“Bodegón con cesta de manzana y pan”, Vincent van Gogh, 1886. Pintura al óleo sobre lienzo / papel. Tamaño original: 55 x 46 cm. Imagen disponible en internet.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Hay poemas que son como bocados o “gotas amargas”, sabores que se repasan con la lengua, en la garganta, con la saliva del recuerdo, con un espasmo de las vísceras. Caen las palabras en algún punto de esa memoria colectiva que nos hace exclamar “he visto eso”, “yo estuve ahí”, “estos versos me interpretan”. Este es un logro de la poesía, es el latido que revela la luz del poema, la vida contenida en las palabras y la mutación que experimentan cuando se encuentran con el mundo del lector.

Poetas de todos los tiempos han incorporado en sus versos la historia, el absurdo, el dolor; ese modo particular de combinar lo triste y lo bello que provoca un «placer estético» y que también toca la conciencia, sin perder conexión con un tiempo y un contexto. Esto es lo que Gonzalo Rojas considera como la única función de la poesía. A diferencia de los discursos o de los panfletos, en poesía los opuestos no tienen un manejo disyuntivo, las cosas son y no son, al mismo tiempo. Cuando un poeta nombra la muerte también habla de la vida y del amor. «Pero, si estás muriéndote, aún vives», dice Joan Margarit.

Esta Caligrafía de la sombra de Luz Mary Giraldo alberga contradicciones, contrastes, antagonismos que llevan a afirmaciones, negaciones que conducen a certezas. En casi todas sus páginas hay cantos de pájaros, amaneceres, viento fresco y jardines que se presienten bellos. Pero esto no puede ser cierto porque los ojos de la poesía descubren el envés de las cosas y el paisaje se torna oscuro por la conciencia de un tiempo que arrastra desamparo y desolación.

Una ventana que puede ser la de la infancia, esa que tenemos al frente, o la que acabamos de abrir entre la página, nos muestra la mutilación de la belleza, «agujas en las alas de las mariposas», un viento que «muerde el esqueleto de los pájaros» y los deja sin picos, sin lengua. A propósito, la imagen recurrente de un pájaro sin pico, de una lengua amputada, tiene en este poemario una fuerte y diversa connotación.

La voz poética es esa mujer que, parada ante la puerta de su casa, mira al horizonte y «lanza piedras contra este planeta de agonías». Sabe que su palabra no logra dar abrigo a los abandonados, que «no hay palabras que les den la mano», «ni versos que alcancen a nombrar su tiempo», pero, como he dicho, la escritura encierra su contrario que es la pertinacia del oficio de nombrar, de crear imágenes que pulsen, que inciten, que provoquen y remuevan la inercia de la desgracia. Porque la imagen estremece e incomoda y la palabra interroga, cuestiona, propone. En otras palabras, la poesía, al tiempo que resiste, crea modos de ver e interpretar.

Emilia Ayarza pregunta a los hombres de este país:

Hombres que nunca hicieron nada:
Respondan uno a uno
a dónde se columpia la tarántula del tiempo
en qué sitio se desnudan las naranjas…

Nazim Hikmet escribe desde la cárcel:

Hermano mío,
enviadme libros con finales felices,
que el avión pueda aterrizar sin novedad,
el médico salga sonriente del quirófano,
se abran los ojos del niño ciego,
se salve el muchacho al que mandan fusilar

Raúl Zurita pone voz a los desaparecidos, a los muertos dispersos sobre las cordilleras; Silvia Plath nombra el rostro terrible de los cisnes y Fernando Charry Lara describe la escena de una masacre para luego decir: «son cuerpos que son piedra, que son nada».

Así Luz Mary Giraldo, con su voz de «escalofrío y agonía», aunque potente, con su modo de poner en cuestión, lejos de lo lastimero, crea imágenes que traspasan el cascarón de la tibieza. Ve «la cicatriz de una piedra» en las heridas del condenado a muerte, un perro que ha perdido el hocico y las orejas, un gato ciego y sin cola, alas rotas por doquier, un mundo roto y más roto. Habla de «la ilusión del plato de sopa», de una «cena miserable» que nos recuerda el poema de César Vallejo o las pinturas de Van Gogh. Esa «cena miserable a la que asistimos todos» y de la que «solo queda un pedazo de pan pintado en el bodegón».

La poeta hace también nuestra aquella escena, aquel cuadro dantesco que partió en dos su infancia, cuando desde el balcón de su casa un «noviembre de un año cualquiera», que sigue siendo hoy, vio pasar una pila de cuerpos con sus miradas turbias y «no pude escribir su nombre en los cuadernos». Quizá porque no pudo escribir aquel horror, brota ahora esta ofrenda entre sus dedos, esta caligrafía poética que acrecienta el asombro y transcribe estéticamente un mundo y un tiempo.

En este libro, gran paradoja, se siente la impotencia de la lengua, ese no poder transformar la realidad como quisiéramos, por arte de magia, por arte de palabras. Son treinta y cuatro poemas como perros que ladran a la luna, como maullido de gato en una casa sola.

Eres lengua a punto de enmudecer
y lamentas la insuficiencia de tus palabras.
Sabes que hay un nudo ciego en todas partes.
No puedes hablar.

No obstante, como acto creativo que es, la palabra poética logra conmover a ese engreído y torpe animal que somos y, así como la música lo sosiega, «este solitario animal vuela sin alas / y aunque desconfía de las palabras / con ellas arma un rompecabezas». Por eso, porque está dolida de memoria y aun así no pierde la esperanza, Luz Mary Giraldo desata su lengua.

Y quiero desatar la lengua
para pedir que el sueño vaya directo al corazón
y no desaparezcan los abrazos
para que los amores no naufraguen en la sombra
y el barro vuelva a crear el paraíso.

Junio de 2024

Imagen tomada del libro El lenguaje de los pájaros o La conferencia de los pájaros, escrito por el poeta y místico persa Farid al Din Attar (c. siglos XII / XIII). Corresponde a los folios de un manuscrito fechado c. 1600. Las pinturas fueron realizadas por Habiballah de Sava en tinta, acuarela opaca, oro, y plata en papel. Colección en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Imagen disponible en internet.

Tres poemas del libro Caligrafía de la sombra. Sílaba Editores. Medellín, 2024.

Anciana con hoja seca

A Christian Sabau.
Entre Curtea de Arges y Piteshti

Entre girasoles revolotean los canarios.
La anciana come trozos de pan y bebe café a sorbos
para que no se acabe.
Un cardenal de intenso color rojo se eleva al infinito
mientras ella mastica despacio porque le duelen las encías.
A diario teje una colcha de retazos.

Las flores se inclinan y la cosecha se recoge.
El viento se oye sobre las hojas secas
y los pájaros vuelan en el amarillo de la tarde.
Es hermoso el escenario.

A la anciana le crujen los huesos y los días
y le duele el invierno.
Está sola desde que inició la guerra.

Se iluminan los rostros que dibuja el verano
y la anciana no los ve
ni las hojas que caen
ni escucha el canto de los pájaros
ni percibe el color de su vuelo.

Tampoco siente calor sobre su cuerpo.
Apenas mastica el saldo de su vida
y da vueltas a las agujas mientras parpadea.

El vuelo de los pájaros sube y baja tejido adentro
y la anciana murmura o tartamudea
con el hilo en la punta de los dedos
donde un pétalo amarillo cae.

La palma de su mano parece una hoja seca.

 

Estado de alarma

Reconozco el aire de la infancia en la cornisa
donde se posaban los pájaros que alimentó la abuela.
Ahora son tierra de miseria
costra sombría y formas torturadas
oscuridad y silencio.

Las puertas se cierran una detrás de otra como bóvedas
y nadie puede abrirlas con sus manos.

Yo intento abrirlas con mis letras.

En las paredes de la guerra

Alguien tiene que arrastrar una viga
Para apuntalar un muro.
Wislawa Szymborska

Busco la infancia en ciudades donde pasó la guerra
y dibujó el dolor que no cabe en los pliegues de la cara.
Ningún niño sonríe en esos rostros.
Vi esa marca indeleble en Budapest
la vi en Guernika y en el muro de Berlín
y en un entramado de alambre en los campos de mi tierra.
La hemos visto en muchas partes
y sin pudor la muestran las noticias de noche o de mañana.

Todas las guerras se parecen en las calles vacías
y en las casas deshechas
en amados que nunca regresaron
en niños envejecidos sin entender qué pasó
en la terrible espera de madres con mirada ausente
en la cara manchada en los espejos
y en estrellas oscurecidas con el pasar del tiempo.

Solo somos infancia
han dicho los poetas
mientras escriben versos y novelas
y elevan los ojos hacia el cielo
como si allá estuvieran los pensamientos.
Como ellos la busco detrás de las paredes
y a veces la encuentro en la vidriera
donde solíamos ver el rostro de la tía regañona
o los ojos de una abuela cariñosa.
La veo en papeles garabateados con todos los colores
en fotografías de lejanos archivos
en juguetes desteñidos en el rincón de un jardín
y en la ropa deshecha en los armarios.

Hoy es noviembre de un año cualquiera
como cuando di vuelta a la página para crecer
y la vuelvo a encontrar en los ojos sin párpados.
Y la recuerdo mucho más atrás
antes de aquel balcón donde vi la mirada turbia de los muertos
y alguien me dio la mano cuando me puse lívida
y no pude escribir su nombre en los cuadernos.

Mi casa era la infancia
y para sonreír me subo a un árbol de guayabas
elevo cometas con mi hermano
juego con bolitas de cristal que brillan en mis ojos
o recojo aguacates en el patio.
Era la infancia, digo, y aprendo a deletrear
a subir y bajar las escaleras
a abrir las puertas del insomnio.

Sin que la llame viene a veces
viene a decirme que regrese
donde estaban los árboles con aturdidoras cigarras
que busque la fuente en el centro del parque
donde echamos monedas a la suerte.

La infancia quedó atrás.
No se entretuvo jugando en cualquier parte
tal vez se escondió en el laberinto de los sueños
y ahora es el aleph de una imagen imprecisa que gira en la memoria
y hace una trenza con vestidos negros
o desteje el horror debajo de las lágrimas.