\después de Babel de Gabriel Arturo Castro
Y voy llegando al comienzo. La palabra sin nadie [Roberto Juarroz]
Al iniciar la confusión de la palabra es una puerta para salir a otros mundos, habitar y asaltar el cielo y vengar a los hombres, subir a los montes y lanzar desde allí proyectiles contra los dioses: rocas encinas, arboles inflamados.
La palabra,
puerta iluminada,
ciudad para el indigente,
todos los horizontes del verbo se hallan en posible cercanía.
La palabra,
tal vez una atrevida vestidura de piel que hiere el desecho del trigo;
la sinceridad de Dante por su viaje a los tres reinos;
la altura en la intuición derrotada de Sor Juana
o la magia de Altazor con sus nombres de gracia y ostentación;
palabra sobre una palabra imposible,
impaciencia
agitación
balbuceo
rastro de incendio perfectamente allanado,
aliento,
paso y huella de cordero,
la sangre de la aurora derramada;
la palabra tierra,
la palabra fuego hasta el presente, tan alta que desde la cima de la torre los lejanos bosques parecen un enjambre de langostas.
Rocas, encinas , arboles, aliento, cordero. Huella sangre, aurora, tierra, fuego, langostas. Langostas, fuego, tierra, aurora, sangre huella, cordero, aliento, árboles, encinas, rocas…
Palabras que perduran y se destruyen y se repiten después de Babel.
***
[Poema tomado del libro “Alegoría del buen escriba. Gabriel Arturo Castro. Poesía completa 1990 – 2019”. Editorial Domingo atrasado, 2023].
La imagen destacada en redes sociales de esta entrada corresponde a la portada del mismo libro, ilustración de Rafael Dussan Mejía.
Por Luz Helena Cordero Villamizar
Tengo en mis manos colecciones de poesía completa de autoras y autores colombianos que conocí hace unos treinta años, cuando recién nos atrevíamos a sacar a la luz esas líneas que teníamos engavetadas, que amasábamos en silencio, esperando el momento para aventarlas, para leerlas en voz alta por primera vez. Por entonces se iniciaba el auge de los encuentros y festivales de poesía, empezábamos a publicar en revistas y, para nuestro asombro y dicha, ya nos incluían en alguna antología poética. Con talento incipiente, o sin él, osábamos decir “soy poeta”.
Hablo en plural porque vivimos una suerte de hermandad. Además de escribir, éramos lectores y críticos de nuestros camaradas de versos, nos impulsábamos mutuamente y, aunque fuéramos tan solo aprendices, nos permitíamos opinar sobre las obras ajenas y hasta teníamos el gusto de despellejarlas. Más que un taller de poesía, lo nuestro era un ritual de lectura, un encuentro de soledades, un cambalache de afectos. Los años fueron perfilando el oficio de cada cual y, al cabo de tres décadas, como he dicho, algunos ya publican su obra completa. Entonces me pregunto: ¿En qué abrir y cerrar de ojos esto ha sido posible?
Aunque no compartí el mismo escenario con Gabriel Arturo Castro, sé que merodeaba por los mismos corredores de la Casa de Poesía Silva en donde tuvo lugar nuestro impulso, al lado de Juan Manuel Roca, María Mercedes Carranza, Jotamario Arbeláez, Henry Luque Muñoz, Miguel Méndez Camacho, por solo citar algunos nombres de quienes fueron nuestros mentores.
Todo este preludio me conduce a la Alegoría del buen escriba, la poesía completa de Gabriel Arturo Castro que recoge sus poemas de un período que inicia por la época a la que hago mención, 1990, y llega hasta 2019, año previo a la pandemia. El libro, publicado por la Editorial Domingo Atrasado del poeta y amigo Jaime Londoño, recoge cinco poemarios en los que se percibe la solidez de la obra de Castro. Al punto que, si se suprimiera el orden cronológico de los libros, no sabríamos bien cuál fue el comienzo de su oficio. Esto es lo primero que me llama la atención, a propósito de otras obras en las que se nota el proceso de maduración de la palabra poética, el cambio drástico de tono o de temáticas.
“Arquetipos arcaicos de poder” en El Áttico, del artista colombiano Rafael Dussan. Técnica mixta. Imagen disponible en internet.
Desde sus primeros libros Gabriel Arturo se siente y se oye hondo, complejo, con una vocación de escudriñar las sombras y el silencio. En sus poemas hay una lluvia de imágenes que no dan tregua, que sobrecogen, regocijan y alimentan la imaginación. Versos cargados de animales, no mitológicos, animales de todo género y especie, pues lo que importa no es su naturaleza sino el atributo que el poeta les da para expresar ese más allá de las palabras: roedores que vomitan la tierra, termitas que devoran el sol, la rana es portadora de agua dulce, la noche es «una tempestad de toros negros», «la palabra es un pájaro», «la salamandra siempre habitó en el fuego». Animales que mutan al arbitrio, a la necesidad, a la pericia y a la mística de quien les da otra vida, por obra y gracia de las palabras.
En estas páginas se respira también la exuberancia de lo vegetal, así como la vida, real y simbólica, que alberga lo mineral. Están «las hierbas flotantes de la vieja locura», hay «sal de luz», el agua es sorda y puede ser funeraria, oímos «el quejido de las paredes de madera». Y esa revelación poética de la piedra, «las piedras del ensueño», las piedras que arden, «una piedra flotante [que] reemplaza el pulmón del hombre». El poeta se desborda como ese río que pretende volver a su origen; el poeta alucina porque «en la tinta y en la letra existe el reverso del mundo» y aunque la lengua sea amarga, la palabra es verdadera. Como lo dijo Henry Luque Muñoz, en los poemas de Gabriel Arturo Castro hay «imágenes insólitas», de alquimia, de «un lenguaje que ansía devorar al lector».
No hay «palabras huecas» en esta amalgama de sensaciones, voces, develaciones, hasta llegar a la blasfemia, ese deber que tiene todo poeta de rebelarse y resistir con su palabra, que es también una forma de esperanza para quien se siente interpretado, reparado y, como lo dice Antonio Gamoneda, consolado por la poesía.
La palabra es una puerta para salir a otros mundos, habitar y asaltar el cielo y vengar a los hombres, subir a los montes y lanzar desde allí proyectiles contra los dioses: rocas, encinas, árboles inflamados.
Hay que ir con hambre por sus páginas, extraviarse y tomar el camino propio. Estas líneas tan solo pretenden sintetizar el impacto inicial. Como toda buena poesía, no es un libro para leer de un solo empujón. Conviene ir de un poema a otro, de un libro a otro, descubriendo enigmas, desvelando sentidos, tan lentamente como lo permita el goce. El encantamiento del libro inicia desde el prólogo, escrito por la poeta Lucía Estrada, quien interpreta bella y profundamente a este buen escriba.
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Tres poemas de Gabriel Arturo Castro
22. __
Paisaje adormilado, el mediodía avanza, lento e impasible por el aire salobre y el cansancio que la humedad provoca. Los espantapájaros repiten su abrazo frente a las rocas. Al final del camino la casa, contraventanas de hierro y cerrojos.
Drástico atardecer. Mi lengua habla con mi sombra, el corazón se abalanza sobre la puerta, mi cuerpo choca con la pared, la luz se apaga.
[Días antes del tiempo, 2006]
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HASTA MÍ llegan las palabras fáciles,
un acento de desprecio,
las carcajadas salvajes que hieren a todos.
Risa opulenta,
un gruñido seco,
otra risa.
Gusto atroz,
la boca se llena de pólvora cuando hay miedo o murmullos
de aprobación por el estado insalvable del mundo.
[Tras los versos de Job, 2009]
***
ME RATIFICO EN LA BLASFEMIA:
Una retahíla por las fuentes desiertas.
El escriba no deja de llorar por su paraíso,
el que habla de un Dios enjaulado
y la iglesia custodiada por dos calaveras.
Todo está en el libro de los engaños,
donde el nombre exacto es la palabra sarna,
las sobras de la última cena,
sus despojos robados por las uñas y dientes
de los harapientos,
cena de cenizas, sueño del peregrino
y de quien hace señales con sus pañuelos sucios.
Y tú, Cristo, todo enlodado,
¿acaso no ves que la turba y los desmanes
de los mutilados escupe su rabia y su asco,
y duerme al pie de nuestra cama?
[Tras los versos de Job, 2009]