vestidos,
costureros, botiquines, guirnaldas,
libretas escolares, diplomas desteñidos,
rezagos de perfumes,
antiguos telegramas, sufragios y tarjetas,
alguien lamenta o celebra: doña Balbina, el compadre,
bella caligrafía.
Calendarios con apostillas,
billetes en desuso, baterías sin carga,
el ángel de la guarda, ocioso, metido en las agendas
donde se oyen canciones, recetas, chistes, proverbios,
trazos, instrucciones para vivir.
Esas letras azules izadas en el tiempo.
El inventario no cabe en el poema, se desborda,
se atora, corroe, anuncia el incendio.
Estas cosas que somos, retumban
y su eco permanece.
Estas cosas que somos.
[Y allí, en medio de tanto cachivache]
estaba el rizo del hijo mayor,
sus bucles dorados todavía,
atesorando una antigua luz, hechos un ovillo,
como un nido que se empolla a sí mismo.
Y su primer vestido, diminuto,
lejano azul con flores amarillas
en el que apenas caben las manos.
El tiempo derramado, detenido en el cajón.
¿Qué hacer con estos vestigios?
Huérfanos de memoria, son apenas despojos.
¡Gente loca! dirán los recolectores de basura.
Y caerán al fondo del chiquero,
confundidos con la inmundicia del día,
como el bagazo del amor.
No veremos su último brillo.
[El perro no sabe qué ocurre]
esa mano no es la que solía ofrecerle el bocado,
esos pasos no son los mismos
que lo hallaban bajo la cama;
el agua no está en su lugar,
no escucha esa voz entre todas las voces.
Sobre todo extraña el olor, la sal y la hoja,
el regazo tibio que lo acunaba,
la siesta en que se sumían de pronto,
unidos por el filamento de los sueños,
cuando bebían de la misma vasija
y eran uno en el vientre de la noche.
El perro tumbado en el suelo
teme caerse en el próximo paso
y tiemblan sus patas delanteras.
Cuando despierte mirará la silla,
seguirá rastreando sin alcanzar el aroma perdido.
Sabemos lo que pasa.
Calcamos su rutina, husmeamos,
cavamos bien adentro para extraer
el hueso atorado en la garganta.
[De reluciente madera]
sin culpas ni rajaduras,
intacta y crujiente como corresponde
a una elegante señora que conserva
su lucidez y su tesón,
llenas hasta el tope sus gavetas
que resisten los embates, el desfile de objetos,
más de un lustro de modas y desmodas,
los golpes de la rabia y de la suerte.
Cómplice a la hora de ocultar el billete perdido
o la carta de amor.
Más de cien rostros han habitado su espejo biselado
y uno aguarda la sombra para resurgir.
Dentro se aloja una pesadilla en la que todavía
estoy encerrada, oculta entre los vestidos de paño,
con miedo a que la puerta se abra
y aparezca el rostro embriagado que me asedia.
A la cómoda de cedro
no la corroen el vacío ni la resolana.
Sigue allí, guardando su talante
de gran señora
guardiana de ausencias y espejismos.
[Aquí, parada frente al mostrador]
apenas alcanzo el filo de la repisa.
Don Vicente suma con números alargados
-avecillas a punto de volar-,
traza una línea y anuncia la deuda pendiente.
Sus manos gruesas despliegan las hojas de plátano,
voltean sobre la tabla el queso redondo
en donde se clavan mis ojos.
El bigote se mueve con la risa,
el cuchillo taja el círculo en ocho partes
y un papel marrón envuelve
el pequeño triángulo que llevaré a casa.
En esta tienda todo es provocación, olor, deseo:
las mogollas regordetas dentro del cesto,
las barras de dulce tras el vidrio
donde una mosca se indigesta,
los botellones de leche en la canasta de alambre;
más allá el jabón de tierra junto a la sal de frutas,
el anaquel de los cuadernos, el compás y el borrador.
Tardará el momento en que volveré
para buscar la cuenta, el bigote, el pan,
la vitrina de madera, el lápiz en la oreja, Vicente…
Todo se ha convertido en ficción.
[Baúl es una extraña palabra]
que en tan corta grafía oculta el prodigio
de todo cuanto encierra.
El candado tutela el enigma
y allá se nos van los ojos,
por el resquicio entre el cajón y su tapa
adivinamos medallas de oro, muñecas de porcelana,
canicas luminosas, gemas, pañuelos de seda…
Crece la intriga, la idea del asalto, el gancho que hurga.
Todos los planes fracasaron ante el gesto severo del padre
y la sombra de la culpa.
Después de varios años,
una tarde develamos el misterio.
Quizá un descuido, un acto involuntario
y el arca se abrió entera a nuestras avaricias.
Allí estaba cuanto habíamos soñado:
lápices de colores, la pila de cuadernos,
cordones de zapatos, el mapamundi verdeazul,
la alcancía con las monedas del recreo
junto a las sumas y las restas
y esa lista de útiles pendientes de compra.
Éramos implacables. Teníamos la premura del deseo
y el candado la misión de custodiar las raciones,
de prevenir las carencias futuras.
Baúl es una extraña palabra
que encierra la lección aprendida.
[Es vieja esta escalera]
potentes los clavos, el martillo y las manos,
fuerte el músculo que la cargó, el hombro
donde reposó distancias y produjo alguna herida,
indelebles la pared donde encalló,
el viento que no pudo sacudirla,
la ilusión por ser de nuevo tierra.
Dulce el gorrión que vino a darle consuelo.
Cuántos pies soportaron sus travesaños
y solo uno quiso estropearlo todo, flaquear.
Es digna esta escalera que sobrevive
a tantos aguaceros.
Ahora cuelga bajo la enramada,
espera el punto cero, ser leña de nadie.
Nada sube ni baja por ella.
Si pudiera, repararía la historia de la casa.
[Copo es una historia difícil de contar]
Cuando se convoca su figura
asoma los dientes en gesto amenazante.
Gordo y algodonado, como corresponde a su nombre,
de patas fornidas, hocico y ojos azabaches,
siempre vigilante, listo para atacar a quien toque la puerta.
Más de una herida se tuvo que curar en el vestíbulo:
el labio del imbécil, la pantorrilla de la anciana,
la mano del cobrador, la bendición del cura,
el ojo fisgón de la vecina.
Todos fueron sorprendidos por sus fauces
endemoniadas y certeras.
Impagables deudas se acumularon en el barrio.
Y Copo tan campante, devorando el hueso y los insultos.
Solo sabía ser tierno y manso con los niños.
Después de los asaltos, coincidíamos debajo de la cama,
cómplices, regocijados, lamiéndonos las culpas y los miedos.
¿Quién protegía a quién?
Pero el duelo que dictó su sentencia
lo cazó con la embriaguez del padre:
sus orejas en vilo, todo su cuerpo en guardia,
atento a la brusca llegada, al portazo.
En la oscuridad se enfrentaban a muerte
gruñidos, maldiciones, navaja y colmillos.
Una mañana lo vimos dar su última batalla
convicto en el platón de la volqueta,
como desterrado que sabe la nobleza de su causa,
las pezuñas resistiendo, las pelusas blancas como rastro
y nosotros mirando a través de las lágrimas,
sabiendo que nunca más su baba entre las manos
ni la cadencia tranquilizante de su cola.
Igual que ocurre con los desaparecidos,
en nuestros juegos solía volver, rollizo y mullido en el abrazo.
Copo sigue detrás de la puerta hiriendo fantasmas,
ardiente defensor de las causas perdidas,
héroe irredento de nuestros sobresaltos.
A mis hermanos, que no lo olvidan
[Ellos surgen de la nada]
para escudriñar por las ventanas.
Vienen con sus atavíos de pena,
con sus pies errabundos
que asoman por las suelas,
tienen hondos surcos en la frente,
historias de ceniza y abandono.
Los mendigos de la casa
exhiben cicatrices, cuchillos,
mapas de la intemperie,
quejas y perros hambrientos,
costales de migajas,
insultos, el miedo encaletado.
Reclaman un saludo, un nombre,
un trozo de espejo.
Alguien les robó su desnudez.
[Si lo ven ahora]
mohosa y cercana a la ruina,
si pueden abrir el Estralandia
y ver su montaña de ladrillos,
rojos como la sangre de la tierra,
las hojas blancas de marcos y ventanas,
la dispersión de fichas con vértices y cavidades,
el ajuste perfecto donde crecen muros, pórticos,
distancias, el ángulo feliz;
si pueden asir la longitud de la quimera,
los dedos que encajan las piezas,
verán las fachadas, las ciudades,
los balcones espléndidos,
las puertas de par en par,
los altercados, la amargura,
el ajetreo en los vestíbulos.
Liliput en su apogeo y decadencia.
Y la niña con sus historias
plagiando el mundo que no quiere.
[No me dejan en paz]
Hoy volvieron a asediarme.
Antes de abrir los ojos estaban a uñas de retenerme.
Exigen que les devuelvan su identidad,
su territorio del espanto.
Quieren regresar a los matorrales,
zarandearse en la mata de plátanos,
tejer una soga en la enramada.
Están dispuestas a soportar las tijeras en cruz,
los rezos de beatas y los granos de mostaza
con tal de poblar nuevamente las sombras y los cobertizos.
Se resignan a su condición de pajarracos burlescos
si les reintegran su caudal de relatos nocturnos,
la miel de la amenaza,
las escobas en las que cruzan paisajes brumosos
para aterrizar en el pecho del bello muchacho
donde beben un licor alucinante
y en el que dejan sus huellas violetas,
orgullosas de colonizar su cuerpo,
de ser las dueñas de sus orgasmos culpables y estruendosos.
¡Ah! ¡Cómo se relamen ahora sus desteñidas cicatrices!
Me piden que las traiga de regreso,
que les reponga su insólito reino,
el pobre patrimonio del miedo.
Pero hoy nos desvelan los terrores humanos,
el perfil fratricida, la masacre en mitad del festejo,
el imperio de la infamia.
Se lamentan y atortolan, se atropellan y desesperan,
su plumaje arruinado quiere llenarse de aire,
se deforman en sensuales muchachas
y confieso que me conmueve su grotesca ternura.
¡Aquí están las brujas de bosques y tejados!
Vengo a redimir su leyenda.
Oigan cómo ríen con desparpajo
mientras proclamo su retorno.
A mis amigas, ellas lo son
[La casa, cerrada y sola]
Afuera en el patio, los pasos,
como de gente que ronda.
Ruidos callados.
Juan Rulfo
La casa, cerrada y sola, es un tropel de susurros,
una precipitación de formas que aguardan,
un hatillo de olores, ya sin dueño;
salamandras audaces, con la luz negra de sus ojos,
desafían la gravedad del mediodía.
¿Quién escucha ahora ese silencio
atorado en las cañerías,
la caída de las hojas,
su vuelo antes de rozar el cemento,
esa gota de agua que no cesa su secreto torrente?
Turpiales, azulejos, mirlas,
su escándalo de colores en busca de la fruta
que nadie ha colocado en la tapia;
el monólogo de la lluvia sobre el tejado de latas,
una procesión de felinos quebrando la oscuridad,
el crujir del viento en la enramada.
Cuelga y se pudre la escalera
que sostuvo empeños y sudores;
hace tiempos se oxida la carretilla
y extraña la arena y el cascajo.
Se ha desplomado la tarde sin que alguien la contemple
desde la mecedora que dormita sin peso.
No han tocado la puerta ni el timbre
y el perro bate su cola dentro del sueño.
¿A dónde ha ido el cortejo de limosneros
con sus bolsas de mendrugos y de huesos,
las comadres con sus retahílas e impertinencias?
¿A quién fastidia la bulla de los vecinos?
En la cocina bostezan las ollas,
importuna la jarra del agua con su oreja única,
tan huérfana de manos y de sed.
En el fondo del cajón se suicidan los fósforos.
¿Qué hacen los insectos a esta hora
sin ruta clara en el aire?
Por qué aún multiplican las flores su belleza
y, terca, la raíz horada la aridez,
si no hay nadie, no habrá nadie
en esa casa cerrada donde se creó el mundo.
Ruidos y voces
***
“Y que si yo escuchaba solamente el silencio,
era porque aún no estaba acostumbrado al silencio;
porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces.”
JUAN RULFO
Tríptico de Alicia
*
Porque tenía miedo de las noches
que le llenaban de fantasmas la oscuridad.
De encerrarse con sus fantasmas.
De eso tenía miedo.
Juan Rulfo
Ha vuelto a soñar con gentes que la llaman.
No las conoce. Solo sabe que están muertas.
Siente escalofríos de solo recordarlo,
la taquicardia, las ganas de llorar.
El médico se empecina en la cura
y receta píldoras que espantan los espíritus.
Alicia es obediente y las consume
pero cubre los espejos en las noches
para acallar el eco de las sombras.
Hoy ha dormido más de lo habitual,
no despertó los canarios ni volcó la bacinilla,
los gatos mortifican, el perro se inquieta.
Desciendo al lugar en donde duerme
con los ojos abiertos.
La unjo de palabras y la abrazo,
la estrecho toda con mi cuerpo
y como en las canciones de la radio
vuelvo a jurarle amor eterno.
Es frágil la materia y contundente su mutismo.
He de volver a soñarla, he de volver.
Y llamaré su rostro en todos los espejos.
**
Madre con los ojos cerrados me indica el camino.
Sé que no llegaré pero insisto en la prisa,
en la necesidad de acompañarla al sitio indicado.
Sus brazos no se mueven
pero me conducen a un recinto con jazmín y limonero
en donde recoge alguna semilla,
el olor y la música del entorno,
un cierto brillo de la tarde sobre la enramada.
Con su paso quieto me deja atrás,
quiere llegar antes que nosotros,
sus niños de pronto envejecidos
que lloramos por sus nanas remotas.
Su voz es hilo de agua que se rompe.
***
Mi madre murió entonces.
Que yo debía haber gritado;
que mis manos tenían que haberse hecho pedazos
estrujando su desesperación.
Juan Rulfo
En el rostro detenido, leo una señal de angustia.
Arrimo a su oreja el violín de Paganini
para que su aire convulso la libere.
Un escarceo de Bach ha de consolarla
por dejarnos en este desamparo,
con esta ternura que se desbarranca.
Descubro la carótida llevando la cadencia.
Sigo los intervalos y las pulsaciones:
un dos tres ocho nueve un dos tres…
a un ritmo cada vez más lento, diríase larghissimo,
y pronto las notas dan paso a los silencios,
a la melodía más triste.
Suelto por fin sus manos, que ya no son,
pero todavía me sostienen.
Un beso en la frente para que sea un buen viaje
y cierra el último acorde en su cuello.
Es la quietud el vuelo más lejano.
Samuel
las manos justas para acariciar palomas y acomodarse el sombrero.
Todo en su piel era un mapa de sucesos.
Alto y delgado, en la espalda tenía la curva exacta
para acomodar el costal, la casa
y la memoria, justo lo que más le pesaba.
Samuel olía a leña, a campo,
sus alpargatas hablaban de veredas, de agobio.
Fue un niño medroso, con los ojos enormes del espanto.
Sin otra razón para crecer,
se vio forzado a habitar su estatura.
Más allá del humo, del machete,
de la historia que engullía sin dientes,
de sus labios salían coplas, cándidas retahílas.
Nunca dejó oír una queja, excepto en las pesadillas
en las que volvían la madre, el fuego, el terror.
Samuel fue a vivir a nuestra casa
y con él llegaron la tierra, la cuajada,
el relato de un país desconocido.
Era un enigma errando entre los carros,
desatinado como un cisne en la avenida,
héroe y víctima de la adversidad.
La historia no se ocupa de personas así, fundamentales,
sin ellas no es posible atar los cabos,
templar las cuerdas de la voz.
Nunca supo trazar una letra
pero hoy habita estas palabras.
Amanuense de sombras
El 5 de noviembre de 1989 se murió María,
la de la tienda de la esquina;
el 27 de mayo de 1999 murió Martín,
a quien pagué para que botara el gato sarnoso, que volvió;
el 26 de agosto de 1998 murió la comadre Matilde;
el 22 de noviembre de 1994 murió Humberto Villamizar.
Del año sesenta para acá han muerto treinta y cinco personas
en esta cuadra de la carrera octava…
Y en su afición de notario o amanuense
llena su obituario con los santos y señas
de vecinos, parientes, amigos,
con el rastro del hombre desconocido
de quien apenas escuchó comentar.
Uno y otro se superponen, se apiñan en los renglones,
en la hoja donde suma los trebejos y el párroco,
el remedio para los cólicos, el eclipse,
la visita de alguien, el regalo que le traen,
el costo de la pintura de diciembre
cuando barnizó la fachada,
motivos de celebración,
la fecha en que la hija menor se ha ido de la casa.
Y así, nombres y marcas del tiempo,
datos irrelevantes,
asuntos desdeñados por todos
son registrados como grandes noticias.
Podríamos quemar esas libretas,
caducos y jocosos apuntes del ocio.
Como si la vida no fuera
este inventario de sombras y triviales sucesos.
A José del Carmen, in memoriam
Diálogo con ángeles
Decidió matar a su ángel. Sería un combate terrible
ante el asombro de Dios. Lo esperó el día en que se sintió
más oscuro. El ángel vino indefenso, sabía que no tenía
escapatoria. Vio cómo el cuchillo destrozaba sus alas.
Guillermo Martínez González
Quiso matar a su ángel,
está impaciente y apura la última gota de luz,
el ángel no sabe defenderse y menos escapar,
tampoco sabe lo que es el miedo
(sería su destrucción).
El cuchillo traspasa sus alas sin tocarlas,
no puede romperlas
¿Cómo lograrlo?
Es su ángel el que ha perdido la esperanza,
la fe en vísceras y huesos,
las ganas de custodiar al descreído,
vuelto ahora un pucho de cenizas.
Y Dios,
sin asombro,
se ha quedado dormido.
Figura que entra en el atardecer
Las frágiles piernas se balancean
y cuando el pequeño está a punto de caer
el padre lo devuelve a las alturas,
mientras los brazos se le abren
como si recordara que alguna vez tuvo alas.
La cabeza cae pesadamente en busca de su sombra,
aunque algo la aleja de la tierra.
Es grande esa cabeza, abandona pronto el dominio del cuerpo.
El padre limpia un hilo de saliva,
rodea el vientre con su brazo,
lleva al chico hacia el cruce de la calle.
La figura entra en el atardecer.
Los dos son ahora un animal torpe
que ha perdido su fuerza.
Quién sabe qué refugio los aguarda,
qué cielos abatirán al niño mañana,
cuando esté frente a frente con su desatino,
parado sobre sus pies de arena húmeda,
el vacío sin ganas de sostenerlo,
su alma sin ganas de crecer.
Error
Tienes los ojos enceguecidos y citas a Cicerón.
Imposible la luz que enciende la ventana
de esta ciudad en donde siempre llueve.
Imposibles los árboles que miran hacia arriba
mientras abajo absorben la ofensa del humo.
Imposible escuchar la voz del poeta muerto
que grita entre mis piernas
la soledad de sábanas maltrechas,
su ayuno de victorias y el aliento de amargo vino.
Imposible amanecer de sábado
en el que salgo a la esquina de ayer
y encuentro al hombre que rondaba la acera
mirando mi ventana perdida en las alturas,
fisgoneando como la nariz de Dios entre las nubes.
Empiezo a verlo por primera y última vez,
como si tuviera ojos,
como si él pudiera volver a sonreírme
fingiendo su tristeza de perro feliz.
Entonces le digo que no hay imposibles,
que no es tarde ni temprano para nada
y menos para la poesía,
esa forma cierta de todo lo imposible.
En memoria de Alberto Rodríguez Tosca
Elegía a dos voces
No es verdad que extraviaras el camino, solo cabía girar sobre tus propios pasos en un desierto espeso.
Ella –la poesía– al menos fue tu sombra.
Enrique Lihn
No es verdad que extraviaras el camino.
No es cierto que fueras al mercado.
Solo cabía girar sobre tus propios pasos,
sobre las ruedas del auto que se había vuelto tu armazón,
tu crecido cuerpo de latas, menos resistente que tus huesos.
Solo giraste el timón hacia un final inconcluso,
en busca del lugar extraviado para siempre en tu prisa.
Buscabas el resplandor que detuvo tus manos,
la última palabra congelada, hueca en su ansia de campana.
No es verdad que fueras al hospital.
Solo regresabas al centro de ti mismo,
ibas hacia el final del sueño
y no llevabas los zapatos atados a la tierra.
Para qué habrían de servir en la desnudez de un tiempo inexistente,
roto de ti y por ti,
libre ya la ola para desanudar las horas cautivas.
No es verdad que fueras a parte alguna.
Venías hacia aquí, al encuentro de este vacío, de este desierto espeso,
en busca de otro cuerpo menos atormentado, más liviano de cargar.
Paraste en el instante convenido, en el lugar tantas veces repasado
como el viejo capítulo de la misma novela que recitabas,
aunque nunca la escribieras.
Ibas hacia el mar, hacia el nudo ciego de las mareas,
al nacimiento del misterio.
Y llegaste a tiempo para vestir un silencio fragmentado
que solo puede hilar la poesía.
No es cierto que fueras al mercado porque tu hambre, porque tu sed,
por la desolación de las vísceras.
No es cierto que extraviaras el camino.
Llegaste aquí, al encuentro de estos versos.
Ella –la poesía– al menos fue tu sombra.
Para Antonio Conte, in memoriam
Santo y seña
severo y absorto,
cuando estalla de ternura
solo encuentra una expresión
que se le sale por los ojos,
como quien toma el barro
y sopla para crear a Dios:
¡Qué belleza!
Con estas palabras forja
el asombro y la fuerza,
el sortilegio y el gozo de la vida.
Vuelvo a ese santo y seña
para redimir de las cenizas
la sustancia de mi padre.
Convidados del absurdo
se diría que mira hacia adentro,
hacia ese sitio convulso en donde se encuentra
irremediablemente perdido, roto.
La perplejidad es su bastón y su paisaje.
El viejo que lo acompaña tiene miedo y sonríe.
Cuando el hombre convulsiona, el viejo sostiene su mano,
le estira con fuerza el dedo del corazón,
cree tener allí la cura que lo devuelve al mundo.
El hombre regresa del abismo,
farfulla dos palabras y vuelve a caer en el ensueño.
El viejo es sordo y sonríe.
Llevan una bolsa con remedios, papeles
y una botella plástica con restos de bebida.
Van en un viaje que ninguno comprende.
El uno hace el gesto de sostener al otro
pero es el aire el que los sustenta
en su marcha de vaivenes.
Se diría dos personajes del cine del absurdo.
Verlos alejarse con su rastro de abatimiento,
saber que nada me une a ellos
y sentirlos tan cerca, tan fuerte,
como el dedo del corazón.
Versos como caminos
No sé dónde hallarlo.
No conozco su gente.
He visto sus rostros en la red,
bellos y profundos ojos de niños,
mujeres que se afanan,
hombres agitados que buscan salidas
pero las salidas no están en sus manos rudas
que usan para hurgar la tierra.
Algo innombrable, algo que quiero alejar del poema
obstruye las puertas, cierra los atajos, estalla las semillas.
Y los colores de esa detonación
no pueden ser pintados por los niños.
No sé nada sobre los Hazaras y su etnia perseguida
que deambula y huye, igual que tantas gentes
por los resquicios del planeta.
Solo sé que tienen mis ojos y mi piel
y su miedo remueve las certezas y la fe.
Sé que esta voz es tan inútil
como esa flor que brota en una trocha desolada
con la esperanza de que alguien la vea.
En lugar de versos, quisiera enviar caminos,
caminos y flores para los Hazaras.
Nana para la madre enferma
La niña bonita se quiere dormir
y el pícaro sueño no quiere venir
Nana tradicional
No temas, madre, no temas.
Cubriste con mantas los espejos
para que no se cuelen en los sueños
esos rostros que te llaman con insistencia.
Esas gentes del más allá
no han de volver a inquietarte.
Ya tomaste el agua con manzana y tomillo,
están cerrados el grifo y el paso del gas,
apagados los equipos eléctricos,
le diste cuerda a los treinta relojes
y con esos compases
no cabalga solo tu corazón.
Viene la lluvia, ea.
No te afanes, madre.
Di comida a los pájaros que visitan el solar,
se fueron los gatos del vecindario,
colgué la sábila para alejar al murciélago
que suele guindarse en la viga sobre tu cama.
Izaste el toldillo con sus cuatro cordeles
y espantaste de tu cabeza los zancudos,
los tristes presagios.
La puerta tiene asegurado el cerrojo,
están en su lugar las barandas
que ni el perro ni el día podrán traspasar,
cubiertas y a salvo las jaulas
donde reposa el misterio del canto.
Padre duerme hace varios meses,
navega en su camastro,
aunque de vez en cuando
hace una broma y espía tu silencio.
Cae la lluvia, ea.
Tienes la botella del agua en la mesa de noche,
la linterna súbita,
la raqueta que tus dedos ciegos
esgrimen contra sombras y mosquitos
están a tu alcance donde siempre las dejas.
Sobre la butaca, la bacinilla
y bajo la almohada, el lienzo con que cubres tu rostro.
El vecino hoy no ha armado jolgorio,
la campana de San Laureano dio sus diez toques
y gime lejos La Llorona, herida por luces de neón.
Hiciste la oración que ampara los hijos
y estaremos libres del mal mientras reposas.
Ya puedes descansar, madre, no temas, no temas.
Todo está en su lugar, en su hora y orden, menos tú.
Duerme profundamente y sueña
que esta noche ha de ser eterna.
Siente la lluvia, ea.
Elegía
De todas las cosas que nos dejó mamá,
me he quedado con el canto de los pájaros.
Alicia, Madre, estás dormida y vagas
por ese mundo de begonias y azulejos,
en el laberinto de abedules y bromelias.
Llevas los ojos profundos y cantas.
El turpial, la mirla o el canario
traen tu voz y tu sentido.
Llevas intacta la risa, el toque coqueto de ironía,
te burlas de todos, sobre todo del destino
que te quiso mansa, y arrasas,
rompes los designios de la adversidad.
Llegaste niña al país del infortunio
y te fuiste como Alicia, más allá del espejo,
en busca de orugas y conejos.
A tu paso se abren los rosales
y exhala su jazmín el caballero de la noche.
Eres aroma de tierra y lluvia.
Nos das la fuerza y la ternura, dos alas,
dos herramientas para vivir la tragedia o la fiesta.
Eres la que nunca se agota,
la dadora infatigable,
la Flor perenne, Alicia, la Madre,
la desposada de la tierra.
Sin ton ni son
***
“Un rumor parejo, sin ton ni son,
parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche,
cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así.”
JUAN RULFO
Ser piedra
En piedra me conjugo, me solazo, me habito, me trituro,
me quiebro, me decanto, me vierto, me acongojo.
Soy la que no teme al rayo, al cuchillo, al grito.
La negación del viento y sus caballos,
la envidia de la hoja,
la tentación del agua, su juguete.
El ejemplo que ofende,
la fría certidumbre,
el cuerpo donde fracasa la muerte.
Soy la casa que te sobrevive,
el barro que pisaste,
la pesadilla y su recuerdo,
el río detenido,
la hora que atraviesas, temeroso,
lo que callas y te pesa en el estómago,
el punto de quiebre de la flor,
el canto mudo de la tierra,
el enigma, la ruina, la amenaza.
Soy la forma que ofende al círculo,
la agonía de la línea,
el borde que lastima y crece en el dolor,
la pedante, la que vence las uñas de la fiera,
la incorrupta, la que luce su corazón de yeso
por el que claman los dolientes y sus sombras.
No me afano en ser piedra
y soy piedra por todos los costados.
Solo la belleza me fragmenta.
La aguja
el teniente escondía entre sus botas
los bordados que había hecho
durante cinco mil ciento cuarenta y un días
con esos hilos rasgados con parsimonia
a inútiles prendas donde dormían los colores.
La aguja invicta iba, venía, taladraba la noche
y penetraba silenciosa cada agujero en la memoria.
La gloria punzante de su brillo,
su tensa caligrafía,
si cabe el artilugio de bordar los pensamientos.
La angustia de ser hilo y estar a punto de romperse.
El teniente perdió su boca, hundió sus ojos en la tierra,
fue rana, tapir, ciempiés, chamizo, cadena.
Solo la aguja compuso las palabras,
tejió el tiempo vencido, el remoto, el sueño,
solo la aguja como única dueña de sus manos.
Allí, entre sus botas, ahora en libertad
-pensó y no lo dijo-
guardaba el miedo de perder una aguja.
Cómo decirlo, cómo gritarlo,
su más noble arma en la batalla.
Guardia indígena
mientras en la empuñadura se agitan los colores
que disputan las cintas a las mariposas,
cuando resuena la voz de la montaña
herida de nuevo con su parentela.
Canta la roca su impericia,
su reposo de dinosaurio,
zumban los obuses y se agitan los matorrales
mientras muere la serpiente de ataque repentino,
sacudida por un sol de medianoche.
Herido está el aire en su orfandad.
El bastón tiene la estatura, la distancia
que va de la tierra al corazón
y la mano del guardia lo sostiene todavía
aunque sus ojos se han ido
mientras él sueña volver al gran río,
ahora que ya no hay nada para cuidar,
ahora que ha perdido el regreso.
Corrección
qué sabemos nosotros
-los jueces sin causa, los desarraigados-
todo el trecho que avanza
mientras horada en su memoria.
Para María Tabares
Paraísos
Lo crean sus manos cuando pulsan las teclas
y disputan al viento sus pájaros juglares.
Para Goya el paraíso ha de ser plomo derretido
que llueve sobre sus ojos
cuando estalla en colores la oscuridad.
Borges lo imagina como una inmensa biblioteca,
lomos de libros que cabalgan en el tiempo
hacia un infinito de sentidos.
En la crin del caballo se resume el paraíso
para el jinete que quiere tocar la lejanía
y en los pies se agita el de la bailarina
o en sus caderas que desatan la lluvia.
Quizá el mendigo sueñe el paraíso
bajo esa manta de cartones
donde imprime la luna su silencio.
En la infancia lo imaginaba
como un árbol de panes
que crecían a mi antojo
y maduraban en mi boca.
Tal vez la avidez de un breve deleite
se resuma en el lenguaje del amor.
Tal vez en una palabra cabe el paraíso.
Madrugada
resquebrajan la madrugada,
fragmentan el sueño.
Todavía en la oscuridad
tratamos de adivinar
en qué punto del asombro
o del cielo de la calle
flamea este vuelo
que asalta el aire con su escándalo.
¿Qué saluda
reclama
o anuncia?
¿Quién lo dirige?
No es el pájaro de fuego,
no es la alondra ni el ruiseñor surgiendo
de la pluma de Shakespeare.
Somos tú y yo en un abrazo ciego
que evoca y anticipa el canto
con el que despierta el pájaro.
Ciudad
Me cubren edificios que arruinan el sol
con sus lustrosas ventanas de clausura.
Me encadenan calles sin retorno ni partida,
carros que no terminan de pasar.
Una gran avenida que exhala su vaho,
farolas esparciendo partículas de duda.
Un mar de agobio me rodea.
El funesto cortejo de oficinistas,
la ofensa de los bancos y su fila de quejosos.
Torres-grúas como dinosaurios equivocados,
la lluvia metálica sobre paraguas de papel,
porteros de ojos tristes que sonríen
mientras tragan un bocado de malas noticias.
Pasan los mandamases cautivos de sus escoltas,
dejan la estela turbia de su reputación.
Estoy en el ojo del huracán
que bulle del miedo al odio y a la fiesta.
Recluida entre cinco paredes,
calco la imagen del colibrí que se siente libre
volando por las calles de una ciudad amordazada.
Página en blanco
Es real la página en blanco y ese resplandor,
no la página en blanco y tu insistencia
por transformarla en algo que no es.
Alberto Rodríguez Tosca
Si fuera pintora
plantaría en el lienzo la montaña roja
que a esta hora de la tarde
despliega su abanico de verdes como una afrenta
a la insensatez.
Por las líneas quebradas se deslizan autos de juguete
conducidos por fantasmas que nunca veremos.
Maderos sumergidos en el mar de los árboles
con ese oleaje que antes de nombrarse ya ha mutado sus colores,
sus criaturas rastreras y las de claro plumaje
que se peinan al abrigo del cielo.
Brillos y sombras no caben en la palabra cerro
y acude la montaña con sus letras curvas
a dibujar el prodigio.
Si fuera pintora
extendería amarillos sobre azules,
haría germinar los caobas, los violetas,
trazaría el vuelo inesperado del blanco,
haría una mancha de luz que narre el paso de la tarde,
una negrura que doble las hojas con el peso del sueño,
algún malva sobre el firmamento
como una pregunta para un dios ciego.
Porque si fuera pintora
bastaría con hacer silencio
y esta página volvería a ser bosque.
Lo sagrado
con una fuerza que rompe el cristal del cielo,
esparce fragmentos que vibran y llegan para clavarse
en el centro de algo que nos duele.
El llamado al rezo es la conmoción,
la música del fin del mundo
suspendida en las cuerdas de una voz
Allah es el más grande
Allahu Akbaru
El primer cántico es para suspenderlo todo
y dirigirse a la mezquita
o para hincarse donde quiera que estemos,
siempre en dirección a La Meca.
En el segundo verso
Declaro que no hay más dios que Allah
Ashhadu an la ilaha illa Llah,
los hombres, cabizbajos, obedientes,
se encaminan a la ablución, se descalzan,
lavan sus pies con parsimonia, casi con ternura,
como si fueran alas que los conducen a los brazos de Dios
mientras las mujeres sujetan las pashminas
que cubren sus cabezas y hombros
y luego se ocultan tras los biombos
en el lugar destinado para ellas por toda la eternidad.
Desde allí atisban la ceremonia y el centro del templo
que el Corán reserva a los varones.
Venid al triunfo
Haiia ala lfalah
el canto logra rasgar el sol, las fronteras, las palabras,
logra que me cubra los hombros
y acuda al lugar que me está destinado.
Mujer es el lenguaje común que balbuceo
para iniciar la adoración de los azulejos,
la plegaria de las columnas portentosas,
el salmo de la bella caligrafía,
el hechizo de los vitrales y las arañas de luz,
la salutación a las cúpulas de Sultán Ahmed.
Arrodillada ante la gran alfombra del tiempo,
protegida por la raza de las mujeres,
pienso que si no existiera Alá
lo inventaría cinco veces al día
al oír el adhan que me empuja a la Mezquita Azul.
Algo más sagrado que el dogma es la belleza.
Estambul, septiembre de 2011
Libros
en un arranque de tristeza y escasez.
Nos tienden a Vallejo junto a Lorca,
a Wilde con Dostoyevsky,
Nietzche severo, delirante,
Proust que sube la escalera a los cinco años,
gimiendo por un beso.
Nos traen a Silva, vanidoso y amargo,
a Pessoa que rima con Lisboa al filo del Tajo.
Nos sepultan los amigos
con tanta belleza categórica.
Quieren dinero,
un pago consciente que los redima de su pena
por librarse de sus viejos maestros.
Nosotros, heridos de perplejidad,
tendemos las monedas para pagar
la vergüenza de los amigos.
Pronto la casa se llenará de voces
y estaremos ciegos y locos,
locos y ciegos.
Cómo pagar esta ración inagotable
a prueba de eternidad.
Vieja compañía
me pesan los pies como raíces
que rasguñan la tierra para plantarse
en la mitad del mundo.
Tengo las alas rotas del ángel
que me acompaña desde siempre,
el mismo que envejece y llora
por una huella en algún punto del vacío.
Mi ánimo es firme y puedo respirar
pero me duele el agobio del ángel,
su armazón de libélula estropeada.
Soy yo quien ahora lo protege,
quien le pide que muera sin remordimientos.
Tanto me enseñó su presencia
que he robado el alma de su vuelo.
Lo siento aquí, adentro de mi cuerpo.
Soy la constatación de su artificio.
Atrapasueños
es la impronta del ave
que repite su coqueteo con el aire.
En cada soplo se adivina
la sutil vibración de las palabras.
Una red ha sido tejida por Iktomi,
la araña lakota que enseña a retener el bien
y deja un agujero para que huya el mal.
El círculo vegetal se repasa a sí mismo,
recorre sus laberintos
donde la noche ha puesto sus trampas,
su pegajoso goteo.
Las cuentas, las semillas, las piedras
hablan de la tierra, del humo,
en el idioma de la respiración,
en las frases del tiempo.
Cada noche se repite ese concierto de murmullos.
Temblores y ojos que tejen
su sarta de miedos y deseos.
La obra se hace y se deshace
y cada mañana cosecho entre las redes
los inasibles peces de tus sueños
que yacen confusos con los míos.
Sabia en enredos, la araña dibuja el sitio
donde nos encontraremos al día siguiente, sin saberlo.
La revancha
toda la fuerza que le sale por las manos
cuando remueve
cuando tritura
cuando destruye los restos de comida,
lo que se adhiere a las ollas como una afrenta,
la mancha que se resiste a salir,
a desaparecer bajo el agua.
Acaso la forma de su cuello, tan cisne herido,
su cabeza volcada hacia el suelo,
esa propensión a escarbar entre las grietas del piso,
toda la impostura de animal que sacude la cola,
la aparente desconexión entre el alma y los dedos
que no paran de moverse,
de sacudir y despejar todo lo que la ensucia,
hasta hundirse en el cansancio.
Tal vez esa supuesta ausencia de pensamiento,
su mudez como un desaire,
el hábito de limpieza que viaja por generaciones,
es la forma que ha tomado la rabia,
la revancha de sus manos
contra siglos de sumisión.
Pienso esto mientras miro la mujer de la escoba
sacudiendo el paño y la mansedumbre.
¿En dónde desempolva su sonrisa?
Para armar una muñeca rota
que se dirían huesos afilados para rasgar la noche.
Tengo tus brazos de ángulos imprevistos,
esquinas sorpresivas o caprichos del duende
que quiso para ti otra forma del abrazo.
Tengo tus piernas rotas y zurcidas por el arte de Gepetto,
tus piernas talladas que se esconden bajo la mesa
y se duelen de tu desaire cuando estás a punto
de arrancarlas con un grito.
Ellas que fueron esculpidas para desafiar las mareas.
Tengo tus pies extraviados en algún rebujo de la cama,
mirando cada uno hacia rincones opuestos
por temor a encontrarse con tus ojos.
Tengo tus ojos cerrados, perdidos en la nube del recuerdo,
hechos de una negrura infatigable,
mecanismo perfecto que lo penetra todo.
Tengo tu boca que sonríe, roja forma del lenguaje,
hecha para devorar y construir el mundo.
Tengo tu piel esmaltada, jardín de olores y vestigios.
¿Cómo armar esta muñeca descuadernada
que sueña ser una grácil princesa de aserrín?
Tengo por fin tu cabeza rellena de nubarrones
y solo puedo poner en ella el soplo del ángel
que te quiso única y exacta a ti misma,
muñeca barroca y oblicua como las raíces o los frutos.
Muñeca rota,
yo te armaría de nuevo
con la fuerza y el alma de los árboles.
Para Martha Viviana
El canto
Si canta más que las aves que habitan bosques, selvas y montañas, es porque requiere compensar el bullicio de la ciudad, mitigar la molestia que altera su ciclo de vida. Agregan que es útil “emplear” aves para tolerar el ruido urbano. Hasta aquí el frío informe de los especialistas, que dista de ser una revelación de códigos del paraíso.
Podemos concluir que el trino exige silencio y lo que creemos fiesta o cadencia suele ser rebeldía, resistencia, queja o pavor. Sorprende la afinidad de este canto con la voz de ciertos poetas. Aves medrosas, para luchar con tanto ruido no tienen más defensa que escribir.
Crónica de un árbol que cae
los autos tuvieron que apagar sus motores,
la niña que llevaban aprisa hacia el colegio
pudo contar las ramas,
pintar con otro verde la panza de los números.
El hombre del Renault dio un puñetazo a sus piernas,
una señora de amarilla tristeza sacó su lápiz de labios
y estampó una sonrisa en el retrovisor;
los comerciantes de seguros imaginaron qué habría pasado
si el árbol cae sobre alguno de los carros;
un vendedor de café zigzagueaba feliz con su rojo termo,
el motociclista lamentó la madrugada
sin el recuerdo de un beso;
algunos tontos hicieron sonar sus bocinas
como si el ruido pudiera despertar al árbol.
A los pocos minutos llegaron treinta bomberos,
diez policías, tres periodistas, un obrero con su sierra
y rodearon al muerto con sus cintas y sus voces portátiles.
Pronto la fila de coches fue una larga serpiente de furia
que abrevió la ducha del presidente.
En veinte minutos el tronco fue mutilado
por los chirridos del acero y la fuerza del hombre
que parecía convulsionar en medio de un séquito de espectadores.
Brazos y palas retiraron las ramas
y la avenida volvió a ser la de siempre:
un largo bostezo, un furioso tropel de adversidades.
El muñón quedó derribado entre la hierba,
expuesta su médula húmeda,
su corazón de perfume a la intemperie,
su sangre de madera quedó allí como el rastro del azar,
el informe de un instante que pudo llamarse felicidad.
Allí sigue todavía el despojo del árbol
que quiso alterar la conciencia de los días.
Es otro héroe caído. Otro monumento a la torpeza.
Lluvia de arañas
Por la gran tela que cuelga de las nubes
vienen sus grandes patas negras anudando el cielo.
Son cientos, miles, están a punto de cazar los ojos que las miran.
Algunas quedan fulminadas entre las cuerdas eléctricas.
En segundos tejen una manta por donde viajan las equilibristas.
Los pájaros desvían la ruta
para que no los confundan con insectos.
Allá van, allí vienen, alguien diría que pretenden cazarnos, sitiarnos.
Muchos corren por temor a esa lluvia pavorosa,
algunos traen sus cámaras, otros sus armas.
¿A dónde van? ¿De dónde vienen? ¿Qué planean?
Alguien ve un oráculo, un presagio, en ese negro vuelo sin alas
que recuerda el fin del mundo.
Quieren atraparnos en sus redes, ha dicho un soñador.
Es normal, dicen los biólogos. Es claro, dicen los expertos,
es la etapa reproductora de esta especie de araña.
Se equivocan, todos se equivocan.
No vienen, no van a lado alguno.
Si tuviéramos sus ojos
notaríamos que la ciudad es una isla dentro de la selva.
Las arañas solo intentan pasar de un árbol al siguiente
porque no tienen noticias,
porque no saben que la selva es un espejismo.
Santo Antonio da Platina, Paraná, Brasil,
febrero de 2013
Bogotá, asfalto y denuncia
Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles
en la patita de ese gato quebrada por el automóvil
Federico García Lorca
La calle hierve en sus sales de humo y aceite.
No hay más espacio para el ruido,
el olor metálico, la desconfianza,
la guerra de los autos y los pies en el asfalto.
No hay ojos sino cuerpos que chocan,
piernas que huyen,
un coche tras otro disputándose el aire,
aguantando las ganas de matar.
En el desfile de la cólera y la prisa
una luz, un breve brillo,
una alucinación frente a un local comercial
que ofrece jaulas con aves cautivas.
Un colibrí a ras del cemento hace su vuelo ritual,
intenta atravesar la vidriera
una y otra vez, una y tantas veces ante mi asombro
va y viene del suelo a la vitrina.
Su inútil búsqueda, su angustia y mi dolor.
No es un juego macabro.
Es la ciega terquedad de la vida
contra el acero y el espejismo del cristal.
No me duele el extravío del picaflor
en medio de un campo de concreto.
Es su magnífico aleteo de imposible tornasol
el que hiere los ojos.
No es el destierro, es la tienda de pájaros.
Es la raíz rompiendo el pavimento,
el vuelo del colibrí en el infierno.
Federico lloró la patita del gato quebrada por el automóvil
y hoy escucho su voz al mediodía,
ante la indolencia de esta ciudad
que llueve la aniquilación maquinada
del verde que te quiero verde.
Navidad
A dónde vamos tan de prisa.
Por qué se atropellan en la calle,
se afanan en los semáforos, en los trenes,
en las manos, en las palabras.
Qué noche buena te espera sobre todas las noches
en las que sueñas ser ave y lo logras.
Qué paz es la de ese Niño que ignora
los niños perdidos en las guerras.
Cómo se empaqueta el amor entre tanto regalo.
A quién darás el abrazo de los que ya no están
y de qué modo te secarás la lágrima
al tocar su vacío, al ver sus retratos.
Siempre quedan la posibilidad de atragantarse
el recurso de embriagarse
el recurso de la danza y del grito…
Con qué cara limpiarás las sobras, las cenizas,
el miedo a encontrarte con la misma ventana
que solo muestra esa calle que no existe.
Qué oirás cuando abras los ojos y ya no estén
las risas, los brindis, la algarabía.
Ni siquiera te queda el maullido del gato
con el ritual de la saliva.
El mismo vecino que detestas, saludas, eludes.
La tentación de la soga,
los zapatos dejándose arrastrar hacia el tiempo prometido
que cada día pasa y no lo alcanzas.
Las noticias del crimen que no cometiste
pero que estás a punto de confesar.
Los gobernantes que sueles maldecir,
tanta basura en las esquinas
recordándonos esta condición devoradora
de todo lo viviente…
Pero no agriemos la fiesta.
Repitamos que es una gran noche
y por primera vez volvamos a estrecharnos,
a regalarnos las ganas de estar juntos.
Renovemos el ritual de estar vivos
antes de convertirnos en fotografías.
Indolencia
y anida en ellos como si fueran corcho que flota a la deriva;
si clava sus agujas para estropearte el sueño
e imprime su sello de languidez;
si te amenaza con su signo de hielo
para vestirte de indolencia,
debe ser porque ha confundido tus ojos
con un territorio desolado,
tu silencio con un iceberg,
tus manos con peñascos.
Exclama el monje japonés:
En otoño florece la luna; en invierno, la nieve.
Si en ti nada florece
es porque has perdido la savia de la risa,
porque la desgana coloniza tu cuerpo
y se arruinan las noches, las ventanas,
el peinado, los verbos, la semilla.
Te has quedado solo en mitad del cuerpo,
ausente de las horas,
vencido por un ejército de piedra.
Encomienda tu corazón al dios de los guijarros.
Tal vez alguien pueda usarte para hacer un cántaro.
Web: Luz Helena Cordero Villamizar luzhelena@porartedepalabras.com
Efrén Piña Rivera efren@porartedepalabras.com