Por Felipe Agudelo Tenorio
Lo expondré de entrada, Ninguna parte también es un lugar, de Luz Helena Cordero, es un libro bellísimo, singular, interesante y conmovedor, tanto en el plano intelectual como en el emotivo. Es un texto nutrido y nutritivo que se presta a una lectura deliciosa; vale decir cargada de sensaciones y reflexiones, de amor y de avidez por la vida.
Desde tiempo antes de convertirnos en amigos, me he dado el gusto de leer a Luz Helena Cordero; he estado atento a lo que su pluma produce. He frecuentado su estupenda poesía y me he adentrado en la inteligente luminosidad de sus ensayos. Ella es, sin lugar a dudas, una de las escritoras de primer nivel con que cuenta este país. Sé que quienes la han leído concordarán conmigo. Y sé que a quienes no lo han hecho aún les aguarda el seguro placer de adentrarse por primera vez en su lectura.
Sin embargo, fue justo por estas referencias que este libro constituyó una sorpresa para mí. Reconozco que lo abrí ilusionado (y casi seguro) de encontrarme con sus nuevos poemas, pero no hubo tal. Este tomo resultó ser un conjunto de crónicas donde se reúnen los relatos de viaje de una escritora lúcida y sensible; de una que, además, por contar con un diestro manejo del lenguaje se permite obsequiarle al lector vivas, brillantes y sugerentes descripciones de sus incursiones por una serie de lugares, en distintos países. Un trabajo lento y laborioso que le tomó varios años y cuyo resultado es estupendo.
Estas crónicas nos participan de un vasto periplo. Incluyen un relato sobre una ciudad inusual, Las Vegas −que es uno de los textos más ricos y notables−, pasan morosamente por lugares icónicos y entrañables de España, la Patagonia Argentina, Guatemala, Cuba, Brasil, California, Nueva York y nos dejan avistar otros paisajes más lejanos, como son los de Portugal, Moscú y Estambul. En cada una de estas estaciones el lector recibe su premio. Y en ellas hay que resaltar que la poesía y los poetas son los grandes y fieles compañeros de ruta; las continuas referencias a ellos nos dejan vislumbrar cómo es que la viajera establece y filtra sus personales conexiones con los lugares que elige visitar.
A pesar de que, casi por definición, el viaje es una actividad que obliga a una permanente apertura hacia el afuera, lo extraño, lo desconocido y lo otro, de manera que se pone de relieve la vida en relación con lo exterior, Luz Helena Cordero no se deja llevar completamente por dicho impulso, ni permite que la saquen de sí. Ella reconfigura la dirección propia del viajar sosteniendo, sin pausa, una persistente mirada a los movimientos que esto le ocasiona a su vida interior. No solo está atenta al mundo, sino que le interesa indagar sobre la relación entre ambos mundos, el interno y el externo, quiere observar, constatar y diseccionar sus influencias mutuas.
A cada paso, ante cada paisaje o encuentro, rescata la manera como la gente y el mundo repercuten en ella. Y lo hace de una manera natural, aunque del todo intencional, pues quizás se corresponde con su manera habitual de estar. La viajera experimenta el viaje a través de la plena presencia de todos sus sentidos, despiertos, aguzados y ávidos. Pero, el punto del todo relevante es que se planta como una mujer escritora a la que todo cuanto le acontece la regresa a su centro y a su palabra. Y para más, la muestra como una poeta sensible y perspicaz que logra entablar una relación crítica y profunda con todo lo que encuentra en su camino. Ese mundo que se va transformando en memorias a medida que ella lo recorre y, a la vez, en una segunda memoria que se plasma, se piensa, se construye y se conserva en el relato, en su crónica.
Para Luz Helena Cordero la trasmutación de lo vivido a lo recordado es un ejercicio constante, mediado por un proceso escritural que no comienza solo en el papel sino en la misma conciencia de la poeta. El suyo es un ejercicio intenso que no ofrece desperdicio, pues pareciera interesarse de manera particular en la observación de sí misma mientras observa el mundo e incluso mientras el mundo la observa y ella percibe cómo es que la afecta.
No obstante, el viaje y su memoria son apenas momentos contrarios, instancias germinales, puesto que le sirven de apoyo para realizar una verdadera búsqueda dialéctica, misma que le permite el desvelamiento de los materiales de unas verdades que son fruto de la inteligencia poética. Como sabemos la poesía es, también, una forma de conocer y a sus procedimientos podemos recurrir en cualquier instante y circunstancia. Por esto nos queda claro que solo una poeta ha podido escribir este libro.
Me explico, por un lado está la geografía del viaje real, la tesis, caracterizado por su intensidad efímera y que al transcurrir le reclama la confluencia de todos sus sentidos y saberes; por otro lado está el viaje tal como lo guarda la memoria, la antítesis, caracterizado por la lenta desaparición en nuestros archivos cerebrales de su cartografía residual; y, por último, está el viaje recuperado por la escritura, la síntesis, caracterizado por su mayor posibilidad de permanencia, es decir por su moldeado definitivo en un relato escrito que lo dota de sentido. El resultado es una crónica donde las tres capas del viaje se conservan y se superan gracias a la fuerza evocadora, dilucidante y expresiva de la viajera, quien al escribirlos se desplaza por sus páginas mientras recolecta trozos de sí misma, del mundo visto y de su experiencia. De esa manera es que se realiza por tercera vez el viaje, esta vez inmóvil, frente a la blanca desnudez de la página más que ante la pulcra lisura de la pantalla. Pues quiero suponer que durante sus viajes la autora toma notas, bien sean mentales o en una clásica libreta. Lo cual explica la profusa cantidad de detalles y la estupenda precisión de sus descripciones que enriquecen estas crónicas, permitiéndonos una inmersión total en ellas.
El relato de viajes sería vacuo, puros comentarios de turista, si no se beneficiara de la organización constante de la crónica. El movimiento sobre los distintos territorios geográficos, humanos, históricos, culturales y sensoriales que Luz Helena atrapa en este libro se deslizan con sutileza y nos lleva a un viaje literario en el que ella nos conduce de la mano. En esa intención de compartir, en su generosa invitación a ver, a oír, a sentir, a admirar y a pensar de otras maneras, es donde residen la belleza y la fuerza de este libro. Todos estos atributos, que he señalado muy brevemente, explican el porqué del encantamiento que logra en el lector; pues al paso de los capítulos leídos uno va acompasándose, deteniéndose, apreciando esa voluntad de interrogar, de entender y de contemplar el espectáculo vivo del mundo. Un mundo que aunque cada vez más extravía su sentido, aún conserva su belleza.
Bogotá. Febrero de 2024.
(Tomado del Prólogo del libro Ninguna parte también es un lugar)
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IRÉ, CUALQUIER ESTACIÓN ES PROPICIA
Por Claudia Patricia Mantilla Durán
La primera vez que leí el libro Ninguna parte también es un lugar, de la escritora Luz Helena Cordero fue para presentarlo en el marco de Ulibro, la feria del libro de Bucaramanga en 2024. Conocía el talante de la poeta y sentía mucha curiosidad por adentrarme en sus formas de concebir la escritura de la crónica. Si bien, ya había leído Unas cuantas tiernas imprecisiones donde los viajes son igualmente revisitados por su memoria, sabía que esta nueva inmersión me depararía sorpresas. En la charla que sostuvimos en la feria habló de la periodista y escritora estadounidense Nellie Bly, precursora de la crónica de viajes escrita por mujeres, y una de las primeras en viajar sola alrededor del mundo, siguiendo los pasos sugeridos en La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne.
Hace poco volví al libro de Luz Helena Cordero para detenerme en dos crónicas: Escalofrío, y No basta con no ser ciegos. Una vez más me asombró su capacidad de entrever en el relato de viaje la posibilidad de entretejer la memoria íntima con la historia del lugar. Escalofrío es un relato vertiginoso e implacable presentado en contrapunto con el poemario Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. Un recorrido por Las Vegas, en el que se lee:
Las Vegas es la ciudad de los excesos, el mundo de la hipérbole, de los valores exponenciales (…) allí están los freeways que nos impelen a penetrar en la metrópoli de neón y a dejarnos arrastrar por los tentáculos de la ciudad. “Welcome to Faboulous Las Vegas, Nevada”. Es ese instante cuando siento el escalofrío (…) Bienvenidos para ver los tristes leones de la metro goldwyn Meyer, que en su sopor no creen ser ciertos en medio de tanto artificio.
Cómo no extender el “escalofrío” a toda una mentalidad que pretende ser dueña del mundo, cuando el exceso es la medida y el delirio de control no tiene límite. En definitiva, una crónica desazonadora, brutalmente certera:
No es la calle helada de Las Vegas, es el roce yerto de los cuerpos. No es la guerra, es el temblor del escarabajo anónimo que todos pisotean. No es la selva, es la agitación de los estómagos en grandes toneles de alimentos que se pudren dentro de los vientres grasosos. No es el horror, son las cloacas de los hoteles atragantados de usura. No es el odio, es la opulencia de los desperdicios. No es el reino fantástico, es el paroxismo de la electrónica, la angustia de que el tiempo no pase, de que todo se mueva hasta el infinito y atrape la voz y la conciencia.
En sus relatos aparecen constantemente guiños a escritores y escritoras que han sido significativos en su vida, los amores poéticos que a su vez se constituyen en figuras tutelares para la historia y la construcción de identidad de las geografías que nombra: José Saramago y Fernando Pessoa; Álvaro Cunqueiro, Antonio Machado y Federico García Lorca; Pablo Neruda, Raúl Zurita y Vicente Huidobro, Dulce María Loynas y José Marti, Nélida Piñón, por mencionar algunos. Se comprende entonces cómo fueron decididos estos viajes. Sus lecturas fueron los primeros tiquetes de abordar. Si el azar viró la dirección del trayecto, el nuevo camino fue recorrido de manera literaria, tanto en la capacidad de observación del mundo circundante como en la manera poética de narrarlo.
Evidentemente hay un yo implicado en estas crónicas, pero ya se sabe el amplio compás que puede abrirse entre la crónica y el yo biográfico. Por ello, considero un acierto la forma en que Luz Helena Cordero asume múltiples voces en la asunción del viaje, encontramos la voz del viajero, o de los viajeros, y para ello se apoya en José Saramago quien se define como: “el viajero”, también encontramos la voz propia, nítidamente personal de su ser sintiente en medio del recorrido, tal como sucede en No basta con no ser ciegos, verso de Pessoa -de Alberto Caeiro para ser exacta-, que titula su crónica:
Cuando le pregunté a Viviana si quería acompañarme en este viaje a Lisboa, empezó a saltar (…) Era la oportunidad de reencontrarme con la ciudad de la saudade, veinte años después de apenas haberla rozado (…) Este gallego nos contó la historia de Alfama, su origen árabe y musulmán, al-hamma, alfamm, baños o fuentes. Quien no conoce ve laberintos que serpentean, que se empinan por escalinatas que conducen al extravío.
El relato intercala la memoria de su primera visita a Portugal con las sensaciones del nuevo recorrido. Destaca su llegada a la casa del escritor Fernando Pessoa en la Rua Coelho da Rocha 16:
Penetro por corredores oscuros, oigo el crujir de la madera, veo paredes forradas con cuadros, en un rincón imagino su sombrero. Habitaciones con vidrieras, carteles, afiches, la biblioteca, viejos autores conocidos, una inmersión por criaturas sensibles, evidencias de la vida del hombre. Veo su tarjeta de identidad y me pregunto de cuál, los anteojos con los que vio y no vio, cajones donde merodeaban sus manos, ahora clausurados, vaciados de misterio. Y esa máquina de escribir, su esqueleto negro y dorado, alto, dentro de su urna de cristal.
Nada más bello que escuchar a un poeta hablar de sus poetas admirados. La capacidad de trasladar al lector gracias a las detalladas y sugestivas descripciones es otra de las virtudes de estas crónicas que hacen de Ninguna parte también es un lugar una lección de la mirada, de los sentidos en general. Es entonces cuando al leer me sacuden las olas que estremecen la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, palpo los magníficos objetos en la mesa, los frascos de tinta verde, o escucho las caracolas como queriendo descifrar la medida del amor viajero para luego reparar en el sillón que aún conserva el hueco del cuerpo del poeta.
Luz Helena Cordero visita lugares icónicos que podrían incluirse en las llamadas guías de viaje, como: Santiago de Compostela, la mezquita de Soliman en Estambul, parajes de Madrid o de Lisboa, pero en estos trayectos hay un acto de sublevación frente al viaje impuesto, el que venden de antemano en las agencias de turismo y que obliga a correr, a empacar y desempacar maletas sin siquiera degustar un aroma, observar los rostros o contemplar los colores de una puesta de sol. Ella va en contravía del recorrido trillado, busca el camino alterno, algunas veces lo logra y cuando no, acude a la ironía como escudo. Por ello, afirma “El viaje debería ser una profesión; un estar, más que un hacer. Un ser, mucho más que un recorrer”. Poética de viaje que ampliará en el epílogo del libro.
En El Largo grito de hielo, crónica de su paso por Chile, luego de exaltar su archipiélago dorado y los islotes de cisnes blancos con cuello negro, así como sus volcanes y la certidumbre de que este es un país de poetas, anota: “Pero estamos aquí para hacer un viaje por la memoria que duele. No se trata solamente de conocer sus avenidas limpias, los edificios históricos preservados, su plaza de Armas y el Palacio de la Moneda, que irremediablemente nos recuerda el oprobio”.
Reconozco, una vez más, la sal de la ironía que caracteriza su voz y me adentro en la dimensión interior de su viaje.
Alberto Salcedo Ramos afirma que el cronista “es el viajero que cuando explora el mundo llega más lejos y cuando contempla al hombre llega más hondo, el fisgón de los fisgones, el ojo más perspicaz”. Luz Helena Cordero fisgonea el mundo con avidez, pero lo hace desde una mirada singular, su visión de poeta, que le permite hacer de un viaje al Calafate una sonata de agua, de una travesía por Chile el encuentro con un largo grito de hielo que traspasa la memoria. Si La Habana es un amor revisitado y “una ciudad hermosa que se cae a pedazos”, si no hay puesta de sol más bella que aquella que se contempla en el mirador de Santa Lucía, si de repente sorprende la presencia depredadora del ser humano en cualquier paraje o en la esquina de alguna frontera difícil es porque sus palabras han sabido comunicarlo. Cierro el libro y pienso que iré, porque cualquier estación es propicia cuando la poesía acompaña. Estas crónicas condensan el deseo de llegar a la república de los sueños que no es otra que la de los lectores. Son ustedes los llamados a continuar el trayecto.
(Tomado de: Revista Encuentros Nº 49 Junio-julio 2025, Bucaramanga, Santander, Colombia)