Esta mañana estuve pensando las cosas bonitas que puedo pintarle a la maestra para la tarea que nos puso sobre las vacaciones. Todos los colores que recogí en el paseo que tuvimos el domingo: amarillo del sol encendido; azul feliz del lago quieto; blanco espumoso como encaje que se abría al paso de la lancha; verde esmeralda del césped suave que me acarició mientras quise rodar y rodar; azul niño del cielo que me servía de sombrero; verde turquesa de la falda que vestía la montaña; café del lomo calientito del caballo que monté; violeta del gigante que, trepado en una nube, me venía persiguiendo; verdes y más verdes de los árboles con salpicaduras multicolores y móviles de los pájaros: rojizo, lila, granate, naranja y limón; los colores fosforescentes de las mariposas como luces intermitentes de navidad; el rojo de la sangre que me salió del labio cuando me tropecé y caí contra las piedras; ese gris que empezó a formarse en el ambiente cuando por algo que no supe, papá y mamá discutieron y se fueron cada uno por su lado; el púrpura que se me atravesó en el corazón en ese mismo momento; el transparente de las lágrimas de ella bajándole por el rosado que se había puesto en las mejillas; y el negro negrísimo que vi cuando cerré los ojos para no ver el camino de regreso.
Pensándolo bien, para pintar sólo necesito un lápiz. Lástima que todas las cosas bonitas tengan un final en blanco y negro.
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